El cuento del uno al
diez
Andrés Neuman
1.
¿Por qué nos gusta el pez globo?
Cuando el poeta japonés
Daibai empezó a componer haikus, sus antiguos compañeros de estudio le
reprocharon tan sucinta elección, ya que hubieran esperado de él que demostrase
su talento en géneros de mayor enjundia. Daibai no les contestó con un ensayo
sino, naturalmente, con un haiku:
No se puede explicar
el sabor del pez globo
a quien no lo ha probado.
El pez globo o fugu se considera una exquisitez, pero para cualquier comensal ajeno a su
tradición no valdrá la pena probarlo: si al cocinarlo no se le extrae el veneno
con toda precisión, puede ser letal. Es comprensible la emoción del que se
lanza a degustarlo y su euforia cuando más tarde, si ha tenido suerte, puede
contar la historia. Pero también son lógicos los reparos de quienes excluyen
este sutil bocado de su dieta, preguntándose si de verdad tiene sentido jugarse
la memoria en un instante. Con el cuento sucede lo mismo. Hay narradores que
morirían por el filo de una breve historia, por el suspiro de una contracción perfecta.
Otros narradores prefieren entregar la salud poco a poco, poniendo a prueba su resistencia
en una artesanía de largo aliento. Daibai murió en 1841, al mismo tiempo que
Poe escribía “Los crímenes de la calle Morgue”. No nos consta que la culpa la
tuviera un pez globo.
El cuento no es difícil.
Pese a la buena intención de quienes –en parte para resarcirlo de su
inferioridad comercial– mitifican su complejidad técnica, cualquier cuentista
sabe que muchos relatos breves pueden escribirse de una sentada y sin excesivo
esfuerzo. El cuento no es difícil, sino peligroso. Y en ese riesgo reside su
sigiloso arte. Como alguna vez ha señalado Mercedes Abad, un relato corto no
tiene rectificación. No es que cueste trabajo llegar al final.
Es sencillamente que, si en el camino se ha dado
algún mal paso, ya no hay nada que hacer: la historia llegará muerta a la meta.
Por supuesto, en el borrador de un cuento pueden corregirse multitud de
detalles y el estilo debe ser minuciosa, obsesivamente pulido. Pero, por lo
general, la pieza entera se salva o no se salva. En eso no hay matices ni
mejoras progresivas. La escritura de un
cuento es tan drástica como la cocción de un pez globo: si el breve y elemental
proceso no sale bien, mejor despedirse del asunto. En el cuento está prohibido
equivocarse. Y sin embargo nosotros, que somos tan falibles, no podemos
resistirnos. La tentación es grande.
El buen sabor de terminar un cuento sólo es
comparable al fatal veneno de empezarlo mal. La pequeña receta es arriesgada.
La recompensa ambigua, apenas perceptible, es seguir aquí: casi en el mismo
lugar donde estábamos.
2. La habitación del
cuento
Una de las formas más
seguras de aburrirse es ponerse a discutir si la novela es superior al cuento
(porque vende más, porque cuesta más trabajo terminar de escribirla, porque es
más accesible para el gran público, porque retrata a su sociedad, porque se
paga mejor, porque así es el mercado, porque así es la vida, porque sí…) o si
por el contrario, en un acto de vengativa aristocracia, el cuento nos parece un
género cumbre (porque vende menos, porque es más artístico, porque le exige más
al lector, porque atraviesa todas las épocas, porque se paga mal, porque
desconcierta al marketing, porque Borges nunca publicó novelas…).
Pero nosotros preferimos no
aburrirnos, ¿verdad?
Así que vayamos
directamente al grano: ¿es el cuento un género específico y autónomo? ¿Tiene,
Virginia dixit, una habitación propia en la casa de la
literatura? A esta pregunta puede responderse de dos maneras: 1) de manera
militante; o 2) de manera honesta.
Militantemente, a la defensiva de ciertos
prejuicios basados en el absurdo prestigio de la extensión por encima de la
intensidad, habría que insistir en que el cuento es una disciplina regida por
un pequeño pero rigurosísimo repertorio de principios técnicos. Y recordar que muchos
de los mejores cuentistas de la historia no estuvieron interesados en escribir
novelas o lo hicieron sin gracia, como Poe, Quiroga, Chejov, Arreola,
Felisberto Hernández, Flannery O’Connor, Cheever, Ribeyro, Monterroso y un
largo etcétera. Y concluir, por tanto, que el cuento es contemplable como forma
literaria específica e independiente de los otros géneros.
