EL CUENTO COMO GÉNERO
LITERARIO EN AMÉRICA LATINA
Mempo
Giardinelli
Suelo
sostener que el cuento es un género indefinible, porque si se lo define se lo
encorseta, se lo endurece. Prefiero pensar al cuento como un camino que se hace
sin cesar, una acción perpetua de los seres humanos. No en vano toda la
Historia de la Humanidad es una narración, primero oral, luego escrita.
Pero
eso voy a optar por hacer simplemente algunas variaciones sobre este género que
nos convoca, pues este acto no es sino una celebración: la de una literatura,
la panameña, y la de un gran cuentista: el autor de Héroes a medio
tiempo, Justo Arroyo.
De
modo que si ustedes me lo permiten, y puesto que seguramente aquí hay muchos
escritores y lectores, me voy a detener para hacer un breve repaso de aquello
que nos fascina y nos seduce de todo buen cuento literario. Por ejemplo, y en
primerísimo plano, la brevedad y concisión, que es lo mismo que decir la
precisión. El Maestro Edmundo Valadés enseñaba que “el cuento escapa a
prefiguraciones teóricas, pero su única inmutable característica es la
brevedad”. Y precisamente respecto del cuento breve (también llamado cuento
corto, minificción, microcuento o microficción) Juan-Armando Epple distingue
cuatro condiciones básicas: brevedad; singularidad temática; tensión; e
intensidad.
Pero
esas cuatro características yo diría que son aplicables a todos los cuentos del
mundo cualquiera que sea su extensión, y no sólo a los breves. Quizá por eso
Marco Denevi sostiene que el único modo de distinguir cuento de novela, y
cuento largo de cuento breve, al fin y al cabo es contado la cantidad de
páginas que tiene cada texto. Pero también digamos que el criterio fundamental
para reconocer un cuento no es sólo la brevedad, sino lo que Epple llama “su
estatuto ficticio”. O sea, es la invención literaria lo que permite reconocer a
un cuento.
Epple
sostiene que fue en la Edad Media “cuando se empiezan a discernir, en las
expresiones narrativas, formas diferenciales de ficción breve, especialmente en
la literatura didáctica. Además de las expresiones de la tradición oral y
popular como las leyendas, los mitos, las adivinanzas, el caso o la fábula, en
que interesa más el asunto que su formalización literaria, surgen modos de
discurso que se articulan en estatutos genéricos ya decantados en la tradición
cultural, como el ejemplo, la alegoría, el apólogo o la parábola”. La tradición
clásica que se ocupa de reelaborar mitos, historias y leyendas, y la
predilección por la fábula como modalidad narrativa también nos viene del
Medioevo. Hoy es una costumbre arraigada, y hasta abusada, y es una manía
falsamente borgeana, la de mezclar la realidad con ficción, reescribir las
viejas mitologías, mezclar personas verdaderas con personajes apócrifos. Claro
que hay “fabulistas” modernos precisos y preciosos como Arreola, Monterroso o
Denevi, pero es su talento e ingenio lo que da brillo a sus parodias breves y
brevísimas, y no la mera utilización del recurso reelaborador. Según Anderson
Imbert, el origen del cuento en sus formas breves puede incluso “rastrease en
sus inicios de la literatura, hace ya 4000 años (en textos sumerios y
egipcios), como relatos intercalados y que luego se van perfilando en la
literatura griega (Herodoto, Luciano), como digresiones imaginarias con una unidad
de sentido relativamente autónoma”. Muchos autores coinciden en que el cuento
es el género literario más antiguo del mundo, aunque para algunos su
consolidación literaria se alcanzó tardíamente. Así lo sugirió Juan Valera en
el siglo pasado: “Habiendo sido todo el cuento el empezar las literaturas, y
empezando el ingenio por componer cuentos, bien puede afirmarse que el cuento
es el último género literario que vino a escribirse”.
El
crítico español Arturo Molina García sostiene que “antes del siglo XIX el
cuento se manejaba sin plena consciencia de su importancia como género con
personalidad propia. Era un género menor del que no se sospechaban las
posibilidades de belleza, emoción y humanidad que podía contener su brevedad.
Hubo buenos cuentistas, individualmente considerados, con sello personal, pero
fueron muy pocos, fueron casos aislados que sorprendían como destellos. Lo que
no había, desde luego, era una tradición cuentista, cuajada, en ebullición
permanente, como la que comienza a existir a partir del siglo XIX.”
