LARGA VIDA AL CUENTO
William Boyd
«¿Aristócratas? Los mismos cuerpos feos y sucios,
la misma vejez desdentada, la misma muerte repugnante que las verduleras».
Esta observación proviene de un cuaderno de apuntes
que Anton Chéjov llevó en los últimos doce años de su vida (1892-1904). Allí
anotó jirones de diálogos que había oído por casualidad, anécdotas, aforismos,
nombres interesantes e ideas germinales de cuentos breves. La cita pertenece a
esta última categoría. Cuanto más se lee a Chejov, tanto más fácil resulta
imaginar el cuento que podría haber salido de esta sombría comparación. El
concepto está bien expresado y sigue siendo tan válido como lo era en la Rusia
del siglo XIX: la muerte es la gran niveladora. Pero hay algo más interesante:
estas pocas palabras pueden guiarnos hacia un modo inicial de comprender el
cuento, contrapuesto a su hermana más corpulenta, la novela. Afirmaría que es
posible escribir un cuento inspirado en su hermana más corpulenta, la novela. Afirmaría
que es posible escribir un cuento inspirado en las palabras de Chejov, pero
ellas no bastarían para una novela.
En opinión de William Faulkner, es más difícil
escribir un cuento que una novela. Algunos escritores rara vez lo abordan, o
bien, escriben apenas media docena en toda su vida. Otros parecen sentirse
perfectamente cómodos con esta forma y luego la abandonan. Y están aquellos que
ven el desafío en la novela.
Sin embargo, muchos grandes cuentistas se
mantuvieron apartados de la forma extensa en general: Chejov, Jorge Luis
Borges, Katherine Mansfield, V. S. Pritchett, Frank O´Connor. Mi caso quizá sea
típico: llevo escritas nueve novelas, pero no puedo dejar de escribir cuentos.
Hay algo en la forma breve que me tienta una y otra vez.
¿Qué atractivos tiene para un escritor? Importa
recordar que el cuento, tal como lo conocemos, es un fenómeno relativamente
reciente. Entre mediados y fines del siglo XIX, en Estados Unidos y Europa, la
aparición de las revistas de venta masiva y una nueva generación de lectores
cultos de clase media provocaron un florecimiento del cuento que, posiblemente,
duró un siglo. Al principio, muchos escritores se sintieron atraídos por él
como una fuente de ingresos, sobre todo en Estados Unidos: Nathaniel Hawthorne,
Herman Melville y Edgar Allan Poe costearon sus carreras de novelistas, menos
lucrativas, escribiendo cuentos. En la década del 20, The Saturday
Evening Post pagó 4000 dólares a Francis Scott Fitzgerald por un
cuento (unos 40.000, al valor actual). En los años 50, hasta John Updike
calculaba que podía mantener a su esposa y sus pequeños hijos con sólo vender
a New Yorker cinco o seis cuentos por año. Los tiempos han
cambiado. Si bien algunas revistas (New Yorker, Esquire, Playboy) son
generosas y pagan más que sus equivalentes británicas, ningún escritor actual
podría repetir la proeza de Updike.
En cierto modo, la popularidad del género, y aun su
disponibilidad, siempre han estado a merced de consideraciones comerciales, en
mayor medida que las de la novela. Cuando publiqué mi primera colección de
cuentos, En resumidas cuentas (On the Yankee Station, 1981),
estos libros eran rutina en muchas editoriales británicas. Ya no. Además, había
un mercado, pequeño pero estable. Un cuentista podía colocar su obra en medios muy
diversos. Por ejemplo, los cuentos de mi primera colección habían sido
publicados en Punch, Company, London Magazine, la Literary
Review y Mayfair, y difundidos por la BBC. En mi juventud,
empecé a escribir cuentos porque entonces parecía lógico hacerlo: tendría las
mejores probabilidades de publicación. Pero todo este discurso en torno al
dinero y las estrategias enmascara el atractivo tenaz de la forma. En
definitiva, la frecuentamos porque ella activa un conjunto diferente de
mecanismos mentales. Melville escribió cuentos mientras avanzaba trabajosamente
con Moby Dick y dijo: «Mi deseo de que tengan «éxito» (como le
dicen) brota únicamente de mi bolsillo, no de mi corazón». Sin embargo, por
entonces escribió algunas obras de narrativa breve hoy clásicas: «Bartleby» y «Benito
Cereno», entre otras.
