lunes, 2 de noviembre de 2020

EL ACTO DE ESCRIBIR, Santiago Kovadloff

 

EL ACTO DE ESCRIBIR

Santiago Kovadloff*

 



I

Creo poder remontar la corriente que me trajo hasta este oficio. Escribir ha sido desde siempre lo único que quise. Desde siempre, no: desde que ya no pude jugar. No poder jugar fue mi derrumbe. Mi primera experiencia del tiempo como catástrofe; de mi identidad como incertidumbre. Sí, una zozobra absoluta. Días y días vacíos. De pie en mi cuarto, en el jardín, viendo llover detrás de una ventana, la mirada errante sobre un mundo hueco. Enfermo por el amor que se fue.

No sabría decir cuánto duró esa agonía. ¿Hubo transición? Me parece que fue un salto, una fuga del dolor. Mis soldados de plomo estaban tibios todavía cuando empecé a escribir. Nunca me resigné a dejar de jugar. Nunca me resignaré. Y ya tengo más de sesenta años.

Empecé a los trece. Recuerdo el papel. Hojas sueltas, planchas levemente opacas, perladas, de un blanco atenuado por una pátina gris. Allí mi mano dejaba su estela de tinta azul profundo. Mi padre me daba esas hojas. Cada resma era nutrida y pulposa. Ignoro de dónde provenían. ¿Qué era aquello? ¿Papel de envolver? Me gustaba. No escribía en cuadernos. Mi trazo regular cubría las hojas amorosamente. Las iba llenando con mi letra ostentosa, que se deslizaba y caía sobre la derecha, como desplomándose. Letra diáfana, lenta, como la de hoy. Allí prolongaba yo mis correrías imaginarias a caballo por las cuadras de mi barrio. Pistola al cinto o en mano, atento a las acechanzas de apaches y cuatreros, me deslicé desde mis juegos a las palabras. Aún recuerdo un título: "Diez mil dólares en oro". Hubo una mediación: los libros. Leía hechizado. Mi cuerpo leía. Todo mi cuerpo. Los libros también eran juguetes. Y más: los acariciaba, me gustaba la piel de las páginas, las olía. Como a una mujer. Ellos fueron el residuo palpitante que me dejó la infancia cuando se apagó. La materia que facultó mi renacimiento. Desde entonces nada me importó más. Leer, escribir. Resucité. Volví a tener un mundo.

Los desvelos que me producen mis desaciertos de padre y marido me atormentan menos que mis imperfecciones de escritor. Sigo siendo un niño que perdió su casa tras la muerte de su infancia. No falta sin embargo quien, con humor y clarividencia, diagnostique que la mía es una conclusión conscientemente encubridora y por lo tanto hipócrita. Bien sé —me aseguran— que tan mal padre no soy, ni un marido desastrado; en consecuencia, no podía escapárseme que lo real-mente preocupante, por hondas e irremontables, son mis falencias de escritor. Sea como fuere: si no escribiese, me ahogaría. La vocación no responde a la certeza sobre el propio talento. Es una pasión. Se nutre de su propia necesidad, de su ímpetu y no de la excelencia eventual dé sus frutos. Yo podría durar sin escribir pero no sabría vivir sin hacerlo. No lo sé desde hace casi cincuenta años. Ya es demasiado tarde para aprender a pasar el tiempo. Lo senil para mí es la vida sin literatura. Al escribir me rebaso, me trasciendo, voy más allá de mi literalidad; de esa pátina de obviedad en que la rutina ahoga lo viviente. Al escribir asciendo, planeo, respiro un aire más puro. Ahondo lo que de otro modo se me extravía en la dispersión, en la impropiedad, en la falsa claridad de la costumbre. Detesto lo inequívoco, lo rígido, lo inmóvil. Al escribir, todo se convulsiona, vuelve a temblar, se desplaza, me convoca. Me contoneo al escribir, bailo, me bailo. Hurgo, encuentro, pierdo, busco. Las palabras arden y queman en la urgencia que siento de decir. Aciertan o marchitan lo que tocan, según sea la gracia que inspira su despliegue. La vocación las baña, las depura, las hospeda. Pero a veces las ahoga con su avidez desmedida. Y ellas florecen o caen. A veces huyen o no ceden, se resisten. Se niegan a venir. Tienen la aspereza de lo indómito. Dan a entender que no las merezco. Y sufro adivinándolas perfectas y presintiéndolas inalcanzables, certeras y distantes. Mi pobreza entonces me atormenta. Mi ineptitud me paraliza y me angustia porque nada quise ni quiero más que saber tratar con ellas. Pero luego, no sé cómo ni de dónde, la vocación renace, embiste, insiste, revierte la ceniza en que se apaga. Una ráfaga de sensualidad venida del corazón me devuelve a las palabras. Me las ofrenda otra vez, dóciles, exactas. Y ellas son, entonces, las que cantan y las que suben y bajan. [...] Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto trasmigrar de patria, de tanto ser raíces...[...] Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada.. (Pablo Neruda, Confieso que he vivido, "La palabra", págs. 73 y 74, Losada, Buenos Aires, 1974).

 

II

He sido, creo, un inventor exitoso. Me propuse llevar adelante una empresa productora de tiempo o, mejor aún, de horas libres para escribir y leer. El asunto prosperó en unos pocos años. Como el dinero jamás me interesó, me ocupé cuidadosamente de ganar lo indispensable. E indispensable fue siempre para mí reunir lo que me permitiera vivir como quería. Me transformé en lector e intérprete profesional de los libros que amaba y de los textos que me acercaban quienes, aspirando a ser escritores, creían que mi parecer podía orientarlos. Maestro y tallerista, encontré en la docencia privada el acceso a mi sustento y una alegría de transmitir que la universidad no me brindó o yo no supe cosechar en ella.

