EL SENTIMIENTO DE LO FANTÁSTICO
Julio
Cortázar
Yo he sido siempre y primordialmente
considerado como un prosista. La poesía es un poco mi juego secreto, la guardo
casi enteramente para mí y me conmueve que esta noche dos personas diferentes
hayan aludido a lo que yo he podido hacer en el campo de la poesía. (…) He
pensado que me gustaría hablarles concretamente de literatura, de una forma de
literatura: el cuento fantástico.
Yo he escrito una cantidad
probablemente excesiva de cuentos, de los cuales la inmensa mayoría son cuentos
de tipo fantástico. El problema, como siempre, está en saber qué es lo
fantástico. Es inútil ir al diccionario, yo no me molestaría en hacerlo, habrá
una definición, que será aparentemente impecable, pero una vez que la hayamos
leído los elementos imponderables de lo fantástico, tanto en la literatura como
en la realidad, se escaparán de esa definición.
Ya no sé quién dijo, una vez,
hablando de la posible definición de la poesía, que la poesía es eso que se
queda afuera, cuando hemos terminado de definir la poesía. Creo que esa misma
definición podría aplicarse a lo fantástico, de modo que, en vez de buscar una
definición preceptiva de lo que es lo fantástico, en la literatura o fuera de
ella, yo pienso que es mejor que cada uno de ustedes, como lo hago yo mismo,
consulte su propio mundo interior, sus propias vivencias, y se plantee
personalmente el problema de esas situaciones, de esas irrupciones, de esas
llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad
tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se
cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su
lugar a una excepción.
Ese sentimiento de lo fantástico,
como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso
un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi
vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a
aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y
mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que
entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay
intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que
no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía
explicarse con la inteligencia razonante.
Ese sentimiento, que creo que se
refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento;
en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me
sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico,
en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay
como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad
preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente,
siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es
ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico,
ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en
cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la
lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra
inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado
se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento
interior, que los desplaza y que los hace cambiar.
Un gran poeta francés de comienzos de
este siglo, Alfred Jarry, el autor de tantas novelas y poemas muy hermosos,
dijo una vez, que lo que a él le interesaba verdaderamente no eran las leyes,
sino las excepciones de las leyes; cuando había una excepción, para él había
una realidad misteriosa y fantástica que valía la pena explorar, y toda su
obra, toda su poesía, todo su trabajo interior, estuvo siempre encaminado a
buscar, no las tres cosas legisladas por la lógica aristotélica, sino las
excepciones por las cuales podía pasar, podía colarse lo misterioso, lo
fantástico, y todo eso no crean ustedes que tiene nada de sobrenatural, de
mágico o de esotérico; insisto en que por el contrario, ese sentimiento es tan
natural para algunas personas, en este caso pienso en mí mismo o pienso en
Jarry a quien acabo de citar, y pienso en general en todos los poetas; ese
sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual el mundo que
estamos viviendo en este instante es solamente una parte, ese sentimiento no
tiene nada de sobrenatural, ni nada de extraordinario, precisamente cuando se
lo acepta como lo he hecho yo, con humildad, con naturalidad, es entonces
cuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente cada vez con más fuerza; yo
diría, aunque esto pueda escandalizar a espíritus positivos o positivistas, yo
diría que disciplinas como la ciencia o como la filosofía están en los umbrales
de la explicación de la realidad, pero no han explicado toda la realidad, a
medida que se avanza en el campo filosófico o en el científico, los misterios
se van multiplicando, en nuestra vida interior es exactamente lo mismo.
Si quieren un ejemplo para salir un
poco de este terreno un tanto abstracto, piensen solamente en eso que
utilizamos continuamente y que es nuestra memoria. Cualquier tratado de
psicología nos va a dar una definición de la memoria, nos va a dar las leyes de
la memoria, nos va a dar los mecanismos de funcionamiento de la memoria. Y
bien, yo sostengo que la memoria es uno de esos umbrales frente a los cuales se
detiene la ciencia, porque no puede explicar su misterio esencial, esa memoria
que nos define como hombres, porque sin ella seríamos como plantas o piedras;
en primer lugar, no sé si alguna vez se les ocurrió pensarlo, pero esa memoria
es doble; tenemos dos memorias, una que es activa, de la cual podemos servirnos
en cualquier circunstancia práctica y otra que es una memoria pasiva, que hace
lo que le da la gana: sobre la cual no tenemos ningún control.
