sábado, 30 de mayo de 2020

SERPIENTE, William Saroyan


SERPIENTE
William Saroyan


Un día de mayo, mientras cruzaba el parque dando un paseo, vio una pequeña serpiente parda que se escabullía escurridiza por entre la hierba y las hojas, y fue tras ella con una larga ramita en la mano, sintiendo ese miedo instintivo del hombre hacia los reptiles.
«Ah», pensó él, «nuestro símbolo del mal», y tocó la serpiente con la ramita. El reptil se retorció, irguió la cabeza, atacó a la ramita y se escurrió con desliz apresurado y temeroso por entre la hierba, y él la siguió.
Era muy bonita, e increíblemente lista, pensaba seguirla un rato y averiguar algo sobre ella.
La pequeña serpiente parda lo hizo adentrarse en el parque, oculto a la vista y a solas con ella. Se sentía algo culpable porque no sabía si al perseguir a la serpiente estaba infringiendo alguna norma del parque, de modo que preparó una excusa por si alguien lo descubría. «Soy estudiante de ética contemporánea», pensó que diría; o bien, «soy escultor y estoy estudiando la estructura de los reptiles». En todo caso, daría una explicación comprensible.
No diría que pensaba matar a la serpiente.
Avanzó junto al reptil asustado, dando algún salto de vez en cuando para no perderle el rastro, hasta que la serpiente se quedó sin fuerzas y ya no pudo continuar.
Entonces él se puso en cuclillas para examinarla de cerca, tocándola con la ramita para mantenerla delante de él y a distancia. Reconoció que le daba miedo tocarla con las manos. Tocar una serpiente era tocar algo secreto y oculto en la mente humana, algo oscuro que no debería salir nunca a la luz. Esa elegancia al deslizarse, y ese  silencio atroz, fueron humanos una vez, y ahora que el hombre había evolucionado  hasta esta última forma, ahí seguían las serpientes, deslizándose por la tierra como si nada hubiera cambiado.
El primer hombre y la primera mujer, bíblicos; y la evolución. Adán y Eva, y el embrión humano.
Era una serpiente preciosa, limpia y elegante y precisa. El miedo de la serpiente lo asustó a él también, y el pánico lo asaltó al pensar que quizá todas las serpientes del parque acudirían silenciosamente al rescate de aquella pequeña serpiente parda, y lo rodearían con su perverso silencio y el horror insoportable de sus formas malignas.
El parque era inmenso, allí debía de haber miles de serpientes. Si todas ellas se enteraran de que él estaba con esa pequeña serpiente parda, no les costaría nada paralizarlo.
Se levantó y oteó alrededor. Calma absoluta. El silencio era casi ese silencio bíblico de «en el principio». Oyó cómo un pájaro saltaba de rama en rama en un arbusto cercano, pero estaba a solas con la serpiente. Olvidó que estaba en un parque público, en una gran ciudad. Pasó un avión, pero no lo vio ni oyó. El silencio era demasiado profundo, y su mirada se había clavado demasiado profundamente en la serpiente que tenía delante.
En el jardín con la serpiente, no desnudo, en el principio, en el año 1931.
De nuevo se puso en cuclillas y empezó a comulgar con ella. Le hizo reírse, para  sus adentros y en voz alta, tener la forma de la serpiente ahí delante, tan tangible, separada de él, tendida en la superficie de la tierra, en vez de formar parte sutilmente de su propia identidad. Al principio no se atrevía a hablar en voz alta, pero poco a poco fue venciendo la timidez y empezó a hablarle en inglés. Resultaba muy agradable hablar con la serpiente.
—Muy bien —dijo—, aquí estoy, después de tantos años, un joven que vive en la misma tierra, bajo el mismo sol, con las mismas pasiones. Y aquí estás tú, delante de mí, sigues siendo la misma. La situación también es la misma. ¿Qué pretendes?
