NERUDA
ENTRE NOSOTROS
Julio Cortázar
Mis ojos no vinieron para morder
olvido.
Canto General, “Hacia Recabarren”
Canto General, “Hacia Recabarren”
Yo te amo, pura tierra, como
tantas
cosas amé contrarias:
la flor, la calle, la abundancia, el rito.
Canto General, “La arena traicionada”
cosas amé contrarias:
la flor, la calle, la abundancia, el rito.
Canto General, “La arena traicionada”
Tan
cercano como está en la vida y en la
muerte, toda tentativa de
fijarlo desde la escritura
corre el riesgo de cualquier fotografía, de cualquier testimonio unilateral:
Neruda de perfil, Neruda poeta social, las aproximaciones usuales y casi
siempre falibles. La historia, la arqueología, la biografía, coinciden en la
misma terrible tarea: clavar la mariposa en el cartón. Y el único rescate que
las justifica viene de la zona imaginaria de la inteligencia, de su capacidad
para ver en pleno vuelo esas alas que ya son ceniza en cada pequeño ataúd de
museo. Cuando entré por última vez a su dormitorio de Isla Negra, en febrero de
este año, Pablo Neruda estaba en cama, acaso ya definitivamente inmovilizado, y
sin embargo sé que aquella tarde y aquella noche anduvimos juntos por playas y
senderos, que llegamos aún más lejos que dos años antes, cuando él había venido
a esperarme a la entrada de la casa y había querido mostrarme las tierras que
pensaba donar para que a su muerte alzaran allí una residencia de escritores
jóvenes.
Así, como
paseando a su lado y escuchándolo, quisiera decir aquí mi palabra de
latinoamericano ya viejo, porque muchas veces en el torbellino de la casi
impensable aceleración histórica del siglo he sentido dolorosamente que la
imagen universal de Pablo Neruda era para muchos una imagen maniquea, una
estatua ya erigida que los ojos de las nuevas generaciones miraban con ese
respeto mezclado de indiferencia que parece ser el destino de todo bronce en
toda plaza. A esos jóvenes de cualquier país del mundo quisiera contarles con
la llaneza del que encuentra a sus amigos en el café, las razones de un amor
que trasciende la poesía por sí misma, un amor que tiene otro sentido que mi
amor por la poesía de John Keats o de César Vallejo o de Paul Eluard ;
hablarles de lo que sucedió en mis tierras latinoamericanas en esa primera
mitad de un siglo que para ellos se confunde ya en la continuidad de un pasado
que todo lo devora y lo confunde.
En el
principio fue la mujer; para nosotros, Eva precedió a Adán en mi Buenos Aires
de los años treinta. Éramos muy jóvenes, la poesía nos había llegado bajo el
signo imperial del simbolismo y del modernismo, Mallarmé y Rubén Darío, Rimbaud
y Rainer María Rilke: la poesía era gnosis, revelación, apertura órfica, desdén
de la realidad convencional, aristocracia rechazando el lirismo fatigado y
rancio de tanto bardo sudamericano. Jóvenes pumas ansiosos de morder en lo más
hondo de una vida profunda y secreta, de espaldas a nuestras tierras, a
nuestras voces, traidores inocentes y apasionados, cerrándose en cónclaves de
café y de pensiones bohemias: entonces entró Eva hablando español desde un
librito de bolsillo nacido en Chile, Veinte
poemas de amor y una canción desesperada. Muy pocos
conocían a Pablo Neruda, a ese poeta que bruscamente nos devolvía a lo nuestro, nos arrancaba a la
vaga teoría de las amadas y las musas europeas para echamos en los brazos a una
mujer inmediata y tangible, para enseñamos que un amor de poeta latinoamericano
podía darse y escribirse hic
et nunc, con las simples
palabras del día, con los olores de nuestras calles, con la simplicidad del que
descubre la belleza sin el asentimiento de los grandes heliotropos y la divina
proporción.
