TESIS SOBRE EL CUENTO
Ricardo Piglia
I
En uno de sus cuadernos de notas Chéjov registra esta anécdota: «Un
hombre, en Montecarlo, va al Casino, gana un millón, vuelve a su casa, se
suicida.» La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese
relato futuro y no escrito.
Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse) la
intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la
historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para
definir el carácter doble de la forma del cuento.
Primera tesis: Un cuento siempre cuenta dos historias.
II
El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1
(el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del
suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los
intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto,
narrado de un modo elíptico y fragmentario. El efecto de sorpresa se produce
cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.
III
Cada una de las dos historias se cuenta de modo distinto. Trabajar con
dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad.
Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas.
Los elementos esenciales de un cuento tienen doble función y son usados de
manera diferente en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el
fundamento de la construcción.
IV
En «La muerte y la brújula», al comienzo del relato, un tendero se
decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el
armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach
esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a
Lönrot una trampa mística y filosófica? Borges le consigue ese libro para que
se instruya. Al mismo tiempo usa la historia 1 para disimular esa función: el
libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y
responde a una causalidad irónica.
«Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se
resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia secreta de los Hasidim.» Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del
tendero es un ejemplo (como el volumen de Las
1001 noches en «El Sur»; como la cicatriz en «La forma de la espada»)
de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa que
es un cuento.
V
El cuento es un relato que encierra un relato secreto. No se trata de
un sentido oculto que depende de la interpretación: el enigma no es otra cosa
que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato
está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia
mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos
del cuento.
Segunda
tesis: la historia secreta es la clave de la forma del
cuento y de sus variantes.
VI
La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine
Mansfield, Sherwood Anderson, y del Joyce de Dublineses,
abandona el final sorpresivo y la estructura
cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La
historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a
la Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta
dos historias como si fueran una sola. La teoría del iceberg de Hemingway es la
primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se
cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido
y la alusión.
VII
«El gran río de los dos corazones», uno de los relatos fundamentales
de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en
Nick Adams) que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de
pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia
secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia del otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chéjov? Narrar con
detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego y la
técnica que usa el jugador para apostar y el tipo de bebida que toma. No decir
nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el
lector ya lo supiera.
VIII
Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta, y narra
sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y
oscuro. Esa inversión funda lo «kafkiano». La historia del suicidio en la
anécdota de Chéjov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad.
Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y
amenazador.
IX
Para Borges la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la
misma. Para atenuar o disimular la esencial monotonía de esa historia secreta,
Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los
cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.
La historia visible, el juego en la anécdota de Chéjov, sería contada
por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de
un género. Una partida en un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un
viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato
del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación
de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.
X
La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento
consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del
relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una
trama secreta con los materiales de una historia visible. En «La muerte y la
brújula», la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo sucede
con Acevedo Bandeira en «El muerto»; con Nolan en «Tema del traidor y del
héroe»; con Emma Zunz. Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los
problemas de la forma de narrar.
XI
El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que
estaba oculto. Reproduce la busca siempre renovada de una experiencia única que
nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta.
«La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en
una lejana terra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato», decía Rimbaud. Esa
iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.
Nueva tesis sobre el cuento
Estas tesis son en realidad un pequeño catálogo de ficciones sobre el
final, sobre la conclusión y el cierre de un cuento, y han estado desde el
principio inspiradas en Borges y en su particular manera de cerrar sus
historias: siempre con ambigüedad, pero a la vez siempre con un eficaz efecto
de clausura y de
inevitable sorpresa.
Borges, sabemos, dijo varias veces que varios de sus cuentos habían
sido su primer cuento y esto quiere decir, quizá, que los comienzos son siempre
difíciles, inciertos, que tuvo varias partidas falsas como en las cuadreras, como
en la conocida diatriba de José Hernández contra su amigo Estanislao del Campo
(«parece que sin largar se cansaran en partidas»), mientras que el fin es
siempre involuntario o parece involuntario pero está premeditado y es fatal.
