EL
ACTO DE ESCRIBIR
Santiago Kovadloff*
I
Creo poder remontar
la corriente que me trajo hasta este oficio. Escribir ha sido desde siempre lo
único que quise. Desde siempre, no: desde que ya no pude jugar. No poder jugar
fue mi derrumbe. Mi primera experiencia del tiempo como catástrofe; de mi
identidad como incertidumbre. Sí, una zozobra absoluta. Días y días vacíos. De
pie en mi cuarto, en el jardín, viendo llover detrás de una ventana, la mirada
errante sobre un mundo hueco. Enfermo por el amor que se fue.
No sabría decir
cuánto duró esa agonía. ¿Hubo transición? Me parece que fue un salto, una fuga
del dolor. Mis soldados de plomo estaban tibios todavía cuando empecé a
escribir. Nunca me resigné a dejar de jugar. Nunca me resignaré. Y ya tengo más
de sesenta años.
Empecé a los trece.
Recuerdo el papel. Hojas sueltas, planchas levemente opacas, perladas, de un
blanco atenuado por una pátina gris. Allí mi mano dejaba su estela de tinta
azul profundo. Mi padre me daba esas hojas. Cada resma era nutrida y pulposa.
Ignoro de dónde provenían. ¿Qué era aquello? ¿Papel de envolver? Me gustaba. No
escribía en cuadernos. Mi trazo regular cubría las hojas amorosamente. Las iba
llenando con mi letra ostentosa, que se deslizaba y caía sobre la derecha, como
desplomándose. Letra diáfana, lenta, como la de hoy. Allí prolongaba yo mis
correrías imaginarias a caballo por las cuadras de mi barrio. Pistola al cinto
o en mano, atento a las acechanzas de apaches y cuatreros, me deslicé desde mis
juegos a las palabras. Aún recuerdo un título: "Diez mil dólares en
oro". Hubo una mediación: los libros. Leía hechizado. Mi cuerpo leía. Todo
mi cuerpo. Los libros también eran juguetes. Y más: los acariciaba, me gustaba
la piel de las páginas, las olía. Como a una mujer. Ellos fueron el residuo
palpitante que me dejó la infancia cuando se apagó. La materia que facultó mi
renacimiento. Desde entonces nada me importó más. Leer, escribir. Resucité.
Volví a tener un mundo.
Los desvelos que me
producen mis desaciertos de padre y marido me atormentan menos que mis
imperfecciones de escritor. Sigo siendo un niño que perdió su casa tras la
muerte de su infancia. No falta sin embargo quien, con humor y clarividencia,
diagnostique que la mía es una conclusión conscientemente encubridora y por lo
tanto hipócrita. Bien sé —me aseguran— que tan mal padre no soy, ni un marido
desastrado; en consecuencia, no podía escapárseme que lo real-mente
preocupante, por hondas e irremontables, son mis falencias de escritor. Sea
como fuere: si no escribiese, me ahogaría. La vocación no responde a la certeza
sobre el propio talento. Es una pasión. Se nutre de su propia necesidad, de su
ímpetu y no de la excelencia eventual dé sus frutos. Yo podría durar sin
escribir pero no sabría vivir sin hacerlo. No lo sé desde hace casi cincuenta
años. Ya es demasiado tarde para aprender a pasar el tiempo. Lo senil para mí
es la vida sin literatura. Al escribir me rebaso, me trasciendo, voy más allá
de mi literalidad; de esa pátina de obviedad en que la rutina ahoga lo viviente.
Al escribir asciendo, planeo, respiro un aire más puro. Ahondo lo que de otro
modo se me extravía en la dispersión, en la impropiedad, en la falsa claridad
de la costumbre. Detesto lo inequívoco, lo rígido, lo inmóvil. Al escribir,
todo se convulsiona, vuelve a temblar, se desplaza, me convoca. Me contoneo al
escribir, bailo, me bailo. Hurgo, encuentro, pierdo, busco. Las palabras arden
y queman en la urgencia que siento de decir. Aciertan o marchitan lo que tocan,
según sea la gracia que inspira su despliegue. La vocación las baña, las
depura, las hospeda. Pero a veces las ahoga con su avidez desmedida. Y ellas
florecen o caen. A veces huyen o no ceden, se resisten. Se niegan a venir.
Tienen la aspereza de lo indómito. Dan a entender que no las merezco. Y sufro
adivinándolas perfectas y presintiéndolas inalcanzables, certeras y distantes.
Mi pobreza entonces me atormenta. Mi ineptitud me paraliza y me angustia porque
nada quise ni quiero más que saber tratar con ellas. Pero luego, no sé cómo ni
de dónde, la vocación renace, embiste, insiste, revierte la ceniza en que se
apaga. Una ráfaga de sensualidad venida del corazón me devuelve a las palabras.
Me las ofrenda otra vez, dóciles, exactas. Y ellas son, entonces, las que
cantan y las que suben y bajan. [...]
Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen todo lo que se les
fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto trasmigrar de patria, de
tanto ser raíces...[...] Viven en el féretro escondido y en la flor apenas
comenzada.. (Pablo Neruda, Confieso
que he vivido, "La palabra", págs. 73 y 74, Losada, Buenos Aires,
1974).