Pablo lo
sabía, lo supo muy pronto: no opusimos resistencia a esa invasión que nos
liberaba, a esa fulminante reconquista. Por eso, cuando leímos Residencia en la tierra no éramos ya los mismos, los
jóvenes pumas se lanzaban ya por su cuenta a la caza de presas, tanto tiempo
despreciadas. Después de Eva veíamos llegar al Demiurgo, resuelto a trastrocar
un orden bíblico que no habíamos establecido los latinoamericanos; ahora íbamos
a asistir a la creación verbal del continente, el pez iba a llamarse pez por
boca americana, las cosas y los seres se proponían y se dibujaban desde la
matriz original que nos había hecho a todos, sin la sanción tranquilizadora de
los Linneo y los Cuvier y los Humboldt y los Darwin que nos habían legado
paternalmente sus modelos y sus nomenclaturas. Me acuerdo, me acuerdo tanto :
Rubén Darío se desplazó vertiginosamente en mi geografía poética, de la noche a
la mañana pasó a ser un gran poeta lejano, como Quevedo o Shelley o Walt
Whitman; en nuestra
dilatada, desierta y salvaje tierra mental, que habíamos llenado de necesarias
y vagarosas mitologías, Residencia se precipitó en la Argentina como
antaño San Martín en Chile para liberarlo, como Bolívar picando sus águilas
desde el norte ; la poesía tiene su historia militar, sus conquistas y sus
batallas, el verbo es legión y carga, y la vida de todo hombre sensible a la
palabra guarda en su memoria incontables cicatrices de esos profundos,
indecibles arreglos de cuentas entre el ayer y el hoy, entre lo artificial y lo
auténtico ; inútil murmurar que lo recíproco no existe, que Chile está hoy ahí
para probar hasta qué punto la historia militar ignora la poesía, eso que en
última instancia es lo humano en su exigencia más alta, allí donde la justicia
se quita la venda que el sistema le ha puesto en los ojos, y sonríe como una
mujer que ve jugar a un niño.
Neruda no
nos dio demasiado tiempo para recobrarnos, para tomar esa distancia que la
inteligencia establece hasta con lo más amado puesto que su razón de ser está
en un plus ultra incesante. Aceptar, asimilar Residencia en la tierra exigía acceder a una dimensión
diferente de la lengua y, desde allí, ver
americano como jamás se había
visto hasta entonces. (Ya algunos de nosotros, movidos por el azar de librerías
o amistades, entrábamos con el mismo asombro en una nueva faceta de esa
inconcebible metamorfosis de nuestra palabra: Trilce, de César Vallejo, llegaba a Buenos
Aires desde el norte, viajera secreta y temblorosa trayendo claves diferentes
para un mismo reconocimiento americano). Pero Pablo no nos dio tiempo a mirar
en torno, a hacer un primer balance de esa multiplicada explosión de la poesía.
Vastos poemas que formarían luego parte de la tercera Residencia se sumaban tumultuosos a la
primera gran cosmogonía para afinarla, especializarla, traerla cada vez más al
presente y a la historia. Cuando la guerra civil española lo lleva a escribir España en el corazón, Neruda ha dado el paso final que
lo desplaza del escenario a los actores, de la tierra a los hombres ; su
definición política que tanto malentendido innoble haría surgir (y pudrir) en
América Latina, tiene la necesidad y la llaneza del cumplimiento amoroso, de la
posesión en la entrega última ; y es fácil advertir que el signo ha cambiado,
que a la lenta, apasionada enumeración de los frutos terrestres por boca de un
hombre solitario y melancólico, sucede ahora la insistente llamada a recobrar
esos frutos jamás gozados o injustamente perdidos, la proposición de una poesía
de combate lentamente forjada desde la palabra y desde la acción. En Buenos
Aires, capital de la prescindencia histórica, este segundo y más terrible
espolazo de Neruda bastó para hacer caer muchas máscaras; me tocó ver, testigo
irónico, cómo nerudianos fanáticos repudiaban bruscamente su poesía, mientras
oportunistas al viento de las reivindicaciones exaltaban una obra que les era
palpablemente ininteligible salvo en sus significados más obvios. Quedaron los
que lo merecían, comprometidos o no en el plano político (lo digo expresamente,
puesto que a mí me faltaba aún la Revolución Cubana para despertarme), y para
ésos la obra de Neruda siguió siendo como un pulso, una vasta respiración
americana frente a las delicuescencias pasatistas y las fidelidades cada vez
más ridículas a los cánones extranjeros. Sé que le debo a Neruda el acceso a
Vallejo, a Octavio Paz, a Lezama Lima, a Cardenal, poetas tan diferentes como unidos,
tan individuales como fraternos. Pero lo repito, él no nos daba tregua, no nos
dio nunca tregua; poema tras poema, libro tras libro, su imperiosa brújula
exigía la revisión de nuestros rumbos, nos llamaba sin proponérselo, sin el
menor paternalismo de poeta mayor, de abuelo Hugo latinoamericano; simplemente
ponía otro libro sobre la mesa, y pálidos fantasmas corrían a esconderse.