Jorge Luis Borges escribió un cuento
que se llama “Funes el memorioso”, es un cuento fantástico, en el sentido de
que el personaje Funes, a diferencia de todos nosotros, es un hombre que posee
una memoria que no ha olvidado nada, y cada vez que Funes ha mirado un árbol a
lo largo de su vida, su memoria ha guardado el recuerdo de cada una de las
hojas de ese árbol, de cada una de las irisaciones de las gotas de agua en el
mar, la acumulación de todas las sensaciones y de todas las experiencias de la
vida están presentes en la memoria de ese hombre. Curiosamente en nuestro caso
es posible, es posible que todos nosotros seamos como Funes, pero esa
acumulación en la memoria de todas nuestras experiencias pertenecen a la
memoria pasiva, y esa memoria solamente nos entrega lo que ella quiere.
Para completar el ejemplo, si
cualquiera de ustedes piensa en el número de teléfono de su casa, su memoria
activa le da ese número, nadie lo ha olvidado, pero si en este momento, a los
que de ustedes les guste la música de cámara, les pregunto cómo es el tema del
andante del cuarteto 427 de Mozart, es evidente que, a menos de ser un músico
profesional, ninguno de ustedes ni yo podemos silbar ese tema y, sin embargo,
si nos gusta la música y conocemos la obra de Mozart, bastará que alguien ponga
el disco con ese cuarteto y apenas surja el tema nuestra memoria lo continuará.
Comprenderemos en ese instante que lo conocíamos, conocemos ese tema porque lo
hemos escuchado muchas veces, pero activamente, positivamente, no podemos
extraerlo de ese fondo, donde quizá como Funes, tenemos guardado todo lo que
hemos visto, oído, vivido.
Lo fantástico y lo misterioso no son
solamente las grandes imaginaciones del cine, de la literatura, los cuentos y
las novelas. Está presente en nosotros mismos, en eso que es nuestra psiquis y
que ni la ciencia, ni la filosofía consiguen explicar más que de una manera
primaria y rudimentaria.
Ahora bien, si de ahí, ya en una
forma un poco más concreta, nos pasamos a la literatura, yo creo que ustedes
están en general de acuerdo que el cuento, como género literario, es un poco la
casa, la habitación de lo fantástico. Hay novelas con elementos fantásticos,
pero son siempre un tanto subsidiarios, el cuento en cambio, como un fenómeno
bastante inexplicable, en todo caso para mí, le ofrece una casa a lo
fantástico; lo fantástico encuentra la posibilidad de instalarse en un cuento y
eso quedó demostrado para siempre en la obra de un hombre que es el creador del
cuento moderno y que se llamó Edgar Allan Poe. A partir del día en que Poe
escribió la serie genial de su cuento fantástico, esa casa de lo fantástico,
que es el cuento, se multiplicó en las literaturas de todo el mundo y además
sucedió una cosa muy curiosa y es que América Latina, que no parecía
particularmente preparada para el cuento fantástico, ha resultado ser una de
las zonas culturales del planeta, donde el cuento fantástico ha alcanzado sus
exponentes, algunos de sus exponentes más altos. Piensen, los que se preocupan
en especial de literatura, piensen en el panorama de un país como Francia,
Italia o España, el cuento fantástico no existe o existe muy poco y no
interesa, ni a autores, ni a lectores; mientras que, en América Latina, sobre
todo en algunos países del cono sur: en el Uruguay, en la Argentina… ha habido
esa presencia de lo fantástico que los escritores han traducido a través del
cuento. Cómo es posible que en un plazo de treinta años el Uruguay y la
Argentina hayan dado tres de los mayores cuentistas de literatura fantástica de
la literatura moderna. Estoy naturalmente citando a Horacio Quiroga, a Jorge
Luis Borges y al uruguayo Felisberto Hernández, todavía, injustamente, mucho
menos conocido.
En la literatura lo fantástico
encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí
personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de
que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empecé a
escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal,
cuentos fantásticos.
(…) Elijo para demostrar lo
fantástico uno de mis cuentos, «La noche boca arriba», y cuya historia, resumida muy sintéticamente, es
la de un hombre que sale de su casa en la ciudad de París, una mañana, en una
motocicleta y va a su trabajo, observando, mientras conduce su moto, los altos
edificios de concreto, las casas, los semáforos y en un momento dado equivoca
una luz de semáforo y tiene un accidente y se destroza un brazo, pierde el
sentido y al salir del desmayo, lo han llevado al hospital, lo han vendado y
está en una cama, ese hombre tiene fiebre y tiene tiempo, tendrá mucho tiempo,
muchas semanas para pensar, está en un estado de sopor, como consecuencia del
accidente y de los medicamentos que le han dado; entonces se adormece y tiene
un sueño; sueña curiosamente que es un indio mexicano de la época de los
aztecas, que está perdido entre las ciénagas y se siente perseguido por una
tribu enemiga, justamente los aztecas que practicaban aquello que se llamaba la
guerra florida y que consistía en capturar enemigos para sacrificarlos en el
altar de los dioses.