II
He sido, creo, un
inventor exitoso. Me propuse llevar adelante una empresa productora de tiempo
o, mejor aún, de horas libres para escribir y leer. El asunto prosperó en unos
pocos años. Como el dinero jamás me interesó, me ocupé cuidadosamente de ganar
lo indispensable. E indispensable fue siempre para mí reunir lo que me
permitiera vivir como quería. Me transformé en lector e intérprete profesional
de los libros que amaba y de los textos que me acercaban quienes, aspirando a
ser escritores, creían que mi parecer podía orientarlos. Maestro y tallerista,
encontré en la docencia privada el acceso a mi sustento y una alegría de
transmitir que la universidad no me brindó o yo no supe cosechar en ella.
Elijo a mis
discípulos tanto como ellos a mí. Sólo sé interesarme por aquellos a los que
reconozco antes que por aquellos a los que recién conozco. Soy platónico y lo
admito pues sólo me conmueven los seres cuyas almas creo reencontrar y a las
que recuerdo al verlas en una aparente primera vez. Mi comunión con ellas se me
evidencia en la intuición de su talento, de su fervor vocacional, o en la
convicción de que reúnen las aptitudes que me parecen propicias para emprender
lo que se proponen.
Enseño en la sala de
estar de mi casa tres días por semana. Luego de esa entrega, me recluyo. Ya en
la noche del jueves, me hace feliz el presentimiento de mi retiro. Y mi retiro
comienza el viernes. Al fondo de mi departamento, camuflado en la apariencia de
un mero escritorio, se alza mi monasterio. Escribo en la semioscuridad bajo un
hilo de luz. Mi lámpara es de ópalo verde y encendida parece un lago.
Resguardo mi fortuna
con criterio y avaricia. A nadie obsequio el tiempo en que quiero y trato de
escribir. Y cuando no sé hacerlo y caigo en concesiones que mi vocación no
tolera, me enfermo de inmediato, del modo que fuere, y es otra vez la sensación
de durar la que desplaza en mí la emoción de estar viviendo. De modo que el
escritor, el lector y el docente se reparten mi tiempo en plácida concordancia,
sin excluir, es cierto, al melómano devoto de Brahms, de Mozart, de Satie y de
Bill Evans, cuyas horas de oficiante no son nunca las de los otros tres, pues
no logro leer ni escribir ni escuchar
música, si la atmósfera propia de cada una de esas actividades es interferida
por cualquiera de las demás.
Escribo a mano, como
tantos aún lo hacen, porque es de ese modo como más lo disfruto. Dibujo cada
letra, trazo las palabras con un ritmo siempre pausado del que brotan las ideas
que hilvana cada ensayo. Rara vez son muchas las páginas que produzco en una
sola jornada. Apenas algunos párrafos. Es la intensidad y no la extensión lo
que tanto busco y encuentro a veces. Pero al fin del día y sean cuales fueren
los resultados, emerjo purificado. Se trata de escribir, de ir, de estar
haciéndolo. La emoción más honda proviene de la marcha, del zigzagueo de la
pluma en el papel, de su sonido. Infundir transparencia a una idea me demanda
siempre varias embestidas. La cadencia debe brindar sustento al enunciado para
que la vida personal que habita en el concepto o la imagen haga oír su
respiración. De modo que corrijo y corrijo en días o semanas sucesivos hasta el
agotamiento o el hallazgo sentido como feliz.
Es en mi letra donde
reconozco mi escritura. La tipografía de la máquina casi nada me dice, nada me
entrega de cuanto brota del trazo. En ella me veo velado, sustraído a mi
materialidad. Cuando estoy ante mis textos impresos, los leo en voz alta para
sobreponerme al sentimiento de despersonalización que me imponen las páginas
editadas. Sólo así —por obra de la voz— lo impreso me devuelve, me restituye.
Mi letra es gótica, lenta y clara. Desconoce la prisa, la ansiedad con la que
sin embargo me pongo a redactar cuando me asalta una idea. Quisiera que mis
libros fueran publicados con mi caligrafía. Barthes sabía que en la letra vemos
"la proyección enigmática de nuestro
propio cuerpo". 2 Roland Barthes, Variaciones sobre la escritura, Paidós,
Buenos Aires, 2003, pág. 158.
Trazar [palabras] es
para mí del mismo orden que pintar para un pintor: escribir sale de mis
músculos, disfruto de una especie de trabajo manual; acumulo dos
"artes": el del texto y el del grafismo. 3 Roland Barthes, ob. cit., págs.165 y 166.
Algo del enigma del
tiempo recoge esa huella que la mano labra. El modo en que cada cual lo
conjuga. Su realidad dolorosa y deslumbrante. Por mucho que se transforme,
nuestra letra es la de siempre. Algo de esa constancia, de eso que persevera,
se deja ver al plasmarla. No se trata sólo de los indicios de un temperamento.