Cuando llegó el Canto general, el ciclo de creación entró en su
último día necesario; luego seguirían muchos otros, memorables o de simple
fiesta, vendrían los poemas bien ganados del que se sienta a recordar su vida
con los amigos, como el entrañable Extravagario
y tantos momentos del Memorial de Isla Negra; Neruda envejecía sin renunciar a
su sonrisa de muchacho travieso, entraba por la fuerza de las cosas en el ciclo
de las solemnidades, los paseos utilizables, la más que innecesaria
consagración del Premio Nobel, último manotazo del sistema para recuperar lo
irrecuperable, el aire libre, el gato en el tejado jugando con la luna.
Mucho se
ha escrito sobre el Canto
general, pero su sentido más
hondo escapa a la crítica textual, a toda reducción sólo centrada en la
expresión poética. Esa obra inmensa es una monstruosidad anacrónica (se lo dije
un día a Pablo, que me contestó con una de sus lentas miradas de tiburón
varado), y por ello una prueba de que América Latina no solamente está fuera
del tiempo histórico europeo sino que tiene el perfecto derecho y, lo que es
más, la penetrante obligación de estarlo. Como, en un terreno no demasiado
diferente al fin y al cabo, Paradiso de José Lezama Lima, el Canto general decide hacer tabla rasa y empezar
de nuevo por si fuera poco, lo hace. Porque apenas se piensa en esto, es casi
obvio que la poesía contemporánea de Europa y de las Américas es una empresa
definidamente limitada, una provincia, un territorio, a la vez dentro del campo
de expresión verbal y dentro de la circunstancia personal del poeta. Quiero
decir que la poesía
contemporánea, incluso la de intención social como la de un Aragón, un Nazim
Hikmet o un Nicolás Guillén, que me vienen los primeros a la memoria y están
lejos de ser los únicos, se da circunstancia a determinadas situaciones e
intenciones. Más perceptible es esto todavía en la poesía no comprometida, que
en nuestros tiempos y en todos los tiempos tiende a concentrarse en lo
elegíaco, lo erótico o lo costumbrista. Y en ese contexto, cuya infinita
riqueza y hermosura no sólo no niego sino que me ha ayudado a vivir, llega un
día el Canto general como una especie de absurda,
prodigiosa geogonía latinoamericana, quiero decir una empresa poética de ramos
generales, un gigantesco almacén de ultramarinos, una de esas ferreterías donde
todo se da desde un tractor hasta un tornillito; con la diferencia de que
Neruda rechaza soberanamente lo prefabricado en el plano de la palabra, sus
museos, galerías, catálogos y ficheros que de alguna manera nos venían
proponiendo un conocimiento vicario de nuestras tierras físicas y mentales,
deja de lado todo lo hecho por la cultura e incluso por la naturaleza; él es un
ojo insaciable retrocediendo al caos original, una lengua que lame las piedras
una a una para saber de su textura y sus sabores, un oído donde empiezan a
entrar los pájaros, un olfato emborrachándose de arena, de salitre, del humo de
las fábricas. No otra cosa había hecho Hesíodo para abarcar los cielos
mitológicos y las labores rurales; no otra cosa intentó Lacrecio, y por qué no
Dante, cosmonauta de almas. Como algunos de los cronistas españoles de la conquista,
como Humboldt, como los viajeros ingleses del Río de la Plata, pero en el
límite de lo tolerable, negándose a describir lo ya existente, dando con cada
verso la impresión de que antes no había nada, de que ese pájaro no tenía ese
nombre y que esa aldea no existía. Y cuando yo le hablé de eso, él me miraba
con soma y volvía a llenarme el vaso, señal inequívoca de que estabas bastante
de acuerdo, hermano viejo.
Por cosas
así pienso que la obra de Pablo Neruda ha sido para los latinoamericanos de mi tiempo
algo que trasciende los parámetros usuales en que dialécticamente se mueven el
hacedor y el lector de poesía. Cuando pienso en ella, la palabra obra tiene para mí una consistencia
arquitectónica, un peso de mampostería, porque su acción en muchos de nosotros
no sólo se cumplió en ese plano general de enriquecimiento ontológico que da
toda gran poesía, sino en el de una toma directa de contacto con materias,
formas, espacios y tiempos de nuestra América. ¿Quién podrá llegar hasta el
litoral chileno y asomarse al Pacífico implacable sin que los versos de la Barcarola vuelvan desde la ya remota Residencia en la tierra, quién subirá a Macchu Picchu sin
sentir que Pablo lo precede en la interminable teoría de peldaños y colmenas?
