SOBRE EL ESTILO (1965)
(“On Style”)
(“On Style”)
Susan Sontag (1933 - 2004)
Sería
ardua tarea, en nuestros días, descubrir algún crítico literario afamado a
quien no le importase que le cogieran defendiendo como idea la
antigua oposición entre estilo y contenido. En este punto, prevalece una
conformidad beata. Todos se apresuran a declarar que estilo y contenido son
inseparables, que el estilo personal característico de un autor importante
constituye un aspecto orgánico de su obra, y nunca es algo puramente
“decorativo”.
Y sin embargo, en la práctica de la crítica esta vieja antítesis perdura,
virtualmente inatacada. La casi totalidad de estos mismos críticos que, de
paso, rechazan la idea de que el estilo es accesorio al contenido, mantiene la
dicotomía a la hora de aplicarse a obras literarias concretas. Después de todo,
no resulta tan fácil liberarse de una distinción que en la práctica sostiene la
estructura del discurso crítico, y sirve para perpetuar determinadas
aspiraciones intelectuales y determinados intereses creados que, ellos sí,
continúan intactos y que no cederían fácilmente sin un sustituto funcional
completamente articulado.
En realidad, referirse al estilo de una novela o un poema determinados
simplemente como “estilo”, sin implicar, de manera voluntaria o no, que el
estilo es algo meramente decorativo, accesorio, resulta en extremo difícil.
Sencillamente porque, al manejar este concepto, se está casi en la obligación
de invocar, aun implícitamente, la antítesis entre estilo y algo más. Pero
muchos críticos, al parecer, no lo advierten así. Se creen lo bastante
respaldados por un rechazo teórico de la noción vulgar según la cual el estilo
trasciende del contenido, mientras sus juicios continúan reforzando
precisamente lo que, en el plano teórico, se apresuran a negar.
La
frecuencia con que son defendidas, como buenas, obras de arte, ciertamente muy
respetables, aunque en ellas se advierta que su mal llamado estilo es crudo o poco
pulido, es un síntoma más de la pervivencia en la práctica de la crítica, en
los juicios concretos, de la vieja dualidad. Otro síntoma es la frecuencia con
que un estilo muy complejo es considerado con una ambivalencia mal disimulada.
Escritores y artistas contemporáneos de un estilo intrincado, hermético y
exigente —por no hablar ya de “hermoso”— reciben su parte de ilimitadas
alabanzas. Y sin embargo, no se nos escapa que a menudo un estilo así solo
revela una cierta forma de insinceridad; prueba de la intrusión del artista en
sus materiales, a los que hubiera debido presentar en estado puro.
Whitman, en el prefacio a la edición de 1855 de Hojas de hierba,
expresa su disconformidad con el “estilo” que, en la mayoría de las artes desde
el siglo pasado, es una treta corriente, destinada a introducir un nuevo
vocabulario estilístico. “El mejor poeta tiende a preocuparse menos por el
estilo que por ser un libre canal para sí mismo”, lo que grandes y muy
amanerados poetas discuten. “A su arte le dice: no seré entrometido, no habrá
en mi escritura ninguna elegancia, efecto u originalidad que cuelgue entre mi
persona y los demás como un cortinaje. No colgaré nada, ni los cortinajes más
ricos. Lo que digo lo digo como precisamente es”.
Naturalmente, como todos saben, o pretenden saber, no existe un estilo neutro,
absolutamente transparente. Sartre ha mostrado en su excelente comentario
de El extranjero, cómo el célebre “estilo blanco” de la novela de
Camus —impersonal, expositivo, lúcido, rotundo— es a su vez vehículo de la
imagen del mundo de Meursault (como construida a partir de momentos absurdos,
fortuitos). Lo que Roland Barthes denomina “grado cero de la escritura”
resulta, precisamente por antimetafórico y deshumanizado, tan elaborado y
artificial como cualquier estilo tradicional de escritura. No obstante, la
noción de un arte transparente, sin estilo, es una de las más tenaces fantasías
de la cultura moderna. Críticos y artistas pretenden creer que es más difícil
privar al arte del artífice que, para una persona, perder la personalidad. Aun
así, la aspiración resiste, como una permanente disidencia del arte moderno,
con su vorágine de cambios de estilo.
Hablar
de estilo es una de las maneras de hablar de la totalidad de una obra de arte.
Como ocurre en todo discurso sobre totalidades, referirse al estilo exige
apoyarse en metáforas. Y las metáforas confunden.
Consideremos por ejemplo la muy material metáfora de Whitman. Al comparar el
estilo a un cortinaje, ha confundido evidentemente estilo con decoración, y
ello bastaría para convertirlo en blanco propicio de las censuras de una
mayoría de los críticos. Concebir el estilo como un apéndice decorativo de la
materia de la obra sugiere la posibilidad de apartar el cortinaje y revelar la
materia; o, modificando ligeramente la metáfora, la posibilidad de hacer
transparente el cortinaje. Pero no es esta la única implicación errónea de la
metáfora. La metáfora sugiere también que el estilo es cuestión de más o menos
(cantidad), de espesor o finura (densidad). Y aunque no resulte tan obvio, esto
es evidentemente tan falso como la fantasía de que el artista puede, en
principio, optar entre tener o no tener un estilo. El estilo no es
cuantitativo, sino en la medida en que es aditamento. Una convención
estilística más compleja —por ejemplo, una que llevara la prosa bastante más
allá de la dicción y las cadencias del habla ordinaria— no significaría “más”
estilo en la obra.
Es más: prácticamente todas las metáforas sobre el estilo acaban por situar la materia en lo interior, el estilo en lo exterior. Sería más acertado invertir la metáfora. La materia, el tema, está en el exterior; el estilo, en el interior. Como escribe Cocteau: “El estilo decorativo no ha existido nunca. El estilo es el alma y, por desgracia, en nosotros el alma asume la forma del cuerpo”. Aun cuando pretendiéramos definir el estilo como “manera de nuestra expresión”, ello no conduciría necesariamente a una oposición entre el estilo asumido y el “verdadero” ser propio. En realidad, semejante disyunción es extremadamente rara. En casi todos los casos, nuestra manera de expresarnos es nuestra manera de ser. La máscara es el rostro.
Es más: prácticamente todas las metáforas sobre el estilo acaban por situar la materia en lo interior, el estilo en lo exterior. Sería más acertado invertir la metáfora. La materia, el tema, está en el exterior; el estilo, en el interior. Como escribe Cocteau: “El estilo decorativo no ha existido nunca. El estilo es el alma y, por desgracia, en nosotros el alma asume la forma del cuerpo”. Aun cuando pretendiéramos definir el estilo como “manera de nuestra expresión”, ello no conduciría necesariamente a una oposición entre el estilo asumido y el “verdadero” ser propio. En realidad, semejante disyunción es extremadamente rara. En casi todos los casos, nuestra manera de expresarnos es nuestra manera de ser. La máscara es el rostro.
Sin embargo, me interesa aclarar que cuanto he dicho sobre metáforas peligrosas
no excluye el uso de metáforas limitadas y concretas para describir el impacto
de un determinado estilo. Parece inofensivo hablar de un estilo a partir de la
cruda terminología que se usa para describir sensaciones físicas y hablar de un
estilo “cargante”, o “pesado”, o “aburrido”, o “insulso” o, para utilizar la
imagen con que se suelen calificar algunos argumentos, “inconsistente”.
La antipatía respecto del “estilo” es siempre una antipatía respecto de un
estilo determinado. No existen obras sin estilo, sino, solamente, obras de arte
pertenecientes a tradiciones y concepciones estilísticas diferentes, más o
menos complejas.
Esto quiere decir que la noción de estilo, considerada genéricamente, tiene un significado específico, histórico. No se trata únicamente de que el estilo pertenezca a un tiempo y a un espacio, y de que nuestra percepción del estilo de una obra de arte determinada esté siempre marcada por una conciencia de la historicidad de la obra, de su lugar en una cronología. Es más: la posibilidad de diferenciar estilos es en sí misma un producto de la conciencia histórica. De no ser por la ruptura o por la experimentación con normas artísticas anteriores, ya conocidas, nunca podríamos reconocer el perfil de un nuevo estilo. Más todavía: la misma noción de “estilo” tiene que ser comprendida históricamente. La concepción del estilo como elemento problemático y aislable de una obra de arte ha surgido en el público de arte sólo en determinados momentos históricos, y ello como una fachada tras la cual se están debatiendo otras cuestiones, en último término, éticas y políticas. La idea de “tener un estilo” es una de las soluciones que han dado pie, intermitentemente desde el Renacimiento, a las crisis que han amenazado antiguos conceptos de verdad, de rectitud moral e incluso de naturalidad.
