NO
OYES LADRAR LOS PERROS
Juan Rulfo
—Tú que vas
allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz
en alguna parte.
—No se ve
nada.
—Ya debemos
estar cerca.
—Sí, pero no
se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve
nada.
—Pobre de ti,
Ignacio.
La sombra
larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a
las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo.
Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía
saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos
estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate
a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba
detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate,
Ignacio.
—Sí, pero no
veo rastro de nada.
—Me estoy
cansando.
—Bájame.
El viejo se
fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la
carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse,
porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá
atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había
traído desde entonces.
—¿Cómo te
sientes?
—Mal.
Hablaba poco.
Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba.
Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y
porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos
del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si
fuera una sonaja.
Él apretaba
los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele
mucho?
—Algo —contestaba
él.
Primero le
había dicho: «Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o
en cuanto me reponga un poco». Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni
siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y
colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su
sombra sobre la tierra.
—No veo ya por
dónde voy —decía él.
Pero nadie le
contestaba.
El otro iba
allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre,
reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste,
Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se
quedaba callado.
Siguió
caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a
tropezar de nuevo.
—Éste no es
ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado
el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está
cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame,
padre.
—¿Te sientes
mal?
—Sí.
—Te llevaré a
Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un
doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te
dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un
poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a
Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo
quedita, apenas murmuraba:
—Quiero
acostarme un rato.
—Duérmete allí
arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba
subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor,
se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía
agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que
hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su
hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado
allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen,
como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque
a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras
vergüenzas.
Sudaba al
hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco,
volvía a sudar.
—Me
derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas
que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien,
volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos,
donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no
es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me
tocaba la he maldecido. He dicho: «¡Que se le pudra en los riñones la sangre
que yo le di!» Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los
caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está
mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A
él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces
dije: «Ése no puede ser mi hijo».
—Mira a ver si
ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo
me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti,
Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate!
Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber
apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros.
Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay
agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a
tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha
sed y mucho sueño.
—Me acuerdo
cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver
a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de
ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se
te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que
descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras
irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la
mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el
hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y
comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció
que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su
cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras,
Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca
hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño,
le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué
pasó con sus amigos? Los mataron a todos.
Pero ellos no
tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: «No tenemos a quién darle
nuestra lástima» ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya
el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de
que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en
el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván se recostó sobre el pretil de
la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó
difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello
y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los
oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
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