Elijo a mis discípulos tanto como ellos a mí. Sólo sé interesarme por aquellos a los que reconozco antes que por aquellos a los que recién conozco. Soy platónico y lo admito pues sólo me conmueven los seres cuyas almas creo reencontrar y a las que recuerdo al verlas en una aparente primera vez. Mi comunión con ellas se me evidencia en la intuición de su talento, de su fervor vocacional, o en la convicción de que reúnen las aptitudes que me parecen propicias para emprender lo que se proponen.

Enseño en la sala de estar de mi casa tres días por semana. Luego de esa entrega, me recluyo. Ya en la noche del jueves, me hace feliz el presentimiento de mi retiro. Y mi retiro comienza el viernes. Al fondo de mi departamento, camuflado en la apariencia de un mero escritorio, se alza mi monasterio. Escribo en la semioscuridad bajo un hilo de luz. Mi lámpara es de ópalo verde y encendida parece un lago.

Resguardo mi fortuna con criterio y avaricia. A nadie obsequio el tiempo en que quiero y trato de escribir. Y cuando no sé hacerlo y caigo en concesiones que mi vocación no tolera, me enfermo de inmediato, del modo que fuere, y es otra vez la sensación de durar la que desplaza en mí la emoción de estar viviendo. De modo que el escritor, el lector y el docente se reparten mi tiempo en plácida concordancia, sin excluir, es cierto, al melómano devoto de Brahms, de Mozart, de Satie y de Bill Evans, cuyas horas de oficiante no son nunca las de los otros tres, pues no logro leer ni escribir  ni escuchar música, si la atmósfera propia de cada una de esas actividades es interferida por cualquiera de las demás.

Escribo a mano, como tantos aún lo hacen, porque es de ese modo como más lo disfruto. Dibujo cada letra, trazo las palabras con un ritmo siempre pausado del que brotan las ideas que hilvana cada ensayo. Rara vez son muchas las páginas que produzco en una sola jornada. Apenas algunos párrafos. Es la intensidad y no la extensión lo que tanto busco y encuentro a veces. Pero al fin del día y sean cuales fueren los resultados, emerjo purificado. Se trata de escribir, de ir, de estar haciéndolo. La emoción más honda proviene de la marcha, del zigzagueo de la pluma en el papel, de su sonido. Infundir transparencia a una idea me demanda siempre varias embestidas. La cadencia debe brindar sustento al enunciado para que la vida personal que habita en el concepto o la imagen haga oír su respiración. De modo que corrijo y corrijo en días o semanas sucesivos hasta el agotamiento o el hallazgo sentido como feliz.

Es en mi letra donde reconozco mi escritura. La tipografía de la máquina casi nada me dice, nada me entrega de cuanto brota del trazo. En ella me veo velado, sustraído a mi materialidad. Cuando estoy ante mis textos impresos, los leo en voz alta para sobreponerme al sentimiento de despersonalización que me imponen las páginas editadas. Sólo así —por obra de la voz— lo impreso me devuelve, me restituye. Mi letra es gótica, lenta y clara. Desconoce la prisa, la ansiedad con la que sin embargo me pongo a redactar cuando me asalta una idea. Quisiera que mis libros fueran publicados con mi caligrafía. Barthes sabía que en la letra vemos "la proyección enigmática de nuestro propio cuerpo". 2 Roland Barthes, Variaciones sobre la escritura, Paidós, Buenos Aires, 2003, pág. 158.

Trazar [palabras] es para mí del mismo orden que pintar para un pintor: escribir sale de mis músculos, disfruto de una especie de trabajo manual; acumulo dos "artes": el del texto y el del grafismo. 3 Roland Barthes, ob. cit., págs.165 y 166.

Algo del enigma del tiempo recoge esa huella que la mano labra. El modo en que cada cual lo conjuga. Su realidad dolorosa y deslumbrante. Por mucho que se transforme, nuestra letra es la de siempre. Algo de esa constancia, de eso que persevera, se deja ver al plasmarla. No se trata sólo de los indicios de un temperamento. El impacto que produce el tiempo como objeto inviable para la conciencia, está allí también: es huella en el trazo. En ese surco que la mano cava, en ese suelo horadado, síntoma y cicatriz, prueba temblorosa de su hondura. Lo notorio y lo indecible están allí. Todo escritor, todo artista, lo sabe; y si no lo sabe, lo adivina: el tiempo se vertebra en nosotros como un gemido. A veces también como oración y melodía. Muy posiblemente los hombres de los siglos venideros serán ágrafos en un sentido esencial. Ya no escribirán con sus manos del mismo modo que ya no trabajan la tierra con ellas. No sabrán ni querrán escribir con sus manos. Se trata de una tendencia previsible. Algo de nuestra subjetividad actual agoniza, algo la fuerza a reducir a un mínimo los indicios de su presencia, el cultivo de la intimidad. A partir de esa agonía, forzado por ella, la huella del tiempo va tomando nuevas formas en la sensibilidad. Acaso en el futuro se llegue a desconocer la letra de generaciones enteras. Acaso, desde ese futuro se observe la letra de generaciones pasadas y remotas, la nuestra entre ellas, como hoy se mira un dolmen o un remoto artefacto de madera o una vieja deidad construida con los dedos. Algo incanjeable, inconfundible, se extingue con el abandono generalizado de la caligrafía personal. Un signo del espíritu comienza a volverse residual.