Todos hemos tenido y tenemos
pesadillas así. Siente que los enemigos se acercan en la noche y en el momento
de la máxima angustia se despierta y se encuentra en su cama de hospital y
respira entonces aliviado, porque comprende que ha estado soñando, pero en el
momento en que se duerme la pesadilla continúa, como pasa a veces y entonces,
aunque él huye y lucha es finalmente capturado por sus enemigos, que lo atan y
lo arrastran hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual están ardiendo las
hogueras del sacrificio y lo está esperando el sacerdote con el puñal de piedra
para abrirle el pecho y quitarle el corazón. Mientras lo suben por la escalera,
en esa última desesperación, el hombre hace un esfuerzo por evitar la
pesadilla, por despertarse y lo consigue; vuelve a despertarse otra vez en su
cama de hospital, pero la impresión de la pesadilla ha sido tan intensa, tan
fuerte y el sopor que lo envuelve es tan grande, que poco a poco, a pesar de
que él quisiera quedarse del lado de la vigilia, del lado de la seguridad, se
hunde nuevamente en la pesadilla y siente que nada ha cambiado. En el minuto
final tiene la revelación. Eso no era una pesadilla, eso era la realidad; el
verdadero sueño era el otro. Él era un pobre indio, que soñó con una extraña,
impensable ciudad de edificios de concreto, de luces que no eran antorchas, y
de un extraño vehículo, misterioso, en el cual se desplazaba, por una calle.
Si les he contado muy mal este cuento
es porque me parece que refleja suficientemente la inversión de valores, la
polarización de valores, que tiene para mí lo fantástico y, quisiera decirles
además, que esta noción de lo fantástico no se da solamente en la literatura,
sino que se proyecta de una manera perfectamente natural en mi vida propia.
Terminaré este pequeño recuento de
anécdotas con algo que me ha sucedido hace aproximadamente un año. Ocho años
atrás escribí un cuento fantástico que se llama “Instrucciones para John
Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación central es la de un hombre
que va al teatro y asiste al primer acto de una comedia, más o menos banal, que
no le interesa demasiado; en el intervalo entre el primero y el segundo acto
dos personas lo invitan a seguirlos y lo llevan a los camerinos, y antes de que
él pueda darse cuenta de lo que está sucediendo, le ponen una peluca, le ponen
unos anteojos y le dicen que en el segundo acto él va a representar el papel
del actor que había visto antes y que se llama John Howell en la pieza.
“Usted será John Howell”. Él quiere
protestar y preguntar qué clase de broma estúpida es esa, pero se da cuenta en
el momento de que hay una amenaza latente, de que si él se resiste puede
pasarle algo muy grave, pueden matarlo. Antes de darse cuenta de nada escucha
que le dicen “salga a escena, improvise, haga lo que quiera, el juego es así”,
y lo empujan y él se encuentra ante el público… No les voy a contar el final
del cuento, que es fantástico, pero sí lo que sucedió después.
El año pasado recibí desde Nueva York
una carta firmada por una persona que se llama John Howell. Esa persona me
decía lo siguiente: “Yo me llamo John Howell, soy un estudiante de la
universidad de Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído varios libros
suyos, que me habían gustado, que me habían interesado, a tal punto que estuve
en París hace dos años y por timidez no me animé a buscarlo y hablar con usted.
En el hotel escribí un cuento en el cual usted es el protagonista, es decir
que, como París me ha gustado mucho, y usted vive en París, me pareció un
homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos conociéramos, hacerlo intervenir
a usted como personaje. Luego, volví a N.Y, me encontré con un amigo que tiene
un conjunto de teatro de aficionados y me invitó a participar en una
representación; yo no soy actor, decía John, y no tenía muchas ganas de hacer
eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor enfermo. Insistió y
entonces yo me aprendí el papel en dos o tres días y me divertí bastante. En
ese momento entré en una librería y encontré un libro de cuentos suyos donde
había un cuento que se llamaba “Instrucciones para John Howell”. ¿Cómo puede
usted explicarme esto, agregaba, cómo es posible que usted haya escrito un
cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también entra de alguna
manera un poco forzado en el teatro, y yo, John Howell, he escrito en París un
cuento sobre alguien que se llama Julio Cortázar.
Yo los dejo a ustedes con esta
pequeña apertura, sobre el misterio y lo fantástico, para que cada uno apele a
su propia imaginación y a su propia reflexión y desde luego, a partir de este
minuto estoy dispuesto a dialogar y a contestar, como pueda, las preguntas que
me hagan.
Conferencia dictada en la Universidad
Católica Andrés Bello. UCAB. Caracas - Venezuela.
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