Hay un juego entre la vacilación del comienzo y la certeza del fin,
que ha sido muy bien definido por Kafka en una nota de su Diario. Escribe Kafka el 19
de diciembre de 1914:
«En el primer momento
el comienzo de todo cuento es ridículo. Parece imposible que ese nuevo, e inútilmente
sensible cuerpo, como mutilado y sin forma, pueda mantenerse vivo. Cada vez que
comienza, uno olvida que el cuento, si su existencia está justificada, lleva en
sí ya su forma perfecta y que sólo hay que esperar a que se vislumbre alguna
vez en ese comienzo indeciso, su invisible pero tal vez inevitable final.»
Esta noción de espera y de tensión hacia el final secreto (y único) de
un relato breve quiere ser el punto de partida de estas notas.
Hay una historia que cuenta Ítalo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio que puede ser vista como una síntesis fantástica de la conclusión de
una obra. Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el
dibujo. El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que
necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron cinco años y el dibujo
aún no estaba empezado. «Necesito otros cinco años», dijo Chuang Tzu. El rey se
los concedió. Trascurrieron diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un
instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que
jamás se hubiera visto.
Antes que nada ésta es una historia sobre la gracia, sobre lo
instantáneo y también sobre la duración. Hay un vacío, todo queda en suspenso,
y el relato se pregunta si la espera (que dura años) forma o no parte de la
obra.
Como el relato trata sobre un artista, su núcleo básico es el tiempo y
las condiciones materiales de trabajo: en este sentido el cuento es un tratado
sobre la economía del arte. Se establece un contrato entre el pintor y el rey:
la dificultad reside, vamos a recordar a Marx, en medir el tiempo de trabajo
necesario en una obra de arte y por lo tanto la dificultad para definir
(socialmente) su valor.
El arte es una actividad imposible desde el punto de vista social
porque su tiempo es otro, siempre se tarda demasiado (o demasiado poco) para
«hacer» una obra.
¿Cuánto tiempo, después de todo, emplea Chuang Tzu para dibujar el
cuadro?
En definitiva el cuento que cuenta Calvino es una fábula (moral) sobre
la forma (una fábula sobre la moral de la forma), es decir, una parábola sobre
el final y sobre la terminación (una parábola sobre el cierre y sobre lo que le
da forma a una obra).
Para empezar, el relato de Chuang Tzu se cierra al revés. Hay una
expectativa (no puede pintar) y una solución que es inversa a lo que el sentido
común está esperando que pase. La solución parece una paradoja (pero no lo es)
porque no hay relación lógica entre los años «perdidos» y la rapidez de la
realización.
El final implica, antes que un corte, un cambio de velocidad. Existen
tiempos variables, momentos lentísimos, aceleraciones. En esos movimientos de
la temporalidad se juega la terminación de una historia. Una continuidad debe ser
alterada: algo traba la repetición.
Podríamos por ejemplo preguntarnos cómo habría narrado Kafka (que era
un maestro en el arte de los finales infinitos) este relato. Kafka mantendría
la imposibilidad de la salvación en un universo sin cambios: el relato contaría
la postergación incesante de Chuang Tzu. Los plazos son cada vez más largos
pero la paciencia del rey no tiene límites. Los años pasan. Chuang Tzu envejece
y está a punto de morir. Una tarde el anciano pintor que agoniza recibe la
visita del rey. El soberano debe inclinarse sobre el lecho para ver el pálido
rostro del artista: con gesto tembloroso Chuang Tzu busca debajo del lecho y le
entrega el cangrejo perfecto que ha dibujado hace años pero que no se ha
atrevido a mostrar. Kafka nos haría suponer que para todos, el cuadro es
perfecto y está terminado, menos para Chuang Tzu. ¿Qué quiere decir terminar una obra? ¿De quién
depende decidir que una historia está terminada? Flannery O'Connor, la gran
narradora norteamericana, contaba una historia muy divertida.