El impacto que produce el tiempo como objeto inviable para la conciencia, está
allí también: es huella en el trazo. En ese surco que la mano cava, en ese
suelo horadado, síntoma y cicatriz, prueba temblorosa de su hondura. Lo notorio
y lo indecible están allí. Todo escritor, todo artista, lo sabe; y si no lo
sabe, lo adivina: el tiempo se vertebra en nosotros como un gemido. A veces
también como oración y melodía. Muy posiblemente los hombres de los siglos
venideros serán ágrafos en un sentido esencial. Ya no escribirán con sus manos
del mismo modo que ya no trabajan la tierra con ellas. No sabrán ni querrán
escribir con sus manos. Se trata de una tendencia previsible. Algo de nuestra
subjetividad actual agoniza, algo la fuerza a reducir a un mínimo los indicios
de su presencia, el cultivo de la intimidad. A partir de esa agonía, forzado
por ella, la huella del tiempo va tomando nuevas formas en la sensibilidad.
Acaso en el futuro se llegue a desconocer la letra de generaciones enteras.
Acaso, desde ese futuro se observe la letra de generaciones pasadas y remotas,
la nuestra entre ellas, como hoy se mira un dolmen o un remoto artefacto de
madera o una vieja deidad construida con los dedos. Algo incanjeable,
inconfundible, se extingue con el abandono generalizado de la caligrafía
personal. Un signo del espíritu comienza a volverse residual.
Es demasiado pronto
para decir qué compromete el hombre moderno de sí misino en esta nueva
escritura de la que la mano está ausente. 4
Roland Barthes. ob. cit., pág. 168.
Yo trato, como puedo,
de escapar escribiendo al desconcierto y al silencio que el tiempo, como
secreto impermeable a nuestra súplica, nos impone. Trato, a la vez, de que ese
silencio y ese des-concierto se dejen oír en lo que digo; que haya sitio en lo
que digo para su flujo suave y su paso atronador, inapresable, y del que yo
mismo soy una estela cada vez más tenue y a la vez más pro-nunciada. Escribo
rehuyendo y palpando su absurda insistencia en el pulso de mi mano, su misterio
extenuante en la palma que reposa en el papel. Y no hay emoción comparable a la
de saber que un día ya no me habitarán.
III
Si el sentido de la
vida es indisociable de una finalidad, la mía es escribir. No sé vivir sino
tratando de construir enunciados con palabras, formas con palabras,
insinuaciones verbales que reflejen el impacto de saberme en el tiempo, sujeto
a él, hecho y deshecho por él. No sé distraerme de esta finalidad, pensarme sin
ella, apartarme de ese propósito que obra en mí sin cesar como un consuelo, ni
concentrarme devotamente en algo más que la consideración de un significado o
la tersura indispensable con que debe contar su enunciación.
La vida sólo me
resulta asimilable como materia prima de mis divagaciones de ensayista. Si la
escribo la digiero, si no totalmente al menos más y mejor que si me limito a
vivirla. Como experiencia directa, la vida me sobrepasa. Al escribirla, en
cambio, me reconstruyo, puedo mediatizarla y, de algún modo, administro sus
efectos. Se trata de un resarcimiento. De una estrategia defensiva. La vida en
sí misma me resulta aluvional, me avasalla, me aturde, me fragmenta. Me ahogo
en la pura desnudez de los días y sólo escribiendo puedo discernir a medias lo
que me sucede. Recupero, indirectamente, lo que directamente se me escapa. Es
tal la turbación que el hecho de vivir me provoca que no termino de hacer mía
ninguna rutina. Mi desubicación no cesa. Ser no me contiene. Hay en mí un
excedente de estupefacción que no se disuelve en la costumbre. Tal vez por eso
no conozca el aburrimiento y sí una inquietud insomne, insistente, y a veces un
cansancio demoledor. El efecto áspero de una incredulidad parcial, incisiva,
antes que la certeza plena y apaciguadora de estar protagonizando cualquiera de
mis experiencias. Me falta, en casi todo, espontaneidad. No logro sobreponerme
a ese extrañamiento básico que me paraliza, que me domina en todo y con todos.
Desconfío de mi realidad. Sospecho de mi presencia efectiva allí donde estoy. Al
escribir, en cambio, cedo la palabra por entero, abiertamente, a esa ambigüedad
en que consisto. Entonces me afinco, me sitúo. Me reconcilio, escribiendo, con
mi imposibilidad de terminar de consistir. Al escribir, habla desde mí, sin
reservas, el inconcluso; el difuso se hace oír, si bien no con entera libertad,
sí con algo menos de inhibición. Al escribir puedo, por fin, expresarme desde
mi vacilación, ceder a mi emoción de desorientado sin camuflarla, representar
de algún modo mi propio extrañamiento, esa íntima impresión de no consistir
solamente en mí. Es que escribiendo se desploma la necesidad de excusarme, la
culpa y la inhibición de ser como soy o de no ser como no soy. Busco y
encuentro, al escribir, el alivio de aproximarme a una verdad propia más
elemental que la que orienta mi desempeño social y aun familiar y el uso
habitual que me siento forzado a hacer de las palabras. Ese alivio que no
encuentro limitándome a vivir, atado a las imposiciones de la moderación y la
coherencia que exigen el trato, la funcionalidad y el mandato de ser casi
siempre expeditivo. La vida sólo vivida, la vida a secas, se me escapa y ni
siquiera como vivida la siento. Su intensidad distorsiona y aturde mi
percepción. Y si, al escribir, no la retengo ni abarco, logro en cambio que su
fuga, el efecto decisivo de su fuga sobre mí, ingrese en el lenguaje, abandone
la periferia en que subyace mientras actúo, vengo y voy, y conquiste el centro
de la escena, imponiéndose como evidencia, ganando la palabra. Ése es mi
desquite, mi consuelo, mi alivio, mi exorcismo. La paz que de otro modo no
encuentro. Y si el goce que se siente en el acto de escribir es también
padecimiento a fuerza de ser intemperie, a mí me parece el único triunfo
esencial que soy capaz de lograr sobre esa desorientación primera y esa
ignorancia compacta con que me descalifica el hecho de existir. Se diría que,
al escribir, reacciono contra mi sentimiento de irrealidad objetiva mediante
este recurso de creación de realidad subjetiva. Escribo para volverme verosímil
ante mí mismo, ya que es muy tenue la impresión de serlo que tengo cuando no lo
hago. Si la literatura es mi prótesis, esa prótesis es radical, sustantiva,
pues todo yo me asimilo, sin ella, a lo que mi falta. No hay razón para
insistir en esta actividad a no ser por semejante urgencia ontológica. El día
que ella ya no me acose, conquistaré una apatía monacal ante lo que me suceda.