Es demasiado pronto para decir qué compromete el hombre moderno de sí misino en esta nueva escritura de la que la mano está ausente. 4 Roland Barthes. ob. cit., pág. 168.

Yo trato, como puedo, de escapar escribiendo al desconcierto y al silencio que el tiempo, como secreto impermeable a nuestra súplica, nos impone. Trato, a la vez, de que ese silencio y ese des-concierto se dejen oír en lo que digo; que haya sitio en lo que digo para su flujo suave y su paso atronador, inapresable, y del que yo mismo soy una estela cada vez más tenue y a la vez más pro-nunciada. Escribo rehuyendo y palpando su absurda insistencia en el pulso de mi mano, su misterio extenuante en la palma que reposa en el papel. Y no hay emoción comparable a la de saber que un día ya no me habitarán.

III

Si el sentido de la vida es indisociable de una finalidad, la mía es escribir. No sé vivir sino tratando de construir enunciados con palabras, formas con palabras, insinuaciones verbales que reflejen el impacto de saberme en el tiempo, sujeto a él, hecho y deshecho por él. No sé distraerme de esta finalidad, pensarme sin ella, apartarme de ese propósito que obra en mí sin cesar como un consuelo, ni concentrarme devotamente en algo más que la consideración de un significado o la tersura indispensable con que debe contar su enunciación.

La vida sólo me resulta asimilable como materia prima de mis divagaciones de ensayista. Si la escribo la digiero, si no totalmente al menos más y mejor que si me limito a vivirla. Como experiencia directa, la vida me sobrepasa. Al escribirla, en cambio, me reconstruyo, puedo mediatizarla y, de algún modo, administro sus efectos. Se trata de un resarcimiento. De una estrategia defensiva. La vida en sí misma me resulta aluvional, me avasalla, me aturde, me fragmenta. Me ahogo en la pura desnudez de los días y sólo escribiendo puedo discernir a medias lo que me sucede. Recupero, indirectamente, lo que directamente se me escapa. Es tal la turbación que el hecho de vivir me provoca que no termino de hacer mía ninguna rutina. Mi desubicación no cesa. Ser no me contiene. Hay en mí un excedente de estupefacción que no se disuelve en la costumbre. Tal vez por eso no conozca el aburrimiento y sí una inquietud insomne, insistente, y a veces un cansancio demoledor. El efecto áspero de una incredulidad parcial, incisiva, antes que la certeza plena y apaciguadora de estar protagonizando cualquiera de mis experiencias. Me falta, en casi todo, espontaneidad. No logro sobreponerme a ese extrañamiento básico que me paraliza, que me domina en todo y con todos. Desconfío de mi realidad. Sospecho de mi presencia efectiva allí donde estoy. Al escribir, en cambio, cedo la palabra por entero, abiertamente, a esa ambigüedad en que consisto. Entonces me afinco, me sitúo. Me reconcilio, escribiendo, con mi imposibilidad de terminar de consistir. Al escribir, habla desde mí, sin reservas, el inconcluso; el difuso se hace oír, si bien no con entera libertad, sí con algo menos de inhibición. Al escribir puedo, por fin, expresarme desde mi vacilación, ceder a mi emoción de desorientado sin camuflarla, representar de algún modo mi propio extrañamiento, esa íntima impresión de no consistir solamente en mí. Es que escribiendo se desploma la necesidad de excusarme, la culpa y la inhibición de ser como soy o de no ser como no soy. Busco y encuentro, al escribir, el alivio de aproximarme a una verdad propia más elemental que la que orienta mi desempeño social y aun familiar y el uso habitual que me siento forzado a hacer de las palabras. Ese alivio que no encuentro limitándome a vivir, atado a las imposiciones de la moderación y la coherencia que exigen el trato, la funcionalidad y el mandato de ser casi siempre expeditivo. La vida sólo vivida, la vida a secas, se me escapa y ni siquiera como vivida la siento. Su intensidad distorsiona y aturde mi percepción. Y si, al escribir, no la retengo ni abarco, logro en cambio que su fuga, el efecto decisivo de su fuga sobre mí, ingrese en el lenguaje, abandone la periferia en que subyace mientras actúo, vengo y voy, y conquiste el centro de la escena, imponiéndose como evidencia, ganando la palabra. Ése es mi desquite, mi consuelo, mi alivio, mi exorcismo. La paz que de otro modo no encuentro. Y si el goce que se siente en el acto de escribir es también padecimiento a fuerza de ser intemperie, a mí me parece el único triunfo esencial que soy capaz de lograr sobre esa desorientación primera y esa ignorancia compacta con que me descalifica el hecho de existir. Se diría que, al escribir, reacciono contra mi sentimiento de irrealidad objetiva mediante este recurso de creación de realidad subjetiva. Escribo para volverme verosímil ante mí mismo, ya que es muy tenue la impresión de serlo que tengo cuando no lo hago. Si la literatura es mi prótesis, esa prótesis es radical, sustantiva, pues todo yo me asimilo, sin ella, a lo que mi falta. No hay razón para insistir en esta actividad a no ser por semejante urgencia ontológica. El día que ella ya no me acose, conquistaré una apatía monacal ante lo que me suceda. Y, cuando me asome a mi muerte —a ese segundo que será encuentro y despedida— sabré que habiéndome extinguido con la necesidad de escribir, bien poco me quedará por entregar, y nada será más exacto que designar lo que de mí quede, cuando expire, como de mis restos.