Ahora bien, siendo francos,
sería justo reconocer por ejemplo que el cuento debe parte de su magia a la
poesía. Un relato breve es una feliz intersección entre lo poético y lo narrativo.
Su bendita densidad está en deuda con el resto de subgéneros sintéticos: la
fábula, el ejemplo, el apotegma, el aforismo, el epitafio. Por lo demás, y no
viene mal recordarlo, casi todos los grandes cuentistas provienen del verso
(desde Poe a Carver, pasando por Borges o incluso Cortázar). Tampoco nos queda
otro remedio que admitir que de Faulkner a García Márquez, de Kafka a Bolaño,
muchas historias nacieron cuento y terminaron novela. Como ocurre en Rayuela o Los detectives salvajes, por no hablar del Decamerón,
Las mil y una noches
o incluso (ay) el Quijote, la cuerda de muchas grandes novelas se ha
obtenido haciendo nudos con buenos cuentos. Lo cual, bien mirado, no
desacredita al género sino todo lo contrario: el cuento puede vivir sin la
novela, pero quizá no viceversa. Ello no quiere decir que la costumbre del
relato breve determine el estilo de un autor, porque en algunos el estilo está
por encima de los géneros: El proceso de
Kafka, como novela, no difiere sustancialmente del relato largo La metamorfosis ni de los microcuentos de Las contemplaciones. Borges tampoco parecía sufrir ningún trastorno
de importancia al pasar del poema reflexivo al ensayo, o del ensayo al cuento
metaliterario. El cuento es un huésped lujoso, pero no exactamente el dueño de su habitación.
3.
La cuerda de Baudelaire
Tal vez al cuento le suceda
como a la modernidad, que según Baudelaire tiene una mitad eterna y otra mitad
cambiante. A lo mejor el cuento sea una cuerda con un extremo clásico (que tira
del texto exigiéndole formas cerradas) y otro extremo insurrecto (que lo fuerza
a experimentar). Por eso, para que se mantenga siempre tenso, hace falta una
fuerza equivalente a cada lado. Es fácil que hoy un cuento quede flojo si su
autor se afana demasiado en redondearlo: después de siglo y medio de relatos
con estructuras simétricas, la perfección parece haber cambiado de paradigma.
Sin embargo, un exceso de dispersión o de desorden también podría resultar
contraproducente, y nos dejaría con la sensación de que el cuento no ha quedado
lo bastante tirante como para resistir la sacudida de una lectura súbita.
4.
El cuento necesita un fisioterapeuta
De tanto estirar los polos
del género, la consecuencia natural no podía ser otra que la tensión. Si uno se
pone a repasar ensayos y definiciones, tiene la impresión de que el cuento y la
tensión se comportan como una pareja de hecho: todo el mundo los ve juntos,
aunque no se sabe hasta qué punto su unión es formal. Parece claro que el
cuento no es capaz de existir relajado. Estamos de acuerdo. Y ya que estamos,
¿qué demonios es la tensión?
Aunque no sea fácil
definirla, creo que esa dificultad se debe en parte a que solemos mencionar la
tensión para referirnos a cosas distintas. Por eso tal vez sería útil
distinguir diferentes tipos de tensión. Si el cuento fuera un cuerpo –que lo
es–, al ponerlo sobre la camilla se le podrían localizar al menos cuatro puntos
tensos.
La primera tensión, la más
evidente, es la argumental. Me atrevería a decir que se trata de la más ajena
al género breve, o la menos intrínseca. Muchos identifican la tensión con el planteamiento
de una situación que por sí misma resulte inquietante, incómoda o peligrosa. Una
de esas situaciones que, vividas en carne propia, bastarían literalmente para
tensarnos. El mecanismo es simple: aquí la tensión muscular del cuento se ve
potenciada por el propio ejercicio que realiza el personaje. Valdría como
ejemplo una buena historia de terror, de enigmas policíacos o de violencia. Se
me ocurren algunas de Chesterton, Conrad, Maupassant o Bukowski. Aunque no sea
un recurso en absoluto desdeñable, se trata de un factor que, desde el punto de
vista técnico, nos revela poco del funcionamiento interior de un cuento.
Más privativa del género es
la tensión formal o estilística. Aquí el foco de tensión queda prodigiosamente
desplazado, con independencia del argumento, hacia las torsiones de la
sintaxis, la respiración de las puntuaciones, la inclinación de los adjetivos.