Esto quiere decir que la noción de estilo, considerada genéricamente, tiene un significado específico, histórico. No se trata únicamente de que el estilo pertenezca a un tiempo y a un espacio, y de que nuestra percepción del estilo de una obra de arte determinada esté siempre marcada por una conciencia de la historicidad de la obra, de su lugar en una cronología. Es más: la posibilidad de diferenciar estilos es en sí misma un producto de la conciencia histórica. De no ser por la ruptura o por la experimentación con normas artísticas anteriores, ya conocidas, nunca podríamos reconocer el perfil de un nuevo estilo. Más todavía: la misma noción de “estilo” tiene que ser comprendida históricamente. La concepción del estilo como elemento problemático y aislable de una obra de arte ha surgido en el público de arte sólo en determinados momentos históricos, y ello como una fachada tras la cual se están debatiendo otras cuestiones, en último término, éticas y políticas. La idea de “tener un estilo” es una de las soluciones que han dado pie, intermitentemente desde el Renacimiento, a las crisis que han amenazado antiguos conceptos de verdad, de rectitud moral e incluso de naturalidad.
Pero imaginemos por un momento que todo esto está ya admitido. Que toda
representación se considera encarnada en un estilo determinado (fácil de
decir). Que, por ende, no existe, en sentido estricto, nada parecido al
realismo, a menos que se lo considere una convención estilística especial (ya
más difícil). Sin embargo, hay estilos y estilos. Nadie ignora la existencia de
movimientos artísticos que no se limitan simplemente a tener un “estilo” —dos
ejemplos: la pintura manierista de finales del siglo XVI y principios
del XVII; el art nouveau en pintura, arquitectura,
mobiliario y objetos domésticos—. Artistas como Parmigianino, como Pontormo,
como Rosso, como Bronzino, o como Gaudí, como Guimard, como Beardsley y como
Tiffany, cultivaron un estilo de modo evidente. Se mostraron preocupados por
cuestiones estilísticas y, en verdad, pusieron el acento no tanto en lo que
decían cuanto en la manera de decirlo.
Para habérnoslas con un arte de este tipo, que parece exigir la distinción que
tanto he recomendado abandonar, haría falta un término como “estilización” o su
equivalente. “Estilización” es lo que está presente en una obra de arte
precisamente cuando el artista recae en esta distinción, en modo alguno
inevitable, entre materia y manera, tema y forma. Cuando así sucede, cuando así
se distingue estilo y tema, es decir, cuando se los enfrenta, puede hablarse
legítimamente de temas tratados (o maltratados) en un cierto estilo. El mal
trato creador suele ser la norma. En efecto, cuando se concibe el material del
arte como “tema”, se lo concibe también como algo susceptible de agotarse. Y
como se estima que los temas han ido bastante lejos en este proceso de
agotamiento, se los ve necesitados de más y más estilización.
Compárense, por ejemplo, ciertas películas mudas de Sternberg, Salvation Hunters, Underworld (La ley del hampa), The Docks of New York (Los muelles de Nueva York), con las seis películas norteamericanas que realizó en los años treinta con Marlene Dietrich. Los mejores de los primeros filmes de Sternberg tenían rasgos estilísticos muy pronunciados, una superficie estética perfeccionada. Pero no percibíamos en el relato del marinero y la prostituta de The Docks of New York lo que en las aventuras del personaje de la Dietrich en Blonde Venus (La Venus rubia) o The Scarlet Empress (Capricho imperial), que es un ejercicio de estilo. Lo que informa estos filmes posteriores de Sternberg es su actitud irónica hacia el tema (el amor romántico, la femme fatale), un juicio sobre el tema, interesante sólo en la medida en que éste es transformado mediante la exageración; en una palabra: estilizado… La pintura cubista, o la escultura de Giacometti, no serían ejemplos de “estilización”, entendido este término como distinto de “estilo” en el arte; por extremadas que sean las distorsiones del rostro y de la figura humana, éstas no han sido introducidas para hacer el rostro y la figura interesantes. Pero las pinturas de Crivelli y de Georges de la Tour son ejemplos de lo que quiero decir.
La “estilización” en la obra de arte, algo distinto del estilo, refleja una ambivalencia (afecto en oposición a desprecio, obsesión en oposición a ironía) respecto del tema. Esta ambivalencia se controla manteniendo una distancia específica del tema, gracias a la envoltura retórica constituida por la estilización. Pero por lo común la obra de arte resulta excesivamente estrecha y reiterativa, o sus diferentes elementos aparecen deslavazados, disociados. (Un ejemplo de esto último es la relación entre el desenlace, visualmente brillante, de The Lady from Shanghai [La dama de Shangai], de Orson Welles, y el resto de la película). A no dudar, en una cultura comprometida con la utilidad (particularmente la utilidad moral) del arte, y cargada con la estéril necesidad de discernir el arte solemne de las artes que engendran diversión, las excentricidades del arte estilizado proporcionan una nueva satisfacción, válida y valiosa. En otro ensayo, refiriéndome al gusto “camp”, he descrito ya estas satisfacciones. No obstante, es evidente que este arte estilizado, palpablemente un arte del exceso, falto de armonía, nunca podrá ser un arte verdaderamente grande.
Compárense, por ejemplo, ciertas películas mudas de Sternberg, Salvation Hunters, Underworld (La ley del hampa), The Docks of New York (Los muelles de Nueva York), con las seis películas norteamericanas que realizó en los años treinta con Marlene Dietrich. Los mejores de los primeros filmes de Sternberg tenían rasgos estilísticos muy pronunciados, una superficie estética perfeccionada. Pero no percibíamos en el relato del marinero y la prostituta de The Docks of New York lo que en las aventuras del personaje de la Dietrich en Blonde Venus (La Venus rubia) o The Scarlet Empress (Capricho imperial), que es un ejercicio de estilo. Lo que informa estos filmes posteriores de Sternberg es su actitud irónica hacia el tema (el amor romántico, la femme fatale), un juicio sobre el tema, interesante sólo en la medida en que éste es transformado mediante la exageración; en una palabra: estilizado… La pintura cubista, o la escultura de Giacometti, no serían ejemplos de “estilización”, entendido este término como distinto de “estilo” en el arte; por extremadas que sean las distorsiones del rostro y de la figura humana, éstas no han sido introducidas para hacer el rostro y la figura interesantes. Pero las pinturas de Crivelli y de Georges de la Tour son ejemplos de lo que quiero decir.
La “estilización” en la obra de arte, algo distinto del estilo, refleja una ambivalencia (afecto en oposición a desprecio, obsesión en oposición a ironía) respecto del tema. Esta ambivalencia se controla manteniendo una distancia específica del tema, gracias a la envoltura retórica constituida por la estilización. Pero por lo común la obra de arte resulta excesivamente estrecha y reiterativa, o sus diferentes elementos aparecen deslavazados, disociados. (Un ejemplo de esto último es la relación entre el desenlace, visualmente brillante, de The Lady from Shanghai [La dama de Shangai], de Orson Welles, y el resto de la película). A no dudar, en una cultura comprometida con la utilidad (particularmente la utilidad moral) del arte, y cargada con la estéril necesidad de discernir el arte solemne de las artes que engendran diversión, las excentricidades del arte estilizado proporcionan una nueva satisfacción, válida y valiosa. En otro ensayo, refiriéndome al gusto “camp”, he descrito ya estas satisfacciones. No obstante, es evidente que este arte estilizado, palpablemente un arte del exceso, falto de armonía, nunca podrá ser un arte verdaderamente grande.
Lo que constantemente hallamos en el uso contemporáneo de la noción de estilo
es esta supuesta oposición entre contenido y forma. ¿Cómo exorcizar el
sentimiento de que el “estilo”, que funciona como la noción de forma, subvierte
el contenido? Pero hay algo al parecer cierto. Ninguna afirmación de la
relación orgánica entre estilo y contenido podrá de hecho convencer —o guiar a
los críticos que hacen esta afirmación hacia la reconsideración de su modelo
lógico— hasta tanto no haya sido debidamente delimitada la noción del
contenido.