Al escribir supero la impresión casi constante de que estar vivo es estar perdido. Lejos de evadirla, al escribir encaro esa impresión, la enfrento, la exploro, la escucho. Es ese mismo vacío de significación el que me lanza hacia las palabras. Él me las dicta a cambio de que en ellas le dé cabida. Puesto que casi desde siempre he querido escribir y seguir escribiendo, es evidente que hacerlo no me salva ni me rescata sino momentáneamente del naufragio. Cada texto terminado me devuelve a la turbulencia de las olas y de ella vuelvo a escapar escribiendo. Para los demás, el saldo de este retorno eterno, de este circuito cerrado, se llama mi obra. Para mí, sin embargo, mi obra no es más que mi obrar, ese proceder circular, toda la trayectoria que una y otra vez va del naufragio al madero y viceversa. Mi vida es eso. Ese circuito es mi obra. Una misma insistencia remodelada infinitamente. No hay segundo poema. Y es así porque, en rigor, no hay un primero al que pueda considerárselo acabado en la sensibilidad de quien lo produjo. Hay sí, un esbozo. Un esbozo que insiste y se multiplica en otros. Una necesidad de dejar atrás las palabras que da lugar a nuevas palabras. Obra literaria es ese repertorio de fracasos sucesivos logrados mediante el empeño perseverante e inútil de no volver a escribir más. Y no obstante escribir me fortalece, me serena. Me predispone mejor hacia todo lo que sea no escribir. Lo que se llama la realidad, "lo que hay", "las cosas", "eso que pasa", reviste para mí tal grado de inverosimilitud, me conmociona a tal punto su dimensión fantasmagórica que, a menos que sea escribiendo, no sé cómo tramitar mi asombro, ni mi terror, ni mi emoción, ni mi gratitud por estar vivo. Aún hoy es así. Con más de sesenta años.

La vida es un hecho sobrenatural. Quien así no lo advierta reniega de su propia complejidad. Para sobrellevarlo sin literatura, sin arte, sin ciencia, sin filosofía, sin religiosidad, hacen falta mecanismos de defensa, mediaciones, que en mí no hay o están estropeados. Sé sin lugar a dudas que las cosas me golpean porque me alcanzan más allá de su significación ordinaria, habitual, desafiándome con su verdad inefable, embistiéndome con su absoluta imponderabilidad metafísica. De ese embate de lo imponderable trato de hablar al escribir, y al escribir sobre cualquier cosa. Porque es en las cosas, en cada cosa —incluso en las más banales u ordinarias—, donde ella se me manifiesta. Y si de mí con razón se dice que vivo distraído (aunque mejor sería decir sustraído), sin poder terminar de estar donde me encuentro, es porque quienes me conocen advierten lo que casi siempre trato de enmascarar: que no me encuentro cabalmente donde estoy, que hay una cita a la que no termino de concurrir por más que a ella vaya, que ese dónde en el que estoy se me escapa, se me evapora o no acaba de constituirse para mí en un dato terminal. Como si yo no pudiera afincarme, hacer pie, entender o aceptar que sí llegué y que sí entiendo. Y es así porque ese dónde en que me asiento se me deshace, se me evapora, y sus bordes se me deshilachan vulnerados por el embate de esa energía que de pronto brota de las cosas para mí como liberándolas y llamándome hacia esa otra realidad tanto más honda que la que brinda su primera apariencia. Siempre me atrajeron las interpretaciones clínicas alentadas por mi patología aunque me inclino a creer que hay en mí un bastión de mi narcisismo irreductible al análisis. Ello no me impide reconocer que malentienden el psicoanálisis quienes creen que su finalidad es privarnos, a quienes la tenemos, de nuestra aptitud para la creación. Todo lo contrario. Pocas cosas respaldan más el misterio de esa aptitud que una buena interpretación. El psicoanálisis nada nuevo nos dice sobre la facultad creadora. Pero sí mucho sobre su finalidad neurótica. No escuché jamás a un psicoanalista que intentara persuadirme de que la vida, para el entendimiento humano, no fuera un acontecimiento sobrenatural, des-concertante, aplanado con demasiada frecuencia en casi todos nosotros, por los martillazos de la costumbre. Lo excepcional, ya se sabe, no es ser, sino advertirlo. Y advertirlo, en cuanto a lo que a mí más me importa, no significa entender sino verse a merced de su intensidad, del colapso que desata la imposibilidad de significarlo. Hay personas en las cuales los recursos paliativos de ese impacto no actúan con la debida precisión. Son seres que vienen fallados. Cualquier psicoanalista serio podría explicarlo. Yo estoy entre esos seres. No hay jactancia en lo que digo. ¿Qué jactancia puede haber en declararse impedido? El padecimiento de quienes en este orden somos inválidos no es envidiable. Pertenezco a una estirpe de carenciados que se afana en decirlo todo a la luz de su desajuste. Semimudos que han transformado su impotencia en vocación. Indigentes que, vaya a saber en virtud de qué facultad, se alimentan del mismo desamparo que los descalifica. Habitantes de lo inhabitable. Frecuentadores de lo inaccesible. Astrónomos, místicos, músicos, biólogos, filósofos y físicos cabales, pintores y escritores, claro está. Gente que se tutea con lo imposible. Gente que trae estampada en la cara la caricia con que lo ha rozado lo indecible, cuya voz se muestra templada por el trato con el silencio.

Escribir es, pues, mi eucaristía, mi acción de gracias, mi sustento. El gesto transfigurador que me arranca a la literalidad y me permite no enloquecer o no largarme a llorar al despertar o irme a dormir sin desesperarme por no saber adónde voy exactamente al decir que voy a dormir.