Quizá sea este factor concreto el que emparenta al cuento con el poema, como se
ha dicho tantas veces: no olvidemos que las más famosas sentencias sobre el
cuento, las de Poe en la Filosofía de la composición, fueron expresadas a propósito de la poesía y en comparación con
ésta. Algunos ejemplos insignes de la tensión estilística podrían ser el
supremo Borges, el preciosista Arreola, la elástica Flannery O’Connor, el
sensual Bruno Schulz, la imprevisible Clarice Lispector.
Otra clase de tensión, no
necesariamente vinculada a la anterior, es la tensión estructural. Se refiere a
la organización del relato y a los escorzos de la trama. Esta estrategia, como
las otras, no es exclusiva del relato breve. Sin embargo, en combinación con la
radical brevedad del cuento, la tensión estructural provoca por ejemplo que un
montaje a saltos –algo asumible e incluso natural en una novela– nos depare una
lectura particularmente vertiginosa. O que una narración polifónica, contenida
en pocas páginas, pueda tener un efecto caótico, en carrusel. Cosas parecidas
suceden en algunos relatos de Coover, en otros de Manganelli o Buzzati, en los
más experimentales de Cortázar.
La cuarta tensión que
podría señalarse con claridad es la atmosférica. Prefiero hablar de atmósferas
que de climas, porque además de ser un vocablo mucho más específico y acotado
(todo clima implica una atmósfera pero también una temperatura, una humedad, etcétera)
la atmósfera del aire se comporta igual que un relato tenso: se carga de
presión, va acumulando peso y electricidad, anuncia una descarga, nos hace
levantar la vista con inquietud. La sencilla definición de Carver sigue
pareciéndome la más atinada en este sentido: la tensión es el sentimiento de
que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y
prestas a despertar. Es decir, se trata de un poder de inminencia. Casi igual
de carveriana es la cuarta acepción de atmósfera que
ofrece el diccionario académico, y que resulta perfectamente aplicable a la
narrativa: « prevención o inclinación de los ánimos ».
Así se explica que, en ese
inclinado juego de nervios, no importe tanto lo que sucede como lo que parezca que puede suceder. Por eso aquel principio de la escopeta
de Chejov (la presencia notoria de cualquier elemento deberá cumplir alguna
función concreta en el relato; por ejemplo, una escopeta colgada en la pared
terminará disparándose) es muy relativo. Como bien sabía su autor, la inmovilidad
también es una función, y por cierto la más tensa de todas: una evidente
escopeta que no se disparase jamás sería un potente recurso. En física, las atmósferas
son las unidades de tensión o presión ejercida a nivel del mar. Un cuento tenso
sería aquel que hiciera recaer sobre el cuerpo tendido y cómodo del lector un
mayor número de atmósferas, hasta hacerlo sentirse aplastado. Además de Chejov
o Carver, se me ocurre el ejemplo de Djuna Barnes. O de Kafka, siempre
oscilando entre la tensión atmosférica y una extraña, seca contractura
estilística.
Como es natural, estas
divisiones son transversales y puramente metodológicas. Igual que en Kafka (o
en su versión castellana, Virgilio Piñera), no sólo es posible sino frecuente que
un mismo texto combine distintas clases de tensión. De hecho, los cuentos más
tensos no suelen apoyarse en un solo punto de contractura. Pienso en los
relatos más logrados de Quiroga, cuya tensión afecta al orden argumental tanto
como al atmosférico, maniobra que consigue que el lector comience interesado
por la fuerza de la historia y termine siguiendo ansiosamente el estado de
ánimo del personaje. Lo mismo puede decirse de las historias de Poe. O de Henry
James, cuyas historias reúnen dos fantasmagorías: las sobrenaturales de los acontecimientos
y las psicológicas, más naturales y mucho más terribles. Podría mencionarse también
a Onetti, cuyos cuentos tienen una extraordinaria virtud: la tensión –incluso
la enfermedad– del estilo es equivalente a la psíquica. Por último, si “Los
asesinos” de Hemingway es un relato mil veces elogiado, pienso que se debe a
que su tensión es total, completa, simultánea: su argumento es policíaco, su
estilo es brusco, su estructura es interrupta, su atmósfera amenazante.
5.
La unidad se distrae
Hablábamos al principio de
la conveniencia de ir al grano. Y, en cierto modo, en eso consiste el cuento.
Pero este austero principio también puede generar malentendidos.