En
efecto, la tradición del cuento moderno de desarrolló en el siglo XIX, y a ello
contribuyeron las infinitas publicaciones que abrían sus páginas al cuento más
o menos breve. Esto fue muy notorio en América Latina y posiblemente hoy podríamos
explicar que esto se debió a las limitaciones de la industria editorial. El
espacio disponible en los medios obviamente era favorable al cuento, o al
folletín por entregas. Acaso ahí esté el antecesor de la telenovela actual.
Como fuere, en mi opinión, eso mismo fue lo que fortaleció al género en las
Américas. Porque publicar novelas imponía la necesidad de una capacidad
industrial (papelera, impresora y encuadernadora) que no teníamos, y requería
de circuitos de distribución en librerías que en nuestra América eran y siguen
siendo tan ineficientes. Por eso las revistas fueron -y son todavía- no sólo
pioneras sino el mejor vínculo entre autores y público. Yo creo que eso dio
lugar al florecimiento del cuento latinoamericano.
Por
haber dirigido la única revista dedicada exclusivamente al cuento que hubo en
la Argentina, he seguido muy de cerca el desarrollo del género en los años que
lleva la democracia, y particularmente he seguido la evolución de algunos
autores. Lo más interesante del camino del escritor es su crecimiento
literario. Cuando, por razones del azar, uno sigue la trayectoria y la
evolución de algunos y luego tiene acceso a sus últimas producciones, es
posible apreciar la curva ascendente con el placer que produce el
reconocimiento de la creación misma.
El
mexicano Julio Torri (exquisito cuentista lamentablemente no suficientemente
reconocido) decía que hay dos tipos de escritores: los de imaginación y los de
sentimiento. Los primeros suelen ser buenos artesanos; los segundos, “cuando no
tienen genio, son absolutamente intolerables”. Y es verdad, y por eso la verdad
literaria se produce cuando en los cuentos confluyen imaginación con
sentimiento. Y esto es especialmente festejable en países como lo nuestros,
donde hay muchos cuentistas de talento pero donde también -admitámoslo- se
publica demasiado cuento mediocre.
En
un panorama devastado como en mi opinión era el del cuento argentino después de
tanto años de dictaduras, autoritarismo y censura, convenía -siempre conviene-
tener el oído especialmente atento a toda voz que estuviera más allá de la
medianía, la repetición y el cliché. Enique Jaramillo Levi me pidió
especialmente que les hable del cuento argentino contemporáneo, así que allí
les diré rápidamente, y para no cansarlos, que con la democracia restablecida
en 1983 muchas cosas han cambiado en la narrativa de mi patria. Mis impresiones
sobre lo que se está haciendo y lo que puede llegar a ser la cuentística
argentina cuando termine este milenio y empiece el Siglo XXI, son las de un observador
privilegiado que en los últimos 15 años ha recibido y leído varios miles de
cuentos producidos a lo largo y a lo ancho de aquel inmenso país. Conozco la
generosa diversidad de cuentista que hay allí y aunque no crea que tenga
sentido esta noche mencionarlos a todos, déjenme decirles que hay ya algunos
nombres nuevos de enorme futuro: Miguel Ángel Molfino, Cristina Civale,
Guillermo Martínez, Laura Fava, José Gabriel Ceballos, Laura Szperling, Gustavo
Nielsen, María Malusardi, por lo menos.
No
es casualidad que no todos son porteños. La mitad de los nombrados son del
interior del país y todos son jóvenes escritores pero ya autores de calidad.
Gente de entre 30 y 50 años, algunos de ellos sufrieron años de cárcel o
vivieron exilios durante la última dictadura, y que sin embargo en estos años
crearon mundos propios y originales que superan holgadamente la circunstancia
de la represión. Ninguno hizo de la tortura y el horror padecidos su obra
creativa, y al contrario, todos cultivan variantes de lo fantástico y lo
experimental. En ellos se siente esa rara virtud señalada por Torri del ”
horror por las explicaciones y amplificaciones”, y en muchas de sus tramas es
posible advertir sutilmente -la frase es de Lugones, dice Borges- “el miedo de
lo demasiado tarde”. Hay que destacar también la notable presencia de mujeres
en esa joven cuentística. Ello se debe a que hoy hay mucho más cuento escrito
por mujeres que nunca antes, y a que su calidad y profundidad son riquísimos y
constituyen el fenómeno más destacable de la literatura argentina de este fin
de siglo.
