MAMÁ
Roberto Fontanarrosa
A mi mamá le gustaba mucho el trago. No puedo decir
que tomaba una barbaridad, pero, a veces, cuando a la noche se acercaba a darme
un beso, yo podía percibir su aliento pesado por el alcohol. Ella siempre me
besaba antes de irse a dormir. Yo era chico, estoy hablando de cuando tenía 8 o
9 años. Ella se quedaba viendo televisión hasta tarde y, antes de ir a
acostarse, venía y me daba un beso. Nunca dejaba de hacerlo. En la mayoría de
los casos yo fingía dormir. O, si estaba dormido, habitualmente ella me despertaba
sin querer porque se tropezaba contra los muebles en la semipenumbra. Tampoco
podría precisar cuándo fue que ella empezó a beber con mayor asiduidad. Cuando
nuestro padre vivía con nosotros, mamá casi no tomaba. En el almuerzo solía
llenar su vaso con soda y luego coloreaba la soda con un chorrito mínimo de
vino. Cuidadosamente, como si fuera un químico elaborando una fórmula altamente
explosiva. Pero lo cierto es que, esas noches, en ocasiones, yo podía adivinar
cuándo se asomaba a la puerta de mi cuarto por el aliento. Me llegaba una
vaharada espesa a vino común. Así y todo, me gustaba mucho que viniera a darme
un beso. Además, musitaba algo, como una plegaria o una bendición, que yo no
llegaba a escuchar, pero agradecía.
Bebía a escondidas o, al menos, no lo hacía
abiertamente frente a mí. Seguía tomando el vaso de soda coloreada al mediodía
y también a la noche, pero nada más que eso. No sé si tomaría frente a Alcira,
la señora que venía una vez a a la semana a planchar, o en compañía de Zulema, la
vecina del segundo piso, pero al menos frente a mí conservaba cierto recato.
Poco tiempo después, cuando yo regresaba de la secundaria, había ocasiones en
que la encontraba tirada en el gallinero. Tenía un gallinero que compartíamos
con Zulema, en uno de los ángulos de la terraza. Varias veces la encontré a
mamá tirada entre las gallinas, que la picoteaban. No era lindo de ver. Las
gallinas le ensuciaban encima, o ella se ensuciaba con la caca de las gallinas
y, además, se le llenaba el vestido de plumas. Yo no sabía bien qué hacer en
esas ocasiones. Al principio me volvía al departamento y me hacía la leche yo
solo, para no ponerla en el difícil trance de explicarme su situación. Pero una
vez, enojado, la zamarreé hasta despertarla. Me dijo que se había dormido sin
querer, mientras buscaba huevos para la noche; que el sol estaba muy lindo allí
en la terraza. Pero olía espantoso y no sé dónde metía las botellas.
Compraba, recuerdo, licor de huevo al chocolate.
Las borracheras con licor de huevo al chocolate son terribles, devastadoras.
Había días en que amanecía verde, descompuesta, con un dolor de cabeza
infernal. Me decía que había tomado una copita de licor de huevo y le había
caído mal. Que el hígado le latía. Siempre recuerdo esa expresión suya, «que el
hígado le latía». Era muy ocurrente para hablar, muy divertida. Pero yo veía,
en el cajón de basura, cómo se acumulaban las botellas. se escondía para beber.
A veces mirábamos televisión —a ella le gustaba muchísimo el programa de Pipo
Mancera— y de pronto se iba al baño. Sabía que el baño era un lugar
eminentemente privado y que yo no me iba a atrever a espiarla allí, como sí lo
había hecho una vez cuando ella se metió debajo de la mesa del living con la
excusa de buscar un carretel de hilo que se le había caído. Alcé el mantel y la
sorprendí con una petaca.
Me empecé a preocupar realmente cuando se tomó una
botella de alcohol Abeja, un alcohol para desinfectar lastimaduras. Mamá era
increíblemente dulce conmigo. Un día yo me corté un dedo recortando figuritas
con la tijera. Desde chico me gustó recortar figuritas de la revista de modas.
