DILEMA DOMÉSTICO
Carson McCullers
El jueves,
Martin Meadows salió de la oficina a tiempo de tomar el primer autobús directo
para su casa. Era la hora en que el resplandor violeta del atardecer se
extinguía en las calles fangosas, pero al dejar el autobús la parada del centro
de la ciudad, ya brillaba la gran noche ciudadana. Los jueves la criada tenía
la tarde libre y a Martin le gustaba llegar a casa lo más pronto posible ahora
que desde el año pasado su mujer no estaba... bien. Ese jueves estaba muy
cansado y, con la esperanza de que ningún viajero habitual le escogiera para
conversar, se enfrascó con atención en el periódico hasta que el autobús hubo
cruzado el puente George Washington. Una vez en la carretera 9-W, Martin sentía
siempre que el viaje estaba a la mitad; respiraba hondo incluso en invierno,
cuando solamente estrías de corrientes cortaban el aire humoso del autobús,
porque le parecía estar ya respirando el aire del campo. Solía ser en este
punto cuando empezaba a descansar y pensaba con alegría en su casa. Pero en
este último año la cercanía le traía sólo una sensación de tensión y no sentía
prisa de terminar el viaje. Esa tarde, Martin pegaba la cara a la ventanilla y
miraba los campos vacíos y las solitarias luces de los barcos del río. Había
una luna pálida sobre la tierra oscura y manchas de nieve gastada y porosa; a
Martin el campo le parecía esa noche vasto y desolado. Tomó el sombrero de la
rejilla y se metió el periódico doblado en el bolsillo del abrigo unos minutos
antes de pulsar el timbre.
La casa estaba a una manzana de la parada del
autobús junto al río, pero no directamente sobre la orilla; desde la ventana
del cuarto de estar se podía ver el Hudson, mirando a través de la calle y del
jardín de enfrente. La casa era moderna, casi demasiado blanca y nueva en el
estrecho trocito de terreno. Durante el verano la hierba era suave y fresca, y
Martin había puesto con cariño un borde de flores y un enrejado de rosas. Pero
durante los meses fríos y áridos, el terreno estaba vacío y la casa parecía
desnuda. Esta noche había luces encendidas en todas las habitaciones de la casa
y Martin se apresuró por el camino de entrada. Delante de la escalera se paró
para quitar de en medio una carretilla.
Los niños estaban en el cuarto de estar tan metidos
en sus juegos que al principio no oyeron abrirse la puerta. Martin se quedó
mirando a sus pequeños, tan a salvo y tan graciosos. Habían abierto el último
cajón del escritorio y habían sacado los adornos de Navidad. Andy se las había
arreglado para sacar las luces del árbol, y las bombillitas verdes y rojas brillaban
en la alfombra del cuarto de estar con una alegría a destiempo. En ese momento
estaba tratando de poner la ristra luminosa sobre el caballito de Marianne.
Marianne estaba sentada en el suelo arrancando las alas a un ángel. Los niños
le sobresaltaron con sus aullidos de acogida. Martin se subió a los hombros a
la niña pequeñita y gordinflona y Andy se echó contra las piernas de su padre.
—¡Papaíto! ¡Papaíto! ¡Papaíto!
Martin dejó con cuidado a la pequeña y balanceó
unas cuantas veces como un péndulo a Andy.
Luego recogió el cordón del árbol de Navidad.
—¿Qué hace fuera todo esto? Ayudadme a ponerlo otra
vez en el cajón. No tenéis que hacer bromas con el enchufe de la luz. Recuerda
que te lo he dicho ya. En serio, Andy.
El pequeño de seis años asintió con la cabeza y
cerró el cajón del escritorio. Martin le acarició el pelo rubio y suave, y su
mano se demoró con ternura en la nuca del frágil cuello del niño.
—¿No habéis cenado, macaco?
—Hacía daño, el pan quemaba.
La niña se tambaleó en la alfombra y después del
primer susto de la caída empezó a llorar.
Martin la cogió y la llevó sobre los hombros a la
cocina.