«Tengo una tía que
piensa que nada sucede en un relato a menos que alguien se case o mate a otro
en el final. Yo escribí un cuento en el que un vagabundo se casa con la hija
idiota de una anciana. Después de la ceremonia el vagabundo se lleva a la hija
en viaje de bodas, la abandona en un parador de la ruta, y se marcha solo,
conduciendo el automóvil. Bueno, ésa es una historia completa. Y sin embargo yo
no pude convencer a mí tía de que ése fuera un cuento completo. Mi tía quería
saber qué le sucedía a la hija idiota luego del abandono.»
Los finales son formas de hallarle sentido a la experiencia. Sin
finitud no hay verdad, como dijo el discípulo de Husserl. Y por lo visto la tía
de Flannery no ha encontrado el sentido de esa historia.
El final pone en primer plano los problemas de la expectativa y nos
enfrenta con la presencia del que espera el relato. No es alguien externo a la
historia, (no es la tía de Flannery), es una figura que forma parte de la
trama. En el cuento de O'Connor («The Life You Save May Be Your Own») es la
anciana avara que se quiere sacar de encima a la hija tonta: es ella quien
recibe el impacto inesperado del final; para ella está destinada la sorpresa
que no se narra. Y también por supuesto la moraleja. Pierde el auto y no puede
desprenderse de la hija.
Hay un resto de la tradición oral en ese juego con un interlocutor implícito;
la situación de enunciación persiste cifrada y es el final el que revela su
existencia.
En la silueta inestable de un oyente, perdido y fuera de lugar en la
fijeza de la escritura, se encierra el misterio de la forma. No es el narrador
oral el que persiste en el cuento sino la sombra de aquel que lo escucha.
«Estas palabras hay que oírlas, no leerlas», dice Borges en el cierre
de «La trama», en El hacedor, y en esa frase resuena la altiva y resignada certidumbre de que algo
irrecuperable se ha ido.
Habría mucho que decir sobre la tensión entre oír y leer en la obra de
Borges. Una obra vista como el éxtasis de la lectura que teje sin embargo su
trama en el revés de una mitología sobre la oralidad, y sobre el decir un relato. El arte de
narrar para Borges gira sobre ese doble vínculo. Oír un relato que se pueda
escribir, escribir un relato que se pueda contar en voz alta.
En ese punto Borges se opone a la novela y ahí debe entenderse su
indiferencia frente a Proust o a Thomas Mann
(pero no frente a Faulkner, en quien percibe la entonación oral de la prosa,
percibe el carácter confuso y digresivo de un narrador oral que cuenta una
historia sin entenderla del todo). Borges considera que la novela no es
narrativa, porque está demasiado alejada de las formas orales, es decir, ha
perdido los rastros de un interlocutor presente que hace posible el
sobreentendido y la elipsis, y por lo tanto la rapidez y la concisión de los
relatos breves y de los cuentos orales.
La presencia del que escucha el relato es una suerte de extraño
arcaísmo, pero el cuento como forma ha sobrevivido porque tuvo en cuenta esa
figura que viene del pasado.
Su lugar cambia en cada relato pero no cambia su función: está ahí para
asegurar que la historia parezca al principio levemente incomprensible y como
hecha de sobreentendidos y de gestos invisibles y oscuros.
Un ejemplo a la vez inquietante y perfecto de esa estructura es el
cuento de Borges «El Evangelio según Marcos», en el que unos paisanos
analfabetos y creyentes oyen la lectura de la pasión de Cristo, se convierten
en protagonistas fatales del poder de la letra, y deciden llevar a la vida
(como versiones enfurecidas de Don Quijote o de Madame Bovary) lo que han
comprendido en las palabras proféticas de los libros sagrados.
Borges ha usado con gran sutileza las posibilidades de la situación
oral y en varios de sus cuentos (desde «Hombre de la esquina rosada» de 1927 a
«La noche de los dones» de 1975) él mismo ocupa el lugar del que recibe el relato.