Escribir un cuento y leerlo son experiencias
distintas de la escritura y la lectura de una novela. A mi entender,
básicamente se contraponen la compresión y la expansión. Pero volvamos al
pequeño memento mori de Chejov sobre las aristócratas y las
verduleras, y a mi comentario: vemos allí que las ideas y la inspiración que
impulsarán una novela, por sucintas que sean, deben ser aptas para un
acrecentamiento y una elaboración infinitos. En cambio, en casi todos los
cuentos, lo esencial es destilarlos, reducirlos. Tampoco es una simple cuestión
de longitud: hay cuentos de veinte páginas mucho más cargados y grávidos de
significados que una novela de cuatrocientas páginas. Hablamos de una categoría
de ficción en prosa totalmente distinta.
Es usual comparar la novela con una orquesta y el
cuento breve con un cuarteto de cuerdas. Esta analogía me resulta falsa porque,
al referirse exclusivamente al tamaño, nos lleva a conclusiones erróneas. La
música producida por dos violines, una viola y un violonchelo nunca puede
sonar, ni de lejos, como la producida por decenas de instrumentos, pero es
imposible diferenciar un párrafo o página de un cuento de los de una novela.
Ambos géneros utilizan recursos idénticos: lenguaje, argumento, personajes y
estilo. Al cuentista no le es denegado ninguno de los instrumentos literarios
requeridos por los novelistas. Para tratar de precisar la esencia de las dos
formas, es más pertinente comparar la poesía épica con la lírica. Digamos que el
cuento es el poema lírico de la ficción en prosa y la novela su epopeya.
Hay muchas definiciones del cuento. Pritchett lo
describió como «algo vislumbrado al pasar con el rabillo del ojo». Updike dijo:
«Estos empeños de apenas unos miles de palabras retienen los sucesos, apuros,
crisis y alegrías de mi vida con mayor fidelidad que mis novelas». Angus
Wilson, el autor de Cicuta y después, señaló: «En mi pensamiento,
los cuentos y las obras teatrales van juntos. Tomamos un punto en el tiempo y
desarrollamos la acción a partir de allí; no hay espacio para desarrollarla
hacia atrás». Cada escritor lo interpreta a su modo: es la epifanía fugaz y
cotidiana, la autobiografía sumergida, una cuestión de estructura y rumbo.
Podría citar más definiciones, algunas contradictorias, otras forzadas, pero
todas (cada una a su modo) hasta cierto punto convincentes. Si la casa de la
novela tiene muchas ventanas, también parece tenerlas la casa del cuento.
En veinte años, he publicado treinta y ocho
cuentos, reunidos en tres libros. Habrá otros cuatro o cinco sueltos:
creaciones juveniles publicadas en revistas universitarias o algún encargo para
un aniversario. Sea como fuere, lo que me atrae, una y otra vez, a este género
es su variedad, la seductora posibilidad de adoptar voces, estructuras, estilos
y efectos diferentes. Por eso decidí que valdría la pena intentar una
categorización un poco más minuciosa, tratar de clasificar sus múltiples
variantes.
Al examinar la obra de otros escritores, llegué
gradualmente a la conclusión de que hay siete categorías, en las que caben casi
todos los tipos de cuento. Algunas se traslaparán, o bien, una de ellas tomará
algo de otra sin ningún parentesco aparente, pero en general incluyen todas las
especies del género. Tal vez, en esta diversidad, comencemos a ver qué tienen
en común.