De los figurines, como decía ella. Me salía bastante sangre. La yema del dedo
siempre sangra mucho. Ella vino corriendo con gasa y la botella de alcohol. Me
puso alcohol en el dedo y después, directamente del pico del frasco, se tomó un
trago. «¡Mamá!», la alerté. Mi padre nos retaba cuando nosotros bebíamos
directamente del pico, aun siendo gaseosas. «Es que me ponés nerviosa», me
dijo. Pero después se tomó todo lo que quedaba en el frasco. Sin embargo, no
dio señales de que le hubiese caído mal ni mucho menos. Tenía bastante conducta
alcohólica con el Abeja. No así con el perfume. Un día la acompañé a una
perfumería, después de ir al cine. A ella le gustaba mucho el cine, en especial
las películas de piratas. Vio tres veces Todos los hermanos eran
valientes. Conozco mucha gente que ha visto tres veces una misma película.
Pero ella la vio en un mismo día. Me dijo que quería comprarse un perfume. A la
vendedora le pidió alguno que fuera frutado. Yo no creo que mamá tuviese un
gusto refinado para los vinos. Se había hecho, lógicamente, dentro de los
parámetros de la clase media. Y mi padre no pasaba de los vinos Chamaquito,
Copiapó o Fuerte del Rey. Yo la veía aparecer a mamá oliendo a perfume y nunca
sabía si se lo había puesto o se lo había tomado. O las dos cosas. Era difícil,
sin embargo, verla dando pena o tambaleante. Se dormía con facilidad, eso sí,
como en el caso con las gallinas, o se le ponía un poquito pesada la lengua,
pero nada más. Podría afirmar, por ejemplo, que nunca me hizo pasar un papelón
en alguna fiesta familiar. Yo detectaba un cierto cuidado, una cierta atención
especial hacia ella de parte de mis tías o de abuela Alicia, como decir:
«Sacale la copa a Dora» o «Decile a Dora que pare», pero nada más. Algún codazo
intencionado, a veces, cuando mamá preguntaba por el clericó. Eso sí, se reía
con mucha facilidad cuando tomaba, lo que no dejaba de ser, por otra parte, un
costado simpático de su personalidad. Admito que hubo una especie de nervio y
hasta una suerte de incomodidad en mi tío Adalberto, durante un almuerzo
improvisado en casa de Chuco y Popola, cuando mamá no pudo parar de reírse en
toda la sobremesa, aunque acabábamos de llegar del entierro de tía Clorinda.
Pero era una mujer encantadora.
En verdad encantadora. Siempre alegre, siempre
dispuesta, pese a todos los problemas que vivimos y al asunto de papá, antes de
que se fuera de casa. A la que no le gustaba nada el asunto era a Elenita, mi
hermana. Obvié contar que tengo una hermana mayor que se llama Elena. Ella se
ponía fatal cuando pasaban esas cosas, no soportaba que mamá bebiera como no lo
soportaba a papá, tampoco, por otras razones. En el caso de papá, creo que
tenía algo de razón. Con mamá, en cambio, era excesivamente dura. Un psicólogo
me dijo que mi hermana reclamaba lo que a ella le correspondía.
No sé si coincido demasiado con eso. Por suerte,
nunca Elenita encontró a mamá tirada entre las gallinas en el gallinero. Lo que
pasa es que mi hermana nunca subía a la terraza, porque decía que le tenía
terror a las alturas y porque aún conserva una extraña alergia a los animales
con plumas. Veía un pollo y se brotaba. Si comía algo que incluyera gallina, se
hinchaba como un globo.
Aunque no supiera que el plato contenía gallina, lo
mismo se hinchaba, con lo que quiero decir que no era algo meramente
psicológico. Un día, tía Chuco, pobre, desconociendo el problema de Elena, le
regaló una gallinita de chocolate para Pascuas, y a mi hermana la salvaron con
un Decadrón. Se le había hinchado tanto la cara que parecía una japonesa. Los
ojos eran dos tajos. Ella, justamente, que siempre ha presumido de tener ojos
muy lindos. Pero mamá le caía muy bien a todo el mundo. En realidad, el
problema de mamá no era el alcohol. Era el cigarrillo.
Fumar sí, lo hacía públicamente. En eso diría que
fue una adelantada del feminismo. Una activista. Ella me contaba que fumaba
desde los 11 años, a instancias de su padre, que tenía un puesto alto en el
ferrocarril Mitre. El padre la convidó con un cigarro de hoja, muy fuerte,
justamente para que le desagradara y nunca más probara el tabaco, pero ella se
envició. Había momentos en que eso sí me molestaba, porque fumaba mientras
comía.