Un hombre servicial y abstraído llamado Borges está en un almacén de espejos
altos en el sur de la ciudad o en un patio de tierra en una casa de altos o en
el hondo jardín de una quinta de Adrogué, y un amigo o un desconocido se acerca
y le cuenta una historia que él comprende a medias y que misteriosamente lo
implica.
En sus mejores cuentos trabaja esa estructura hasta el límite y la
complejiza y la convierte en el argumento central.
En «La muerte y la brújula», Lönnrot tarda en comprender que la
sucesión confusa de hechos de sangre que intenta descifrar no es otra cosa que
un relato que Scharlach ha construido para él, y cuando lo comprende ya es
tarde.
Lo mismo le sucede a Benjamín Otalora en «El muerto»: vive con
intensidad y con pasión una aventura que lo exalta y lo ennoblece y al final,
en una brusca y sangrienta revelación, Azevedo Bandeira le hace ver que ha sido
el pobre destinatario de un cuento contado por un loco lleno de sarcasmo y de
furia. Emma Zunz teje con perversa precisión, y en su cuerpo, una trama
criminal destinada a un interlocutor futuro (la ley) a quien engaña y confunde
y para quien construye un relato que ningún otro podrá comprender.
La misma relación está por supuesto en «El jardín de senderos que se
bifurcan;» y en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» y en «La forma de la espada», pero
es en «Tema del traidor y del héroe» donde Borges lleva este procedimiento a la
perfección. Los patriotas irlandeses, rebeldes y románticos, son los
destinatarios de una leyenda heroica urdida a toda prisa por el abnegado James
Alexander Nolan, con el auxilio del azar y de Shakespeare, y esa ficción será
descifrada muchos años después por Ryan, el asombrado e incrédulo historiador
que reconstruye la duplicidad de la
trama.
El relato se dirige a un interlocutor perplejo que va siendo
perversamente engañado y que termina perdido en una red de hechos inciertos y
de palabras ciegas. Su confusión decide la lógica íntima de la ficción. Lo que
comprende, en la revelación final, es que la historia que ha intentado
descifrar es falsa y que hay otra trama, silenciosa y secreta, que le estaba
destinada.
El arte de narrar se funda en la lectura equivocada de los signos. Como
las artes adivinatorias, la narración descubre un mundo olvidado en unas
huellas que encierran el secreto del porvenir.
El arte de narrar es el arte de la percepción errada y de la
distorsión. El relato avanza siguiendo un plan férreo e incomprensible y recién
al final surge en el horizonte la visión de una realidad desconocida: el final
hace ver un sentido secreto que estaba cifrado y como ausente en la sucesión
clara de los hechos.
Los cuentos de Borges tienen la estructura de un oráculo: hay alguien
que está ahí para recibir un relato, pero hasta el final no comprende que esa
historia es la suya y que define su destino. Hay entonces una fatalidad en el
fin y un efecto trágico que Poe (que había leído a Aristóteles) conocía bien.
La experiencia de errar y desviarse en un relato se basa en la secreta
aspiración de una historia que no tenga fin; la utopía de un orden fuera del
tiempo donde los hechos se suceden, previsibles, interminables y siempre renovados.
En el fondo todos somos la tía de Flannery, queremos que la historia
continúe..., sobre todo si la novia ha quedado abandonada en una estación de
servicio. Todas las historias del mundo se tejen con la trama de nuestra propia
vida. Lejanas, oscuras, son mundos paralelos, vidas posibles, laboratorios donde
Se experimenta con las pasiones personales.
Los relatos nos enfrentan con la incomprensión y con el carácter
inexorable del fin pero también con la felicidad y con la luz pura de la forma.
La tía de Flannery está «en la vida» y en la vida hay cruces, redes,
circulaciones y los finales se asocian con el olvido, con la separación y con
la ausencia. Los finales son pérdidas, cortes, marcas en un territorio; trazan
una frontera, dividen. Escanden y escinden la experiencia. Pero al mismo
tiempo, en nuestra convicción más íntima, todo continúa.