La mayoría de los críticos convendría en que la obra de arte no “contiene” una cantidad determinada de contenido (o función, como en el caso de la arquitectura) embellecido por el “estilo”. Pero pocos atienden a las consecuencias positivas de aquello que, al parecer, han convenido. ¿Qué es el “contenido”? O, más concretamente, ¿qué queda de la noción de contenido una vez superada la antítesis de estilo (o forma) y contenido? Parte de la respuesta reside en el hecho de que el que una obra de arte tenga “contenido” implica ya una convención estilística bastante singular. A la teoría crítica queda la enorme tarea de examinar en detalle la función formal del tema.
La mayoría de los críticos convendría en que la obra de arte no “contiene” una cantidad determinada de contenido (o función, como en el caso de la arquitectura) embellecido por el “estilo”. Pero pocos atienden a las consecuencias positivas de aquello que, al parecer, han convenido. ¿Qué es el “contenido”? O, más concretamente, ¿qué queda de la noción de contenido una vez superada la antítesis de estilo (o forma) y contenido? Parte de la respuesta reside en el hecho de que el que una obra de arte tenga “contenido” implica ya una convención estilística bastante singular. A la teoría crítica queda la enorme tarea de examinar en detalle la función formal del tema.
Es inevitable que los críticos continúen, hasta tanto sea reconocida y
debidamente estudiada esta función, tratando las obras de arte como si de
“declaraciones” se tratara. (En menor medida, naturalmente, en el caso de
aquellas artes que son abstractas o que se acercan considerablemente a lo
abstracto, como la música, la pintura o la danza. En estas artes, los críticos
no han resuelto el problema; éste les ha sido arrebatado). Como es natural,
cabe considerar la obra de arte como afirmación; es decir, como respuesta a una
pregunta. En el nivel más elemental, el retrato del duque de Wellington, obra
de Goya, podría ser examinado como respuesta a la pregunta: ¿Cómo era
físicamente Wellington? Ana Karenina, por ejemplo, podría
considerarse como una investigación sobre los problemas del amor, el matrimonio
y el adulterio. Aunque el tema de la adecuación de la representación artística
a la vida ha sido en gran parte abandonado, por ejemplo, en la pintura, esta
adecuación sigue constituyendo una arraigada forma de enjuiciar tópica, siendo
en la mayoría de los casos un criterio aceptado a la hora de juzgar nuevas
novelas, piezas teatrales y películas que cabría calificar de serias. En la
teoría crítica, la noción es ciertamente antigua. Al menos desde Diderot, la
gran tradición de la crítica en todas las artes, apoyándose en criterios tan
diferentes en apariencia como la verosimilitud y la corrección moral, trata en
efecto la obra de arte como una afirmación hecha en la forma de una
obra de arte.
Dar a las obras de arte este tratamiento no está enteramente fuera de lugar.
Pero, evidentemente, supone dar al arte un uso, para fines tales como la
investigación en la historia de las ideas, el diagnóstico de la cultura
contemporánea o la promoción de la solidaridad social. Semejante tratamiento
poco tiene que ver con lo que sucede en la realidad cuando una persona con
cierta educación y sensibilidad estética mira la obra de arte de modo adecuado.
La obra de arte, considerada simplemente como obra de arte, es una experiencia,
no una afirmación ni la respuesta a una pregunta. El arte no sólo se refiere a
algo; es algo. Una obra de arte es una cosa en el
mundo, y no sólo un texto o un comentario sobre el mundo.
No estoy diciendo que la obra de arte crea un mundo que gira por entero en torno de ella. Como es lógico, las obras de arte (con la importante excepción de la música) están referidas al mundo real; a nuestro conocimiento, a nuestra experiencia, a nuestros valores. Presentan información y valoraciones. Pero su rasgo distintivo consiste en que no dan lugar a un conocimiento conceptual (que es el rasgo distintivo del conocimiento discursivo o científico, como la filosofía, la sociología, la psicología o la historia), sino a algo parecido a una emoción, un fenómeno de compromiso, el juicio en un estado de esclavitud o cautiverio. Decir esto es decir que el conocimiento que adquirimos a través del arte es experiencia de la forma o estilo de conocer algo, mejor que conocimiento de algo (como un hecho o un juicio moral) en sí mismo.
No estoy diciendo que la obra de arte crea un mundo que gira por entero en torno de ella. Como es lógico, las obras de arte (con la importante excepción de la música) están referidas al mundo real; a nuestro conocimiento, a nuestra experiencia, a nuestros valores. Presentan información y valoraciones. Pero su rasgo distintivo consiste en que no dan lugar a un conocimiento conceptual (que es el rasgo distintivo del conocimiento discursivo o científico, como la filosofía, la sociología, la psicología o la historia), sino a algo parecido a una emoción, un fenómeno de compromiso, el juicio en un estado de esclavitud o cautiverio. Decir esto es decir que el conocimiento que adquirimos a través del arte es experiencia de la forma o estilo de conocer algo, mejor que conocimiento de algo (como un hecho o un juicio moral) en sí mismo.
Esto explica la preeminencia del valor de la expresividad en
la obra de arte; y explica también cómo el valor de la expresividad —es decir,
del estilo— precede, y con razón, al contenido (cuando el contenido se halla
falsamente aislado del estilo). Las satisfacciones que encontramos en El
paraíso perdido no proceden de sus concepciones sobre Dios y el
hombre, sino de la energía, la vitalidad y la expresividad superiores encarnadas
en el poema.
De ahí también la peculiar dependencia que la obra de arte, por expresiva que
sea, mantiene respecto de la cooperación de la persona que vive la experiencia.
Pues es posible ver qué es “lo dicho” y permanecer impasible, por aburrimiento
o por distracción. El arte es seducción, no violación. La obra de arte propone
un tipo de experiencia proyectada para manifestar la cualidad de la
imperiosidad. Pero el arte no puede seducir sin la complicidad del sujeto que
experimenta.
Inevitablemente,
los críticos que consideran la obra de arte como afirmación, desconfiarán del
“estilo”, aun cuando de boquilla rindan tributo a la “imaginación”. En todo
caso, a decir verdad, la imaginación no pasa de ser para ellos otra cosa que la
versión suprasensible de la “realidad”. Es esta “realidad” captada por la obra
de arte la que continúa llamando su atención, con preferencia al grado de
compromiso de la mente suscitado por la obra de arte en determinadas
transformaciones.
Pero cuando la metáfora de la obra de arte en cuanto afirmación pierde autoridad, la ambivalencia respecto del “estilo” tendría que disolverse, ya que esta ambivalencia refleja la supuesta tensión entre la afirmación y el modo de afirmar.
A la larga, sin embargo, las actitudes hacia el estilo no pueden reformarse mediante la simple apelación a la manera “apropiada” (en tanto opuesta a la utilitaria) de mirar obras de arte. La ambivalencia ante el estilo no arraiga en un simple error —en ese caso sería muy sencillo desarraigarla—, sino en una pasión, la pasión de toda una cultura. Esta pasión consiste en proteger y defender valores tradicionalmente concebidos como “externos” al arte —a saber: verdad y moralidad—, pero que permanecen en perpetuo peligro de ser comprometidos por el arte. Tras la ambivalencia ante el estilo existe, en último término, la confusión histórica occidental sobre la relación entre arte y moralidad, lo estético y lo ético.
Pues, en efecto, el problema de la oposición entre el arte y la moralidad es un seudoproblema. La misma distinción es una trampa; su prolongada verosimilitud se mantiene porque no se pone en duda lo ético, sino sólo lo estético. Argumentar sobre esa base, pretendiendo defender la autonomía de lo estético (y yo misma, con grandes dificultades, así lo he hecho), equivale ya a conceder algo que no debería concederse; a saber: que existen dos tipos independientes de respuesta, la estética y la ética, disputándose nuestra lealtad cuando experimentamos la obra de arte. ¡Como si durante la experiencia tuviéramos realmente que escoger entre una conducta responsable y humana, por una parte, y un placentero estímulo de la conciencia, por otra!
Pero cuando la metáfora de la obra de arte en cuanto afirmación pierde autoridad, la ambivalencia respecto del “estilo” tendría que disolverse, ya que esta ambivalencia refleja la supuesta tensión entre la afirmación y el modo de afirmar.