—Mira, papá —dijo Andy—. La tostada...
Emily había dejado la cena de los niños sobre la
mesa esmaltada. Había dos platos con los restos de sopa de cereales y huevos, y
unos vasos de plata que habían contenido leche. También había un plato de
tostadas con canela, sin tocar, excepto la marca de los dientes de un mordisco.
Martin olfateó el pedazo mordido y mordisqueó con cuidado. Luego tiró el pan al
cubo de la basura.
—¡Uf! ¿Qué diablos...?
Emily había confundido la lata de canela con la de
pimienta.
—Casi me quemo —dijo Andy—. Bebí agua y me fui
corriendo afuera y abrí la boca. Marianne no se comió ni nada.
—No comió nada —corrigió Martin. Estaba de pie,
desolado, mirando en torno de las paredes de la cocina—. ¡Vaya! Es eso, me
figuro —dijo al fin—. ¿Dónde está ahora vuestra madre?
—Está arriba, en el cuarto vuestro.
Martin dejó a los niños en la cocina y subió a ver
a su mujer. Delante de la puerta esperó un momento para calmar su furia. No
llamó y una vez dentro cerró la puerta detrás de él.
Emily estaba sentada en la mecedora, junto a la
ventana del cuarto acogedor. Estaba bebiendo algo de un vaso y al entrar él lo
puso precipitadamente en el suelo detrás de la silla. En su actitud había
confusión y culpabilidad, que trató de esconder con una demostración de
aparente vivacidad.
—¡Oh, Marty! ¡Ya estás en casa! ¡Cómo se me ha ido
el tiempo! Iba a bajar ahora... —Corrió hacia él y le dio un beso con fuerte
olor a jerez. Ante la impasibilidad de él retrocedió un poco y se rió nerviosa.
—¿Qué tienes, que estás ahí tieso como un palo? ¿Te
pasa algo?
—¿Algo a mí? —Martin se agachó sobre la mecedora y
cogió del suelo el vaso—. Si te pudieras dar cuenta de lo harto que estoy...,
de lo malo que es esto para todos nosotros.
Emily habló con una voz falsa y trivial que Martin
conocía de sobra. A veces, en ocasiones semejantes, afectaba un ligero acento
británico, copiando quizás a alguna actriz que admiraba:
—No tengo ni la más remota idea de lo que quieres
decir. A no ser que te refieras al vaso que he usado para beber una gota de
jerez. He bebido un dedo de jerez, quizá dos. Pero, ¿qué hay de malo en ello? A
ver, dime. Estoy muy bien. Muy bien.
—Sí, se ve a simple vista.
Mientras iba al cuarto de baño, Emily andaba con
gravedad estudiada. Abrió el agua fría y se echó un poco a la cara haciendo
hueco con las manos. Luego se secó a golpecitos con la punta de la toalla. Su
rostro era de rasgos delicados y joven, perfecto.
—Bajaba justamente ahora a preparar la cena. —Se
tambaleó y guardó el equilibrio agarrándose al marco de la puerta.
—Yo me ocuparé de la cena. Tú quédate aquí. Ya la
subiré.
—No haré nada de eso. ¿Por qué? ¿A quién se le
ocurre semejante idea?
—Por favor —dijo Martin.
—Déjame. Estoy perfectamente. Iba a bajar ya...
—Escúchame.
—¡Que te escuche tu abuela!
Fue hacia la puerta, pero Martin la agarró de un
brazo.
—No quiero que los niños te vean en este estado. Sé
razonable.
—¿Qué estado? —De un tirón, Emily zafó su brazo. Su
voz se alzó enfadada—: Qué, porque bebo un par de sorbos por la tarde estás
tratando de hacerme creer que soy una borracha. ¡Qué estado! Ni siquiera toco
el whisky. Lo sabes bien. No ando emborrachándome por los bares. Algo que tú mismo
no podrías decir. Ni siquiera tomo un cóctel con la cena. Lo único que hago es
beber de vez en cuando una copa de jerez. ¿Qué hay de malo en esto, pregunto
yo? ¡Estado!