Borges ha construido uno de sus mejores textos sobre el carácter
imperceptible de la noción inevitable de límite y ése es el título de una
página escrita en 1949, escondida en El
hacedor, y atribuida al oscuro y lúcido escritor uruguayo
Julio Platero Haedo. Dice así:
«Hay una línea de
Verlaine que no volveré a recordar. Hay una calle próxima que está vedada a mis
pasos. Hay un espejo que me ha visto por última vez. Hay una puerta que he
cerrado hasta el fin del mundo. Entre los libros de mi biblioteca (estoy
viéndolos) hay alguno que ya nunca abriré.»
Basado en el oxímoron y en el desdoblamiento, Borges narra el fin,
como si lo viviera en el presente: está allá y es lejano pero ya está aquí,
inolvidable, inadvertido.
Por supuesto esa marca en el tiempo, ese revés, es la diferencia entre
la literatura y la vida. Cruzamos una línea incierta que sabemos que existe en
el futuro, como en un sueño. Proyectarse más allá del fin, para percibir el
sentido, es algo imposible de lograr, salvo bajo la forma del arte.
El poeta Carlos Mastronardi ha escrito:
«No tenemos un
lenguaje para los finales. Quizá un lenguaje para los finales exija la total
abolición de otros lenguajes.»
Para evitar enfrentarnos con este lenguaje imposible (que es el
lenguaje que utilizan los poetas) en la vida se practican los finales
establecidos. Los horarios entre los que nos movemos cortan el flujo de la
experiencia, definen las duraciones permitidas. Los cincuenta minutos de Freud
son un ejemplo de ese tipo de finales.
La literatura en cambio trabaja la ilusión de un final sorprendente,
que parece llegar cuando nadie lo espera para cortar el circuito infinito de la
narración, pero que sin embargo ya existe, invisible, en el corazón de la
historia que se cuenta.
En el fondo la trama de un relato esconde siempre la esperanza de una
epifanía. Se espera algo inesperado y esto es cierto también para el que
escribe la historia. Bergman ha contado muy bien cómo se le ocurrió el final de
un argumento (es decir como descubrió lo que quería contar).
«Primero vi cuatro
mujeres vestidas de blanco, bajo la luz clara del alba, en una habitación. Se
mueven y se hablan al oído y son extremadamente misteriosas y yo no puedo
entender lo que dicen. La escena me persigue durante un año entero. Por fin
comprendo que las tres mujeres esperan que se muera una cuarta que está en el
otro cuarto. Se turnan para velarla» Es Gritos y susurros. Lo que
quiere decir un relato sólo lo entrevemos al final: de pronto aparece un
desvió; un cambio de ritmo, algo externo; algo que está en el cuarto de al
lado. Entonces conocemos la historia y podemos concluir.
Cada narrador narra a su manera lo que ha visto ahí. Hemingway por
ejemplo contaría una conversación trivial entre las tres mujeres sin decir
nunca que se han reunido para velar a una hermana que muere.
Kafka en cambio contaría la historia desde la mujer que agoniza y que
ya no puede soportar el murmullo ensordecedor de las hermanas que cuchichean y
hablan de ella en el cuarto vecino.
Una historia se puede contar de manera distinta, pero siempre hay un
doble movimiento, algo incomprensible que sucede y está oculto. El sentido de
un relato tiene la estructura del secreto (remite al origen etimológico de la
palabra se-cernere, poner aparte), está escondido, separado del conjunto de la historia,
reservado para el final y en otra parte. No es un enigma, es una figura que se
oculta.
Borges ha narrado en un sueño la sustracción de esa imagen secreta que
irrumpe al Final como una revelación y permite por fin entender. El sueño está
en Siete noches y su forma es perfecta. Cuenta Borges:
«Me encontraba con un
amigo, un amigo que ignoro: lo veía y estaba muy cambiado. Muy cambiado y muy triste.
