«Escoger el camino» sobre el cuento «Colinas como
elefantes blancos»
de Ernest Hemingway.
Por:
Wilson Blandón Caicedo
En la introducción del cuento «Colinas
como elefantes blancos» de Hemingway, tenemos la siguiente escena: un
norteamericano y una muchacha están en una estación de trenes, esperan el
expreso que lleva la ruta Barcelona – Madrid, cuyo recorrido dura
aproximadamente cuarenta minutos, se sientan en un bar contiguo y conversan, la
vista del otro lado del valle del Ebro, nos muestra las colinas largas y
blancas. Ésta mínima descripción del paisaje que sirve de apertura al cuento —
y que es reforzada a la mitad del relato— es vital para la comprensión de la
historia y es una de las pocas cosas que nos deja ver el narrador, que
instalado de forma externa, observa y nos cuenta:
«La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran
blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco»
Más adelante en el relato:
«La
muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del
otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro.
Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el
campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles»
Notamos el contraste
de escenarios: allá del otro lado del Ebro hay campos fértiles, vegetación,
vida; de este lado, calor, tierra seca, sin sombra, ni árboles. Nos detendremos
para detallar los símbolos narrativos que nos permitan un viaje transitable y
ameno por el relato. Símbolos que aportan valor a la trama, dan mayor
profundidad al tema y ante todo, constituyen las claves para expandir el arco
dramático de los personajes, sin que esté expresado en palabras. De un lado
agua, árboles, como símbolos de vida, de fertilidad, del otro la tierra seca
como su representación antagónica.
A través del diálogo,
nos enteramos que se trata de una discusión, en apariencia, estamos ante una
situación de resquebrajamiento de la relación de pareja, la muchacha observa
las colinas blancas:
—Parecen
elefantes blancos —dijo.
—Nunca
he visto uno —el hombre bebió su cerveza.
—No,
claro que no.
—Nada
de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.
A esta altura del
relato, viene un interesante e inteligente uso del símil por parte de
Hemingway, quien desde el título ya nos sugiere que las colinas son como
elefantes blancos, ahora, nos lo confirma la muchacha a través de sus palabras.
Pero no es un dato gratuito,
veamos toda su intencionalidad: en la cultura tailandesa, el elefante blanco o elefante albino es considerado un
animal sagrado y venerado desde hace más de 5.000 años, es símbolo de la
realeza, representa la prosperidad del país. En la antigua Siam, hoy Tailandia,
región del Asia Meridional, los elefantes blancos eran un símbolo de poder
real, una vez descubiertos, eran regalados a reyes en ceremonia, a mayor
posesión de éstos, mayor era el estatus del rey.
Cuenta la historia que el rey de Siam
acostumbraba enviar un elefante blanco a aquel súbdito con quien tenía algún
desacuerdo, el objetivo era arruinarlo con el costo de su mantenimiento, el
súbdito tenía la obligación de darle comida especial y permitir que los demás
súbditos pudieran verlo y venerarlo. El extremo cuidado y
el oneroso sostenimiento de estas bestias, consideradas sagradas y de las que,
en consecuencia, no se podía extraer ningún provecho, terminaban por arruinar a
quien las había recibido. El simbolismo de los elefantes blancos enfatiza el tema de la
historia. Busquemos el tema oculto en el relato y entenderemos mejor esta
asociación.
—Bueno -dijo el hombre—, si
no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que
es perfectamente sencillo.
—¿Y tú de veras quieres?
—Pienso que es lo mejor.
Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
—Y si lo hago, ¿serás feliz
y las cosas serán como eran y me querrás?
—Te quiero. Tú sabes que te
quiero.
—Sí, pero si lo hago,
¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes
blancos?
Hemingway, fiel a su teoría de la omisión,
utiliza el recurso porque conoce los detalles detrás de su historia. En
«Muerte en la tarde» escribió: «Un escritor que omite cosas porque él no
las conoce, sólo hace lugares huecos en su escritura». Sin que se mencione en ningún momento, el
tema que sirve de motivo para la discusión de la pareja, es el aborto. Las
colinas blancas configuran el símbolo de fertilidad, el relieve geográfico es
la metáfora perfecta del cuerpo gestante de la mujer, con su vientre y senos
hinchados. El americano no percibe esta asociación —él no ve elefantes blancos—
porque no desea al hijo, él como el súbdito de la historia ve sólo problemas en
el regalo, la manutención y el cambio en su estilo de vida, es algo que no ve
con buenos ojos e insiste en el aborto.