En términos cuentísticos,
ir al grano no significa tanto ser concreto como ser preciso. El matiz me
parece importante: la exigencia de concreción puede volverse represora, coartar
el ritmo pausado o la inventiva de una narración determinada. La precisión, en
cambio, está en la esencia del cuento: un cuentista puede ser elusivo, pero
nunca vago. Puede ser todo lo ambiguo que quiera, pero no impreciso. Por muchos
rodeos que se den, esos rodeos han de ser nítidos. En definitiva, cambiar de
dirección no es lo mismo que extraviarse.
Además de elegir la
expresión más certera en cada caso, ser preciso implica seleccionar los
materiales y cribarlos al máximo. Si está bien ir al grano, tampoco puede haber
demasiados granos. Un cuento avanza enhebrando puntos más o menos distantes
entre sí, y a veces basta con un par de agujas para que el hilo quede tenso.
Por eso puede ser contraproducente desarrollar mucho la acción: en lugar de
fortalecida, la narración puede quedar ahogada, hecha una maraña de puntos de
partida.
En el fondo de estas
consideraciones late un concepto histórico tan crucial como malinterpretado: la
unidad de efecto o impresión, explicada por Poe en su célebre ensayo sobre la
composición y en su análisis de los cuentos de Hawthorne. En aquellas páginas
Poe hablaba de la elección de un determinado efecto, de su premeditación y su
carácter central en el desarrollo de un cuento. Hablaba, en definitiva, de la
existencia de un punto de fuga. Ahora bien, esta condición narrativa –se esté o
no de acuerdo con ella– exigía muchos menos sacrificios de los que suele
pensarse. En la teoría literaria se ha tendido a hacer una lectura más bien
estrecha de este consejo, lo cual es menos culpa del simulacro científico de
Poe que del apresuramiento de sus hermeneutas. De allí nacería aquel discutible
adagio de que el cuento debe ser circular, perfecto como una esfera, exacto
como un mecanismo de relojería, etcétera. ¿Por qué iba a vivir el cuento tan
constreñido? ¿Dónde quedaría espacio para la improvisación o la creatividad
dentro del engranaje de un reloj? Pero la dichosa unidad de efecto no significa
que todos los elementos de un relato deban converger matemáticamente en un
mismo punto: las divergencias y los rodeos, siempre que sepan dosificarse,
también refuerzan el núcleo de una narración. En un cuadro clásico, el punto de
fuga no impone una simetría forzada a cada línea sino que simplemente establece
diferencias entre los niveles, organiza los planos. De igual forma, la
contundencia de un cuento no depende de la absoluta soberanía del plano
principal, sino de la armonía y claridad con que se relacionen los distintos planos.
En este sentido, creo que la unidad de efecto tiene más utilidad como criterio
de corrección de un borrador que como patrón de escritura.
En realidad, la unidad de
efecto de Poe admitía las divergencias incluso en su formulación original: « no
debería haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se aplicase al designio preestablecido ». Por
alguna razón, casi todos los comentaristas se olvidaron de la parte indirecta,
que es la que permite que un cuento pueda ser rico, ambiguo y sugestivo, además
de eficaz.
Lo más sorprendente de todo
es que, leído sin prejuicios, Poe tendía a ser un cuentista bastante digresivo.
Repasando sus cuentos se hace patente que, lejos de ir directamente al grano,
los narradores de Poe monologan durante un buen rato, acometen un moroso (y en
muchas ocasiones retórico) preámbulo acerca de su personalidad, su
circunstancia o el asunto que van a tratar, y sólo entonces arranca la anécdota
propiamente dicha. Sin embargo, y pienso que este era el espíritu de la unidad
de efecto, las digresiones de Poe preparan –acotan– el terreno anímico del cuento.
Es decir, esos rodeos no son ajenos al propósito central; son parte de su
efecto. Una digresión no representa necesariamente un desvío. ¿Qué es la
sugerencia, sino una distracción calculada? Si se tratara sólo de ser lo más
concreto, directo y sintético posible, entonces las elipsis serían un obstáculo
en el desarrollo del cuento, una pérdida de tiempo. Nada más lejos de la
experiencia plena, múltiple y fascinante de un buen cuento.
6.
¿Cómo apretar un diamante?
Sea lo que sea un cuento
breve, lo único seguro es que no se comporta como un relato extenso comprimido. Eso sería tan absurdo como explicar el arte de
la orfebrería reduciendo a escala los principios de la arquitectura. Al cuento,
demasiadas veces, se lo analiza con el microscopio equivocado. Es decir, con
parámetros procedentes de la novelística: que si la originalidad del argumento,
que si la hondura de los personajes, que si la unidad estructural del libro…
Pero un diamante no es otra cosa reducida.
