LOS CUENTOS VAGABUNDOS
Ana María
Matute
Pocas cosas existen tan cargadas de
magia como las palabras de un cuento. Ese cuento breve, lleno de sugerencias,
dueño de un extraño poder que arrebata y pone alas hacia mundos donde no
existen ni el suelo ni el cielo. Los cuentos representan uno de los aspectos
más inolvidables e intensos de la primera infancia. Todos los niños del mundo
han escuchado cuentos. Ese cuento que no debe escribirse y lleva de voz en voz
paisajes y figuras, movidos más por la imaginación del oyente que por la
palabra del narrador.
He llegado a creer que solamente
existen media docena de cuentos. Pero los cuentos son viajeros impenitentes.
Las alas de los cuentos van más allá y más rápido de lo que lógicamente pueda
creerse. Son los pueblos, las aldeas, los que reciben a los cuentos. Por la
noche, suavemente, y en invierno. Son como el viento que se filtra, gimiendo,
por las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los huesos, con un
estremecimiento sutil y hondo. Hay, incluso, ciertos cuentos que casi obligan a
abrigarse más, a arrebujarse junto al fuego, con las manos escondidas y los
ojos cerrados.
Los pueblos, digo, los reciben de
noche. Desde hace miles de años que llegan a través de las montañas, y duermen
en las casas, en los rincones del granero, en el fuego. De paso, como
peregrinos. Por eso son los viejos, desvelados y nostálgicos, quienes los
cuentan.
Los cuentos son renegados,
vagabundos, con algo de la inconsciencia y crueldad infantil, con algo de su
misterio. Hacen llorar o reír, se olvidan de donde nacieron, se adaptan a los
trajes y a las costumbres de allí donde los reciben. Sí, realmente, no hay más
de media docena de cuentos. Pero ¡cuántos hijos van dejándose por el camino!
Mi abuela me contaba, cuando yo era
pequeña, la historia de la Niña de Nieve. Esta niña de nieve, en sus labios,
quedaba irremisiblemente emplazada en aquel paisaje de nuestras montañas, en
una alta sierra de la vieja Castilla. Los campesinos del cuento eran para mí
una pareja de labradores de tez oscura y áspera, de lacónicas palabras y mirada
perdida, como yo los había visto en nuestra tierra. Un día el campesino de este
cuento vio nevar. Yo veía entonces, con sus ojos, un invierno serrano, con
esqueletos negros de árboles cubiertos de humedad, con centelleo de estrellas.
Veía largos caminos, montañas arriba, y aquel cielo gris, con sus largas nubes,
que tenían un relieve de piedras. El hombre del cuento, que vio nevar, estaba
muy triste porque no tenía hijos. Salió a la nieve, y, con ella, hizo una niña.
Su mujer le miraba desde la ventana. Mi abuela explicaba: «No le salieron muy
bien los pies. Entró en la casa y su mujer le trajo una sartén. Así, los
moldearon lo mejor que pudieron.» La imagen no puede ser más confusa. Sin
embargo, para mí, en aquel tiempo, nada había más natural. Yo veía
perfectamente a la mujer, que traía una sartén negra como el hollín. Sobre ella
la nieve de la niña resaltaba blanca, viva. Y yo seguía viendo, claramente,
cómo el viejo campesino moldeaba los pequeños pies. «La niña empezó entonces a
hablar», continuaba mi abuela. Aquí se obraba el milagro del cuento. Su magia
inundaba el corazón con una lluvia dulce, punzante. Y empezaba a temblar un
mundo nuevo e inquieto. Era también tan natural que la niña de nieve empezase a
hablar… En labios de mi abuela, dentro del cuento y del paisaje, no podía ser
de otro modo. Mi abuela decía, luego, que la niña de nieve creció hasta los
siete años. Pero llegó la noche de San Juan. En el cuento, la noche de San Juan
tiene un olor, una temperatura y una luz que no existen en la realidad. La
noche de San Juan es una noche exclusivamente para los cuentos. En el que ahora
me ocupa también hubo hogueras, como es de rigor. Y mi abuela me decía: «Todos
los niños saltaban por encima del fuego, pero la niña de nieve tenía miedo. Al
fin, tanto se burlaron de ella, que se decidió. Y entonces, ¿sabes qué es lo
que le pasó a la niña de nieve?» Sí, yo lo imaginaba bien. La veía volverse
blanda, hasta derretirse. Desaparecería para siempre. «¿Y no apagaba el
fuego?», preguntaba yo, con un vago deseo. ¡Ah!, pero eso mi abuela no lo
sabía. Sólo sabía que los ancianos campesinos lloraron mucho la pérdida de su
pequeña niña.
No hace mucho tiempo me enteré de que
el cuento de la Niña de Nieve, que mi abuela recogiera de labios de la suya,
era en realidad una antigua leyenda ucraniana. Pero ¡qué diferente, en labios
de mi abuela, a como la leí! La niña de nieve atravesó montañas y ríos, calzó
altas botas de fieltro, zuecos, fue descalza o con abarcas, vistió falda roja o
blanca, fue rubia o de cabello negro, se adornó con monedas de oro o botones de
cobre, y llegó a mí, siendo niña, con justillo negro y rodetes de trenza
arrollados a los lados de la cabeza. La niña de nieve se iría luego, digo yo,
como esos pájaros que buscan eternamente, en los cuentos, los fabulosos países
donde brilla siempre el sol. Y allí, en vez de fundirse y desaparecer, seguirá
viva y helada, con otro vestido, otra lengua, convirtiéndose en agua todos los
días sobre ese fuego que, bien sea en un bosque, bien en un hogar cualquiera,
está encendiéndose todos los días para ella. El cuento de la niña de nieve,
como el cuento del hermano bueno y el hermano malo, como el del avaro y el del
tercer hijo tonto, como el de la madrastra y el hada buena, viajará todos los
días y a través de todas las tierras. Allí a la aldea donde no se conocía el
tren, el cuento caminando.
El cuento es astuto. Se filtra en el
vino, en las lenguas de las viejas, en las historias de los santos. Se vuelve
melodía torpe en la garganta de un caminante que bebe en la taberna y toca la
bandurria. Se esconde en los cruces de los caminos, en los cementerios, en la
oscuridad de los pajares. El cuento se va, pero deja sus huellas. Y aun las
arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras los carros, carretera
adelante.
El cuento llega y se marcha por la
noche, llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los niños. A
escondidas, pegándose al frío y a las cunetas, va huyendo. A veces pícaro, o
inocente, o cruel. O alegre, o triste. Siempre, robando una nostalgia, con su
viejo corazón de vagabundo.
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