Dejaba el cigarrillo —fumaba Marvel cortos, negros,
sin filtro—, cortaba un pedazo de milanesa, por ejemplo; lo masticaba, lo
tragaba y le pegaba otra pitada al cigarrillo. Tenía el dedo índice y el anular
de la mano derecha, amarillos por la nicotina, casi verdes.
Había veces en que mi padre le reprochaba que
fumara durante la comida, agitando la mano exageradamente frente a su cara,
como apartando el humo. «Es mi único vicio», decía mamá. Y en esos momentos era
verdad, pues creo que ella empezó a beber vodka y ginebra después de que se
marchó mi padre, sin que nadie supiera muy bien por qué. Y no pienso que mamá
se lanzara a la bebida para olvidar el abandono de mi padre. Creo que,
simplemente, se sintió liberada y ya pudo hacerlo sin mayores complejos ni
presiones, salvo la actitud recriminatoria de Elena. Elena a veces se levantaba
antes de la mesa, molesta por el humo. Se hacía la que tosía, incluso, para que
no la retaran reclamándole que comiera el postre.
Elena fue siempre muy dramática, muy histriónica.
En casa éramos de una clase media típica. Pero de aquellos tiempos, cuando la
clase media vivía bien, cómoda, tranquila. Al mediodía comíamos tres platos,
por ejemplo. Una sopa de entrada, el plato fuerte y el postre, que casi siempre
era fruta o queso y dulce. Elena tosía, se levantaba y se iba. Siempre fue un
poco teatral mi hermana. Para empezar a fumar, mamá aprovechaba cuando la sopa
estaba bien caliente y echaba humo. Suponía que el humo de sus cigarrillos se
mezclaba con el de la sopa y así se disimulaba.
Sin embargo, no era abusiva. No era una persona a
la que le importara muy poco lo que pasaba a su alrededor, con sus semejantes.
La prueba es que se ofrecía, en ocasiones, a ir a leerles a los enfermos. El
problema es que les leía sólo lo que le gustaba a ella y tuvo una agarrada muy
fuerte con un estibador que había perdido una pierna al caérsele encima una
grúa portuaria, y a quien mamá insistía en leerle Mujercitas, de Luisa M.
Alcott. Digamos —para que quede claro— cuando papá y Elena insistieron con sus
quejas por el hecho de que mamá fumaba en la mesa, dejó de hacerlo. Así de
simple. Dejó de hacerlo. Fue cuando empezó a mascar tabaco, una costumbre que
yo creía desaparecida con los últimos arrieros. Cuando compraba la fruta, mamá
se traía para ella unas hojas de tabaco, las plegaba, se las metía en la boca y
comenzaba a masticarlas. Es cierto, no producía humo, pero llegaba un momento
en que se le escapaba un hilo de saliva marrón verdoso por la comisura de los
labios, que me desagradaba mucho. Debo reconocer que siempre he sido un tipo
bastante sensible. Y de chico, más.
Con el tiempo, mamá volvió a fumar. Le molestaba
tener que ir a escupir al baño cada tanto, mientras masticaba tabaco, ya que,
cuidadosa, no quería hacerlo frente a nosotros. Apunto que era muy obsesiva con
el cuidado de la casa. Enormemente prolija, muy aficionada a los mantelitos
calados, a las cortinas con encajes, a los macramés, a las puntillas. Bordaba
muy bien. A mí me gustaba mirarla por las noches acostado en su cama,
escuchando en la radio el Radioteatro Palmolive del Aire, mientras ella bordaba
pañuelitos, masticando tabaco.
Era muy hábil para las manualidades. Después empezó
a armar sus propios cigarrillos. Al terminar el almuerzo se recostaba en una
reposera, en el patio, y empezaba a armar los cigarrillos. Tenía su propio
papel, su propio tabaco. Era lindo mirarla mientras humedecía con saliva el
borde del papel, apretaba el cilindrito como si fuera un canelón minúsculo, lo
encendía, entrecerraba los ojos en tanto el humo subía. Empezó a hacer eso, es
claro, cuando tuvo más tiempo, cuando ya papá se había ido y tampoco le
aceptaban tanto que fuera a leerles a los enfermos. Toda una sala del Clemente
Alvarez había hecho una huelga de hambre contra su presencia. Llegaron a
organizar una marcha de protesta contra mamá, un tanto injustamente, porque
ella tenía la mejor de las voluntades.