A la larga, sin embargo, las actitudes hacia el estilo no pueden reformarse mediante la simple apelación a la manera “apropiada” (en tanto opuesta a la utilitaria) de mirar obras de arte. La ambivalencia ante el estilo no arraiga en un simple error —en ese caso sería muy sencillo desarraigarla—, sino en una pasión, la pasión de toda una cultura. Esta pasión consiste en proteger y defender valores tradicionalmente concebidos como “externos” al arte —a saber: verdad y moralidad—, pero que permanecen en perpetuo peligro de ser comprometidos por el arte. Tras la ambivalencia ante el estilo existe, en último término, la confusión histórica occidental sobre la relación entre arte y moralidad, lo estético y lo ético.
Pues, en efecto, el problema de la oposición entre el arte y la moralidad es un seudoproblema. La misma distinción es una trampa; su prolongada verosimilitud se mantiene porque no se pone en duda lo ético, sino sólo lo estético. Argumentar sobre esa base, pretendiendo defender la autonomía de lo estético (y yo misma, con grandes dificultades, así lo he hecho), equivale ya a conceder algo que no debería concederse; a saber: que existen dos tipos independientes de respuesta, la estética y la ética, disputándose nuestra lealtad cuando experimentamos la obra de arte. ¡Como si durante la experiencia tuviéramos realmente que escoger entre una conducta responsable y humana, por una parte, y un placentero estímulo de la conciencia, por otra!
Naturalmente, nunca dispondremos de una respuesta puramente estética ante las
obras de arte; ni siquiera ante una pieza teatral o una novela, cuando
describen decisiones y actuaciones de seres humanos, ni, aunque esto es ya
menos evidente, ante una pintura de Jackson Pollock o un vaso griego (Ruskin ha
escrito con agudeza sobre los aspectos morales de las propiedades formales de
la pintura). Pero tampoco sería adecuado dar una respuesta moral a algo en una
obra de arte, en el mismo sentido en que la daríamos a un acto de la vida real.
Sin duda, me indignaría si alguno de mis conocidos asesinara a su esposa y
saliera bien librado (psicológica y legalmente), pero difícilmente consigo
indignarme, como muchos críticos al parecer lo hacen, cuando el héroe de An
American Dream, de Norman Mailer, asesina a su esposa y queda impune.
Divine, Darling y los demás personajes de Notre Dame des Fleurs de
Genet no son personas verdaderas, ni se nos exige que decidamos invitarlas o no
a pasar a nuestras salas de estar; son figuras de un paisaje imaginario. Este
punto puede parecer obvio, pero la persistencia de juicios propios de una moral
de buen tono en la crítica literaria (y cinematográfica) contemporánea hace que
valga la pena repetirlo una y otra vez.
Para la mayoría de las personas, como Ortega y Gasset subrayara en La
deshumanización del arte, el placer estético es un estado mental
esencialmente indiferenciable de las respuestas a otros estímulos. Por arte,
entienden un medio a través del cual entran en contacto con asuntos humanos
interesantes. Cuando se estremecen y se regocijan ante los destinos humanos en
una pieza teatral, una película o una novela, no se estremecen ni se regocijan
de modo diferente a aquel en que lo hacen ante acontecimientos semejantes de la
vida real; excepto que la experiencia de los destinos humanos en el arte
contiene menos ambivalencia, es relativamente desinteresada, y está libre de
consecuencias dolorosas. En cierto sentido, la experiencia es también más
intensa; pues cuando sufrimiento y placer son experimentados vicariamente, la
gente suele permitirse una cierta avidez. Pero, como Ortega sostiene, “esa
ocupación con lo humano de la obra es, en principio, incompatible con la
estricta fruición estética”.[1]
Ortega tiene, a mi entender, toda la razón. Pero no me gustaría abandonar el
problema donde él, pues tácitamente aísla la respuesta moral de la estética. El
arte está conectado con la moralidad, diría yo. Esta conexión se establece,
entre otras vías, por medio del placer moral que pueda aportar
el arte; pero el placer moral propio del arte no es el placer de aprobar actos
o desaprobarlos. En el arte, el placer moral, así como el servicio moral que el
arte realiza, consiste en la gratificación inteligente de la conciencia.
En realidad, la “moralidad” implica un tipo habitual o crónico de
comportamiento (incluidos sentimientos y actos). La moralidad es un código de
actos, de juicios y de sentimientos, por el que reforzamos nuestro hábito de
actuar de un modo determinado, que prescribe una norma de conducta o una
tendencia a comportarse, para con otros seres humanos en general (es
decir, a todos los que son reconocidos como humanos) como si nos guiara el
amor. Ni que decir tiene, amor es algo que experimentamos o que sentimos en
verdad por sólo unos pocos seres humanos individuales, de entre los que
conocemos en la realidad y en nuestra imaginación… moralidad es una
forma de actuar y no un repertorio particular de elecciones.
Si entendemos la moralidad de este modo —como uno de los logros de la voluntad humana, que se impone un modo de actuar y de estar en el mundo— aparece claro que no existe un antagonismo genérico entre esa forma de conciencia, orientada a la acción, que es la moralidad, y la nutrición de la conciencia, que es la experiencia estética. Sólo cuando las obras de arte quedan reducidas a afirmaciones que proponen un contenido específico, y cuando la moralidad se identifica con una moralidad particular (y toda moralidad particular lleva sus subproductos, elementos estos que sólo están en defensa de intereses sociales y valores de clase limitados), sólo entonces puede la obra de arte considerarse como determinante de la moralidad. Es más, sólo entonces puede prosperar la distinción plena entre lo estético y lo ético.
Si entendemos la moralidad de este modo —como uno de los logros de la voluntad humana, que se impone un modo de actuar y de estar en el mundo— aparece claro que no existe un antagonismo genérico entre esa forma de conciencia, orientada a la acción, que es la moralidad, y la nutrición de la conciencia, que es la experiencia estética. Sólo cuando las obras de arte quedan reducidas a afirmaciones que proponen un contenido específico, y cuando la moralidad se identifica con una moralidad particular (y toda moralidad particular lleva sus subproductos, elementos estos que sólo están en defensa de intereses sociales y valores de clase limitados), sólo entonces puede la obra de arte considerarse como determinante de la moralidad. Es más, sólo entonces puede prosperar la distinción plena entre lo estético y lo ético.
Pero si entendemos la moralidad en singular, como una decisión genérica por
parte de la conciencia, parece entonces que nuestra respuesta al arte es
“moral” en la medida en que, precisamente, es la revivificación de nuestra
sensibilidad y nuestra conciencia. Pues, en efecto, nuestra capacidad para la
elección moral viene nutrida por la sensibilidad, que a su vez acelera nuestra
disposición a actuar, asumiendo el hecho de elegir, prerrequisito este
necesario para poder calificar un acto de moral, y para que no seamos
simplemente seres ciega e irreflexivamente obedientes. El arte satisface esta
misión “moral” porque las cualidades intrínsecas a la experiencia estética
(desinterés, contemplación, atención, despertar de los sentimientos) y al
objeto estético (gracia, inteligencia, expresividad, energía, sensualidad) son
también elementos fundamentales de una respuesta moral a la vida.
En el arte, “el contenido” es, por así decirlo, el pretexto, la meta, el señuelo
que compromete la conciencia en procesos de transformación esencialmente formales.
Esto explica que, en buena conciencia, apreciemos obras de arte que, consideradas en términos de “contenido”, sean moralmente dignas de objeción. (La dificultad es del mismo orden que la implicada en la apreciación de obras de arte, tales como la Divina Comedia, cuyas premisas nos son intelectualmente ajenas). Llamar obras maestras a El triunfo de la voluntad y Olympia, de Leni Riefenstahl, no supone encubrir la propaganda nazi con tolerancia estética. La propaganda nazi existe. Pero también hay algo más, que rechazamos en nuestro detrimento. Porque proyectan los complejos movimientos de la inteligencia, la gracia y la sensualidad, estas dos películas de la Riefenstahl (únicas entre las obras de los artistas nazis) trascienden las categorías de la propaganda e inclusive del reportaje. Y nos descubrimos (estoy segura, más bien incómodos) viendo a “Hitler” y no a Hitler, los “Juegos Olímpicos de 1936” y no los Juegos Olímpicos de 1936. A través del genio de cineasta de la Riefenstahl, el “contenido” ha derivado —presumimos inclusive que contra sus intenciones— hacia un papel puramente formal.