El diamante es una realidad valiosa que empieza y acaba en sí misma, un objeto
final.
La brevedad no es un
fenómeno de escalas. La brevedad inventa sus propias estructuras. Por eso
pienso que, para juzgar técnicamente un cuento, habría que fijarse sobre todo
en la manera en que el cuentista ha conseguido representar el espacio dentro de
un molde minúsculo, y en cómo ha resumido el tiempo ficcional en unos pocos
minutos reales. Es decir, en cuánta intensidad por línea cuadrada se ha
obtenido. Eso nos daría una idea de los quilates del cuento que leemos.
7.
Hemingway insiste
No es extraño que el
principio del iceberg de Hemingway suela considerarse sólo a medias: esa es la
principal propiedad (y la trampa) de las masas de hielo a las que alude. Sin embargo,
para que este procedimiento tenga sentido, no debería descuidarse la particular
relación entre la parte sumergida y la parte que flota. El cuentista no puede
contentarse ocultando las consabidas siete octavas partes de su historia. Es
preciso que, además, cada silencio refuerce lo sí dicho. Cada centímetro de narración que se escatime debería servir
para destacar el perfil del material visible, verbalizado. No siempre menos es
más: puede darse perfectamente el caso de que, a fuerza de restar, un relato
quede anémico. A despecho de los imitadores de cierta tradición estadounidense,
no por mucho callar se sugiere más temprano.
Igual que las personas, los
cuentos tienen un peso mínimo para estar saludables. Por debajo de ese peso, su
voz puede quebrarse y resultar inaudible para los demás. Cuando el iceberg se sumerge
demasiado, del cuento sólo quedan unas leves ondas en la superficie. Ese es el motivo
de que a veces, como decimos literalmente, un cuento no nos diga nada.
Manoseado hasta derretirse,
el principio del iceberg es peligrosísimo. Sin duda atrae a los lectores
inteligentes. Pero también tienta a los narradores que se pasan de listos.
8.
Apología del vericueto
El final no es lo mismo que
la resolución: toda historia tiene un final, pero no todas las historias se
resuelven. Para un cuentista, al contrario que para un novelista, la máxima preocupación
es el final y no la resolución. Es decir, cuál y cómo será la última escena o
la última imagen, independientemente de si con ella el argumento llega a alguna
parte. Si el final es convincente, poco importará la resolución.
En Obabakoak de Bernardo Atxaga, un personaje formula un
principio conocido e indiscutible: « A mí me parece que un buen final es
imprescindible ». Pero luego añade: « Un
final que sea consecuencia de todo lo anterior y algo más ». Eso quizá
ya no sea tan indiscutible. Un buen final, un final seductor, puede ser algo menos que la consecuencia de lo anterior. O sea, puede
no responder del todo a la lógica interna de lo narrado, defraudando la ley de
causa–efecto. En esa falta, en este perdido trozo de línea recta, puede residir
el verdadero encanto de un final.
Aunque la idea de que un
buen final debe desprenderse del propio desarrollo de la historia suele
esgrimirse como método para evaluar si una sorpresa es natural o forzada, resulta
interesante la aplicación opuesta de esta idea. Es decir: si debería
desprenderse del desarrollo anterior, entonces un final absolutamente
previsible, sin sorpresas, fatal, sería el final perfecto.
Y en ocasiones lo es. Por otra parte, lejos de parecernos lógicas, las más rigurosas
consecuencias de lo narrado pueden llegar a antojársenos insólitas y
retorcidas, como ocurre en “Los crímenes de la calle Morgue”.
Teresa Imízcoz señala con
perspicacia que algunos narradores recurren al final abierto cuando no saben
cómo terminar su historia. Cierto. ¿Es eso necesariamente negativo? ¿No es posible
–y hasta frecuente– que, gracias a la ausencia de resolución en un determinado
final, el lector reflexivo dé con una solución e imagine el cierre perfecto?
¿No sería eso mucho mejor que tratar de cerrar la historia en falso? Por lo
demás, la idea de que un narrador sepa cómo termina exactamente su relato pero prefiera
no decirlo, implicaría un concepto casi didáctico del narrar (ejercicio: que
los lectores deduzcan lo que yo ya he deducido). Lo cual también podría
discutirse.