1. El
event-plot story [una traducción aproximada sería «cuento basado en
una trama de hechos»] Es una expresión acuñada por el escritor inglés William
Gerhardie en 1924, en un libro sobre Chejov, fascinante pese a su brevedad.
Gerhardie la usa para diferenciar los cuentos de Chejov de todos los
anteriores. En éstos, casi sin excepción, lo más importante es la estructura
argumental; la narrativa se adapta al molde clásico: exposición, nudo y
desenlace. Chejov puso en marcha una revolución, cuyos reverberos persisten aún
hoy. En sus cuentos, no abandonó la trama, pero sí la asemejó a la de nuestra
vida: aleatoria, misteriosa, mediocre, áspera, caótica, ferozmente cruel,
vacía. El estereotipo del event-plot
story, en cambio, es el desenlace efectista que hizo famoso a O. Henry pero
que también fue muy utilizado en los cuentos de fantasmas (los de W. W. Jacobs,
por ejemplo) y de detectives (Arthur Conan Doyle). Yo diría que hoy parece muy
anticuado, por lo artificioso, aunque Roald Dahl ganó cierta fama con una
variación macabra sobre el tema y es de uso corriente entre los narradores de
historias inverosímiles, como Jeffrey Archer.
2. El cuento
chejoviano. Chejov es el padre del cuento moderno; su
formidable influjo todavía se hace sentir en todas partes. Cuando publicó Dublineses,
en 1914, James Joyce sostuvo, llamativamente, que no había leído a Chejov
(desde 1903, había ediciones inglesas de la mayoría de sus obras), pero esta
referencia precisa peca de gran falsedad. Dublineses, una de las
obras más admirables que se hayan publicado jamás dentro del género, debe mucho
a Chejov. En otras palabras, Chejov liberó la imaginación de Joyce del mismo
modo en que, más tarde, el ejemplo de Joyce liberaría la de otros.
¿Cuál es la esencia del cuento chejoviano? «Era
hora de que los escritores, especialmente los que son artistas, reconocieran
que en este mundo nada se comprende», escribió Chejov a un amigo. A mi
entender, quiso decir que debemos observar la vida en toda su banalidad, su
tragicomedia, y rehusarnos a juzgarla. Rehusarnos a condenarla y a ensalzarla.
Registrar las acciones humanas tal como son y dejar que hablen por sí solas
(hasta donde puedan hacerlo), sin manipularlas, censurarlas ni elogiarlas. De
ahí su famosa réplica, cuando le pidieron que definiera la vida: “¿Me preguntan
qué es la vida? Es como si me preguntaran qué es una zanahoria. Una zanahoria
es una zanahoria y punto”. Las inferencias de esta cosmovisión, expresadas en
sus cuentos, han ejercido un influjo asombroso. Katherine Mansfield y Joyce
fueron de los primeros en escribir con una mentalidad chejoviana, pero la
frialdad desapasionada e impávida de Chejov frente a la condición humana
resuena en escritores tan disímiles como William Trevor y Raymond Carver;
Elizabeth Bowen, John Cheever, Muriel Spark y Alice Munro.
3. El cuento
«modernista» [en la órbita de las lenguas anglosajonas, el
término «modernista» alude a las vanguardias de principios del siglo XX].
Titulé así este apartado para introducir a Ernest Hemingway, la otra presencia
gigantesca en el cuento moderno, y transmitir la idea de oscuridad, de
dificultad deliberada. El aporte revolucionario más obvio de Hemingway fue su estilo
lacónico y recortado; no temía repetir los adjetivos más comunes, en vez de
buscar sinónimos. Su otra gran contribución -donación- fue una opacidad
intencional. Al leer sus primeros cuentos (casualmente son, de lejos, sus
mejores obras) comprendemos la situación al instante. Un joven sale a pescar y,
al caer la noche, acampa. En un café, se reúnen varios mozos. En “Colinas como
elefantes blancos”, una pareja espera un tren en una estación. Están tensos.