Martin buscó palabras con que calmar a su mujer.
—Cenaremos tranquilamente los dos solos, aquí
arriba. ¡Así me gustan las buenas chicas!
Emily se sentó en el borde de la cama y él abrió la
puerta para salir rápidamente.
—Vuelvo volando.
Mientras estaba ocupado con la cena, abajo, se
preguntó una vez más lo de siempre: ¿cómo le había caído este problema en su
casa? También a él le había gustado siempre una copa. Cuando todavía vivían en
Alabama se servían cócteles y bebidas como si nada. Durante años habían bebido
una o dos, quizá tres copas antes de cenar y a la hora de acostarse un vaso grande.
Las vísperas de fiesta se alegraban quizás hasta llegar a atontarse un poco.
Pero el alcohol nunca le había parecido un problema, solamente un gasto grande,
que con el aumento de la familia difícilmente se podían permitir. Hasta que su
compañía no le trasladó a Nueva York, Martin no se dio cuenta de que realmente
su mujer bebía demasiado. Poco o mucho, observó que estaba bebiendo durante
todo el día.
Una vez visto el problema, trató de analizar la
causa. El cambio de Alabama a Nueva York la había alterado, desde luego;
acostumbrada al calor perezoso de una pequeña ciudad del Sur, a la vida
familiar, los parientes y amigos de la infancia, no había logrado encajar en
las costumbres más estrictas y aisladas del Norte. Los deberes de la maternidad
y de la casa le eran insoportables. Llena de nostalgia por Paris City, no había
hecho amistades en el ambiente suburbano. No leía más que revistas y novelas
policíacas. Su vida interior era insuficiente sin el artificio del alcohol.
El descubrimiento de aquel vicio fue insidiosamente
destruyendo en él la idea que se había formado de su mujer. A ratos, Emily era
de una inexplicable maldad; había veces en que la bebida era causa de una
explosión de tremenda ira. Martin se dio cuenta de que en Emily había una
rudeza latente, que desmentía su sencillez natural. Mentía sobre la bebida y le
engañaba con estratagemas insospechadas.
Y luego pasó el accidente. Cuando volvía una noche
del trabajo a casa, hacía un año aproximadamente, le sorprendieron los gritos
desde el cuarto de los niños. Se encontró a Emily sosteniendo a la pequeñita,
desnuda y mojada del baño. Se le había caído la niña, su frágil cabecita se
había dado contra el borde de la mesa y un hilo de sangre empapaba sus cabellos
finísimos.
Emily sollozaba borracha. Mientras Martin acunaba a
la niña herida, infinitamente preciosa en aquel momento, tuvo una espeluznante
visión del futuro.
Al día siguiente Marianne estaba bien. Emily
prometió que nunca más tocaría el alcohol y, durante unas semanas, fría y
abatida, mantuvo la promesa. Después empezó poco a poco —ni whisky ni ginebra,
pero sí cerveza, jerez o licores extraños: una vez dio con una sombrerera llena
de botellas vacías de crema de menta. Martin encontró una buena criada que
llevaba la casa de una manera competente. Virgie era también de Alabama y
Martin nunca se había atrevido a decir a Emily los sueldos acostumbrados en
Nueva York. La bebida de Emily era ahora completamente secreta; lo hacía antes
de que él llegara a casa. Generalmente los efectos eran casi imperceptibles:
una dejadez en los movimientos o los ojos cargados. Los rastros de
irresponsabilidad, como lo de las tostadas con pimienta en lugar de canela,
eran raros, y Martin podía estar tranquilo cuando Virgie estaba en casa. Sin
embargo, la preocupación estaba siempre latente, como una amenaza de desastre
inconcreto que socavaba sus días.
—¡Marianne! —llamó Martin, porque hasta el recuerdo
de aquello le traía la necesidad de asegurarse. La pequeña, curada ya, pero no
por ello menos preciosa para su padre, entró en la cocina con su hermano.