Y, cuando me asome a mi muerte —a ese segundo que será encuentro y despedida—
sabré que habiéndome extinguido con la necesidad de escribir, bien poco me
quedará por entregar, y nada será más exacto que designar lo que de mí quede,
cuando expire, como de mis restos.
Al escribir supero la
impresión casi constante de que estar vivo es estar perdido. Lejos de evadirla,
al escribir encaro esa impresión, la enfrento, la exploro, la escucho. Es ese
mismo vacío de significación el que me lanza hacia las palabras. Él me las
dicta a cambio de que en ellas le dé cabida. Puesto que casi desde siempre he
querido escribir y seguir escribiendo, es evidente que hacerlo no me salva ni
me rescata sino momentáneamente del naufragio. Cada texto terminado me devuelve
a la turbulencia de las olas y de ella vuelvo a escapar escribiendo. Para los
demás, el saldo de este retorno eterno, de este circuito cerrado, se llama mi
obra. Para mí, sin embargo, mi obra no es más que mi obrar, ese proceder
circular, toda la trayectoria que una y otra vez va del naufragio al madero y
viceversa. Mi vida es eso. Ese circuito es mi obra. Una misma insistencia
remodelada infinitamente. No hay segundo poema. Y es así porque, en rigor, no
hay un primero al que pueda considerárselo acabado en la sensibilidad de quien
lo produjo. Hay sí, un esbozo. Un esbozo que insiste y se multiplica en otros.
Una necesidad de dejar atrás las palabras que da lugar a nuevas palabras. Obra
literaria es ese repertorio de fracasos sucesivos logrados mediante el empeño
perseverante e inútil de no volver a escribir más. Y no obstante escribir me
fortalece, me serena. Me predispone mejor hacia todo lo que sea no escribir. Lo
que se llama la realidad, "lo que hay", "las cosas",
"eso que pasa", reviste para mí tal grado de inverosimilitud, me
conmociona a tal punto su dimensión fantasmagórica que, a menos que sea escribiendo,
no sé cómo tramitar mi asombro, ni mi terror, ni mi emoción, ni mi gratitud por
estar vivo. Aún hoy es así. Con más de sesenta años.
La vida es un hecho
sobrenatural. Quien así no lo advierta reniega de su propia complejidad. Para
sobrellevarlo sin literatura, sin arte, sin ciencia, sin filosofía, sin
religiosidad, hacen falta mecanismos de defensa, mediaciones, que en mí no hay
o están estropeados. Sé sin lugar a dudas que las cosas me golpean porque me
alcanzan más allá de su significación ordinaria, habitual, desafiándome con su
verdad inefable, embistiéndome con su absoluta imponderabilidad metafísica. De
ese embate de lo imponderable trato de hablar al escribir, y al escribir sobre
cualquier cosa. Porque es en las cosas, en cada cosa —incluso en las más
banales u ordinarias—, donde ella se me manifiesta. Y si de mí con razón se
dice que vivo distraído (aunque mejor sería decir sustraído), sin poder
terminar de estar donde me encuentro, es porque quienes me conocen advierten lo
que casi siempre trato de enmascarar: que no me encuentro cabalmente donde
estoy, que hay una cita a la que no termino de concurrir por más que a ella
vaya, que ese dónde en el que estoy se me escapa, se me evapora o no acaba de
constituirse para mí en un dato terminal. Como si yo no pudiera afincarme, hacer
pie, entender o aceptar que sí llegué y que sí entiendo. Y es así porque ese
dónde en que me asiento se me deshace, se me evapora, y sus bordes se me
deshilachan vulnerados por el embate de esa energía que de pronto brota de las
cosas para mí como liberándolas y llamándome hacia esa otra realidad tanto más
honda que la que brinda su primera apariencia. Siempre me atrajeron las
interpretaciones clínicas alentadas por mi patología aunque me inclino a creer
que hay en mí un bastión de mi narcisismo irreductible al análisis. Ello no me
impide reconocer que malentienden el psicoanálisis quienes creen que su
finalidad es privarnos, a quienes la tenemos, de nuestra aptitud para la
creación. Todo lo contrario. Pocas cosas respaldan más el misterio de esa
aptitud que una buena interpretación. El psicoanálisis nada nuevo nos dice
sobre la facultad creadora. Pero sí mucho sobre su finalidad neurótica. No
escuché jamás a un psicoanalista que intentara persuadirme de que la vida, para
el entendimiento humano, no fuera un acontecimiento sobrenatural,
des-concertante, aplanado con demasiada frecuencia en casi todos nosotros, por
los martillazos de la costumbre. Lo excepcional, ya se sabe, no es ser, sino
advertirlo. Y advertirlo, en cuanto a lo que a mí más me importa, no significa
entender sino verse a merced de su intensidad, del colapso que desata la
imposibilidad de significarlo. Hay personas en las cuales los recursos
paliativos de ese impacto no actúan con la debida precisión. Son seres que