IV

Me doy cuenta: soy un hombre ensimismado. No puedo apartar de mí el enigma de mi presencia. No se trata de autofascinación sino de perplejidad. Ya lo dije: ser me rebasa, me excede. Mi turbación ante mí mismo linda con lo siniestro, con el horror que despierta lo que no termina de imponerse como natural. No acabo de identificarme. No sé hacerlo y creo que nadie lo sabe. Pero hay algunos en quienes esa disonancia se deja oír, se hace ver, se configura y comienza a bailar. Logra objetivarse, así, en una forma que opera como espejo de lo que no puede terminar de retratarse. Ser real es mi trauma. La barrera que me impide encontrar refugio, alcanzar una ubicación más segura, un amparo. Cuando escribo, actúo mi drama. Administro entonces mi desolación. Puedo de algún modo con ella. El niño desconsolado traza un surco, arma su torre, juega con su pena y en la medida en que juega ya no sólo hay dolor.

Pero ni aún en lo que escribo termino de ser verosímil. Lo que hago es soplar el fuego, avivarlo y dar transparencia a esa bruma inagotable. Como diría Montaigne, me dejo llevar por el viento. Mis libros son recopilaciones de fragmentos. Restos arrebañados. Saldo de un final de travesía siempre incompleta. Lo mío son voces sin centro, periféricas. Tal vez escriba para hacer evidentes los efectos de la ausencia de ese centro. Y sin embargo, el propósito esencial es otro: dar a ese descentramiento un tono. La búsqueda de la musicalidad del enunciado es la forma más alta y más honda que en mí tomó la sed de identidad. Hilvanar los conceptos en enunciados melódicos es mi modo dilecto de filosofar. El que se cumple con el cuerpo hecho palabra y la palabra hecha cadencia. El único por el que me desvivo. Se me dirá que eso no es filosofía. Posiblemente. Pero sólo así puedo sentirla como tal. La claridad de Hegel no me ilumina: me enceguece. La luz que me importa proviene de Montaigne, de Pascal, de Camus, del tormento musicalizado de Cioran. De ese sobrio prodigio en prosa castellana que es la reflexión de Octavio Paz.

¿Por qué no confesar que las ideas me conmueven por su belleza antes que por su consistencia lógica? Si me envuelven como un abrazo, si despiertan mi emoción, yo las entiendo. Mis convicciones son esencialmente expresivas. A no ser por el acento que les infunde vida, no sé identificarlas. Me cuesta creer que sean mías, que me atañen. Digo yo y no sé con precisión de quién hablo. Al escribir no supero esa ignorancia pero la artículo. Hago de ella un pronunciamiento que se cursa a sí mismo y a sí mismo se revela. Sólo así creo escapar al acoso del sentimiento de dispersión. Al fracaso perceptivo que me impone lo que hay en mí de inabordable. Realmente el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Creer en Él es saberse, como Él, indescifrable. No es su inteligibilidad lo que busco sino el efecto en mí de su realidad inconcebible. La estela de lo imponderable en mí. Lo mío es un esfuerzo tan inaplazable como insuficiente. Lo cumplo. No obstante, lo cumplo. Su fundamento consiste en lo que tiene de imperativo. Y lo cumplo mediante los trazos que forja mi mano. Acaso por eso dibujo cuando escribo. Mi letra responde a la necesidad de discernir. Sus rasgos tienen la claridad que en todo lo demás me falta. Es ese deseo de clarividencia el que me dicta la forma de mis trazos. Y yo diría que esa forma es todo lo que logra mi deseo. Sólo sé divagar, me pierdo en mis asuntos si busco determinarlos de una buena vez. No arribo a conclusiones. No sé interesarme por ellas. Prefiero el torrente de la digresión infinita. El viaje al desenlace, la marcha al arribo. Y la unidad a la que aspiro la busco en el tono. La estructura que persigo está en el tono. Respondo, escribiendo, al mandato de entonar un anhelo de transparencia irrealizable. No al hecho de tener algo preciso que decir. Primero llegan las palabras con su melodía y su promesa de una revelación. Después y sólo después, los temas. Tal como lo dijo Schiller. "El sentimiento carece en mí, al principio, de un objeto determinado y claro; éste no se forma hasta más tarde. Precede un cierto estado de ánimo musical, v a éste sigue después en mí la idea poética". (Extraído de una carta de Schiller a Goethe, del 18 de marzo de 1796 y citada por Federico Nietzsche, El nacimiento de la tragedia. Alianza Editorial, Madrid, 1981,pág. 62.)