En esa marcha un anciano, a poco de intentar
caminar, sufrió la dolorosa revelación de descubrir que le habían amputado una
pierna, lo que provocó más animosidad contra mi madre. Pero a ella no le
importaba demasiado. Le bastaba tenernos a mí y a mi hermana, pese a que Elena
también se iría poco tiempo después, cuando mamá le tomó —le bebió, digamos— un
perfume carísimo que le había regalado su primer novio, el imbécil de Gogo Santiesteban.
Por cierto, cuando se le dio por fumar toscanitos
Génova, el aliento que tenía por las noches, cuando se acercaba a darme el beso
de despedida, era insoportable. Es duro decirlo, pero es así. Era como si
hubiesen destapado una cisterna cenagosa, con agua estancada, con aguas
servidas, una mezcla de solución biliosa con aroma a animal muerto.
Era feo. Con el tiempo le daban accesos de tos muy
fuertes. Ella decía que era culpa de la pelusa de las bolitas de los paraísos,
esos árboles que, en verdad, le han arruinado los pulmones a más de un
rosarino. Y luego, años después, le echaba la culpa a ese polvillo que llegaba
desde el puerto, cuando los barcos cargaban cereal, no sé cómo le llaman.
Tomaba miel, entonces, para suavizarse la garganta. Comía pastillas de oruzus.
O iba a buscar huevos a la terraza para mezclarlos con coñac y quitarse la
carraspera, y allí es cuando yo solía encontrarla tirada en el gallinero. Tenía
linda voz mamá, muy cristalina, y solía cantar una canción que hablaba de la hija
de un viejito guardafaros, que era la princesita de aquella soledad. O esa otra
que decía «en qué se mete, la chica del diecisiete».
Pero se negaba a culpar al tabaco por su tos,
cuando parecía que iba a escupir los dos pulmones a cada momento. Se le salían
los ojos de las órbitas y lagrimeaba. Nunca la vi lagrimear por otra cosa a
ella. Era muy alegre y ponía al mal tiempo buena cara. De inmediato mezclaba
coñac con leche bien caliente, y decía que eso le calmaría la picazón de
garganta, producida por las bolitas de paraíso.
Yo sabía perfectamente que ése era un remedio para
bajar la fiebre, pero ella se tomaba tres o cuatro vasos y luego me decía que
se sentía mejor. Cantaba para demostrármelo. Pero son cosas que, tarde o
temprano, afectan a una persona. Tiempo después, de grande, a mamá se le habían
caído dos uñas de los dedos de la mano derecha por la nicotina y al respirar se
le escuchaba un crujido, como el que hace un sillón de mimbre al recibir el
peso de una persona. Se agitaba con facilidad y casi no podía subir los veinte
escalones hasta le terraza. Sin embargo, sin embargo, yo creo que el problema
de mamá no era el tabaco. Era el juego.
Ella sostenía que nunca jugaban por plata, con sus
amigas, tía Eve, Zulema y las hermanitas Mendoza. Se encontraban una vez a la
semana en casa de Zulema, casi siempre, y jugaban a la canasta uruguaya. se
pasaban, a veces, seis o siete horas jugando. «Es mi único vicio», decía mamá,
y tal vez fuera cierto. Ella decía que el vino y el tabaco constituían, apenas,
rasgos de personalidad.
Lo cierto es que muchas veces desaparecían cosas de
casa. Adornos, jarrones, espejos o ropa de ella misma, y yo estoy seguro de que
eso sucedía porque eran cosas que perdía en el juego con sus amigas. Reconocí,
un día, un prendedor con forma de lagarto, muy lindo, verdecito, que le había
regalado mi padre para el Día del Empleado Bancario, en la pechera de Marilú,
una de las hermanas Mendoza.