¿Escapar? No pienso dejarte escapar. ¿Qué tienes en mente? ¿Cómo vas a defenderte?
Yo pienso eliminarte, es mi obligación para con el hombre.
La serpiente se movió delante de él, indefensa, incapaz de esquivar la ramita. La atacó varias veces, y luego se cansó demasiado como para seguir molestándose. Él apartó la ramita y oyó cómo la serpiente le decía: «Gracias».
Empezó a silbar a la serpiente, para ver si la música alteraba de algún modo sus movimientos, si éstos se acompasaban en danza. «Eres mi único amor», le silbó; Schubert convertido en una comedia musical de Nueva York; «mi único amor, mi único amor»; pero la serpiente no bailaba. Tal vez con algo en italiano, pensó, y se puso a cantar «la donna è mobile», pronunciando mal cada palabra para divertirse.
Luego probó con una canción de cuna de Brahms, pero la música no alteraba los movimientos de la serpiente. Estaba cansada. Estaba asustada. Quería huir.
De pronto él se asombró de sí mismo; se le ocurrió dejar escapar a la serpiente, dejar que se escabullera escurridiza y se perdiera en los submundos de su especie.
¿Por qué iba a dejar que escapara?
Levantó una roca pesada del suelo y pensó: «Ahora te aplastaré la cabeza con esta roca y te veré morir».
Aniquilar esa gracia maligna, destrozar esa belleza pecaminosa.
Pero era muy extraño. No podía dejar caer la roca sobre la cabeza de la serpiente, y de pronto empezó a compadecerse de ella.
—Lo siento —dijo, mientras volvía a dejar la roca en el suelo—. Te pido perdón.
Me acabo de dar cuenta de que por ti, no siento más que amor.
Y sintió el impulso de tocar la serpiente con sus manos, de cogerla y comprender la verdad de su tacto. Pero no era fácil. La serpiente estaba asustada, y cada vez que él alargaba sus manos para tocarla ésta se volvía hacia él y atacaba.
—No siento más que amor por ti —dijo él—. No temas. No te haré daño.
Entonces, rápidamente, levantó la serpiente del suelo, supo por fin qué tacto tenía y la dejó caer.
—Ya está —dijo—. Ahora ya conozco la verdad. Una serpiente es fría, pero limpia. No es viscosa, como yo creía.
Sonrió a la pequeña serpiente parda.
—Ya puedes irte —le dijo—. El interrogatorio ha terminado. Y aun así sigues viva. Has estado delante de un hombre y aun así sigues viva. Ya puedes irte.
Pero la serpiente no se iba. Estaba agotada por el miedo. Él se avergonzó enormemente de lo que había hecho, y se enojó consigo mismo. «Dios», pensó, «he asustado a la pequeña serpiente. Ya nunca podrá olvidarlo. Siempre me recordará, cerniéndome sobre ella en cuclillas».
—Por el amor de Dios —le dijo a la serpiente—, vete. Vuelve con las de tu especie. Cuéntales lo que acabas de ver con tus propios ojos. Diles lo que has sentido.
El calor empalagoso de la mano humana. Háblales de la presencia que has sentido. De pronto la serpiente se apartó de él y se escurrió hacia delante, alejándose.
—Gracias —le dijo él. Y se rio de alegría al ver cómo la pequeña serpiente avanzaba por entre la hierba y las hojas, apartándose del hombre—. Muy bien —prosiguió él—; corre hacia ellas y diles que has estado delante de un hombre y que éste no te ha matado. Piensa en la cantidad de serpientes que viven y mueren sin llegar a conocer al hombre. Piensa en el honor que eso supondrá para ti.
Le pareció que los movimientos de la pequeña serpiente al alejarse de él eran la esencia de la risa de júbilo, y se alegró mucho. Volvió al camino que había dejado para ir tras la serpiente y siguió paseando.