vienen fallados. Cualquier psicoanalista serio podría explicarlo. Yo estoy
entre esos seres. No hay jactancia en lo que digo. ¿Qué jactancia puede haber
en declararse impedido? El padecimiento de quienes en este orden somos
inválidos no es envidiable. Pertenezco a una estirpe de carenciados que se
afana en decirlo todo a la luz de su desajuste. Semimudos que han transformado
su impotencia en vocación. Indigentes que, vaya a saber en virtud de qué
facultad, se alimentan del mismo desamparo que los descalifica. Habitantes de
lo inhabitable. Frecuentadores de lo inaccesible. Astrónomos, místicos,
músicos, biólogos, filósofos y físicos cabales, pintores y escritores, claro
está. Gente que se tutea con lo imposible. Gente que trae estampada en la cara
la caricia con que lo ha rozado lo indecible, cuya voz se muestra templada por
el trato con el silencio.
Escribir es, pues, mi
eucaristía, mi acción de gracias, mi sustento. El gesto transfigurador que me
arranca a la literalidad y me permite no enloquecer o no largarme a llorar al
despertar o irme a dormir sin desesperarme por no saber adónde voy exactamente
al decir que voy a dormir.
IV
Me doy cuenta: soy un
hombre ensimismado. No puedo apartar de mí el enigma de mi presencia. No se
trata de autofascinación sino de perplejidad. Ya lo dije: ser me rebasa, me
excede. Mi turbación ante mí mismo linda con lo siniestro, con el horror que
despierta lo que no termina de imponerse como natural. No acabo de
identificarme. No sé hacerlo y creo que nadie lo sabe. Pero hay algunos en
quienes esa disonancia se deja oír, se hace ver, se configura y comienza a
bailar. Logra objetivarse, así, en una forma que opera como espejo de lo que no
puede terminar de retratarse. Ser real es mi trauma. La barrera que me impide
encontrar refugio, alcanzar una ubicación más segura, un amparo. Cuando
escribo, actúo mi drama. Administro entonces mi desolación. Puedo de algún modo
con ella. El niño desconsolado traza un surco, arma su torre, juega con su pena
y en la medida en que juega ya no sólo hay dolor.
Pero ni aún en lo que
escribo termino de ser verosímil. Lo que hago es soplar el fuego, avivarlo y
dar transparencia a esa bruma inagotable. Como diría Montaigne, me dejo llevar
por el viento. Mis libros son recopilaciones de fragmentos. Restos arrebañados.
Saldo de un final de travesía siempre incompleta. Lo mío son voces sin centro,
periféricas. Tal vez escriba para hacer evidentes los efectos de la ausencia de
ese centro. Y sin embargo, el propósito esencial es otro: dar a ese
descentramiento un tono. La búsqueda de la musicalidad del enunciado es la
forma más alta y más honda que en mí tomó la sed de identidad. Hilvanar los
conceptos en enunciados melódicos es mi modo dilecto de filosofar. El que se
cumple con el cuerpo hecho palabra y la palabra hecha cadencia. El único por el
que me desvivo. Se me dirá que eso no es filosofía. Posiblemente. Pero sólo así
puedo sentirla como tal. La claridad de Hegel no me ilumina: me enceguece. La
luz que me importa proviene de Montaigne, de Pascal, de Camus, del tormento
musicalizado de Cioran. De ese sobrio prodigio en prosa castellana que es la
reflexión de Octavio Paz.
¿Por qué no confesar
que las ideas me conmueven por su belleza antes que por su consistencia lógica?
Si me envuelven como un abrazo, si despiertan mi emoción, yo las entiendo. Mis
convicciones son esencialmente expresivas. A no ser por el acento que les
infunde vida, no sé identificarlas. Me cuesta creer que sean mías, que me
atañen. Digo yo y no sé con precisión de quién hablo. Al escribir no supero esa
ignorancia pero la artículo. Hago de ella un pronunciamiento que se cursa a sí
mismo y a sí mismo se revela. Sólo así creo escapar al acoso del sentimiento de
dispersión. Al fracaso perceptivo que me impone lo que hay en mí de
inabordable. Realmente el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Creer
en Él es saberse, como Él, indescifrable. No es su inteligibilidad lo que busco
sino el efecto en mí de su realidad inconcebible. La estela de lo imponderable
en mí. Lo mío es un esfuerzo tan inaplazable como insuficiente. Lo cumplo. No
obstante, lo cumplo. Su fundamento consiste en lo que tiene de imperativo. Y lo
cumplo mediante los trazos que forja mi mano. Acaso por eso dibujo cuando
escribo. Mi letra responde a la necesidad de discernir. Sus rasgos tienen la
claridad que en todo lo demás me falta. Es ese deseo de clarividencia el que me
dicta la forma de mis trazos. Y yo diría que esa forma es todo lo que logra mi
deseo. Sólo sé divagar, me pierdo en mis asuntos si busco determinarlos de una
buena vez. No arribo a conclusiones. No sé interesarme por ellas. Prefiero el
torrente de la digresión infinita. El viaje al desenlace, la marcha al arribo.