Acaso las epifanías más
potentes se produzcan cuando los finales son un verdadero misterio, en lugar de
una didáctica adivinanza. ¿Por qué el autor ha de dominar por completo, como si
le perteneciera, el mundo que ha creado? En su prefacio al Cementerio marino (prefacio que en cierta forma es la versión
contemporánea de la Filosofía de la
composición de Poe), Valéry observó con
hondura que si el autor está demasiado seguro de lo que quiso hacer, ese
conocimiento le enturbiará gravemente la percepción de lo que ha hecho en realidad.
Trasladando esta idea a los finales, si un cuentista cree saber con absoluta
certeza cómo se resuelve su historia, es probable que no sea capaz de ver todas
las posibilidades y derivaciones del final que él mismo ha concebido.
A propósito de los finales
cerrados, Pere Calders declaró: « la llamada literatura realista exige una
lógica con comienzo, trama y desenlace concreto, sin fisuras. Por más que se
diga, es una especie de misión imposible, porque en los vericuetos de la vida
cada episodio que se cierra significa que acto seguido empieza otro ». Visto
así el cuento (y vista así la vida), un final demasiado cerrado sería una
paradoja o una impostura.
9.
El cuento como poema de andar por casa
Una consideración quizá más
personal. Así como el relato clásico con final sorpresa predominó durante un
siglo (y hoy se sigue practicando con bastante asiduidad), a partir de la Generación
Perdida y sobre todo tras el refuerzo inestimable de Carver se propagó como la fiebre
un cierto tipo de relatos silenciosos: historias minuciosamente anodinas, de
calculada rutina, cuyas variantes no son lo que se dice infinitas. Quizá por
eso hoy uno intuya más desafíos expresivos, más campo libre en los cuentos
poemáticos. Esto es, en hacer con la prosa del cuento lo que muchas veces la
poesía, abrumada por su propia forma y sus códigos de prestigio, no se atreve a
hacer.
Por supuesto, este tipo de
cuentos también tiene su tradición, aunque bastante menos frecuentada que las
otras. La manera poemática de entender la prosa narrativa arrancó en Baudelaire;
vivió un cierto auge durante el modernismo hispánico, cuando la barrera entre prosa
y poema quedó difuminada; y alcanzó una cima en algunos autores laterales del boom hispanoamericano como Arreola, Rulfo, Donoso o Roa Bastos.
Retomando la teoría de los
dos polos simultáneos, la premisa de los cuentos poemáticos sería no separar
narratividad y experimentación formal. Aunar conflicto fuerte e inquietud
lingüística, sin subordinar jamás uno a otro. Es decir, evitando un lenguaje meramente
funcional y sometido al argumento, pero también los lucimientos retóricos que minimicen
la historia que se cuenta. Lo dijo Novalis y uno no va a discutirlo: « cuando
los cuentos y los poemas adquieren la dignidad de historia universal, una sola
palabra secreta basta para dispersar al viento el mundo al revés ».
10.
¿Y el silencio?
Y el silencio –esa
coquetería narrativa– se lo dejamos al viejo Hemingway, que además de barbudo y
borracho era coqueto.
Sobre
el autor:
Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) vive en
Granada, en cuya universidad se licenció en Filología Hispánica e impartió
clases de literatura hispanoamericana. Su primera novela, Bariloche (Anagrama, 1999), fue elegida entre las mejores
del año por El Cultural de El Mundo. Su segunda novela, La vida en las ventanas (Espasa, 2002), fue Finalista del Premio
Primavera. La tercera, Una vez Argentina (Anagrama, 2003), resultó Finalista del Premio Herralde. Es autor
de los libros de cuentos El que espera (Anagrama,
2000), El último minuto (Espasa, 2001) y Alumbramiento (Páginas de Espuma, 2006). Ha publicado los
poemarios Métodos de la noche (Hiperión, 1998), El jugador de billar (Pre-Textos, 2000), El tobogán (Hiperión, 2002, Premio Hiperión) y La canción del antílope (Pre-Textos, 2003). Es también autor de los
haikus Gotas negras (Plurabelle, 2003), del libro de aforismos y ensayos
literarios El equilibrista (Acantilado, 2005), traductor del Viaje de invierno de Wilhelm Müller (Acantilado, 2003) y
coordinador de Pequeñas
resistencias, tetralogía sobre el
cuento actual en castellano editada por Páginas de Espuma. Colaborador habitual
en medios españoles y latinoamericanos, su página web puede consultarse en http://www.andresneuman.com.
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