Esto explica que, en buena conciencia, apreciemos obras de arte que, consideradas en términos de “contenido”, sean moralmente dignas de objeción. (La dificultad es del mismo orden que la implicada en la apreciación de obras de arte, tales como la Divina Comedia, cuyas premisas nos son intelectualmente ajenas). Llamar obras maestras a El triunfo de la voluntad y Olympia, de Leni Riefenstahl, no supone encubrir la propaganda nazi con tolerancia estética. La propaganda nazi existe. Pero también hay algo más, que rechazamos en nuestro detrimento. Porque proyectan los complejos movimientos de la inteligencia, la gracia y la sensualidad, estas dos películas de la Riefenstahl (únicas entre las obras de los artistas nazis) trascienden las categorías de la propaganda e inclusive del reportaje. Y nos descubrimos (estoy segura, más bien incómodos) viendo a “Hitler” y no a Hitler, los “Juegos Olímpicos de 1936” y no los Juegos Olímpicos de 1936. A través del genio de cineasta de la Riefenstahl, el “contenido” ha derivado —presumimos inclusive que contra sus intenciones— hacia un papel puramente formal.
La obra de arte, en tanto que obra de arte, no puede —cualesquiera que fueren
las intenciones personales del artista— abogar por nada en absoluto. Los más
grandes artistas alcanzan una neutralidad sublime. Pensemos en Homero y en
Shakespeare, sobre los que generaciones de estudiosos y críticos han trabajado
en vano para extraer “concepciones” particulares sobre la naturaleza humana, la
moralidad y la sociedad.
Consideremos, una vez más, el caso de Genet, aun cuando aquí se dé una
evidencia adicional acorde con lo que intento sostener, pues las intenciones
del artista son conocidas. En sus escritos, Genet puede dar la impresión de
estar pidiéndonos que aprobemos la crueldad, la traición, el libertinaje y el
asesinato. Pero en la medida en que Genet está haciendo una obra de arte, no
aboga por nada en absoluto. Recoge su experiencia, la devora, la transfigura.
En los libros de Genet el tema explícito es precisamente este mismo proceso;
sus libros no son sólo obras de arte, sino obras sobre el arte. Sin embargo,
aun cuando (como suele ser el caso) este proceso no entre en el primer plano de
la demostración del artista, sigue siendo el proceso de la experiencia lo que
nos llama la atención. Que los personajes de Genet puedan repelernos en la vida
real, no hace al caso. Lo mismo ocurriría con la mayoría de los personajes de El
rey Lear. El interés de Genet reside precisamente en la manera en que el
“contenido” queda aniquilado por la serenidad y la inteligencia de su
imaginación.
Aprobar o desaprobar moralmente lo que “dice” una obra de arte es algo tan extravagante como excitarse sexualmente por una obra de arte. (Ambas cosas, naturalmente, son muy comunes). Y las razones invocadas contra la propiedad y la conveniencia de lo uno, rezan también para lo otro. Es más: en esta noción de la aniquilación del contenido tenemos quizá el único criterio serio para distinguir qué literatura, qué cine o qué pintura eróticos serán arte y qué (a falta de una palabra mejor) deberá recibir la denominación de pornografía. La pornografía tiene “un contenido” y tiene por finalidad hacernos conectar (con disgusto, con deseo) con ese contenido. Es un sucedáneo de la vida. En cambio, el arte no excita; o, si lo hace, la excitación se apacigua dentro de los términos de la experiencia estética. Todo gran arte induce a la contemplación, a una contemplación dinámica. No importa hasta qué punto se sienta el lector, el auditor o el espectador, inclinado a una identificación provisional de lo que haya en la obra de arte con la vida real, su reacción última —en la medida en que reaccione ante la obra como obra de arte— debe ser desprendida, reposada, contemplativa, emocionalmente libre, y estar por encima de la indignación y de la aprobación. Es interesante que Genet haya dicho recientemente que ahora piensa que, si sus libros despiertan la sexualidad en los lectores, “estarán mal escritos, porque la emoción poética debería ser tan fuerte que ningún lector tendría que quedar impresionado sexualmente. En la medida en que mis libros sean pornográficos, no los rechazo. Simplemente digo que me faltó elegancia”.
Una obra de arte puede contener todo tipo de información y ofrecer enseñanzas sobre nuevas actitudes (a veces encomiables). Podemos aprender teología medieval e historia florentina en Dante; podemos hacer nuestra primera experiencia de melancolía apasionada con Chopin; Goya puede convencernos de la barbarie de la guerra, y Una tragedia americana, de la inhumanidad de la pena capital. Pero en la medida en que tratemos estas obras en cuanto obras de arte, la satisfacción que proporcionen será de otro orden. Será una experiencia de las cualidades o las formas de la conciencia humana.
Aprobar o desaprobar moralmente lo que “dice” una obra de arte es algo tan extravagante como excitarse sexualmente por una obra de arte. (Ambas cosas, naturalmente, son muy comunes). Y las razones invocadas contra la propiedad y la conveniencia de lo uno, rezan también para lo otro. Es más: en esta noción de la aniquilación del contenido tenemos quizá el único criterio serio para distinguir qué literatura, qué cine o qué pintura eróticos serán arte y qué (a falta de una palabra mejor) deberá recibir la denominación de pornografía. La pornografía tiene “un contenido” y tiene por finalidad hacernos conectar (con disgusto, con deseo) con ese contenido. Es un sucedáneo de la vida. En cambio, el arte no excita; o, si lo hace, la excitación se apacigua dentro de los términos de la experiencia estética. Todo gran arte induce a la contemplación, a una contemplación dinámica. No importa hasta qué punto se sienta el lector, el auditor o el espectador, inclinado a una identificación provisional de lo que haya en la obra de arte con la vida real, su reacción última —en la medida en que reaccione ante la obra como obra de arte— debe ser desprendida, reposada, contemplativa, emocionalmente libre, y estar por encima de la indignación y de la aprobación. Es interesante que Genet haya dicho recientemente que ahora piensa que, si sus libros despiertan la sexualidad en los lectores, “estarán mal escritos, porque la emoción poética debería ser tan fuerte que ningún lector tendría que quedar impresionado sexualmente. En la medida en que mis libros sean pornográficos, no los rechazo. Simplemente digo que me faltó elegancia”.
Una obra de arte puede contener todo tipo de información y ofrecer enseñanzas sobre nuevas actitudes (a veces encomiables). Podemos aprender teología medieval e historia florentina en Dante; podemos hacer nuestra primera experiencia de melancolía apasionada con Chopin; Goya puede convencernos de la barbarie de la guerra, y Una tragedia americana, de la inhumanidad de la pena capital. Pero en la medida en que tratemos estas obras en cuanto obras de arte, la satisfacción que proporcionen será de otro orden. Será una experiencia de las cualidades o las formas de la conciencia humana.
La objeción de que un análisis de este tipo reduce el arte a mero “formalismo”
no se debe admitir. (Ese término debería reservarse a aquellas obras de arte
que perpetúan mecánicamente fórmulas estéticas anticuadas o vacuas). Un
análisis que considere las obras de arte como modelos autónomos, vivientes, de
la conciencia, sólo resultará objetable en la medida en que rehusemos superar
la endeble distinción entre forma y contenido. Pues el sentido en que una obra
de arte carece de contenido no difiere del sentido en que el mundo carece de
contenido. Ambos existen. Ninguno de los dos necesita justificación, ni pueden
tenerla.
El hiperdesarrollado del estilo, por ejemplo, en la pintura manierista y en el art nouveau es una forma enfática de experimentar el mundo como fenómeno estético. Pero sólo una forma particularmente enfática, que se suscita como reacción ante un estilo opresivamente dogmático de realismo. Todo estilo (es decir, todo arte) lo proclama. Y el mundo es, en último extremo, un fenómeno estético. Ello equivale a decir que el mundo (todo lo que es) no puede, en último extremo, ser justificado. La justificación es una operación de la mente que sólo puede realizarse considerando una parte del mundo en relación con otra… no cuando consideramos todo lo que es.
La obra de arte, en la medida en que nos entregamos a ella, ejerce un derecho total o absoluto sobre nosotros. El arte no tiene por finalidad constituirse en auxiliar de la verdad, sea esta particular e histórica, o eterna. “Si el arte es algo —ha escrito Robbe-Grillet—, es todo; en cuyo caso habrá de ser autosuficiente, y no podrá haber nada más allá de él”.