En
los libros de estos y otros autores se notan las influencias de algunos grandes
maestros. Valga pues está reflexión: nada tiene de malo las influencias, y
antes al contrario todos provenimos de ellas. Todo escritor es, en esencia,
libresco, (creo que la sugerencia es de Alfonso Reyes) en el sentido de que
siempre andamos buscando ideas y asociaciones en los autores que amamos. Eso es
natural y lógico: no podría ser de otro modo salvo que uno fuese ingenuo, un
pedante o un plagiario sinvergüenza. O un genio, si tal especie realmente
existiera. En el arte siempre es así: acopiamos y copiamos, aportando. Y para
hacerlo hay que leer, presenciar, experimentar: la literatura, pues, como
conocimiento, como toma y daca, como ontología.
Decía
Juan Rulfo que “todo escritor que crea, es un mentiroso; la literatura es
mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la
realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación”. Evoco
su enseñanza porque poco autores de la literatura universal fueron tan
conscientes de la importancia del imaginario como él, y poquísimos lo manejaron
con tanta intuición y sabiduría. “Para mí lo primordial es la imaginación
-escribió Rulfo-. Dentro de estos tres puntos de apoyo, está la imaginación
circulando: la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper
donde se cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y
por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se
llama intuición: la intuición lo lleva a uno a adivinar algo que no ha
sucedido, pero que está sucediendo en la escritura. Concretando: cuando esto se
consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer. Creo que
eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere
contar”.
La
sutileza es otro de los méritos de todo buen cuento. Y me parece importante que
la sutileza se trabaje, se eduque, sobre todo en estos tiempos en que vivimos
tan saturados de obviedades, lugares comunes, falsificaciones e irracionalidad.
Esto hace que resulte más valioso el empeño de algunos autores por no
explicarlo todo, sin que por ello se extravíen en el mar del cripticismo y lo
abstruso. Para esto hay que tener un innato sentido de la elusión, que es a la
vez la mejor manera -literaria- de darle brillo a la alusión. Y manera creadora
-dicho sea para completar el juego de palabras- de ilusión.
La
verdadera eficacia de la alusión literaria es la que se desvincula del propósito
del autor. La literatura más realista (en el sentido de aludir a-lo-que-pasa)
es la que no se propuso serlo. Y si ya sabemos de toda literatura que se obliga
a imponer discursos, los mata, también sabemos que toda literatura que carece
de discurso, como la que no tiene hechos, se esfuma. La buena literatura es la
que no depende de la voluntad de los escritores, sino la que proviene
simplemente de sus pasiones. Y es que a la realidad sólo se la sueña, la
imagina o alude, como aconseja Augusto Roa Bastos.
Otro
aspecto importantísimo es la variedad temática y estilística. Yo prefiero que
autores y libros me ofrezcan diversidad de casos, motivos, opiniones,
sugerencias, posiciones estéticas y puntos de vista. Los prefiero en lugar de
los que me ofrecen virtuosismos reiterados, recursos repetidos y hasta
temáticas trajinadas, a veces, hasta el hartazgo, como si escribir cuentos se
tratara de ejercitar variaciones sobre lo mismo. Por eso en mi revista Puro
Cuento siempre procuré incluir cuentos que mostrarán los diferentes
paisajes latinoamericanos (el urbano y el rural), y también nos ocupamos de
cuentos que mostraban las múltiples facetas del amor, el erotismo y la ternura;
el encuentro y el desencuentro entre los seres humanos; la fantasía y el rigor;
las diferentes lenguas que se hablan en Latinoamérica y el Caribe; lo breve y
lo más extenso; lo clásico y lo moderno; lo previsible y lo inesperado; lo
experimental y lo conocido, e infinitos etcéteras.
Siempre
sostengo que el cuento es el género literario más moderno y el que mayor
vialidad tiene. Por la sencilla razón que la gente jamás dejará de contar lo
que le pasa, ni de interesarse por lo que le cuentan cuando está bien contado.
Y esto es así -y lo seguirá siendo- a pesar de la miopía de muchos editores. Y
digo miopía porque es evidente que el cuento es un género que no interesa a la
mayoría de las editoriales. Y no sólo a las de la lengua castellana. En
general, los editores suponen conocer el gusto del público, que, dicen, no
compra libros de cuentos. El público lector -nos dicen- sólo se interesa de
obra de largo aliento y/o por los géneros que marcan las modas. De modo tal que
como el cuento no le gusta a la gente, no editan libros de cuentos, con lo cual
el cuento no se vende y ellos confirman que el cuento no gusta. Un perfecto
círculo vicioso que deriva de ser un fenómeno que ya no está regido por las
leyes de la literatura ni del arte, sino por las leyes del mercado.