Por la noche, mientras ella tocaba el piano suavemente, él le dijo:
—Hoy me ha pasado algo curioso.
Ella siguió tocando.
—¿Algo curioso? —le preguntó.
—Sí —dijo él—. Paseaba por el parque y he visto una pequeña serpiente parda.
Ella dejó de tocar y se volvió en el banco para mirarlo.
—¿Una serpiente? —le dijo—. ¡Qué asco!
—No —dijo él—. Era preciosa.
—¿Y qué has hecho?
—Oh, nada —contestó él—. La he cogido y la he retenido un momento.
—Pero ¿por qué?
—Por nada en concreto —dijo él.
Ella cruzó la habitación para sentarse junto a él y lo miró con extrañeza.
—Dime cómo era —dijo ella.
—Era preciosa —dijo él—. No daba asco. Al tocarla he notado el tacto limpio de su piel.
—Me alegro mucho —dijo ella—. ¿Y qué más?
—Quería matarla —dijo él—. Pero no he podido. Era demasiado bonita.
—Me alegro mucho —dijo ella—. Pero cuéntamelo todo.
—Eso es todo —dijo él.
—No, hay algo más —dijo ella—. Sé que hay algo más. Cuéntamelo todo.
—Es curioso —dijo él—. He estado a punto de matar a la serpiente y no volver aquí nunca más.
—¿No te da vergüenza? —dijo ella.
—Claro —dijo él.
—¿Y qué más? —preguntó ella—. ¿Qué has pensado de mí mientras tenías delante a la serpiente?
—Si te lo digo te enfadarás —dijo él.
—No digas estupideces. Cómo voy a enfadarme contigo. Dímelo, anda.
—Bueno —dijo él—, he pensado que eras preciosa pero malvada.
—¿Malvada?
—Ya te he dicho que te ibas a enfadar.
—¿Y luego?
—Luego he tocado la serpiente —dijo él—. No me ha resultado fácil, pero la he recogido del suelo con las manos. ¿A ti qué te parece? Tú has leído muchos libros sobre estas cosas. ¿Qué significa que haya cogido la serpiente?
Ella empezó a reírse en voz baja, con expresión inteligente.
—Qué quieres que signifique —dijo, riéndose—, pues que eres un idiota. Es magnífico.
—¿Eso es lo que dice Freud? —dijo él.
—Exacto —dijo ella, sin parar de reírse—. Eso es lo que dice Freud.
—Bueno, de todos modos —dijo él—, ha sido estupendo dejar escapar a la serpiente.
—¿Me has dicho alguna vez que me querías? —le preguntó ella.
—Eso deberías saberlo tú —dijo él—. Yo no recuerdo todo lo que te digo.
—No —dijo ella—. No me lo has dicho nunca. —Ella se echó a reír de nuevo, y de pronto se alegró mucho por él—. Siempre has hablado de otras cosas —dijo—. De cosas sin importancia. Y en los momentos más sorprendentes. —Y siguió riéndose.
—La serpiente era pequeña y parda —dijo él.
—Eso lo aclara todo —dijo ella—. Tú nunca has molestado.
—¿Se puede saber de qué demonios me estás hablando? —dijo él.
—Me alegro de que no mataras a la serpiente —dijo ella.
Y a continuación volvió a sentarse frente al piano y colocó las manos suavemente sobre las teclas.
—Le he silbado algunas canciones a la serpiente —dijo él—. Le he silbado un fragmento de la Sinfonía Inacabada de Schubert. Me gustaría oírla ahora. Ya sabes cuál es, la melodía que utilizaron en una comedia musical titulada Blossom Time. La estrofa que dice «tú eres mi único amor, mi único amor».
Ella empezó a tocar suavemente, y mientras lo hacía notaba los ojos de él en su pelo, en sus manos, en su cuello, en su espalda, en sus brazos, notaba cómo él la examinaba, del mismo modo en que había examinado la serpiente.

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