Y la unidad a la que aspiro la busco en el tono. La estructura que persigo está
en el tono. Respondo, escribiendo, al mandato de entonar un anhelo de
transparencia irrealizable. No al hecho de tener algo preciso que decir.
Primero llegan las palabras con su melodía y su promesa de una revelación.
Después y sólo después, los temas. Tal como lo dijo Schiller. "El sentimiento carece en mí, al
principio, de un objeto determinado y claro; éste no se forma hasta más tarde.
Precede un cierto estado de ánimo musical, v a éste sigue después en mí la idea
poética". (Extraído de una carta de Schiller a Goethe, del 18 de marzo de
1796 y citada por Federico Nietzsche, El nacimiento de la tragedia. Alianza
Editorial, Madrid, 1981,pág. 62.)
Soy un hombre ocupado por las palabras. Un
devoto del susurro con el que me cantan. Algo del proceder de los antiguos
místicos judíos insiste en mí. Integro una cofradía de deslumbrados por algo
que las palabras quieren decir y no dicen. O lo dicen y yo no termino de
aprehenderlo. Tal vez yo sea, ante todo, un oyente de Dios y no lo sepa o no lo
quiera saber. Tal vez, al escribir, yo sea un creyente. Tal vez esté orando al
escribir y el vaivén de mis palabras sea el de los cuerpos que oscilan ante el
Muro de los Lamentos. En ese fraseo encuentro sustento. Un sustento que me
fecunda como persona antes que como autor. La palabra autor me confunde.
Ninguna invención es primigenia. Y el dominio de un arte potencia en quien lo
tiene la admiración por sus maestros. Cuanto mejor creo hacerlo, mejor me sé
hijo mínimo de gigantes. Cuando leo a Cioran o ciertas páginas de Steiner, sé
que en mí el talento no es más que una gota impregnando mi esfuerzo. En rigor,
la búsqueda de un estilo no es primordialmente la de una forma sino la de un
contenido. La búsqueda de una consistencia. El acierto de Boileau es
definitivo. Realmente "el estilo es el hombre". Quiero decir: el
estilo no opera como reflejo de alguien: lo constituye. Antes del estilo no hay
nada. El hombre que aún no sabe pronunciarse evoca, con su insolvencia, el caos
primigenio. La cadencia lograda en el fraseo es la revelación decisiva, la
prueba ontológica primordial. Homo
loquens: el que al decir se da vida. Saltar de la forma entendida como
contenido a un presunto contenido sin más equivale a precipitarse al vacío. Un
contenido sin la forma adecuada no es más que indeterminación. La forma, por
otra parte, ¿qué otra cosa puede ser que impronta subjetiva? Si lo que se dice
no huele a entraña, ¿para qué leerlo? ¿Qué nos puede brindar? Quien se arroga
el derecho de hablar sobre el "hombre de nuestro tiempo" sin una
mediación particular, específica; si no procede, en suma, desde un caso
concreto, no sabe lo que hace. Generaliza irresponsablemente. Se deja ganar por
la tentación de lo abstracto. Remite a un espectro e ignora a qué remite.
Idolatra con las manos lo intangible. Debería prohibirse, al escribir, hacerlo
de otro modo que en la primera persona del singular y acerca de lo singular.
Ser personal es poco menos que imposible pero es el único fracaso que cuenta
como logro.
V
Jamás escribo para
decir algo cuya comprensión no necesito alcanzar mediante la escritura. Me
desalienta enunciar por escrito lo que ya sé. Me parece tautológico, un
procedimiento administrativo. Por eso no acopio mis cursos para luego
transformarlos en libros. El acto de escribir se justifica si es instaurador
fundacional. Prefiero exponer oralmente los temas que estimo entendidos.
Redactarlos no me produce ninguna emoción. Convertida en mediación, en
operación de descarga, la literatura me aburre. ¿Para qué redactar lo que se
piensa con claridad si es infinitamente más emocionante ir en pos de lo que se
quiere pensar, buscándole claridad a medida que se lo escribe? La diferencia
entre un escritor cabal y quien no lo es —digamos un hombre de ideas en sentido
estricto— es que el primero llega a ellas cuando redacta. El acto de escribir,
y sólo el acto de escribir, le infunde clarividencia, lo informa, lo conforma.
El escritor es quien es por obra de su escritura. Más que su autor es su
producto. El hombre de ideas puede serlo con independencia de ella. El
investigador, cuando redacta, ya cuenta con lo que le importa decir. La
escritura, en su caso coopera complementariamente en el proceso de afirmación
de su identidad. Al escribir se mueve siempre sobre un dominio previamente
constituido. Por cierto, yo también tengo el mío y no me desagrada ser un
conferencista ni un profesor. Pero la experiencia literaria es otra cosa.
