El cohete
Ray Bradbury
Fiorello Bodoni se despertaba de
noche y oía los cohetes que pasaban suspirando por el cielo oscuro. Se
levantaba y salía de puntillas al aire de la noche. Durante unos instantes no
sentiría los olores a comida vieja de la casita junto al río. Durante un
silencioso instante dejaría que su corazón subiera hacia el espacio, siguiendo
a los cohetes.
Ahora, esta noche, de pie y
semidesnudo en la oscuridad, observaba las fuentes de fuego que murmuraban en
el aire. ¡Los cohetes en sus largos y veloces viajes a Marte, Saturno y Venus!
—Bueno, bueno, Bodoni.
Bodoni dio un salto.
En un cajón, junto a la orilla del
silencioso río, estaba sentado un viejo que también observaba los cohetes en la
medianoche tranquila.
—Oh, eres tú, Bramante.
—¿Sales todas las noches, Bodoni?
—Sólo a tomar aire.
—¿Sí? Yo prefiero mirar los cohetes —dijo
el viejo Bramante—. Yo era aún un niño cuando empezaron a volar. Hace ochenta
años. Y nunca he estado todavía en uno.
—Yo haré un viaje uno de estos días.
—No seas tonto -dijo Bramante—. No lo
harás. Este mundo es para la gente rica. —El viejo sacudió su cabeza gris,
recordando—. Cuando yo era joven alguien escribió unos carteles, con letras de
fuego: El mundo del futuro. Ciencia, confort y novedades para todos. ¡Ja!
Ochenta años. El futuro ha llegado. ¿Volamos en cohetes? No. Vivimos en chozas
como nuestros padres.
—Quizá mis hijos —dijo Bodoni.
—¡Ni siquiera los hijos de tus hijos!
—gritó el hombre viej—-. ¡Sólo los ricos tienen sueños y cohetes!
Bodoni titubeó.
—Bramante, he ahorrado tres mil
dólares. Tardé seis años en juntarlos. Para mi taller, para invertirlos en
maquinaria. Pero desde hace un mes me despierto todas las noches. Oigo los
cohetes. Pienso. Y esta noche, al fin, me he decidido. ¡Uno de nosotros irá a
Marte!
Los ojos de Bodoni eran brillantes y
oscuros.
—Idiota —exclamó Bramant—-. ¿A quién
elegirás? ¿Quién irá en el cohete? Si vas tú, tu mujer te odiará, toda la vida.
Habrás sido para ella, en el espacio, casi como un dios. ¿Y cada vez que en el
futuro le hables de tu asombroso viaje no se sentirá roída por la amargura?
—No, no.
—¡Sí! ¿Y tus hijos? ¿No se pasarán la
vida pensando en el padre que voló hasta Marte mientras ellos se quedaban aquí?
Qué obsesión insensata tendrán toda su vida. No pensarán sino en cohetes. Nunca
dormirán. Enfermarán de deseo. Lo mismo que tú ahora. No podrán vivir sin ese
viaje. No les despiertes ese sueño, Bodoni. Déjalos seguir así, contentos con
su pobreza. Dirígeles los ojos hacia sus manos, y tu chatarra, no hacia las
estrellas…
—Pero…
—Supón que vaya tu mujer. ¿Cómo te
sentirás, sabiendo que ella ha visto y tú no? No podrás ni mirarla. Desearás
tirarla al río. No, Bodoni, cómprate una nueva demoledora, bien la necesitas, y
aparta esos sueños, hazlos pedazos.
El viejo calló, con los ojos clavados
en el río. Las imágenes de los cohetes atravesaban el cielo, reflejadas en el
agua.
—Buenas noches —dijo Bodoni.
—Que duermas bien —dijo el otro.
Cuando la tostada saltó de su caja de
plata, Bodoni casi dio un grito. No había dormido en toda la noche. Entre sus
nerviosos niños, junto a su montañosa mujer, Bodoni había dado vueltas y
vueltas mirando el vacío. Bramante tenía razón. Era mejor invertir el dinero.
¿Para qué guardarlo si sólo un miembro de la familia podría viajar en el
cohete? Los otros se sentirían burlados.
—Fiorello, come tu tostada —dijo
María, su mujer.
—Tengo la garganta reseca —dijo
Bodoni.