El hiperdesarrollado del estilo, por ejemplo, en la pintura manierista y en el art nouveau es una forma enfática de experimentar el mundo como fenómeno estético. Pero sólo una forma particularmente enfática, que se suscita como reacción ante un estilo opresivamente dogmático de realismo. Todo estilo (es decir, todo arte) lo proclama. Y el mundo es, en último extremo, un fenómeno estético. Ello equivale a decir que el mundo (todo lo que es) no puede, en último extremo, ser justificado. La justificación es una operación de la mente que sólo puede realizarse considerando una parte del mundo en relación con otra… no cuando consideramos todo lo que es.
La obra de arte, en la medida en que nos entregamos a ella, ejerce un derecho total o absoluto sobre nosotros. El arte no tiene por finalidad constituirse en auxiliar de la verdad, sea esta particular e histórica, o eterna. “Si el arte es algo —ha escrito Robbe-Grillet—, es todo; en cuyo caso habrá de ser autosuficiente, y no podrá haber nada más allá de él”.
Pero esta postura es fácil de caricaturizar, pues vivimos en el mundo, y es en
el mundo donde se hacen y se disfrutan los objetos de arte. La reivindicación
de la autonomía de la obra de arte que he estado haciendo —su libertad de no
“significar” nada— no excluye la consideración del efecto, el impacto, o la
función del arte, una vez quede entendido que en este funcionamiento del objeto
de arte como objeto de arte, el divorcio entre lo estético y lo ético carece de
significado.
Varias veces he aplicado ya a la obra de arte la metáfora de un “modo de nutrición”. Llegar a implicarse en la obra de arte comporta, sin duda, la experiencia de desprenderse del mundo. Pero la obra de arte por sí misma resulta también un objeto vibrante, mágico y ejemplar, que nos devuelve al mundo de alguna manera más receptivos y enriquecidos.
Varias veces he aplicado ya a la obra de arte la metáfora de un “modo de nutrición”. Llegar a implicarse en la obra de arte comporta, sin duda, la experiencia de desprenderse del mundo. Pero la obra de arte por sí misma resulta también un objeto vibrante, mágico y ejemplar, que nos devuelve al mundo de alguna manera más receptivos y enriquecidos.
Raymond
Bayer ha escrito: “Lo que todos y cada uno de los objetos estéticos nos
imponen, dentro de ritmos adecuados, es una fórmula única y singular para que
nuestra energía fluya… Toda obra de arte encarna un principio de avance, de
detención, de exploración; una imagen de energía o de relajación, la impronta
de una mano que acaricia o que destruye y que es sólo (del artista)”. Nosotros
podríamos denominarlo fisonomía o ritmo o, lo que a mi entender es preferible,
estilo de la obra. Como es lógico, cuando empleamos la noción de estilo
históricamente para agrupar las obras de arte en escuelas y períodos, tendemos
a difuminar la individualidad de estilos. Pero no es tal nuestra experiencia al
enfrentarnos a una obra de arte desde un punto de vista estético (como opuesto
a conceptual). Por tanto, en la medida en que la obra de arte sea un logro y
mantenga su poder de comunicación con nosotros, sólo experimentaremos la
individualidad y la contingencia del estilo.
Lo mismo ocurre con nuestras vidas. Si las observamos desde fuera, tal como la
influencia y divulgación popular de las ciencias sociales y de la psiquiatría
han inducido a la gente a hacer, nos vemos a nosotros mismos como ejemplos de
generalidades, y, al hacerlo, caemos en una profunda y dolorosa alienación de
nuestra propia experiencia y de nuestra humanidad.
Como recientemente ha advertido William Earle, si Hamlet “trata”
de algo, trata precisamente de Hamlet, de su situación particular, y no de la
condición humana. Una obra de arte es un tipo de demostración, o plasmación, o
testimonio, que da forma palpable a la conciencia; su objetivo consiste en
tornar explícito algo singular. En la medida en que sea cierto que no podemos
juzgar (moral, conceptualmente) a menos que generalicemos, será también cierto
que la experiencia de las obras de arte y de lo que en las obras de arte está
representado, trasciende el juicio… aunque la obra en sí pueda ser juzgada como
arte. ¿No se trata precisamente de reconocer eso como característica del arte
superior, como La Ilíada, las novelas de Tolstoi y las obras de
Shakespeare?; ¿que un arte así no tendrá en cuenta nuestros juicios triviales,
nuestro fácil catalogar personas y actos en buenos y malos? Y el que esto pueda
ocurrir, sólo es para bien. (Hay en ello, inclusive, una ventaja para la causa
de la moralidad).
La moralidad, a diferencia del arte, sí está, en último término, justificada por su utilidad; facilita, o se supone que facilita, una vida más humana y llevadera para todos nosotros. Pero la conciencia —lo que se acostumbraba a llamar, más bien tendenciosamente, facultad de contemplación— puede ser, y es, más amplia y variada que la acción. Tienen su alimento, el arte y el pensamiento especulativo, actividades estas que pueden ser descritas bien como autojustificativas, o bien como no necesitadas de justificación. La obra de arte está para hacernos ver o aprehender algo singular, no para juzgar o generalizar. Este acto de aprehensión, acompañado de voluptuosidad, es el único fin válido, y la única justificación suficiente, de la obra de arte.
La moralidad, a diferencia del arte, sí está, en último término, justificada por su utilidad; facilita, o se supone que facilita, una vida más humana y llevadera para todos nosotros. Pero la conciencia —lo que se acostumbraba a llamar, más bien tendenciosamente, facultad de contemplación— puede ser, y es, más amplia y variada que la acción. Tienen su alimento, el arte y el pensamiento especulativo, actividades estas que pueden ser descritas bien como autojustificativas, o bien como no necesitadas de justificación. La obra de arte está para hacernos ver o aprehender algo singular, no para juzgar o generalizar. Este acto de aprehensión, acompañado de voluptuosidad, es el único fin válido, y la única justificación suficiente, de la obra de arte.
Quizá la mejor manera de esclarecer la naturaleza de nuestra experiencia de las
obras de arte, y la relación entre el arte y el resto del sentimiento y del
quehacer humanos, consista en invocar la noción de voluntad. Es una noción
útil, pues la voluntad no es sólo una postura particular de la conciencia, la
conciencia activada. Es también una actitud ante el mundo, de un sujeto ante el
mundo.
Esta clase compleja de voluntarismo, personificada y comunicada en la obra de
arte, suprime el mundo a la vez que va a su encuentro de un modo
extraordinariamente intenso y especializado. Este doble aspecto de la voluntad
en el arte ha sido sucintamente expresado por Bayer al decir que “toda obra de
arte nos da la memoria esquematizada y desinteresada de una volición”. En la
medida en que es esquematizada, desinteresada, una memoria, la voluntad
implicada en el arte se sitúa a cierta distancia del mundo.
Todo lo cual nos remonta a la famosa declaración de Nietzsche en El
nacimiento de la tragedia: “El arte no es una imitación de la naturaleza,
sino su complemento metafísico, alzado junto a ella para poder superarla”.
Todas
las obras de arte están basadas en una cierta distancia de la realidad vivida
que representan. Esta “distancia” es, por definición, inhumana o impersonal
hasta cierto punto; porque, para presentarse ante nosotros como arte, la obra
debe restringir la intervención sentimental y la participación emocional, que
son funciones de “acercamiento”. El estilo de la obra está constituido
precisamente por la extensión y la manipulación de esta distancia, por las
convenciones de distanciamiento. En último análisis, el “estilo” es arte.
Y el arte es ni más ni menos que los distintos modos de representación
estilizada, deshumanizada.
Pero esta concepción —expuesta por Ortega y Gasset, entre otros— se presta a
interpretaciones erróneas, pues parece sugerir que el arte, en la medida en que
se propone su propia norma, es una suerte de juguete sin propósito, sin poder.