Su rostro estaba cruzado por la pesadumbre, por la enfermedad, quizás por la
culpa. Tenía la mano derecha dentro del saco. No podía verle la mano que
ocultaba el lado del corazón. Entonces lo abracé, sentí que necesitaba que lo
ayudara: "Pero mi pobre amigo", le dije, ¿"qué te ha pasado? ¡Qué
cambiado estás!" Me respondió: "Sí, estoy muy cambiado." Lentamente
fue sacando la mano. Pude ver que era la garra de un pájaro.»
Hasta que no se revela lo que se ha escondido, la historia es apenas
el relato de un encuentro, melancólico y trivial, entre dos amigos. Pero luego,
con un gesto, todo cambia y se acelera y se vuelve nítido.
Por supuesto lo extraño es que el hombre tenga desde el principio la
mano escondida. Que tenga una garra de
pájaro y que Borges en el sueño vea recién al final lo terrible del cambio, lo
terrible de su desdicha, ya que está convirtiéndose en un pájaro.
El argumento, en un instante, gira y encuentra su forma, el relato
está en esa mano que está oculta. La forma se condensa en una imagen que
prefigura la historia completa.
Hay algo en el final que estaba en el origen y el arte de narrar
consiste en postergarlo, mantenerlo en secreto y hacerlo ver cuando nadie lo
espera. Kafka tiene razón: el comienzo de un relato todavía incierto e
impreciso, se anuda sin embargo en un punto que concentra lo que está por
venir.
Borges en un momento de su conferencia sobre Nathaniel Hawthorne, en
1949, narra el núcleo primero de un cuento antes de que el argumento se
desarrolle y cobre vida (como Kafka quería).
«Su muerte fue
tranquila y misteriosa, pues ocurrió en el sueño. Nada nos veda imaginar que
murió soñando y hasta podemos inventar la historia que soñaba —la última de una
serie infinita— y de qué manera la coronó o la borró la muerte. Algún día,
acaso, la escribiré y trataré de rescatar con un cuento aceptable esta
deficiente y harta digresiva lección.»
Ese cuento por supuesto fue «El Sur», y para escribirlo (en 1953)
Borges tuvo que inclinarse sobre esa microscópica trama inicial e inferir de
ahí la vida de Dahlmann que, en el momento de morir de una septicemia en un hospital,
sueña una muerte feliz, a cielo abierto. Tuvo, quiero decir, que imaginar la
vivida escena en la que el tímido y gentil bibliotecario Juan Dahlmann empuña
el cuchillo que acaso no sabrá manejar y sale a la llanura.
La idea de un final abierto que es como un sueño, como un resto que se
agrega a la historia y la cierra, está en varios cuentos de Borges y la forma
se percibe claramente cuando se analiza el final de una historia que es el
modelo ejemplar de cierre para Borges, el cierre de la literatura argentina,
podríamos decir. Me refiero al final de El
gaucho Martín Fierro. Es una escena que
Borges ha contado y vuelto contar varias veces (sería mejor decir recitado y
citado en distintas ocasiones). Dice, como todos sabemos, así:
Cruz y
Fierro de una estancia
una
tropilla se arriaron
por
delante se la echaron
como
criollos entendidos
y pronto
sin ser sentidos
por la
frontera cruzaron.
Y cuando
la habían pasao
una
madrugada clara
le dijo Cruz
que mirara
las
últimas poblaciones
y a
Fierro dos lagrimones
le
rodaron por la cara.
La obra se cierra con dos figuras que se alejan y que se borran rumbo
a un incierto porvenir. Y esas dos lágrimas silenciosas lloradas en el alba, al
emprender la travesía tierra adentro, impresionan más que una queja y son una
cifra de la pérdida y del fin de la historia. Junto a la estampa inolvidable de
esos dos gauchos que al amanecer se pierden en la lejanía, la clave de ese final
es la aparición de un narrador que estaba oculto en el lenguaje.