Yo no me animé a decir nada, pero mi hermana sí le
preguntó, y Marilú dijo que se lo habían regalado, que eran muy comunes. Que si
uno en Casa Tía, por ejemplo, compraba cosas por más de un determinado valor,
le regalaban uno de esos prendedores de lagarto. Era difícil de creer. Como
cuando Zulema apareció con una estola, una boa símil zorro que a mí me
impresionaba de chico porque tenía la cabeza disecada del animal sacando un
poco la lengua que, sin lugar a dudas, era la misma boa que había sido de mamá.
Mamá me dijo que se la había regalado a Zulema para su cumpleaños, pero yo no
le creí. Lo mismo pasó con la bicicleta de Elena y creo que ésa fue otra de las
cosas que mi hermana no pudo digerir y la llevó a irse de la casa. Aunque, en
rigor de verdad, mi hermana ya hacía mucho que había dejado de andar en
bicicleta cuando sucedió aquel asunto, pero lo mismo se enojó.
Para mamá fue un golpe fuerte cuando le prohibieron
la entrada al otro hospital, el Vilela. Ya en el Clemente Álvarez le impedían
leerles a los enfermos, a partir de aquel problema con el portuario, y más que
nada cuando decidió leerle La peste, de Camus, a un grupo que estaba en terapia
intensiva. Entonces optó por ir al Vilela y jugar a los naipes con los
internados, para entretenerlos. Supe que eso iba por mal camino cuando volvió a
casa con un papagayo enlozado, casi nuevo. Me negó que se lo hubiera ganado a
un tuberculoso en una partida de monte criollo. Insistía en que se lo había
regalado un viejito nefrítico que estaba enamorado de ella. Admito que, de
última, se había vuelto bastante mentirosa. «Imaginativa», decía ella, riéndose
de mis reproches. Porque siempre me negó que ella jugara con los enfermos por
dinero. Pero solía ganarles cosas valiosas a los pobres viejos. Bastones,
piyamas, radios portátiles, cosas que significaban mucho para ellos. «Me
sorprende de vos —le dije un día—. Siempre fuiste una persona muy buena y
amable con la gente.» Se puso seria. «Son viejos enfermos, terminales algunos,
indefensos», le insistí. Fue la primera vez, podría jurarlo, que percibí una
arista dura en sus palabras. «Las deudas de juego se pagan», me dijo, y
encendió un Avanti.
Cuando perdimos el departamento y debimos mudarnos
a uno mucho más chico, fue demasiado para mí. Ella decía que mi padre y Elena
ya no estaban con nosotros, y que era al divino botón mantener un departamento
tan grande como el de la calle Catamarca. Que a ella le costaba mucho cuidarlo,
limpiarlo y arreglarlo. Pero yo sabía que eran todas mentiras. Que había
perdido el departamento en una partida de pase inglés jugando en el subsuelo
del Club Náutico Avellaneda. Me fui a vivir, entonces, con Mario, un amigo. Me
costó sangre, porque he querido muchísimo a mi madre. Aún la quiero.
La última vez que la vi la noté mal. No nos vemos
muy a menudo. Está muy encorvada, los ojos salidos de las órbitas y su piel
luce un color grisáceo arratonado. Sigue, de todos modos, siendo una persona
encantadora, de risa fácil y trato jovial. La vi tan desmejorada que me tomé el
atrevimiento de llamar al doctor Pruneda para preguntarle por su salud. El
doctor Pruneda me tranquilizó. Me dijo que mamá está muy bien. Demasiado bien
para sus vicios. Pero me dijo que el problema de ella no es el alcohol ni el
tabaco ni el juego. Y me dio el nombre de una enfermedad. Ninfomanía, me dijo.
Y reconozco que no quise averiguar nada más. Incluso ni siquiera le pregunté a
Carlos, que está estudiando medicina y hubiera podido explicarme. Pero él se
pone como loco cuando le toco el tema de mi familia. No sé, por lo tanto, qué
significa esa palabra que me dijo el médico ni quiero saberlo. Temo enterarme
de que a mi madre le queda poco tiempo de vida. Y prefiero guardar en mi
memoria, en el recuerdo, esa imagen que siempre he tenido de ella.
Esplendorosa, vital, encantadora, cariñosa y alegre.
Roberto Fontanarrosa | Del libro «Te digo más… y
otros cuentos», Ed. de la Flor, 2001.
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