El mismo Ortega contribuye considerablemente a esta confusión, al pasar por
alto las diversas relaciones dialécticas entre el yo y el mundo implicadas en
la experimentación de obras de arte. Ortega se concentra demasiado
exclusivamente en la concepción de la obra de arte como tipo determinado de
objeto, con sus propias pautas de disfrute, espiritualmente aristocráticas. La
obra de arte es, antes que nada, un objeto, no una imitación; y es
cierto que todo arte superior está fundado en la distancia, en la
artificialidad, en el estilo, en lo que Ortega llama deshumanización. Pero la
noción de distancia (y también de deshumanización) es equívoca, a menos que se
añada que el movimiento no es sólo de alejamiento, sino también de acercamiento
al mundo. La superación o la trascendencia del mundo en el arte es también una
manera de salir al encuentro del mundo, y de formar o educar la voluntad de
estar en el mundo. Parecería que Ortega, y aun Robbe-Grillet, un exponente más
reciente de esta misma postura, no se hubieran librado por entero del hechizo
de la noción de “contenido”. Pues, para poder limitar el contenido humano del
arte y rechazar ideologías agotadas, como el humanismo o el realismo
socialista, que pondrían el arte al servicio de alguna idea moral o social, se
creen obligados a ignorar o minimizar la función del arte. Pero el arte no
llega a carecer de función ni siquiera cuando, en último análisis, sea
concebido como carente de contenido. Pese a todo lo persuasiva que resulta la
defensa que Ortega y Robbe-Grillet hacen de la naturaleza formal del arte, el
espectro del “contenido” desterrado continúa acechando en los pliegues de su
argumentación, dando a la “forma” un aspecto provocativamente anémico,
saludablemente eviscerado.
La argumentación nunca estará completa mientras no puedan concebirse “forma” o
“estilo” prescindiendo de ese aspecto desterrado, prescindiendo de un
sentimiento de pérdida. La atrevida inversión de Valéry —“Literatura. Lo que
para los demás es “forma”, para mí es “contenido””— apenas resuelve la
dificultad. Resulta difícil considerarse a salvo de una distinción tan habitual
y aparentemente axiomática. Esto sólo sería factible si adoptásemos un punto de
vista teórico diferente, más orgánico, como el de la noción de voluntad. Lo que
se espera de tal punto de vista es que haga justicia a los aspectos gemelos del
arte: en cuanto objeto y en cuanto función, en cuanto artífice y en cuanto
forma viva de conciencia, en cuanto superación o complemento de la realidad, en
cuanto creación autónoma e individual y en cuanto fenómeno histórico
dependiente.
El arte es la objetivación de la voluntad en una cosa o realización, y la
incitación o estímulo de la voluntad. Desde el punto de vista del artista, es
la objetivación de una volición; desde el del espectador, es la creación de un
decorado imaginario para la voluntad.
Es más: toda la historia de las distintas artes podría reescribirse como la
historia de la diferentes actitudes respecto de la voluntad. Nietzsche y
Spengler escribieron estudios sobre el tema que marcaron rumbos. Un valioso
intento reciente se encuentra en un libro de Jean Starobinski, La
invención de la libertad, consagrado sobre todo a la pintura y a la
arquitectura del siglo XVIII. Starobinski examina el arte de este período
partiendo de las nuevas ideas de autodominio y dominio del mundo, en cuanto
comportan nuevas relaciones entre el yo y el mundo. El arte es concebido como
modo de nombrar las emociones. Las emociones, los anhelos, las aspiraciones,
así nombrados, son virtualmente inventados y, desde luego, promulgados por el
arte; por ejemplo: la “soledad sentimental” provocada por los jardines
plantados en el siglo XVIII y por muchas ruinas admiradas.
Así pues, debería parecer claro que la definición de la autonomía del arte que
he venido destacando, en la que he caracterizado el arte como paisaje
imaginario o decorado de la voluntad, no sólo no excluye el examen de las obras
de arte en cuanto fenómenos históricamente específicos, sino que invita a
realizarlo.
Las intrincadas vueltas estilísticas del arte moderno, por ejemplo, son una
clara función de la extensión técnica sin precedentes de la
voluntad humana por la tecnología, y del compromiso dominante de la voluntad
humana con una forma nueva de orden social y psicológico, basada en el cambio
incesante. A esto habría que añadir que la posibilidad misma de la explosión de
la tecnología, de las rupturas contemporáneas del yo y de la sociedad, depende
de las actitudes hacia la voluntad, parcialmente inventadas y extendidas por
obras de arte en un determinado momento histórico, y que luego se presentan
como texto “realista” de una naturaleza humana perenne.
El estilo es el principio de decisión en una obra de arte, la firma de la
voluntad del artista. Y como la voluntad humana es capaz de un número
indefinido de posiciones, existe un número indefinido de posibles estilos para
las obras de arte.
Vistas desde fuera, es decir, históricamente, las decisiones estilísticas siempre pueden estar en correlación con algún desarrollo histórico —como la invención de la escritura o de los caracteres de imprenta, la invención o transformación de instrumentos músicos, la disponibilidad de nuevos materiales para escultores o arquitectos—. Pero este modo de considerarlas, pese a su solidez y su valor, cae necesariamente en una visión simplista de las cosas; trata de “períodos” y “tradiciones” y “escuelas”.
Vistas desde fuera, es decir, históricamente, las decisiones estilísticas siempre pueden estar en correlación con algún desarrollo histórico —como la invención de la escritura o de los caracteres de imprenta, la invención o transformación de instrumentos músicos, la disponibilidad de nuevos materiales para escultores o arquitectos—. Pero este modo de considerarlas, pese a su solidez y su valor, cae necesariamente en una visión simplista de las cosas; trata de “períodos” y “tradiciones” y “escuelas”.
Vista desde dentro, es decir, cuando examinamos una obra de arte individual e
intentamos dar cuenta de su valor y de su efecto, toda decisión estilística
contiene un elemento de arbitrariedad, por muy justificable que pueda parecer
justificable propter hoc. Si el arte es el supremo juego jugado por
la voluntad consigo misma, el “estilo” consiste en el conjunto de reglas con
arreglo a las cuales se participa en él. Y las reglas son siempre, en último
término, un límite artificial y arbitrario, aun cuando sean reglas de forma
(como la terza rima, o la escala dodecatonal o la frontalidad) o
presencia de un cierto “contenido”. El papel de lo arbitrario y lo
injustificable en el arte nunca ha sido suficientemente reconocido. Desde los
comienzos de su quehacer, con la Poética de Aristóteles, los
críticos se entretuvieron en acentuar la necesidad del arte. (Cuando
Aristóteles dijo que la poesía era más filosófica que histórica, estaba
justificado en la medida en que pretendía rescatar la poesía, es decir las
artes, de la concepción según la cual era una declaración de tipo factual,
particular, descriptiva. Pero lo que dijo resultó equívoco en cuanto sugería
que el arte proporciona algo semejante a lo que la filosofía da: una
argumentación. La metáfora de la obra de arte en cuanto “argumentación”, con
premisas y conclusiones, ha informado desde entonces la mayor parte de la
crítica). Por lo general, los críticos que quieren ensalzar una obra de arte se
creen obligados a demostrar que cada parte está justificada, que no hubiera
podido ser de otra manera. Y todo artista, en lo que respecta a su trabajo,
rememorando el papel del azar, de la fatiga y las distracciones externas, sabe
que el crítico dice mentiras, sabe que bien pudiera haber sido de otro modo. El
sentido de inevitabilidad que una gran obra de arte proyecta no se halla
compuesto por la inevitabilidad o necesidad de sus partes, sino por el todo.
En otras palabras, si algo hay de inevitable en la obra de arte, es el estilo.
Reaccionamos, precisamente, ante la cualidad de ese estilo, en la medida en que
la obra nos parece correcta, justa, inimaginable de otra manera (sin detrimento
ni perjuicio). Las obras de arte más atractivas son las que crean en nosotros
la ilusión de que el artista no tuvo alternativa, de tan plenamente
identificado como está con su estilo. Compárese lo que hay de
forzado, elaborado y sintético en la construcción de Madame Bovary y
de Ulises, con la sencillez y armonía de obras igualmente
ambiciosas del tipo de Las relaciones peligrosas o La
metamorfosis de Kafka. Las dos primeras obras mencionadas son
verdaderamente grandes. Pero el arte más grande da la impresión de ser algo
segregado, no construido.
Para el estilo del artista, naturalmente, poseer esta cualidad de dominio, firmeza, coherencia, no basta para situar su obra en el más alto nivel de perfección. Las dos novelas de Radiguet poseen todas estas cualidades en la misma medida que la obra de Bach.
Para el estilo del artista, naturalmente, poseer esta cualidad de dominio, firmeza, coherencia, no basta para situar su obra en el más alto nivel de perfección. Las dos novelas de Radiguet poseen todas estas cualidades en la misma medida que la obra de Bach.