Todo el poema ha sido narrado por Martín Fierro, como una suerte de
autobiografía popular, pero de pronto, en el cierre, surge otro; alguien que ha
sido en verdad el que ha contado esa historia y que ha estado ahí, desde el principio.
La voz que distancia y cierra el relato es la marca que, en la forma,
permite el cruce final. Se queda de este lado de la frontera y ellos se van.
Y
siguiendo el fiel del rumbo,
se entraron
en el desierto,
no sé si
los habrán muerto
en alguna
correría
pero
espero que algún día
sabré de
ellos algo cierto.
Y ya con
estas noticias
mi
relación acabé,
por ser
ciertas las conté,
todas las
desgracias dichas:
es un
telar de desdichas
cada
gaucho que usté ve.
La irrupción del sujeto que ha construido la intriga define uno de los
grandes sistemas de cierre en la ficción de Borges.
Voy a usar el ejemplo de dos relatos que ya he citado: en «La muerte y
la brújula» en el momento en que el argumento se está por duplicar, cuando
Lönnrot cruza el límite que divide la trama y va hacia el sur y hacia la
muerte, surge de pronto, como un fantasma, la voz del que ha narrado invisible
la historia.
«Al sur de la ciudad
de mi cuento fluye un riachuelo de aguas barrosas, infamados de curtiembre y de
basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo
barcelonés, medran los pistoleros.
Lönnrot sonrió al
pensar que el más afamado —Red Scharlach— hubiera dado cualquier cosa por
conocer esa clandestina visita...»
El que narra está por abandonar a Lönnrot a su suerte prepara de ese
modo taimado y fraudulento la irrupción final e insospechada de Scharlach el
Dandy. El que narra dice la verdad. Lönnrot tiene ahí la clave del enigma pero
la entiende al revés y el narrador indiferente lo mira desviarse y seguir
obstinado hacia la muerte.
«Lönnrot consideró la
remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después la
desechó...»
En «Emma Zunz» hay una escena vertiginosa donde la historia cambia y
es otra, más antigua y más enigmática. Emma le entrega su cuerpo a un
desconocido para vengarse del hombre que ha infamado a su padre y en ese
momento extraordinario en el que toda la trama se anuda, el que narra irrumpe
en el relato para hacer ver que hay otra historia en la historia y un nuevo
sentido, a la vez nítido e inconcebible, para la atribulada comprensión de Emma
Zunz.
«En aquel tiempo
fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas, ¿Pensó
Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para
mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito.
Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa
horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió
enseguida en el vértigo.»
Esa estructura de caleidoscopio y de doble fondo se sostiene sobre una
pequeña maquinación imperceptible: la
íntima voz que (como en el poema de Hernández) ha marcado el tono y el registro
verbal de la historia se identifica y se hace ver y define desde afuera el
relato y lo cierra.
Su entrada es la condición del final; es el que ha urdido la intriga y
está del otro lado de la frontera, más allá del círculo cerrado de la historia.
Su aparición, siempre artificial y compleja, invierte el significado de la
intriga y produce un efecto de paradoja y de complot.
Parte de la extraordinaria concentración de las pequeñas máquinas
narrativas de Borges obedece a ese doble recorrido de una trama común que se
une en un punto. Ese nudo ciego conduce al descubrimiento de la enunciación. (A
la enunciación como descubrimiento y corte).
Si usamos la conocida metáfora del realismo, podríamos decir que hay
una fisura en la ventana que duplica y escinde lo que se ve del otro lado del
jardín. El gran vidrio está rajado y hay una luz en la casa y en el rombo de
los losanges, amarillos, rojos y verdes, se vislumbra la vaga sombra de un
rostro.
Comprendemos que hay otro que estaba ahí desde el principio y que es
él quien ha definido los hechos del mundo, «Las ruinas circulares» es una
versión temática de este procedimiento: el que sueña ha sido soñado y ese descubrimiento
ya es clásico en la obra de Borges...