Martin siguió preparando la cena. Abrió una lata de sopa y puso dos chuletas en
la sartén. Luego se sentó junto a la mesa y se subió a Marianne sobre las
rodillas para hacer el caballito. Andy les miraba moviéndose con los dedos el
diente que estaba para caerse desde hacía una semana.
—Andy el goloso —dijo Martin—. ¿Tienes todavía ese
viejo chisme en la boca? Acércate; deja que papá lo mire.
—Tengo un cordel para arrancarlo. —El niño sacó del
bolsillo un pedazo de hilo—. Virgie dijo que lo atara al diente y atara la otra
punta al picaporte y que cerrara la puerta fuerte, pero fuerte, y de un solo
golpe.
Martin sacó un pañuelo limpio y tocó el diente con
cuidado:
—Este diente va a salir de la boca de mi Andy esta
noche: si no, temo que vamos a tener un árbol de dientes en la familia.
—¿Un qué?
—Un árbol de dientes —dijo Martin—. En cuanto
muerdas algo, te lo tragarás, y ese diente echará raíces en la tripita de Andy
y crecerá un árbol de dientes con dientecitos afilados en vez de hojas.
—Eh, papaíto —dijo Andy. Pero se agarraba el diente
con fuerza entre el índice y el pulgar pringoso—: No hay ningún árbol así; yo
no vi uno nunca.
—No hay ningún árbol así y nunca he visto ninguno
—corrigió el padre.
Martin se puso de pronto en tensión. Emily bajaba
por la escalera. Escuchó sus pasos vacilantes, mientras con el brazo sujetaba
angustiado al niño. Cuando Emily entró en la habitación, sus movimientos y su
cara enrojecida delataban que había bebido otra vez. Empezó a abrir cajones y a
poner la mesa.
—¡Estado! —dijo con voz turbia—. Me hablas así. No
creas que me olvido. Me acuerdo de todas esas cochinas mentiras que me dices.
No creas ni por un momento que me olvido.
—¡Emily! —rogó—. Los niños...
—Los niños, sí. No creas que no veo a través de tus
sucios planes y manejos. Aquí abajo tratando de volver a mis propios hijos en
contra mía. No creas que no veo ni comprendo.
—Emily, por favor, vete arriba.
—Sí, para que puedas poner a mis hijos..., a mis
propios hijos... —Dos grandes lágrimas le rodaron por las mejillas—. Tratando
de poner a mi hijo, a mi Andy, contra su propia madre.
Con el impulso de la borrachera, Emily se arrodilló
en el suelo delante del perplejo niño; guardó el equilibrio con las manos sobre
los hombros del pequeño:
—Oye, Andy..., no hagas caso de ninguna de las
mentiras que te cuenta tu padre. No creas nada de lo que te diga. Escucha,
Andy, ¿qué te estaba diciendo papá antes de que bajara? —Dudando, el niño buscó
el rostro de su padre—. Dímelo. Mamá quiere saberlo.
—Lo del árbol de dientes.
—¿Qué?
El niño se lo volvió a decir y ella repitió las
palabras como un eco, con terror, incrédula:
—¡El árbol de dientes! —Osciló y volvió a agarrarse
en los hombros del niño—. No sé de qué hablas, pero escucha, Andy, mamá está
muy bien, ¿verdad? —Le rodaban las lágrimas por las mejillas; Andy retrocedió;
estaba asustado. Agarrándose al borde de la mesa, Emily se puso en pie—. ¡Mira!
Has puesto al niño en contra mía.
Marianne empezó a llorar y Martin la tomó en
brazos.
—¡Muy bien! Puedes quedarte con tu niña. Desde el
principio se te ha visto que la prefieres. No me importa, pero al menos puedes
dejarme a mi hijo.
Andy se acercó a su padre y le agarró la pierna:
—Papaíto —sollozó.
Martin llevó a los niños al pie de la escalera:
—Andy, llévate a Marianne. Papá irá dentro de un
momento.
—¿Y mamá? —preguntó el niño como en un susurro.
—Mamá se pondrá bien, no te apures.
Emily lloraba sobre la mesa de la cocina, con la
cara tapada por el brazo. Martin sirvió una taza de caldo y se la puso delante.