La diferencia que he esbozado entre “estilo” y “estilización” podría ser
análoga a la diferencia entre voluntad y voluntariedad.
El
estilo de un artista, desde un punto de vista técnico, no es otra cosa que el
idioma particular en que despliega las formas de su arte. A
esta razón obedece el que los problemas planteados por el concepto de “estilo”
se superpongan a los planteados por el concepto de “forma”, y el que sus
soluciones tengan, por tanto, mucho en común.
Por ejemplo, una función del estilo es idéntica, por ser simplemente una
especificación más individual, a esa importante función de la forma subrayada
por Coleridge y Valéry: preservar las obras de la mente contra el olvido. Esta
función queda fácilmente demostrada en el carácter rítmico, algunas veces
rimado, de todas las literaturas primitivas, orales. Ritmo y rima, y los más
complejos recursos formales de la poesía, como la métrica, la simetría de las
figuras, las antítesis, son los medios que las palabras facilitan para crear
una memoria de sí mismas antes de la invención de signos materiales
(escritura); de aquí que todo cuanto una cultura arcaica deseó legar a la
posterioridad haya sido expresado en forma poética. “La forma de una obra”,
dice Valéry, “es la suma de sus características perceptibles cuya acción física
obliga al reconocimiento y tiende a resistir a todas aquellas causas variables
de disolución que amenazan las expresiones del pensamiento, como la inatención,
el olvido y aun las objeciones que puedan levantarse contra él en la mente”.
Así, la forma —en su idioma específico, el estilo— es un sistema de impresión sensorial, el vehículo para la transacción entre impresión sensual inmediata y memoria (sea esta individual o cultural). Esta función mnemónica explica por qué todo estilo depende de algún principio de repetición o redundancia, y puede ser analizado a partir de estas categorías.
Así, la forma —en su idioma específico, el estilo— es un sistema de impresión sensorial, el vehículo para la transacción entre impresión sensual inmediata y memoria (sea esta individual o cultural). Esta función mnemónica explica por qué todo estilo depende de algún principio de repetición o redundancia, y puede ser analizado a partir de estas categorías.
Esto explica asimismo las dificultades del período contemporáneo de las artes.
En la actualidad, los estilos no se desarrollan lentamente ni se suceden unos a
otros gradualmente, en largos períodos de tiempo que permitan al público de
arte asimilar plenamente los principios de repetición sobre los que la obra de
arte está construida; por el contrario, se suceden unos a otros tan rápidamente
que parecen no dejar a su público ni siquiera el tiempo necesario para respirar
y prepararse. Pues, si no podemos percibir cómo una obra de arte se repite a sí
misma, la obra será, casi literalmente, imperceptible y, por ello,
simultáneamente, ininteligible. La obra de arte resulta inteligible
precisamente por la percepción de repeticiones. Hasta tanto no hayamos
aprehendido, no el “contenido”, sino los principios de variedad y de
redundancia (y el equilibrio entre ellos) del “Winterbranch” de Merce
Cunningham, o de un concierto de cámara de Charles Wouronin, o del Almuerzo
desnudo de Burroughs, o de las pinturas “negras” de Ad Reinhardt,
estas obras estarán condenadas a una apariencia aburrida, o fea, o confusa, o
las tres cosas a la vez.
El estilo tiene otras funciones, además de la de ser, en el sentido amplio que acabo de indicar, un artilugio mnemotécnico.
El estilo tiene otras funciones, además de la de ser, en el sentido amplio que acabo de indicar, un artilugio mnemotécnico.
Por ejemplo, todo estilo comporta una decisión epistemológica, una
interpretación de cómo y qué percibimos. Esto es evidente, sobre todo, en el
tímido período contemporáneo de las artes, aunque no sea menos cierto para todo
el arte. Así, el estilo de las novelas de Robbe-Grillet expresa una visión
válida, si bien estrecha, de las relaciones entre personas y cosas: en
particular, que las personas también son cosas y que las cosas no son personas.
El tratamiento conductista que Robbe-Grillet hace de las personas, y su
negativa a “antropomorfizar” las cosas, equivalen a una decisión estilística; a
dar una relación exacta de las propiedades visuales y topográficas de las
cosas; a excluir, virtualmente, las modalidades sensoriales que no sean la
vista, quizá porque el lenguaje que existe para describirlas es menos exacto y
menos neutral. El reiterativo estilo circular de Melanctha, de
Gertrude Stein, expresa su interés por la disolución de la percepción inmediata,
obra de la memoria y de la anticipación, lo que ella llama “asociación”, y que
queda oscurecido en el lenguaje por el sistema de los tiempos gramaticales. La
insistencia de la Stein en la inmediatez de la experiencia se identifica con su
propósito de adecuarse a los tiempos presentes, de escoger palabras cortas
comunes y repetirlas en grupos incesantemente, de utilizar una sintaxis
sumamente deshilvanada y de abjurar de la mayor parte de la puntuación. Todo
estilo es un medio para insistir sobre algo.
Se comprenderá que las decisiones estilísticas, al centrar nuestra atención en
determinadas cosas, suponen también un estrechamiento de nuestra atención, una
negativa a permitirnos ver otras. Pero el mayor interés de una obra de arte respecto
de otra no depende del mayor número de cosas a las que las decisiones
estilísticas de esa obra nos permitan atender, sino, más bien, de la intensidad
y el dominio y la sabiduría de esa atención, por estrecho que sea su horizonte.
En el sentido más estricto, todos los contenidos de la conciencia son
inefables. Aun la más simple de las sensaciones es, en su totalidad,
indescriptible. Por ello, toda obra de arte necesita ser entendida no sólo como
algo que nos han entregado, sino también como una cierta manipulación de lo
inefable. En el gran arte, siempre somos conscientes de cosas que no pueden
decirse (reglas de “decorum”), de la contradicción entre la expresión y la
presencia de lo inexpresable. Las invenciones estilísticas son también técnicas
de esquivación. Los elementos más poderosos de una obra de arte son, con
frecuencia, sus silencios.
Cuanto he dicho sobre el estilo ha estado dirigido principalmente al
saneamiento de ciertas concepciones erróneas sobre las obras de arte, y sobre
cómo hablar sobre ellas. Pero queda por decir que el estilo es una noción
aplicable a toda experiencia (tanto si hablamos de su forma como de sus
cualidades). Y así como muchas obras de arte que atraen poderosamente nuestro
interés son impuras o mezcladas si se las analiza de acuerdo con las pautas que
he estado proponiendo, muchos momentos de nuestra experiencia a los que no
cabría calificar de obras de arte poseen algunas de las cualidades de los
objetos de arte. Cuando un discurso, un movimiento, una conducta o un objeto se
desvían un tanto del más directo, útil e insensible modo de expresarse o de
estar en el mundo, podemos considerarlo como poseedor de un “estilo”, y como
autónomo y ejemplar a un tiempo.
1965
Notas:
[1].
Ortega prosigue diciendo: “Del mismo modo, quien en la obra de arte busca el
conmoverse con los destinos de Juan y María o de Tristán e Isolda y a ellos
acomoda su percepción espiritual, no verá la obra de arte. La desgracia de
Tristán sólo es tal desgracia y, consecuentemente, sólo podrá conmover en la
medida en que se la tome como realidad. Pero es el caso que un objeto artístico
sólo es artístico en la medida en que no es real… Pues bien: la mayoría de la
gente es incapaz de acomodar su atención al vidrio y transparencia que es la
obra de arte; en vez de esto, pasa al través de ella sin fijarse y va a
revolcarse apasionadamente en la realidad humana que en la obra está aludida…
Durante el siglo XIX los artistas han procedido demasiado
impuramente. Reducían a un mínimum los elementos estrictamente estéticos y
hacían consistir la obra, casi por entero, en la ficción de realidades humanas…
Productos de esta naturaleza (tanto del Romanticismo como del Naturalismo) sólo
parcialmente son obras de arte, objetos artísticos… Se comprende, pues, que el
arte del siglo XIX haya sido tan popular… no es arte, sino extracto
de vida”.
Originalmente publicado en la revista Partisan
Review,
Núm. 32 (otoño 1965), págs. 543-560;
Against Interpretation and Other Essays
(Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 1966, 304 págs.)
Núm. 32 (otoño 1965), págs. 543-560;
Against Interpretation and Other Essays
(Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 1966, 304 págs.)
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