—No me preocupará que lo
hagas, porque es perfectamente sencillo.
—Entonces lo haré. Porque
yo no me importo.
—¿Qué quieres decir?
—Yo no me importo.
—Bueno, pues a mí sí me
importas.
—Ah, sí. Pero yo no me
importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
—No quiero que lo hagas si
te sientes así.
Intuimos ya, que la discusión viene de días, tal
vez semanas atrás, sentimos a través del diálogo la incomodidad de la muchacha
al hablar del mismo tema de forma repetitiva, su estilo de vida hasta ahora
superficial y despreocupado, se ve amenazado por la posibilidad de un hijo que
llegaría a cambiar de forma radical la situación. Aquí, la crisis manifiesta de
la pareja. Temen perder ese mundo de experiencias nuevas, de viajes por diversos
lugares, de disfrute.
—Vuelve a la sombra —dijo
él—. No debes sentirte así.
—No me siento de ningún
modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.
—No quiero que hagas nada
que no quieras hacer…
—Ni que no sea por mi bien
—dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
—Bueno. Pero tienes que
darte cuenta…
—Me doy cuenta —dijo la
muchacha—. ¿No podríamos callarnos un poco?
A través de los diálogos y sin que medie ninguna
descripción, se van perfilando las características de sus protagonistas, él,
despreocupado, en cierto modo cínico y egoísta, ella, insegura, sin control
sobre sus emociones y su vida, sin la certeza de qué decisión tomar, sabe que
en uno u otro sentido perderá algo de sí. La trama toca su punto de mayor
intensidad y advertimos un posible desenlace.
Ya hemos digerido mejor, el sentido de las pistas
diseminadas por todo el texto:
—Sí-dijo la muchacha—. Todo
sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como
el ajenjo.
La clave de la raíz de la planta de orozuz —uno
de los condimentos más antiguos— con su sabor anisado y agridulce, se nos antoja
más clara, asociamos su sabor amargo con la amargura de la muchacha, con su
decepción ante la actitud del hombre. También está conectado con las
propiedades abortivas del ajenjo.
—Tienes que darte cuenta
—dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente
dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
—¿No significa nada para
ti? Hallaríamos manera.
—Claro que significa. Pero
no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es
perfectamente sencillo.
—Sí, sabes que es
perfectamente sencillo.
Se acerca el final, ya estamos instalados en la
duda y queremos conocer la decisión tomada por la muchacha. Cuando pensamos que
la conversación no cambia de tono, que las posibilidades de solución se tornan
lejanas, la muchacha, expresa su
«Quieres, quieres, quieres, quieres, quieres, quieres, quieres callarte por
favor?» Siete «quieres» que para Harold Bloom constituyen una repetición
precisa y persuasiva.
El tren se aproxima, el hombre recoge las dos
pesadas maletas, la decisión al parecer, está tomada, pero no llegamos a
saberla, él sale atravesando la cortina de cuentas, ella le sonríe,
—¿Te sientes mejor?
—preguntó él.
—Me siento muy bien —dijo
ella—. No me pasa nada. Me siento muy bien.
El desenlace nos deja ver lo redondo del cuento,
no hay una acción que resuelva la trama, hay sí, un cambio. Una evolución en el
personaje de la muchacha, ha tomado el control emocional de la situación y nos
traslada toda su duda, nos insinúa que somos nosotros, los lectores implicados,
quienes, aparcados en una simbólica estación donde se cruzan los trenes,
optemos por una decisión, debemos escoger un camino.
¿Cuál tomarías tú?
PD. Cuenta una anécdota, que cuando Hemingway presentó
por vez primera el cuento «Colinas como elefantes blancos» éste fue rechazado
por los editores, las razones expuestas fueron que se trataba de una historia
contada en forma «no tradicional» y carecía de argumento, también se dijo que
sus personajes no tenían caracterización alguna. Ningún editor entendió —en su
momento— las claves ocultas de su narrativa, motivo por el cual, fue excluido
de casi todas las antologías del autor hasta casi llegada la década de los años
90’s, cuando se convierte para la crítica especializada, en uno de sus cuentos más
depurados y pieza esencial de posteriores antologías.
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