¿Ella se ha hecho un aborto? Eso es todo. Sin embargo, de algún modo, Hemingway
envuelve este cuento y los otros, con todas las complejidades encubiertas de un
oscuro poema. Sabemos que hay significados ocultos; el cuento es tan memorable
por la inaccesibilidad del subtexto. La oscuridad voluntaria da resultado en el
cuento; a lo largo de una novela, puede ser muy tediosa. Esta idea de la
oscuridad se superpone parcialmente con la categoría siguiente.
4. El cuento
cripto-lúdico. Aquí, la narración presenta su superficie
desconcertante de un modo más abierto, como una especie de desafío al lector;
recordamos de inmediato a Borges y Nabokov. En estos cuentos, hay un
significado por descubrir y descifrar, mientras que en Hemingway nos fascina su
inasequibilidad exasperante. Un cuento de Nabokov, pongamos por caso «Primavera
en Fialta», fue escrito para que el lector atento lo desenmarañe (quizá le
lleve varios intentos), pero detrás de esa tentación hay un espíritu
fundamentalmente generoso. El mensaje implícito es: “Sigue excavando y
descubrirás más cosas. Esfuérzate más y tendrás tu recompensa”. El lector está
dispuesto a todo. Entre los grandes del cuento críptico o “narración reprimida”
figura Rudyard Kipling; en cierto modo, es un genio no reconocido del género.
Cuentos como «Mary Postgate» o «La señora Bathurst» son maravillosamente
complejos por sus envolturas múltiples. Los críticos todavía mantienen
vehementes debates en torno a sus interpretaciones correctas.
5. La «mininovela». Su nombre lo dice todo. Es una de las primeras formas que adoptó el
cuento (otra es el event-plot story).
Hasta cierto punto, es un híbrido -mitad novela, mitad cuento- que intenta
lograr en unas pocas decenas de páginas lo que una novela consigue en
cuatrocientas: una larga lista de personajes y abundantes detalles realistas. El
gran cuento de Chejov, «Mi vida», pertenece a esta categoría. Abarca un lapso
prolongado; los personajes se enamoran, se casan, tienen hijos, se separan y
mueren. De algún modo, comprime en cincuenta y tantas páginas el contenido de
una novela victoriana en tres tomos. Estos cuentos tienden a ser muy largos
-están a un paso de la novela breve- pero sus pretensiones son claras. Evitan
la elipsis y la alusión; acumulan hechos concretos, como si quisieran decirnos:
«¿Ves? No necesitas cuatrocientas páginas para retratar una sociedad».
6. El cuento
poético-mítico. En fuerte contraste con la anterior, se diría que
quiere apartarse al máximo de la novela realista. Esta categoría es amplia e
incluye casos tan disímiles como las viñetas de las páginas, concisas y
brutales, que Hemingway intercala en su colección de cuentos En nuestro
tiempo; los cuentos de Dylan Thomas y D. H. Lawrence; las divagaciones
cavilosas de J. G. Ballard por el espacio interior y los extensos poemas en
prosa de Ted Hughes o Frank O´Hara. Es casi un poema y va desde el fluir del
pensamiento hasta la impenetrabilidad gnómica.
7. El falso
cuento biográfico. Es la
categoría, en apariencia, más difícil de definir. Podría decirse que es el
cuento que, en forma deliberada, toma y copia las propiedades de otros géneros
literarios fuera de la narrativa: la historia, el reportaje, las memorias.