La epifanía está basada en el carácter cerrado de la forma; una nueva
realidad es descubierta, pero el efecto de distanciamiento opera dentro del
cuento, no por medio de él. En Borges asistimos a una revelación que es parte de
la trama. El extrañamiento, la ostranenie,
la visión pura es interna a la estructura: «El
Aleph» es en este sentido un modelo ejemplar.
En ese universo en miniatura vemos un acontecimiento que se modifica y
se transforma. El cuento cuenta un cruce, un pasaje, es un experimento con el
marco y con la noción de límite.
Hay un mecanismo mínimo que se esconde en la textura de la historia y
es su borde y su centro invisible. Se trata de un procedimiento de
articulación, un levísimo engarce que cierra la doble realidad. La verdad de
una historia depende siempre de un argumento simétrico que se cuenta en
secreto. Concluir un relato es descubrir el punto de cruce que permite entrar
en la otra trama.
Ése es el puente que hubiera buscado Borges si hubiera tenido que
contar la historia de Chuang Tzu. En principio hubiera corregido el relato, con
un toque preciso y técnico se hubiera apropiado de la intriga y hubiera
inventado otra versión, sin preocuparse por la fidelidad al original (y si lo
han visto traducir a Borges sabrán lo que quiero decir). Un cangrejo es
demasiado visible y demasiado lento para la velocidad de esta historia, hubiera
pensado Borges, y lo habría cambiado, primero por un pájaro y luego, en la
versión definitiva, por una mariposa. «Chuang Tzu (hubiera escrito Borges)
dibujó una mariposa, la mariposa más perfecta que jamás se hubiera visto.»
El aletear frágil de la mariposa fija la fugacidad de la historia y su
movimiento invisible. Borges hubiera entrevisto, en ese latido lateral, la luz
de otro universo. La mariposa lo hubiera llevado al sueño de Chuang Tzu. Ustedes
lo recuerdan:
«Chuang Tzu soñó que
era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado que
era una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.»
Borges tendría dos historias y podría entonces empezar a escribir un
relato. Pero ¿cuál es la historia secreta? Es decir, ¿dónde concluir? Si está
primero la historia del sueño entonces el cuadro, decide su sentido y corta la
ambigüedad. Chuang Tzu sueña una mariposa y luego la pinta. Pero ¿qué sucede (hubiera
pensado Borges) si invierto el orden? Chuang Tzu pinta la mariposa y luego
sueña y no sabe al despertar si es un hombre que ha soñado ser una mariposa o
una mariposa que ahora sueña que es un hombre. De ese modo la historia del
cuadro —a la manera de la metamorfosis de Kafka pero también a la manera del
retrato de Dorian Grey de Oscar Wilde- es la historia de una mutación y de un
destino.
El cuadro es un espejo de lo que está por suceder y es el anuncio de
un cambio aterrador. Chuang Tzu tarda y posterga porque siente o alucina que se
transforma en lo que quiere pintar.
Borges hubiera concluido el relato con una meditación sobre la
vastedad de la experiencia y sobre los círculos del tiempo. Cito a Borges
ahora, de su conferencia sobre Hernández:
«Es fama que le preguntaron a Whistler cuánto tiempo le había llevado
pintar uno de sus nocturnos y que respondió: Toda
mi vida.»
Y toda mi vida debe entenderse de modo literal: ha dado su vida, la
entregó a cambio de la obra y se ha convertido en el objeto que intentó
representar.
El arte de narrar es un arte de la duplicación; es el arte de
presentir lo inesperado; de saber esperar lo que viene, nítido, invisible, como
la silueta de una mariposa contra la tela vacía. Sorpresas, epifanías,
visiones. En la experiencia siempre renovada de esa revelación que es la forma,
la literatura tiene, como siempre, mucho que enseñarnos sobre la vida.
Formas breves
Ricardo Piglia
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