LA RETÓRICA DEL CUENTO
Horacio
Quiroga
En estas mismas columnas, solicitado
cierta vez por algunos amigos de la infancia que deseaban escribir cuentos sin
las dificultades inherentes por común a su composición, expuse unas cuantas
reglas y trucos, que, por haberme servido satisfactoriamente en más de una
ocasión, sospeché podrían prestar servicios de verdad a aquellos amigos de la
niñez.
Animado por el silencio —en
literatura el silencio es siempre animador— en que había caído mi elemental
anagnosia del oficio, complétela con una nueva serie de trucos eficaces y
seguros, convencido de que uno por lo menos de los infinitos aspirantes al arte
de escribir, debía de estar gestando en las sombras un cuento revelador.
Ha pasado el tiempo. Ignoro todavía
si mis normas literarias prestaron servicios. Una y otra serie de trucos
anotados con más humor que solemnidad llevaban el título común de «Manual
del perfecto cuentista».
Hoy se me solicita de nuevo, pero
esta vez con mucha más seriedad que buen humor. Se me pide primeramente una
declaración firme y explícita acerca del cuento. Y luego, una fórmula eficaz
para evitar precisamente escribirlos en la forma ya desusada que con tan pobre
éxito absorbió nuestras viejas horas.
Como se ve, cuanto era de desenfadada
y segura mi posición al divulgar los trucos del perfecto cuentista, es de
inestable mi situación presente. Cuanto sabía yo del cuento era un error. Mi
conocimiento indudable del oficio, mis pequeñas trampas más o menos claras, sólo han servido para colocarme de pie, desnudo y
aterido como una criatura, ante la gesta de una nueva retórica del cuento que
nos debe amamantar.
«Una nueva retórica…» No soy el
primero en expresar así los flamantes cánones. No está en juego con ellos
nuestra vieja estética, sino una nueva nomenclatura. Para orientarnos en su
hallazgo, nada más útil que recordar lo que la literatura de ayer, la de hace
diez siglos y la de los primeros balbuceos de la civilización, han entendido
por cuento.
El cuento literario, nos dice
aquélla, consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y es como
éste el relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve
para que absorba toda nuestra atención.
Pero no es indispensable, adviértenos
la retórica, que el tema a contra constituya una historia con principio, medio
y fin. Una escena trunca, un incidente, una simple situación sentimental, moral
o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento.
Tal vez en ciertas épocas la historia
total —lo que podríamos llamar argumento— fue inherente al cuento mismo. «¡Pobre
argumento! —decíase—. ¡Pobre cuento!» Más tarde, con la historia breve,
enérgica y aguda de un simple estado de ánimo, los grandes maestros del género
han creado relatos inmortales.
En la extensión sin límites del tema
y del procedimiento en el cuento, dos calidades se han exigido siempre: en el
autor, el poder de transmitir vivamente y sin demoras sus impresiones; y en la
obra, la soltura, la energía y la brevedad del relato, que la definen.
Tan específicas son estas cualidades,
que desde las remotas edades del hombre, y a través de las más hondas
convulsiones literarias, el concepto del cuento no ha variado. Cuando el de los
otros géneros sufría según las modas del momento, el cuento permaneció firme en
su esencia integral. Y mientras la lengua humana sea nuestro preferido vehículo
de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento la forma natural,
normal e irreemplazable de contar.
Extendido hasta la novela, el relato
puede sufrir en su estructura. Constreñido en su enérgica brevedad, el cuento
es y no puede ser otra cosa que lo que todos, cultos e ignorantes, entendemos
por tal.
Los cuentos chinos y persas, los
grecolatinos, los árabes de las «Mil y una noches», los del
Renacimiento italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Merimée de
Bret-Harte, de Verga, de Chejov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una
sola y misma cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el
sol y la luna. Pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la
brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades.
Todos ellos poseen en grado máximo la
característica de entrar vivamente en materia. Nada más imposible que
aplicarles las palabras: «Al grano, al grano…» con que se hostiga a un mal contador
verbal. El cuentista que «no dice algo», que nos hace perder el tiempo, que lo
pierde él mismo en divagaciones superfluas, puede verse a uno y otro lado
buscando otra vocación. Ese hombre no ha nacido cuentista.
Pero ¿si esas divagaciones,
digresiones y ornatos sutiles, poseen en sí mismos elementos de gran belleza?
¿Si ellos solos, mucho más que el cuento sofocado, realizan una excelsa obra de
arte?
Enhorabuena, responde la retórica.
Pero no constituyen un cuento. Esas divagaciones admirables pueden lucir en un
artículo, en una fantasía, en un cuadro, en un ensayo, y con seguridad en una
novela. En el cuento no tienen cabida, ni mucho menos pueden constituirlo por
sí solas.
Mientras no se cree una nueva
retórica, concluye la vieja dama, con nuevas formas de la poesía épica, el
cuento es y será lo que todos, grandes y chicos, jóvenes y viejos, muertos y
vivos, hemos comprendido por tal. Puede el futuro nuevo género ser superior,
por sus caracteres y sus cultores, al viejo y sólido afán de contar que acucia
al ser humano. Pero busquémosle otro nombre.
Tal es la cuestión. Queda así
evacuada, por boca de la tradición retórica, la consulta que se me ha hecho.
En cuanto a mí, a mi desventajosa
manía de entender el relato, creo sinceramente que es tarde ya para perderla.
Pero haré cuanto esté en mí para no hacerlo peor.
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