El microrrelato, ese arte pigmeo
Pedro de
Miguel
Microcuento, minicuento, cuento
minúsculo, cuento en miniatura, incluso cuentículo… Existen demasiadas
denominaciones para dar cuerpo al cuento brevísimo, entre las que parece
imponerse la de “microrrelato”.
Un fenómeno en absoluto nuevo en la
literatura, que sin embargo parece ponerse de moda en el último medio siglo, de
la mano de insignes cultivadores de la ficción hispanoamericana como Borges,
Cortázar, García Márquez, Arreola, Denevi y Monterroso. Porque, aunque el
microrrelato no es ajeno a todas las literaturas contemporáneas -basta recordar
la extraña belleza de los cuentos breves de Kafka o el impagable humor de los
de Slawomir Mrozek-, parece haber irrumpido con mayor fuerza al otro lado del
Atlántico, donde también se ha intentado dotarlo de base teórica y distinguirlo
de especies afines. No faltan en nuestro país brillantes cultivadores del
microrrelato, como Luis Mateo Díez, Max Aub o Antonio Pereira, y es raro el
escritor que no haya perpretado
uno alguna vez.
El microrrelato hunde sus raíces,
como toda literatura, en la tradición oral, en forma de fábulas y apólogos, y
va tomando cuerpo en la Edad Media a través de la literatura didáctica, que se
sirve de leyendas, adivinanzas y parábolas. Algunos han visto el microrrelato
como la versión en prosa del haiku oriental y otros lo han hecho derivar de la
literatura lapidaria.
Pero es en la época moderna, al nacer
el cuento como género literario, cuando el microrrelato se populariza en la
literatura en español gracias a la concurrencia de dos fenómenos de distinta
índole: la explosión de las vanguardias con su renovación expresiva y la
proliferación de revistas que exigían textos breves ilustrados para llenar sus
páginas culturales. Algunas de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna son
verdaderos cuentos de apenas una línea, y también Rubén Darío y Vicente
Huidobro publicaron minicuentos desde diversas estéticas. Junto a estos
autores, la crítica señala también al mexicano Julio Torri y al argentino
Leopoldo Lugones como decisivos precursores del actual microrrelato.
En la segunda mitad del siglo XX el
microrrelato llega a su madurez. Ya no se trata de un ejercicio de estilo, de
una pirueta de agudeza o de un retazo más o menos misterioso de prosa poética.
El microrrelato se presenta como una auténtica propuesta literaria, como el
género idóneo para definir, parodiar o volver del revés la rapidez de los
nuevos tiempos y la estética posmoderna. Algo que tiene que ver con Italo
Calvino y sus “Seis propuestas para el próximo milenio”, con sus “hibridaciones
multiculturales”, como ha señalado Enrique Yepes, uno de los estudiosos de este
arte pigmeo. El cuento brevísimo es la arena ideal donde se bate la moda de la
destrucción de los géneros, hasta el punto de que resulte imposible -e inútil-
tratar de definirlo, distinguirlo o envolverlo de legalidad.
Proliferan así estos “cuentos
concentrados al máximo, bellos como teoremas” -según expresión del argentino
David Lagmanovich- que, con su despojamiento, ponen a prueba “nuestras maneras
rutinarias de leer”. Para diferenciarlos de los aforismos, las frases
lapidarias o los miniensayos, deben cumplir los principios básicos de la
narratividad, aunque de una forma extravagantemente concentrada. Son, casi
siempre, ejercicios de reescritura, o minúsculo laboratorio de experimentación
del lenguaje, o ambiciosa pretensión de encerrar en unas líneas una visión
trascendente del mundo. Pero queda una sospecha: ¿no habrá en todo esto un poco
de pereza? Con su humor de siempre, Augusto Monterroso parece sembrar la duda
cuando escribe: “Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en
el mundo que escribir interminablemente largos textos en que la imaginación no
tenga que trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se
busquen o se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre
sin sujeción al punto y coma, al punto”.
Sobre el autor:
Pedro de Miguel (1956
- 2007) fue un escritor y crítico literario. Especialmente interesado por los
géneros breves (sobre todo el cuento), creó, junto con José Luis González la
editorial Hierbaola, especializada en este género. Sacó al mercado una docena
de libros centrados en el relato corto, entre los que cabe destacar Papeles
sobre el cuento español contemporáneo (1992); Los que regresan, de Esteban
Padrós de Palacios (1993); o Un error de bulto, de Alberto Escudero (1994).
Publicó Guía de
lecturas contemporáneas, Lecturas para el cambio de siglo y Articulismo español
contemporáneo, además de una novela, de estilo muy personal, Yo que tú yo que
tú ya no me moriría (1999), con la que fue finalista del Premio Herralde de
Novela.
En los últimos años
de su vida fue responsable de la sección de elmundolibro dedicada a enlaces
literarios (“Letras en la Red”).
Su blog, Letras
enredadas, que creó animado por el periodista Leandro Pérez Miguel, presenta
numerosos comentarios, breves y agudos, sobre temas de actualidad, además de
los dedicados específicamente a la crítica literaria. Escribió su último texto
el 14 de julio de 2007, sobre la presencia de Luis Aguilé en los sanfermines.
Su muerte a edad
joven, víctima de un cáncer, dejó a la crítica literaria sin una voz personal,
que —como muestran sus publicaciones— intentaba guiar a través de la
innumerable producción literaria.
Un microrrelato:
«Soledad»
Pedro de Miguel
estaba considerado uno de los grandes expertos españoles en el mundo del cuento
y del microrrelato. Además de su lectura y estudio, Peter también predicaba con
el ejemplo. Hace unos años publicó «Soledad»:
«Le fui a quitar el
hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano
para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es
usted. Y comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y
anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí
al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que le viera, y si se terciaba
tomarnos un café mientras continuábamos charlando.
No sé qué me movió a
volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo,
cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar
otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad».
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