Los niños entraron corriendo. Los
tres muchachos se disputaban un cohete de juguete; las dos niñas traían unas
muñecas que representaban a los habitantes de Marte, Venus y Neptuno: maniquíes
verdes con tres ojos amarillos y manos de seis dedos.
—¡Vi el cohete de Venus! —gritó
Paolo.
—Remontó así, ¡chiii! —silbó
Antonello.
—¡Niños! —gritó Fiorello Bodoni,
tapándose los oídos.
Los niños lo miraron. Bodoni nunca
gritaba.
—Escuchen todos -dijo el hombre,
incorporándose—. He ahorrado algún dinero. Uno de nosotros puede ir a Marte.
Los niños se pusieron a gritar.
—¿Me entienden? —Preguntó Bodoni—.
Sólo uno de nosotros. ¿Quién?
—¡Yo, yo, yo! —gritaron los niños.
—Tú —dijo María.
—Tú —dijo Bodoni.
Todos callaron. Los niños pensaron un
poco.
—Que vaya Lorenzo… es el mayor.
—Que vaya Mirianne… es una chica.
—Piensa en todo lo que vas a ver —le
dijo María a Bodoni, con una voz ronca. Tenía una mirada rara—. Los meteoros,
como peces. El universo. La Luna. Debe ir alguien que luego pueda contarnos
todo eso. Tú hablas muy bien.
—Tonterías. No mejor que tú —objetó
Bodoni.
Todos temblaban.
—Bueno —dijo Bodoni tristemente, y
arrancó de una escoba varias pajitas de distinta longitud—. La más corta gana. —-Abrió
su puño—. Elijan.
Solemnemente todos fueron sacando su
pajita.
—Larga.
—Larga.
Otro.
—Larga.
Los niños habían terminado. La
habitación estaba en silencio.
Quedaban dos pajitas. Bodoni sintió
que le dolía el corazón.
—Vamos —murmuró—. María.
María tiró de la pajita.
—Corta —dijo.
—Ah —suspiró Lorenzo, mitad contento,
mitad triste—. Mamá va a Marte.
Bodoni trató de sonreír.
—Te felicito. Mañana compraré tu
pasaje.
—Espera, Fiorello…
—Puedes salir la semana próxima… —murmuró
Bodoni.
María miró los ojos tristes de los niños,
y las sonrisas bajo las largas y rectas narices. Lentamente le devolvió la
pajita a su marido.
—No puedo ir a Marte.
—¿Por qué no?
—Pronto llegará otro bebé.
—¿Cómo?
María no miraba a Bodoni.
—No me conviene viajar en este
estado.
Bodoni la tomó por el codo.
—¿Es cierto eso?
—Elijan otra vez.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —dijo
Bodoni incrédulo.
—No me acordé.
—María, María —murmuró Bodoni
acariciándole la cara. Se volvió hacia los niños—. Empecemos de nuevo.
Paolo sacó en seguida la pajita
corta.
—¡Voy a Marte! —gritó dando saltos—.
¡Gracias, papá!
Los chicos dieron un paso atrás.
—Magnífico, Paolo.
Paolo dejó de sonreír y examinó a sus
padres, hermanos y hermanas.
—Puedo ir, ¿no es cierto? —preguntó
con un tono inseguro.
—Sí.
—¿Y me querrán cuando regrese?
—Naturalmente.
Paolo alzó una mano temblorosa.
Estudió la preciosa pajita y la dejó caer, sacudiendo la cabeza.
—Me había olvidado. Empiezan las
clases. No puedo ir. Elijan otra vez.
Pero nadie quería elegir. Una gran
tristeza pesaba sobre ellos.
—Nadie irá —dijo Lorenzo.
—Será lo mejor —dijo María.
—Bramante tenía razón —dijo Bodoni
Fiorello Bodoni se puso a trabajar en
el depósito de chatarra, cortando el metal, fundiéndolo, vaciándolo en lingotes
útiles. Aún tenía el desayuno en el estómago, como una piedra. Las herramientas
se le rompían. La competencia lo estaba arrastrando a la desgraciada orilla de
la pobreza desde hacía veinte años. Aquélla era una mañana muy mala.
A la tarde un hombre entró en el
depósito y llamó a Bodoni, que estaba inclinado sobre sus destrozadas
maquinarias.
—Eh, Bodoni, tengo metal para ti.
—¿De qué se trata, señor Mathews? —preguntó
Bodoni distraídamente.
—Un cohete. ¿Qué te pasa? ¿No lo
quieres?