Justamente, lo que ella me permite es escapar a la familiaridad con lo que
trato. Es una acción liberadora, disruptiva, una corriente de aire fresco. Un
riesgo reconquistado. Por eso mismo no releo los libros que he escrito. Es como
buscar confirmación interior en un espejo ya bruñido, en una superficie que
reproduce sumisamente lo que ya se ha cristalizado. "Pienso luego
existo" significa para mí "Escribo luego soy". Lo central está,
pues, en el proceso. En la pasión por el proceso. No en la fe que despierta o
puede llegar a despertar la consistencia del fruto consumado. Esa pasión es la
que me asegura que sé lo que quiero. La ansiedad más o menos velada, de animal
en cautiverio, con que aguardo y hasta suplico que ella se desencadene, así
como el hecho de tratar de sostenerme luego en la correntada, una vez que se
desató. En el goce y en el vértigo del oleaje, allí donde el caudal arrecia y
el flujo crea su propio cauce y se rebela contra todo orden previo y aun contra
cualquier orden prematuro, ese que florecido en la hora oportuna decantará en
obra, en un desenlace que sin duda alegra y a veces hasta colma, pero al precio
de no estar ya inscripto en el remolino de las pérdidas y los hallazgos,
haciéndome y deshaciéndome, cayéndome y levantándome como sólo ocurre cuando se
está a merced del acto siempre inaugural de escribir; acto prepotente,
imperativo, caótico y al que podría designarse genesíaco si no fuera que, en
él, el día y la noche, la luz y la bruma, lejos de excluirse o separarse, se
buscan y se acoplan sin descanso, insinuando y sustrayendo lo insinuado,
saciando y avivando esa sed de felices evidencias que presentimos cada vez que
el deseo de escribir vuelve a hacerse inaplazable.
Sin ser este frenesí,
es una urgencia que en mucho se le parece la que me gana cuando transmito lo
que leído en alguno de los clásicos me da más vida que la que hasta ese momento
tuve. Sólo me interesa llegar a explicar los libros cuya lectura me trastornó,
renovando en mí la fortaleza de mis emociones, reabriéndome a la evidencia del
impacto sobre mi piel del enigma de la conciencia, a la gratitud y al terror de
ser un pasajero, un huésped de la vida en los términos de Steiner, uno más con
los días contados.
Poco importa de qué
traten los libros desde que me conmuevan. A quienes conmigo meditaron a Platón
los invito luego a leer a Marcial y a Cátulo, a Teofrasto y a Claudio Eliano, a
quien nadie igualó en el arte de explicar por qué el lobo es animal predilecto
del sol. Claudio Eliano, Historia de los
animales, Hyspamérica, Madrid, 1985, págs. 193 y 194.
o cómo los peces
llamados escaros se prestan mutua asistencia para impedir que alguno, atrapado
por el anzuelo, sea arrebatado a las aguas.739 Lo mismo hago con quienes,
habiendo considerado las epístolas de Pablo, son invitados luego a recorrer las
comedias de Moliere o esa pieza magistral del desengaño a la que Shakespeare
tituló Medida por medida. No creo, como lector, en las especialidades. No creo
que la filosofía esté sólo en la filosofía ni el sentimiento religioso en los
textos de teología. Isadora Duncan proponía bailar una silla. A nadie que me
solicite dictar un curso de literatura dejo de proponerle algún pasaje de Kant
o las reflexiones que sobre física atómica tan inspiradamente elaboró Werner
Heisenberg. No soy agnóstico, soy panteísta. Creo con fervor que, leídos desde
cierta demanda interior, las Metamorfosis de Ovidio y El malestar en la cultura
de Freud guardan un sólido parentesco y una ofrenda afortunada para quien sepa
advertirlo. Desconozco las jerarquías entre géneros. Un buen tratado de
sociología como cualquiera de los compuestos por Zygmunt Bauman puede
absorberme tanto como los Cuatro cuartetos de Eliot o una relectura de los
ensayos cada vez más luminosos de Murena.
¿Profesor de
metafísica? ¿Crítico literario? ¿Comentarista de historia antigua o de dilemas
contemporáneos? ¿Diletante? ¿Experto en literatura en lengua portuguesa?