Se
ha dicho que proceder, en literatura, usando el pasado para la estructuración del
presente, parece haber sido un hallazgo del poeta T.S. Elliot, quien parece que
era tan humilde que tuvo la gentileza de atribuírselo a Joyce. Pero eso no
necesariamente es verdad. El recurso, en mi opinión, es viejo como la
literatura misma: no me consta que lo desconocieran los griegos; o Shakespeare;
o Cervantes. Hay dos cuentos que he leído en estos años que se inscriben en esa
tradición: uno es el que da título al volumen de mi paisano Carlos Roberto
Morán: “Noticias de Sergio Oberti”, un cuento admirable. Mediante el señalado
recurso de la alusión, y a través de un discurso rayano en lo absurdo, el
cuento se constituye en un obsesivo acopio de noticias falsas e informaciones
erróneas acerca de un personaje que está desaparecido. Toca nuestro reciente
drama nacional de manera inteligente, con delicadeza extrema, para convertirse
-a mi criterio- en uno de los mejores cuentos sobre el tema de los
desaparecidos que se hayan escrito. Somos y no somos: el tema del doble, en una
recreación llena de talento, de poesía, de imaginación. En la tradición de los
mejores cuentos argentinos, es combinación ejemplar de cómo la literatura es
alusión porque es una mentira encarnada en la realidad, y es al mismo tiempo
una mirada poética sobre el mundo en que vivimos. Como ustedes advertirán,
estas reflexiones nacen a partir de la experiencia de meditar algunos cuentos
concretos. En el caso de los que Miguel Ángel Molfino, me sucedió algo similar.
Cuando leí por primera vez “La muerte viaja en una Olivetti” sentí que estaba
en uno de los mejores cuentos que jamás se han escrito. Una joya literaria, un
cuento moderno, casi perfecto, que no dudo hubieran adorado Cortázar y Rulfo.
Es la historia de un personaje literario que, como un actor de cine, ya ha
“trabajado” en cuentos de Fitzgerald, Hemingway y otros grandes escritores, y
que ahora, viejo y decadente, se encuentra en el Chaco convocado por el autor y
presiente que este autor lo va a matar. Se trata de un cuento antológico,
memorable, que combina la realidad y fantasía, tensión e intensidad, clima y
firmeza, sorpresa y poesía, y en esencia es un maravilloso acercamiento a una
de las otras caras de la literatura: el punto de vista de los personajes
literarios.
Los
cuentos de estos autores -es evidente- son el resultado de bien digeridas
lecturas, piedras basales para la imaginación, la osadía intelectual y el
experimentalismo. Pienso que todo esto es aplicable a Justo Arroyo y lo
celebro. Cuando se tiene la audacia de probar siempre, y cuando el buscar se
asume como un destino literario, hay que tener mucho olfato y mucho
conocimiento, y escritores como Arroyo y otros que pueblan el panorama de la
cuentística panameña los tienen de sobra. De ahí la contextura compacta de sus
personajes. Ya lo verán ustedes cuando puedan leer “La pregunta” o “Los sueños
de Sepúlveda”; ya advertirán estas cualidades en el memorable torpe de “El
reto”, en la moralidad ejemplar de “¿Por qué, Vivían?”, en “Última voluntad” y
en el que da título al libro que esta noche celebramos: “Héroes a medio
tiempo”. Pienso que uno siempre tiene que procurar ser la clase de escritor que
-más allá de sus temas- no se repite, no cae siempre a la misma fórmula y no se
reitera en la utilización de unos pocos recursos más o menos brillantes. Yo
admiró más, y aspiro a ser, esa clase de escritor que siempre busca andar por
caminos difíciles, nomás porque le apasiona buscar y porque tiene adentro,
parafraseando a Miguel Hernández, un rayo que no cesa.
Quizá
por eso ha dejado escrito Borges que la más indiscutible virtud de la
cuentística de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Por eso Kafka
es un grande, un precursor y está presente en toda fantasía literaria que
dosifica la imaginación y la provee en medidas exactas y precisas, sin
sobrecargas y sin faltantes. La sabiduría de todo buen cuentista también
consiste en saber que los mejores cuentos de la literatura universal dependen,
en última instancia, de la temperatura emocional que sea capaz de transmitir lo
narrado.