Lo digo con riesgo, lo digo con dolor: cuánta poesía querida se me adelgazó
entre las manos después de esa terrible precipitación mineral y celular. Y lo
digo también con gratitud: porque ningún poeta mata a los demás poetas,
simplemente los ordena de otra manera en la trémula biblioteca de la
sensibilidad y la memoria. Habíamos vivido y leído de prestado, aunque los
préstamos fueran tan hermosos; habíamos amado en poesía algo como un privilegio
diplomático, una extraterritorialidad, el nepente verbal de tanta torpe tiranía
y tanta insolente expoliación de nuestras vidas civiles; sin soberbia, sin
jamás reprocharnos nuestras delicadas prescindencias, Neruda nos abrió la más
ancha de las puertas hacia esa toma de conciencia que algún día se llamará de
veras libertad. Ahora podíamos seguir leyendo a Mallarmé y a Rilke, puestos en
su órbita precisa, pero ahora no podíamos negar que éramos latinoamericanos; yo
sé, lo sabe lo más exigente de mi ser, que nadie salió perdiendo en esa furiosa
confrontación de materias poéticas.
Por eso,
a los que demasiado fácilmente olvidan, los invito a releer el Canto general para que a la luz (no, a la
tiniebla) de lo que ocurre en Chile, en Uruguay, en Bolivia -complete usted
mismo la lista interminable- verifiquen la implacable profecía y la invencible
esperanza de uno de los hombres más lúcidos de nuestro tiempo. Imposible
abarcar ese horizonte, esa rosa de los vientos que se vuelve húmedo erizo para
apuntar a sus multiplicados rumbos; sólo aludiré al retrato de tanto dictador,
de tanto tirano que Neruda nombró y describió sin vacilar en ese libro como si
supiera que iba más allá de sus miserables personas, que su denuncia abarcaba
un futuro donde habría de esperarlo otra vez la pesadilla. Los invito, para no
citar más que uno, a releer el poema en que González Videla es acusado de
traidor a su patria, y a sustituir su nombre por el de Pinochet, a quien
Salvador Allende también habría de llamar traidor antes de caer asesinado; los
invito a releer los versos en que Neruda transcribe cartas y testimonios de chilenos
torturados, vejados y muertos por la dictadura ; habría que estar ciego y sordo
para no sentir que esas páginas del Canto
general fueron escritas hace dos meses, hace quince días, anoche, ahora
mismo, escritas por un poeta muerto, escritas para nuestra vergüenza y acaso,
si alguna vez lo merecemos, para nuestra esperanza.
Conocí
muy poco al hombre Pablo Neruda, porque entre mis defectos está el de no
acercarme a los
escritores, preferir egoístamente la obra a la persona. Dos testimonios había
tenido de su afecto por mí: un par de libros dedicados que me hizo llegar a
París, sin que jamás hubiera recibido nada mío, y una página que envió a alguna
revista cuyo nombre no recuerdo, y en la que generosamente trataba de aplacar
una falsa, absurda polémica entre José María Arguedas y yo a propósito de escritores
«residentes» y escritores «exiliados». Cuando Salvador Allende asumió la presidencia
en noviembre de 1970, quise estar en Santiago cerca de mis hermanos chilenos,
asistir a algo que era harto más que una ceremonia, la primera apertura hacia
el socialismo en el sector austral del continente. Alguien llamó a mi hotel con
una voz de lento río: «Me dicen que estás muy cansado, ven a Isla Negra y
quédate unos días, ya sé que no te gusta ver gente, estaremos solos con Matilde
y mi hermana, Jorge Edwards te traerá el auto, vendrán Matta y Teresa a almorzar, nadie
más». Fui, claro, y Pablo me regaló un poncho de Temuco y me mostró la casa, el
mar, los solitarios campos. Como si tuviera miedo de cansarme, me dejó andar
por los salones vacíos, mirar despacio y a mi gusto la caverna de Aladino, su
Xanadú de interminables maravillas. Casi inmediatamente comprendí esa
correspondencia rigurosa entre la poesía y las cosas, entre el verbo y la
materia. Pensé en Anna de Noailles preguntándole a una amiga el nombre de una
flor entrevista en un paseo, y asombrándose: «Ah, pero si es la misma que
tantas veces he nombrado en mis poemas», y sentí lo que iba de eso a un poeta