—¡Sí, sí!
Bodoni tomó el brazo del hombre, y se
detuvo, confuso.
—Claro que es sólo un modelo —dijo
Mathews—. Ya sabes. Cuando proyectan un cohete construyen primero un modelo de
aluminio. Puedes ganar algo fundiéndolo. Te lo dejaré por dos mil…
Bodoni dejó caer la mano.
—No tengo dinero.
—Le siento. Pensé que te ayudaba. La
última vez me dijiste que todos los otros se llevaban la chatarra mejor. Creí
favorecerte. Bueno…
—Necesito un nuevo equipo. Para eso
ahorré.
—Comprendo.
—Si compro el cohete, no podré
fundirlo. Mi horno de aluminio se rompió la semana pasada.
—Sí, ya sé.
Bodoni parpadeó y cerró los ojos.
Luego los abrió y miró al señor Mathews.
—Pero soy un tonto. Sacaré el dinero
del banco y compraré el cohete.
—Pero si no puedes fundirlo ahora…
—Lo compro.
—Bueno, si tú lo dices… ¿Esta noche?
—Esta noche estaría muy bien —dijo
Bodoni—. Sí, me gustaría tener el cohete esta noche.
Era una noche de luna. El cohete se
alzaba blanco y enorme en medio del depósito, y reflejaba la blancura de la
luna y la luz de las estrellas. Bodoni lo miraba con amor. Sentía deseos de
acariciarlo y abrazarlo, y apretar la cara contra el metal contándole sus
anhelos.
Miró fijamente el cohete.
—Eres todo mío —dijo—. Aunque nunca
te muevas ni escupas llamaradas, y te quedes ahí cincuenta años,
enmoheciéndote, eres mío.
El cohete olía a tiempo y distancia.
Caminar por dentro del cohete era caminar por el interior de un reloj. Estaba
construido con una precisión suiza. Uno tenía ganas de guardárselo en el
bolsillo del chaleco.
—Hasta podría dormir aquí esta noche —murmuró
Bodoni, excitado.
Se sentó en el asiento del piloto.
Movió una palanca.
Bodoni zumbó con los labios
apretados, cerrando los ojos.
El zumbido se hizo más intenso, más
intenso, más alto, más salvaje, más extraño, más excitante, estremeciendo a
Bodoni de pies a cabeza, inclinándolo hacia adelante, y empujándolo junto con
el cohete a través de un rugiente silencio, en una especie de grito metálico,
mientras las manos le volaban entre los controles, y los ojos cerrados le
latían, y el sonido crecía y crecía hasta ser un fuego, un impulso, una fuerza
que trataba de dividirlo en dos. Bodoni jadeaba. Zumbaba y zumbaba, sin
detenerse, porque no podía detenerse; sólo podía seguir y seguir, con los ojos
cerrados, con el corazón furioso.
—¡Despegamos! —gritó Bodoni. ¡La
enorme sacudida! ¡El trueno! —. ¡La Luna! —exclamó con los ojos cerrados, muy
cerrados—. ¡Los meteoros! —La silenciosa precipitación en una luz volcánica—.
Marte. ¡Oh, Dios! ¡Marte! ¡Marte!
Bodoni se reclinó en el asiento,
jadeante y exhausto. Las manos temblorosas abandonaron los controles y la
cabeza le cayó hacia atrás, con violencia. Durante mucho tiempo Bodoni se quedó
así, sin moverse, respirando con dificultad.
Lenta, muy lentamente, abrió los
ojos.
El depósito de chatarra estaba
todavía allí.
Bodoni no se movió. Durante un minuto
clavó los ojos en las pilas de metal. Luego, incorporándose, pateó las
palancas.
—¡Despega, maldito!
La nave guardó silencio.
—¡Ya te enseñaré! —gritó Bodoni.
Afuera, en el aire de la noche,
tambaleándose, Bodoni puso en marcha el potente motor de su terrible máquina
demoledora y avanzó hacia el cohete. Los pesados martillos se alzaron hacia el
cielo iluminado por la luna. Las manos temblorosas de Bodoni se prepararon para
romper, destruir ese sueño insolentemente falso, esa cosa estúpida que le había
llevado todo su dinero, que no se movería, que no quería obedecerle.
—¡Ya te enseñaré! —gritó.
Pero sus manos no se movieron.