Borges suele jugar con esta técnica. La generación más joven de escritores
norteamericanos contemporáneos, con su afición presuntuosa por las notas fuera
de texto y las remisiones bibliográficas, es otro ejemplo del género (o, más
exactamente, representa un híbrido de cuento “modernista” y biográfico). Otra
variante consiste en introducir lo ficticio en la vida de personajes reales. He
escrito cuentos cortos sobre Brahms, Wittgenstein, Braque y Cyrill Connolly en
los que narré episodios imaginarios de sus vidas; eso sí, hice toda la
investigación previa que habría requerido un ensayo. Según una definición muy
válida, la biografía es «una ficción concebida dentro de los límites de los
hechos observables». El falso cuento biográfico juega con esta paradoja, en su
intento de aprovechar las virtudes de la narrativa para presentar supuestos
hechos reales.
El futuro de
un género
Hoy, especialmente en el Reino Unido, donde vivo y
escribo, es más difícil que nunca publicar un cuento. Las posibilidades de que
disponíamos los escritores jóvenes en los años 80 están casi agotadas. A pesar
de estas contrariedades prácticas, creo que el género está experimentando una
especie de resurgimiento, tanto aquí como en Estados Unidos. La explicación
sociocultural de este fenómeno sería, tal vez, el aumento masivo de los cursos
de escritura creativa con títulos reconocidos. El cuento es el instrumento
pedagógico perfecto para este tipo de educación. Cabe suponer que las decenas
de miles de cuentos que se escriben (y se leen) en estas instituciones cultivan
el gusto por esa forma, como lo hizo la circulación masiva de revistas a fines
del siglo XIX y comienzos del XX.
No obstante, intuyo que podría haber otra razón que
explique por qué, en realidad, los lectores de cuentos nunca desaparecieron del
todo. Y esto no tiene nada que ver con la extensión del texto. Un cuento bien
escrito no cuadra con la cultura del spot televisivo: es demasiado denso, sus
efectos son demasiado complejos para una digestión fácil. Si el espíritu de los
tiempos influye en esto, quizá sea una señal de que nos estamos acercando a una
preferencia por las formas artísticas muy concentradas. Un buen cuento es como
una píldora vitamínica: puede proporcionar una descarga comprimida de placer
intelectual selectivo, no menos intenso que el que nos causa una novela, aunque
tardemos menos en consumirlo. Leer un cuento como “Los muertos”, de Joyce; «En
el barranco», de Chejov, o «Un lugar limpio y bien iluminado», de Hemingway, es
enfrentar una obra de arte compleja y cabal, ya sea profunda o perturbadora,
conmovedora o tenebrosamente cómica. No importa que lo leamos en quince
minutos: su potencia es patente y enfática. Tal vez sea eso lo que, en estos
tiempos, buscamos cada vez más como lectores: una experiencia a modo de bomba
fragmentadora estética que actúe con implacable brevedad y eficacia
concentrada.
Como escritores, nos volcamos hacia el cuento por
otros motivos. En última instancia, creo, porque nos ofrece la oportunidad de
variar la forma, el tono, la narrativa y el estilo de manera muy rápida e
impresionante. Angus Wilson dijo que había empezado a escribirlos porque podía
comenzar y terminar uno en un fin de semana, antes de tener que volver a su
trabajo en el Museo Británico. Por cierto, exige un esfuerzo real, pero no es
prolongado como el de la novela, con sus años de gestación y ejecución. Una
semana podemos escribir un event-plot
story y a la siguiente un cuento lúdico-biográfico. En el cuaderno de
apuntes que mencioné al principio, Chejov se refirió a este mismo placer. Había
copiado algo de Alphonse Daudet que, evidentemente, también despertó fuertes
ecos en él. Todos los escritores de cuentos comprenderán el sentido de sus
palabras:
«¿Por qué son tan breves tus cantos? —le preguntaron
cierta vez a un pájaro—. ¿Acaso porque tu aliento es muy corto?» El pájaro
respondió: «Tengo muchos, muchísimos cantos y me gustaría cantarlos todos».
La Nación, Argentina,
26 dic 2004. Traducción de Zoraida J. Valcárcel.
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