Sus sollozos roncos le pusieron nervioso; la vehemencia de su emoción,
independientemente de la causa, despertó en él un sentimiento de ternura. Sin
querer, le puso la mano sobre el cabello oscuro:
—Siéntate y tómate la sopa.
Su cara, al levantar los ojos, estaba purificada e
implorante. La huida del niño o el contacto de la mano de Martin habían
cambiado su actitud.
—Mar... Martin —sollozó—. Estoy tan avergonzada...
—Bébete el caldo.
Obedeciéndole, bebió entre suspiros entrecortados.
Después de otra taza se dejó llevar por él hasta arriba, hasta su cuarto. Ahora
era dócil y estaba más serena. Martin puso el camisón sobre la cama e iba a
dejar el cuarto, cuando otra vez volvió la agitación del alcohol, una nueva
oleada de la pena.
—Me volvió la espalda, Andy me miró y se volvió.
Martin, a pesar de que la impaciencia y el
cansancio le endurecían la voz, contestó amablemente:
—Olvidas que Andy es todavía un niño, no puede
entender qué significan esas escenas.
—¿Hice una escena? Martin, ¿hice una escena delante
de los niños?
Su cara horrorizada le conmovió y le divirtió
contra su voluntad.
—Déjalo ya. Ponte el camisón y vete a dormir.
—Mi pequeño huyó de mí. Andy miró a su madre y
retrocedió. Los niños...
Estaba presa en la tristeza rítmica del alcohol.
Martin se fue del cuarto diciendo:
—¡Por amor de Dios, vete a dormir! Los niños lo
habrán olvidado mañana.
Mientras lo decía, pensó si sería verdad.
¿Desaparecería tan fácilmente la escena de la memoria o echaría raíces en la
inconsciencia para enconarse con los años? Martin no lo sabía y la última
alternativa le horrorizaba. Pensó en Emily, previó la humillación de la mañana
siguiente; los trozos rotos de recuerdo, la lucidez que nace de la oscura ley
de la vergüenza. Llamaría a la oficina de Nueva York dos veces, posiblemente
tres o cuatro. Martin previó su azoramiento pensando si los demás de la oficina
sospecharían. Creía que su secretaria había adivinado su preocupación hacía
tiempo y que le tenía lástima. Por un momento se rebeló contra su destino;
odiaba a su mujer.
Una vez en el cuarto de los niños cerró la puerta y
por primera vez aquella tarde se sintió seguro.
Marianne se tiró al suelo y se levantó otra vez
llamando:
—Papá, mírame. —Se tiró y se levantó, y continuó
así el juego de tirarse y llamar para que la viera. Andy estaba sentado en la
sillita baja moviéndose el diente. Martin abrió el grifo, se lavó las manos en
el lavamanos y llamó al niño al cuarto de baño.
—Vamos a ver otra vez ese diente.
Martin se sentó en el retrete sujetando a Andy
entre las rodillas. La boca del niño estaba abierta y Martin agarró el diente.
Un meneo, un tirón rápido y el blanco dientecito de leche estaba fuera. El
rostro de Andy en el primer momento estaba entre aterrorizado, atónito y
encantado. Tomó un sorbo de agua y escupió en el lavabo.
—¡Mira, papá, es sangre! ¡Marianne!
A Martin le encantaba bañar a sus hijos. Le
gustaban mucho sus cuerpos tiernos, desnudos, mientras estaban así, en el agua,
inermes. No tenía razón Emily cuando decía que tenía preferencias.
Mientras Martin jabonaba el cuerpo delicado de su
hijo, sentía que más cariño era imposible. Sin embargo reconocía que su modo de
querer a uno y a otra no era exactamente el mismo. El cariño por su hija era
más grave, tocado de un poco de melancolía, de una dulzura que casi llegaba a
pena.
Sus motes para el niño eran las bobadas de la
inspiración de cada día; a la niña la llamaba siempre Marianne y su voz al
nombrarla era una caricia. Martin secó a golpecitos la tripita gorda de la
pequeña y el dulce, pequeño pliegue de la ingle. Los rostros limpios de los
niños estaban radiantes como pétalos de flor, amados por igual.