El cohete de plata se alzaba a la luz
de la luna. Y más allá del cohete, a un centenar de metros, las luces amarillas
de la casa brillaban afectuosamente. Bodoni escuchó la radio familiar, donde
sonaba una música distante. Durante media hora examinó el cohete y las luces de
la casa, y los ojos se le achicaron y se le abrieron. Al fin bajó de la máquina
y echó a caminar, riéndose, hacía la casa, y cuando llegó a la puerta trasera
tomó aliento y gritó:
—¡María, María, prepara las valijas!
¡Nos vamos a Marte!
—¡Oh!
—¡Ah!
—¡No puedo creerlo!
Los niños se apoyaban ya en un pie ya
en otro. Estaban en el patio atravesado por el viento, bajo el cohete
brillante, sin atreverse a tocarlo. Se echaron a llorar.
María miró a su marido.
—¿Qué has hecho? —le dijo—. ¿Has
gastado en esto nuestro dinero? No volará nunca.
—Volará —dijo Bodoni, mirando el
cohete.
—Estas naves cuestan millones.
¿Tienes tú millones?
—Volará —repitió Bodoni firmemente—.
Vamos, ahora vuelvan a casa, todos. Tengo que llamar por teléfono, hacer
algunos trabajos. ¡Salimos mañana! No se lo digan a nadie, ¿eh? Es un secreto.
Los chicos, aturdidos, se alejaron
del cohete. Bodoni vio los rostros menudos y febriles en las ventanas de la
casa.
María no se había movido.
—Nos has arruinado —dijo—. Nuestro
dinero gastado en… en esta cosa. Cuando necesitabas tanto esa maquinaria.
—Ya verás —dijo Bodoni.
María se alejó en silencio.
—Que Dios me ayude —murmuró su
marido, y se puso a trabajar.
Hacia la medianoche llegaron unos
camiones, dejaron su carga, y Bodoni, sonriendo, agotó su dinero. Asaltó la nave
con sopletes y trozos de metal; añadió, sacó, y volcó sobre el casco artificios
de fuego y secretos insultos. En el interior del cohete, en el vacío cuarto de
las máquinas, metió nueve viejos motores de automóvil. Luego cerró
herméticamente el cuarto, para que nadie viese su trabajo.
Al alba entró en la cocina.
—María -dijo—, ya puedo desayunar.
La mujer no le respondió.
A la caída de la tarde Bodoni llamó a
los niños.
—¡Estamos listos! ¡Vamos!
La casa estaba en silencio.
—Los he encerrado en el desván —dijo
María.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó
Bodoni.
—Te matarás en ese cohete —dijo la
mujer—. ¿Qué clase de cohete puedes comprar con dos mil dólares? ¡Uno que no
sirve!
—Escúchame, María.
—Estallará en pedazos. Además, no
eres piloto.
—No importa, sé manejar este cohete.
Lo he preparado muy bien.
—Te has vuelto loco —dijo María.
—¿Dónde está la llave del desván?
—La tengo aquí.
Bodoni extendió la mano.
—Dámela.
María se la dio.
—Los matarás.
—No, no.
—Sí, los matarás. Lo sé.
—¿No vienes conmigo?
—Me quedaré aquí.
—Ya entenderás, vas a ver —dijo
Bodoni, y se alejó sonriendo. Abrió la puerta del desván—. Vamos, chicos. Sigan
a su padre.
—¡Adiós, adiós, mamá!
María se quedó mirándolos desde la
ventana de la cocina, erguida y silenciosa. Ante la puerta del cohete, Bodoni
dijo:
—Niños, vamos a faltar una semana.
Ustedes tienen que volver al colegio, y yo a mi trabajo —tomó las manos de
todos los chicos, una a una—. Escuchen. Este cohete es muy viejo y no volverá a
volar. Ustedes no podrán repetir el viaje. Abran bien los ojos.
—Sí, papá.
—Escuchen con atención. Huelan los
olores del cohete. Sientan. Recuerden. Así, al volver, podrán hablar de esto
durante todas sus vidas.
—Sí, papá.
La nave estaba en silencio, como un
reloj parado. La cámara de aire se cerró susurrando detrás de Bodoni y sus
hijos. Bodoni los envolvió a todos, como a menudas momias, en las hamacas de
caucho.
—¿Listos? —les preguntó.
—¡Listos! —respondieron los niños.
—¡Allá vamos!