 Soy un hombre ocupado por las palabras. Un devoto del susurro con el que me cantan. Algo del proceder de los antiguos místicos judíos insiste en mí. Integro una cofradía de deslumbrados por algo que las palabras quieren decir y no dicen. O lo dicen y yo no termino de aprehenderlo. Tal vez yo sea, ante todo, un oyente de Dios y no lo sepa o no lo quiera saber. Tal vez, al escribir, yo sea un creyente. Tal vez esté orando al escribir y el vaivén de mis palabras sea el de los cuerpos que oscilan ante el Muro de los Lamentos. En ese fraseo encuentro sustento. Un sustento que me fecunda como persona antes que como autor. La palabra autor me confunde. Ninguna invención es primigenia. Y el dominio de un arte potencia en quien lo tiene la admiración por sus maestros. Cuanto mejor creo hacerlo, mejor me sé hijo mínimo de gigantes. Cuando leo a Cioran o ciertas páginas de Steiner, sé que en mí el talento no es más que una gota impregnando mi esfuerzo. En rigor, la búsqueda de un estilo no es primordialmente la de una forma sino la de un contenido. La búsqueda de una consistencia. El acierto de Boileau es definitivo. Realmente "el estilo es el hombre". Quiero decir: el estilo no opera como reflejo de alguien: lo constituye. Antes del estilo no hay nada. El hombre que aún no sabe pronunciarse evoca, con su insolvencia, el caos primigenio. La cadencia lograda en el fraseo es la revelación decisiva, la prueba ontológica primordial. Homo loquens: el que al decir se da vida. Saltar de la forma entendida como contenido a un presunto contenido sin más equivale a precipitarse al vacío. Un contenido sin la forma adecuada no es más que indeterminación. La forma, por otra parte, ¿qué otra cosa puede ser que impronta subjetiva? Si lo que se dice no huele a entraña, ¿para qué leerlo? ¿Qué nos puede brindar? Quien se arroga el derecho de hablar sobre el "hombre de nuestro tiempo" sin una mediación particular, específica; si no procede, en suma, desde un caso concreto, no sabe lo que hace. Generaliza irresponsablemente. Se deja ganar por la tentación de lo abstracto. Remite a un espectro e ignora a qué remite. Idolatra con las manos lo intangible. Debería prohibirse, al escribir, hacerlo de otro modo que en la primera persona del singular y acerca de lo singular. Ser personal es poco menos que imposible pero es el único fracaso que cuenta como logro.

V

Jamás escribo para decir algo cuya comprensión no necesito alcanzar mediante la escritura. Me desalienta enunciar por escrito lo que ya sé. Me parece tautológico, un procedimiento administrativo. Por eso no acopio mis cursos para luego transformarlos en libros. El acto de escribir se justifica si es instaurador fundacional. Prefiero exponer oralmente los temas que estimo entendidos. Redactarlos no me produce ninguna emoción. Convertida en mediación, en operación de descarga, la literatura me aburre. ¿Para qué redactar lo que se piensa con claridad si es infinitamente más emocionante ir en pos de lo que se quiere pensar, buscándole claridad a medida que se lo escribe? La diferencia entre un escritor cabal y quien no lo es —digamos un hombre de ideas en sentido estricto— es que el primero llega a ellas cuando redacta. El acto de escribir, y sólo el acto de escribir, le infunde clarividencia, lo informa, lo conforma. El escritor es quien es por obra de su escritura. Más que su autor es su producto. El hombre de ideas puede serlo con independencia de ella. El investigador, cuando redacta, ya cuenta con lo que le importa decir. La escritura, en su caso coopera complementariamente en el proceso de afirmación de su identidad. Al escribir se mueve siempre sobre un dominio previamente constituido. Por cierto, yo también tengo el mío y no me desagrada ser un conferencista ni un profesor. Pero la experiencia literaria es otra cosa. Justamente, lo que ella me permite es escapar a la familiaridad con lo que trato. Es una acción liberadora, disruptiva, una corriente de aire fresco. Un riesgo reconquistado. Por eso mismo no releo los libros que he escrito. Es como buscar confirmación interior en un espejo ya bruñido, en una superficie que reproduce sumisamente lo que ya se ha cristalizado. "Pienso luego existo" significa para mí "Escribo luego soy". Lo central está, pues, en el proceso. En la pasión por el proceso. No en la fe que despierta o puede llegar a despertar la consistencia del fruto consumado. Esa pasión es la que me asegura que sé lo que quiero. La ansiedad más o menos velada, de animal en cautiverio, con que aguardo y hasta suplico que ella se desencadene, así como el hecho de tratar de sostenerme luego en la correntada, una vez que se desató. En el goce y en el vértigo del oleaje, allí donde el caudal arrecia y el flujo crea su propio cauce y se rebela contra todo orden previo y aun contra cualquier orden prematuro, ese que florecido en la hora oportuna decantará en obra, en un desenlace que sin duda alegra y a veces hasta colma, pero al precio de no estar ya inscripto en el remolino de las pérdidas y los hallazgos, haciéndome y deshaciéndome, cayéndome y levantándome como sólo ocurre cuando se está a merced del acto siempre inaugural de escribir; acto prepotente, imperativo, caótico y al que podría designarse genesíaco si no fuera que, en él, el día y la noche, la luz y la bruma, lejos de excluirse o separarse, se buscan y se acoplan sin descanso, insinuando y sustrayendo lo insinuado, saciando y avivando esa sed de felices evidencias que presentimos cada vez que el deseo de escribir vuelve a hacerse inaplazable.

Sin ser este frenesí, es una urgencia que en mucho se le parece la que me gana cuando transmito lo que leído en alguno de los clásicos me da más vida que la que hasta ese momento tuve. Sólo me interesa llegar a explicar los libros cuya lectura me trastornó, renovando en mí la fortaleza de mis emociones, reabriéndome a la evidencia del impacto sobre mi piel del enigma de la conciencia, a la gratitud y al terror de ser un pasajero, un huésped de la vida en los términos de Steiner, uno más con los días contados.