—Voy a poner el diente debajo de la almohada. Me
tienen que poner un cuarto de dólar.
—¿Y por qué?
—Tú lo sabes, papá. A Johnny le trajeron eso por su
diente.
—¿Quién trae ese dinero? —Preguntó Martin—. Yo
creía que eran las hadas que lo dejaban por la noche. Aunque en mi tiempo eran
diez centavos.
—Eso es lo que dicen en el parvulario.
—Y ¿quién lo pone?
—Los padres —dijo Andy—. Tú.
Martin estaba remetiendo la manta de la cama de
Marianne. Su hija estaba ya dormida. Casi sin respirar, Martin se agachó y la
besó en la frente, besó luego la manita que estaba con la palma hacia arriba,
como sorprendida por el sueño junto a la cabeza.
—Buenas noches, Andy-grande.
La respuesta fue sólo un murmullo soñoliento. Al
cabo de un momento, Martin sacó su portamonedas y deslizó un cuarto de dólar
debajo de la almohada. Dejó la lamparita de noche encendida en la habitación.
Mientras Martin andaba por la cocina preparándose algo de comer, se dio cuenta
de que los niños no habían hablado ni una sola vez de su madre, ni de la escena
que les tenía que haber parecido incomprensible. Absorbidos por el momento —el
diente, el baño, la moneda—, el paso fluido de su tiempo de niños había
arrastrado esos episodios ligeros como hojas en la corriente rápida de un
arroyo poco profundo, mientras que el enigma adulto había quedado varado en la
orilla. Martin dio gracias a Dios por ello.
Pero su propia ira, escondida y reprimida, se
despertó otra vez. Su juventud estaba desperdiciada por una borracha; su
hombría, minada sutilmente. Y los niños, una vez pasada la inmunidad de la
incomprensión... ¿Qué pasaría dentro de un año? Con los codos sobre la mesa,
comía los alimentos como un animal, sin saborearlos. No se podría encubrir la
verdad. Pronto habría chismorreo en la oficina y en la ciudad; su mujer era una
mujer perdida. Perdida. Y él y sus hijos estaban envueltos en un futuro de
degradación y ruina lenta.
Martin empujó la mesa y se fue al cuarto de estar.
Siguió las líneas de un libro con los ojos, pero su mente conjuraba tristes
imágenes: vio a sus hijos ahogados en un río, su mujer hecha una desgracia por
la calle. A la hora de acostarse, la rabia, sorda y dura, era como un peso en
su pecho, y arrastró los pies al subir la escalera.
El cuarto estaba oscuro, menos la rendija de luz de
la puerta entreabierta del cuarto de baño.
Martin se desnudó en silencio. Poco a poco,
misteriosamente, ocurrió en él un cambio. Su mujer estaba dormida, su
respiración tranquila se oía suavemente en la habitación. Los zapatos de tacón
alto con las medias tiradas con descuido le llamaban en silencio. Su ropa
interior estaba echada en desorden sobre la silla. Martin recogió la faja y el
sostén de seda y los tuvo un momento en la mano.
Por primera vez en la noche miró a su mujer. Sus
ojos se posaron en la dulce frente, en el bello arco de las cejas. El arco que
había heredado Marianne, con la curva al final de la nariz delicada. En su hijo
podía rastrear los pómulos altos y la barbilla afilada. Emily tenía un cuerpo
suave y ondulante, de pechos firmes. Mientras Martin contemplaba el sueño
tranquilo de su mujer, el fantasma de la vieja ira se desvaneció. Todos los
pensamientos de reproche o enfado estaban ahora lejos de él.
Martin apagó la luz del cuarto de baño y levantó la
ventana. Con cuidado, para que Emily no se despertara, se deslizó en la cama. A
la luz de la luna contempló por última vez a su mujer. Sus manos buscaron la
carne inmediata y la pena igualó al deseo en la inmensa complejidad del amor.
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