Bodoni movió diez llaves. El cohete
tronó y dio un salto. Los niños chillaron y bailaron en sus hamacas.
—¡Ahí viene la Luna!
La Luna pasó como un sueño. Los
meteoros se deshicieron como fuegos de artificio. El tiempo se deslizó como una
serpentina de gas. Los niños gritaban. Horas más tarde, liberados de sus
hamacas, espiaron por las ventanillas.
—¡Allí está la Tierra! ¡Allá está
Marte!
El cohete lanzaba rosados pétalos de
fuego. Las agujas horarias daban vueltas. A los niños se les cerraban los ojos.
Al fin se durmieron, como mariposas borrachas en los capullos de sus hamacas de
goma.
—Bueno —murmuró Bodoni, solo.
Salió de puntillas del cuarto de
comando, y se detuvo largo rato, lleno de temor, ante la puerta de la cámara de
aire.
Apretó un botón. La puerta se abrió
de par en par. Bodoni dio un paso hacia adelante. ¿Hacia el vacío? ¿Hacia los
mares de tinta donde flotaban los meteoros y los gases ardientes? ¿Hacia los
años y kilómetros veloces, y las dimensiones infinitas?
No. Bodoni sonrió.
Alrededor del tembloroso cohete se
extendía el depósito de chatarra.
Oxidada, idéntica, allí estaba la
puerta del patio con su cadena y su candado. Allí estaban la casita junto al
agua, la iluminada ventana de la cocina, y el río que fluía hacia el mismo mar.
Y en el centro del patio, elaborando un mágico sueño se alzaba el ronroneante y
tembloroso cohete. Se sacudía, rugía, agitando a los niños, prisioneros en sus
nidos como moscas en una tela de araña.
María lo miraba desde la ventana de
la cocina.
Bodoni la saludó con un ademán, y
sonrió.
No pudo ver si ella lo saludaba. Un
leve saludo, quizá. Una débil sonrisa.
Salía el sol.
Bodoni entró rápidamente en el
cohete. Silencio. Todos dormidos. Bodoni respiró aliviado. Se ató a una hamaca
y cerró los ojos. Se rezó a sí mismo. «Oh, no permitas que nada destruya esta
ilusión durante los próximos seis días. Haz que el espacio vaya y venga, y que
el rojo Marte se alce sobre el cohete, y también las lunas de Marte, e impide
que fallen las películas de colores. Haz que aparezcan las tres dimensiones,
haz que nada se estropee en las pantallas y los espejos ocultos que fabrican el
sueño. Haz que el tiempo pase sin un error».
Bodoni despertó.
El rojo Marte flotaba cerca del
cohete.
—¡Papá!
Los niños trataban de salir de las
hamacas.
Bodoni miró y vio el rojo Marte.
Estaba bien, no había ninguna falla. Bodoni se sintió feliz.
En el crepúsculo del séptimo día el
cohete dejó de temblar.
—Estamos en casa —dijo Bodoni.
Salieron del cohete y cruzaron el
patio. La sangre les cantaba en las venas. Les brillaban las caras.
—He preparado jamón y huevos para
todos —dijo María desde la puerta de la cocina.
—¡Mamá, mamá, tendrías que haber
venido, a ver, a ver Marte, y los meteoros, y todo!
—Sí —dijo María.
A la hora de acostarse, los niños se
reunieron alrededor de Bodoni.
—Queremos darte las gracias, papá.
—No es nada.
—Siempre lo recordaremos, papá. No lo
olvidaremos nunca.
Muy tarde, en medio de la noche,
Bodoni abrió los ojos. Sintió que su mujer, sentada a su lado, lo estaba
mirando. Durante un largo rato María no se movió, y al fin, de pronto, lo besó
en las mejillas y en la frente.
—¿Qué es esto? —gritó Bodoni.
—Eres el mejor padre del mundo —murmuró
María.
—¿Por qué?
—Ahora veo —dijo la mujer—. Ahora comprendo.
—Acostada de espaldas, con los ojos cerrados, tomó la mano de Bodoni—. ¿Fue un
viaje muy hermoso?
—Sí.
—Quizás —dijo María—, quizás alguna
noche puedas llevarme a hacer un viaje, un viaje corto, ¿no es cierto?
—Un viaje corto, quizá.
—Gracias —dijo María—. Buenas noches.
—Buenas noches —dijo Fiorello Bodoni.
1950
No hay comentarios:
Publicar un comentario