Todo
buen cuento -lo sabemos- debe tocar alguna fibra íntima en el lector.
Necesariamente. Por eso un buen cuento no es el que surge de las puras ganas
del autor, ni es el que deviene de un intento catártico. Un buen cuento es el
que nace sencillamente de la inevitabilidad de su existencia. Es decir: se lo
escribe porque no se puede dejar de escribirlo. Es como si el cuento viniera
empujando desde adentro del autor, abriéndose paso a pesar de todas las
resistencias que uno tenga, y de alguna manera explota en las páginas que lo
contienen. Y mejor que explote así, para que no le explote a uno adentro.
El
destino de un cuento, como si fuera una flecha, es producir un impacto en el
lector. Cuando más cerca del corazón del lector se clave, mejor será el cuento.
Para ese efecto, el texto debe ser sensible: debe tener la capacidad de mostrar
un mundo, de ser un espejo en el que el lector vea y se vea. Esto es lo que se
llama identificación (el lector piensa que le pasó o le podría pasar lo mismo)
y eso le creará una empatía, una solidaridad con lo contado, que hará que el
cuento se le torne inolvidable. Esta identificación sólo se logra por medio de
la sensibilidad del lector, tocada por el texto. Es lo que podríamos llamar el
alma del cuento, que es un alma viva, que emite sonidos, titila, respira. Esa
respiración, en los grandes cuentos, será eterna, y ese cuento será clásico
sólo en la medida en que las diferentes generaciones y culturas lo acepten,
reinventen y repitan. Es por eso que “Ligeia”, “El almohadón de plumas” o “El
Aleph”, por ejemplo, son y serán cuentos eternos.
Se
sabe: hay sensibilidades muy sofisticadas y las hay vulgares. En nuestro tiempo
es indudable -y desdichado- que la sensibilidad se ha vuelto chabacana y grosera,
pero igualmente el autor debe crear cuento teniendo en cuenta a un lector
ideal. Debe saber que alguien, en algún lugar, va a leer su cuento. Debe querer
que así sea. Es como tirar una botella al mar con un mensaje adentro; hay que
hacerlo con fe en que alguien lo recibirá. Y ese tener presente al otro, es lo
que impedirá que el cuento sea una clave autorreferencial, onanista, de un
intimismo abstruso, de un cripticismo inexpugnable. Esto hace, claro, a la
cordialidad de todo cuento: una conversación amable en la que uno monologa y el
otro escucha y responde con su atención inclaudicable, con su entrega a la
seducción del narrador. Esto es lo que se llama tener presente al lector, y que
no equivale a hacerle concesiones, ni guiños, ni a darles explicaciones
inútiles. He ahí la inteligencia del buen cuento; he ahí esa amabilidad que me
ha impactado en Justo Arroyo y también en los cuentos de Dimas Lidio Pitty, el
otro finalista de este Premio Rogelio Sinán 1997/98.
No
quiero dejar de referirme también a lo que en retórica y poética se llama con
el vocablo alemán Weltanschaaung. Es decir, la visión de mundo, o la concepción
del mundo y el universo que todo autor tiene, lo sepa o no. De hecho, todo
cuento contiene una concepción del mundo, una idea del universo. Y esto es así
sencillamente porque todo cuentista, todo escritor, tiene siempre una posición
ante la vida y su obra expresa su manera de pensar. Esa concepción
inevitablemente está contenida en todo lo que escribe. De ahí que, cuanto mejor
y más cultivada sea esa concepción, cuanto más rica, sensible, culta, generosa,
amplia y abierta, más ricos serán los contenidos de sus cuentos. He ahí la
importancia de la lectura.
En
fin, espero no haberlos fatigado hasta aquí, pero he querido compartir estas
variaciones sobre el cuento porque esta noche, reitero, es una noche de
celebración en la que saludamos y premiamos un conjunto de cuentos estupendos,
y celebramos también a un excelente escritor que se llama Justo Arroyo, un gran
cuentista panameño y latinoamericano, lo que es decir, uno de los nuestros, y
de los mejores. Muchas gracias.
Nota: Palabras del escritor argentino Mempo
Giardinelli en la Ceremonia de Premiación del Premio Centroamericano de
Literatura “Rogelio Sinán” 1997-98, celebrada en el Auditorio de la Lotería
Nacional de Beneficencia el día 24 de abril de 1998.
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