que jamás nombró sin antes palpar, vivir lo nombrado. Cuánto resentido, cuánto
envidioso ironizó en su día sobre los mascarones de proa, los atlas, los
compases, los barcos en las botellas, las primeras ediciones, las estampas y
los muñecos, sin
comprender que esa casa, que todas las casas de Neruda eran también poemas,
réplica corroboración de las nomenclaturas de Residencia
y del Canto, prueba de que nada, ninguna
sustancia, ninguna flor había entrado en sus versos sin ser lentamente mirada y
olida, sin darle y ganarse el derecho a vivir para siempre en la memoria de los
que recibirían en pleno pecho esa poesía de encarnación verbal, de contacto sin
mediaciones. Incluso la muerte de Pablo Neruda entre escombros y alimañas
uniformadas, ¿no es un último poema de combate? Sabíamos que estaba condenado
por el cáncer que era una cuestión de tiempo y que acaso hubiera muerto el día
en que murió aunque la ralea vencedora no le hubiera destrozado y saqueado la
casa. Pero el destino habría de dibujarlo hasta el fin como lo que él había
querido ser; voluntariamente o no, ya ajeno a lo circundante o mirando las
ruinas de su casa con esos ojos de alcatraz a los que nada escapaba, su muerte
es hoy su verso más terrible, el salivazo en plena cara del verdugo. Como en su
día el Che Guevara, como Nguyen Van Troy, como tantos que mueren sin rendirse.
Me acuerdo de la última vez que lo vi, en febrero de este año; cuando llegué a
Isla Negra me bastó ver la gran puerta cerrada para comprender, con algo que ya
no eran las certidumbres de la ciencia médica, que Pablo me citaba para
despedirse. Mi mujer había esperado grabar una charla con él para la radio
francesa; nos miramos sin hablar, y el grabador quedó en el auto. Matilde y la
hermana de Pablo nos llevaron al dormitorio desde donde él continuaba su
diálogo con el océano, con esas olas en las que había visto los gigantescos
párpados de la vida. Lúcido y esperanzado (eran las vísperas de las elecciones
en las que la Unidad Popular afirmó su derecho a gobernar) nos dio su último
libro. «Ya que no puedo ir a las manifestaciones ni hablarle al pueblo, quiero
estar presente con estos versos que escribí en tres días». El título lo
explicaba todo: Incitación al
nixonicidio y alabanza de la revolución chilena; versos para gritar en las
esquinas, para que los cantores populares les pusieran música, para que los
obreros y los campesinos los leyeran en sus centros y en sus casas. Un
televisor a los pies de la cama lo mantenía al tanto del proceso electoral;
novelas policiales, que tanto le gustaban eran mejor sedante que las
inyecciones cada vez más necesarias. Hablamos de Francia, de su último
cumpleaños en la casa de Normandía donde los amigos habíamos llegado de todas
partes para que Pablo sintiera un poco menos la geométrica soledad del
diplomático famoso, y donde con gorros de papel, largos tragos y música lo
despedimos (él lo sabía, y nosotros sabíamos que él lo sabía). Hablamos de
Salvador Allende que había venido a visitarlo en esos días sin previo aviso,
sembrando la estupefacción con un helicóptero inconcebible en Isla Negra; y por
la noche, aunque insistíamos en irnos, en que descansara, Pablo nos obligó a
mirar con él un horrendo folletín de vampiros en la televisión, fascinado y
divertido al mismo tiempo, abandonándose a un presente de fantasmas más reales
para él que un futuro que sabía cerrado. En mi primera visita, dos años atrás,
me había abrazado con un hasta
pronto que habría de
cumplirse en Francia; ahora nos miró un momento, sus manos en las i nuestras, y
dijo: «Mejor no despedirse, verdad», los fatigados ojos ya distantes.
Era así,
no había que despedirse; esto que he escrito es mi presencia junto a él y junto
a Chile. Sé que un día volveremos a Isla Negra, que su pueblo entrará por esa puerta
y encontrará en cada piedra, en cada hoja de árbol, en cada grito de pájaro
marino, la poesía siempre viva de ese hombre que tanto lo amó.
Ginebra, 1973
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