Poco importa de qué traten los libros desde que me conmuevan. A quienes conmigo meditaron a Platón los invito luego a leer a Marcial y a Cátulo, a Teofrasto y a Claudio Eliano, a quien nadie igualó en el arte de explicar por qué el lobo es animal predilecto del sol. Claudio Eliano, Historia de los animales, Hyspamérica, Madrid, 1985, págs. 193 y 194.

o cómo los peces llamados escaros se prestan mutua asistencia para impedir que alguno, atrapado por el anzuelo, sea arrebatado a las aguas.739 Lo mismo hago con quienes, habiendo considerado las epístolas de Pablo, son invitados luego a recorrer las comedias de Moliere o esa pieza magistral del desengaño a la que Shakespeare tituló Medida por medida. No creo, como lector, en las especialidades. No creo que la filosofía esté sólo en la filosofía ni el sentimiento religioso en los textos de teología. Isadora Duncan proponía bailar una silla. A nadie que me solicite dictar un curso de literatura dejo de proponerle algún pasaje de Kant o las reflexiones que sobre física atómica tan inspiradamente elaboró Werner Heisenberg. No soy agnóstico, soy panteísta. Creo con fervor que, leídos desde cierta demanda interior, las Metamorfosis de Ovidio y El malestar en la cultura de Freud guardan un sólido parentesco y una ofrenda afortunada para quien sepa advertirlo. Desconozco las jerarquías entre géneros. Un buen tratado de sociología como cualquiera de los compuestos por Zygmunt Bauman puede absorberme tanto como los Cuatro cuartetos de Eliot o una relectura de los ensayos cada vez más luminosos de Murena.

¿Profesor de metafísica? ¿Crítico literario? ¿Comentarista de historia antigua o de dilemas contemporáneos? ¿Diletante? ¿Experto en literatura en lengua portuguesa? Desprecio las etiquetas, me ahogan. Una vez me preguntaron cuál es mi campo en filosofía. No lo sé. Y no lo sé porque no lo tengo. Las clasificaciones me desconciertan. Escribo, soy un escritor. Un difusor de lecturas. No sé dar de mí otra caracterización que me parezca razonable. Hay en mí un desarraigo esencial de lo específico. Un deslizamiento incesante hacia otro lado que me niega la inscripción en toda territorialidad. Y aunque me sé incapaz de cualquier totalización siento una curiosidad voraz por lo que, al menos for-malmente, no me corresponde. Me interesé por las matemáticas mientras escribía El silencio primordial, tanto como por la vida monástica y la pintura abstracta. Acertadamente o no, busco en todo lo que encuentro el latido común de un mismo desvelo. Y si es cierto que nada sé cómo puede saberlo un especialista, también lo es que nada me importa saber de esa manera. Soy un deambulador, un aficionado, quizás un excéntrico. Un hombre con más curiosidades inespecíficas que predilecciones claras, excluyentes o estrictos intereses profesionales. Recorro transversalmente lo que me importa, lo encuentro transversalmente. Y cuando doy con alguien que no lee más que novelas o al que sólo le importan los tratados de biofísica, me cuesta remontar la desazón que me provoca ese provincianismo, esa pasión mezquina por lo departamental. Soy un lector falstaffiano, pantagruélico, heterodoxo. Un desclasado. Transmito lo que entrego con deleite culinario y desmesura de hambriento. Busco a quienes puedan sentir como yo el goce de paladear lo que proviene de todas las cocinas. No sé embanderar la belleza, inscribirla en un rubro. Creo haber dicho ya que un buen texto sobre las fragilidades de la razón en la ciencia puede sumirme en la misma conmoción y aun en el mis-mo deleite que la Paideia de Werner Jaeger o un ensayo de Claudio Magris. Es verdad que leo a Dante con más frecuencia que a Paul Feyerabend. Pero entre las apreciaciones de éste sobre la actual enajenación epistemológica y el Canto xxxi del Infierno encuentro una correspondencia que me entusiasma y me alivia. Y es eso lo que quiero transmitir al enseñar: la buena nueva de ese enlace, la convicción de esa contigüidad que la especialización contemporánea decretó muerta y despedazada en los mil fragmentos en que hoy se dispersa la cultura. Soy inviable como profesor universitario. No sólo porque ninguna cátedra aceptaría mi anarquía temática, sino porque yo mismo soy incapaz de subordinarme, al enseñar, a otra cosa que a esa presunta anarquía. Soy, por convicción, un amateur. Nada más que un amateur. Un aficionado fervoroso a todo lo que pueda conmoverme, el buscador de una misma emoción en todo.

No lo niego: una prosa mal confeccionada desalienta por completo mi mejor predisposición de lector. Y aunque no sabría precisar con claridad meridiana a qué llamo buena prosa, sé reconocerla sin vacilación al dar con ella. El júbilo que me provoca es inconfundible. Si lo escrito me parece vivo, lo verifico de inmediato. Hasta donde pueden extenderse las fronteras de mi percepción, sé darme cuenta al leer cuándo estoy ante alguien y cuándo no. Toda gran emoción, toda gran idea, es antigua en literatura y aun en la ciencia más alta remite a algo muy antiguo que nada tiene que ver con lo compartimentado, hoy tan en boga. De veras inédito, en cambio, es siempre aquel que logra articular esa emoción en un registro personal. Diría que la vigencia sin mengua de las emociones fundamentales, ésas que son comunes a la especie, se manifiesta a través o mediante las sucesivas y simultáneas voces inconfundibles en que, generación tras generación, ellas vuelven a hacerse oír. Esa confluencia en lo constante por obra de la diversidad a la que da sustento la gracia personal, respalda mi convicción de que impartir una clase se justifica desde que implique convocar al cumplimiento de una comunión y a dar testimonio de un encuentro parental eminente entre saberes y cosas. Al escribir no anhelo sino sumarme a esa causa, a esa familia cuyos orígenes se difuminan en la oscuridad de lo remoto y cuya aptitud para la persistencia, según creo, sólo se extinguirá con el hombre.

Leer a un poeta chino del siglo viii —Li Tai Po, por ejemplo— y advertirnos contenidos en su voz convalida la vigencia de un prodigioso sentimiento común que hermana a personas de épocas muy distanciadas. La literatura, cuando es grande, siempre nutre ese sentimiento y siempre lo manifiesta. Ser modernos es sabernos comulgando con lo antiguo en algún punto esencial mediante el despliegue de nuestra diferencia específica. Una voz se singulariza por el modo que tiene de hacerse oír. Cuanto más personal sabe ser nuestra expresión, más diáfano resulta el patrimonio de valores que comparte con los estilos que de ella difieren por ser igualmente singulares.

Por lo demás, el escritor es un poseído. Su sentimiento no puede sustraerse a cuanto pide expresión. Eso que lo urge a escribir no tolera dilaciones. La embestida que lo acosa, ese hechizo que lo inspira, que lo aspira y se lo traga; ese golpe de luz, esa tiniebla incitante que lo llama, esa arremetida del juego, no soporta aplazamiento. Apoyar la pluma en la hoja de papel y avanzar reviste para mí la intensidad de un espasmo corporal. ¿Qué me importa no saber adónde voy, si al ir tomando mis apuntes me palpo, consisto, me encuentro, sé quién soy y para qué vivo? El acto de escribir —esto que ahora mismo estoy haciendo— es fundacional. Entendámonos: quien de veras goza escribiendo no goza ante todo con la calidad de lo que escribe pues ignora si la tiene, goza, sí, con el hecho de escribir, por el acto de escribir.

No se responde escribiendo a un tema discernido de antemano, cuando de veras se escribe. Sí a una incitación tan brumosa como inconfundible, tan sutil como rotunda. Si es indiscutible que escribo lo que se me ocurre, no menos lo es que eso que se me ocurre se me ocurre como nunca al escribir. Más de un tema puede interesarme y. de hecho, me interesa. Sin embargo, son contados los que me urgen, los que me impulsan a tomar un papel sin acatar la menor dilación. Quien escribe lo que ya sabe que va a decir sólo procede a ordenar sus ideas, a exponerlas. Desconoce por completo el descontrol de anotar para ser, el desenfreno de anotar para tratar de consistir, para llegar a saber qué es, al fin y al cabo, lo que se quiere decir. Sí, el que tiene un tema en su cabeza y lo traslada al papel, no escribe, transcribe. No es un escritor, es —y sea esto dicho con todo respeto— un transportista. Administra y gestiona, no crea al escribir. Y no tiene por qué hacerlo, por supuesto, si no es eso lo que lo convoca. Crear al escribir es saberse caótico en casi todo, materia de intemperies renovadas y aun así alguien capaz de encontrar el modo de que ese caos resulte diáfano, visible en lo escrito y no que desaparezca sustituido por un orden que lo ha extinguido en lugar de imprimirle la claridad que lo haga evidente. Es que la palabra expresiva no rebasa, al ser escrita, la imposibilidad de decir. Más bien inscribe esa imposibilidad bajo un cono de luz privilegiado: el de la verdadera elocuencia. Así pasa la palabra a ser manifestación ponderable y templada de una entrañable y torrencial imponderabilidad.

Todo escritor está expuesto a un repertorio de intensidades que lo acosan e intiman a su inmediata consideración pero que sólo se avienen al trato a condición de que, al dejar correr la mano sobre el papel o el teclado, se acate lo que ellas guardan de esencialmente intratables, de radical-mente indómitas. Sólo se entregan, quiero decir, a condición de que se las sirva. El escritor creará en la medida en que sea producido por las impresiones a las que debe obediencia. Será libre en la medida en que se someta a esas impresiones que operan como estímulo y brújula de su enunciación. Tomará la palabra si, ante todo, se deja decir por las palabras que lo toman. Tendrá una voz. Si asume como propia la que lo habita; ésa a la que nunca llamará suya como quien con la palabra "suya" pretende remitir a una pertenencia, a algo de lo que se adueñó. Pero también es cierto que se escribe para apaciguar ese sentimiento do impropiedad que nos muestra hipotecados en una necesidad de expresión que no controlamos. Para inscribir de algún modo en lo domeñado esa urgencia de decir que nos asalta y desvía de nuestras intenciones puramente conscientes o voluntarias. Aun de aquellas a las que puede con justicia llamarse literarias: asuntos, temas, argumentos que en algún momento se configuran como nuestros o parecen atraernos y que, al verse desplazados por los dictados súbitos de la inspiración, prueban que no lo son o que no lo son tan radicalmente como creíamos. No pasan de convicciones e intereses y la literatura, en lo que tiene de mejor, no se confecciona con ellos. Las convicciones y los intereses no solicitan exorcismo alguno. Al escribir se los acomoda, se los ajusta, se los sitúa. Las palabras, en tales casos, no pasan de ser un recurso administrativo. No operan sobre algo que nace de ellas, con ellas. Para el escritor, en cambio, las palabras son la cosa misma que da que hablar, que se da a presentir en ellas, que incita a pronunciarlas. En su caso las palabras se muerden la cola. Con ferocidad y a veces con ternura. Ellas son la única posibilidad de eso que guardan como promesa y sólo ofrendan inicialmente como susurro apenas audible, como algo que late secretamente en la penumbra de cuanto queda escrito. Insinuación y augurio son las palabras; don pleno e inesperado, y algo que nunca terminan de decir.

 

7 Claudio Eliano, ob. cit., pág. 15.

 

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

  LA CERILLA SUECA Antón Chejov   I       En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la of...