Desprecio las etiquetas, me ahogan. Una vez me preguntaron cuál es mi campo en
filosofía. No lo sé. Y no lo sé porque no lo tengo. Las clasificaciones me
desconciertan. Escribo, soy un escritor. Un difusor de lecturas. No sé dar de
mí otra caracterización que me parezca razonable. Hay en mí un desarraigo
esencial de lo específico. Un deslizamiento incesante hacia otro lado que me
niega la inscripción en toda territorialidad. Y aunque me sé incapaz de
cualquier totalización siento una curiosidad voraz por lo que, al menos
for-malmente, no me corresponde. Me interesé por las matemáticas mientras
escribía El silencio primordial, tanto como por la vida monástica y la pintura
abstracta. Acertadamente o no, busco en todo lo que encuentro el latido común
de un mismo desvelo. Y si es cierto que nada sé cómo puede saberlo un
especialista, también lo es que nada me importa saber de esa manera. Soy un
deambulador, un aficionado, quizás un excéntrico. Un hombre con más
curiosidades inespecíficas que predilecciones claras, excluyentes o estrictos
intereses profesionales. Recorro transversalmente lo que me importa, lo
encuentro transversalmente. Y cuando doy con alguien que no lee más que novelas
o al que sólo le importan los tratados de biofísica, me cuesta remontar la
desazón que me provoca ese provincianismo, esa pasión mezquina por lo
departamental. Soy un lector falstaffiano, pantagruélico, heterodoxo. Un
desclasado. Transmito lo que entrego con deleite culinario y desmesura de
hambriento. Busco a quienes puedan sentir como yo el goce de paladear lo que
proviene de todas las cocinas. No sé embanderar la belleza, inscribirla en un
rubro. Creo haber dicho ya que un buen texto sobre las fragilidades de la razón
en la ciencia puede sumirme en la misma conmoción y aun en el mis-mo deleite
que la Paideia de Werner Jaeger o un ensayo de Claudio Magris. Es verdad que
leo a Dante con más frecuencia que a Paul Feyerabend. Pero entre las
apreciaciones de éste sobre la actual enajenación epistemológica y el Canto
xxxi del Infierno encuentro una correspondencia que me entusiasma y me alivia.
Y es eso lo que quiero transmitir al enseñar: la buena nueva de ese enlace, la
convicción de esa contigüidad que la especialización contemporánea decretó
muerta y despedazada en los mil fragmentos en que hoy se dispersa la cultura.
Soy inviable como profesor universitario. No sólo porque ninguna cátedra
aceptaría mi anarquía temática, sino porque yo mismo soy incapaz de
subordinarme, al enseñar, a otra cosa que a esa presunta anarquía. Soy, por
convicción, un amateur. Nada más que un amateur. Un aficionado fervoroso a todo
lo que pueda conmoverme, el buscador de una misma emoción en todo.
No lo niego: una
prosa mal confeccionada desalienta por completo mi mejor predisposición de
lector. Y aunque no sabría precisar con claridad meridiana a qué llamo buena
prosa, sé reconocerla sin vacilación al dar con ella. El júbilo que me provoca
es inconfundible. Si lo escrito me parece vivo, lo verifico de inmediato. Hasta
donde pueden extenderse las fronteras de mi percepción, sé darme cuenta al leer
cuándo estoy ante alguien y cuándo no. Toda gran emoción, toda gran idea, es
antigua en literatura y aun en la ciencia más alta remite a algo muy antiguo
que nada tiene que ver con lo compartimentado, hoy tan en boga. De veras inédito,
en cambio, es siempre aquel que logra articular esa emoción en un registro
personal. Diría que la vigencia sin mengua de las emociones fundamentales, ésas
que son comunes a la especie, se manifiesta a través o mediante las sucesivas y
simultáneas voces inconfundibles en que, generación tras generación, ellas
vuelven a hacerse oír. Esa confluencia en lo constante por obra de la diversidad
a la que da sustento la gracia personal, respalda mi convicción de que impartir
una clase se justifica desde que implique convocar al cumplimiento de una
comunión y a dar testimonio de un encuentro parental eminente entre saberes y
cosas. Al escribir no anhelo sino sumarme a esa causa, a esa familia cuyos
orígenes se difuminan en la oscuridad de lo remoto y cuya aptitud para la
persistencia, según creo, sólo se extinguirá con el hombre.
Leer a un poeta chino
del siglo viii —Li Tai Po, por ejemplo— y advertirnos contenidos en su voz
convalida la vigencia de un prodigioso sentimiento común que hermana a personas
de épocas muy distanciadas. La literatura, cuando es grande, siempre nutre ese
sentimiento y siempre lo manifiesta. Ser modernos es sabernos comulgando con lo
antiguo en algún punto esencial mediante el despliegue de nuestra diferencia
específica. Una voz se singulariza por el modo que tiene de hacerse oír. Cuanto
más personal sabe ser nuestra expresión, más diáfano resulta el patrimonio de
valores que comparte con los estilos que de ella difieren por ser igualmente
singulares.
Por lo demás, el
escritor es un poseído. Su sentimiento no puede sustraerse a cuanto pide
expresión. Eso que lo urge a escribir no tolera dilaciones. La embestida que lo
acosa, ese hechizo que lo inspira, que lo aspira y se lo traga; ese golpe de
luz, esa tiniebla incitante que lo llama, esa arremetida del juego, no soporta
aplazamiento. Apoyar la pluma en la hoja de papel y avanzar reviste para mí la
intensidad de un espasmo corporal. ¿Qué me importa no saber adónde voy, si al
ir tomando mis apuntes me palpo, consisto, me encuentro, sé quién soy y para
qué vivo? El acto de escribir —esto que ahora mismo estoy haciendo— es
fundacional. Entendámonos: quien de veras goza escribiendo no goza ante todo
con la calidad de lo que escribe pues ignora si la tiene, goza, sí, con el
hecho de escribir, por el acto de escribir.
No se responde
escribiendo a un tema discernido de antemano, cuando de veras se escribe. Sí a
una incitación tan brumosa como inconfundible, tan sutil como rotunda. Si es
indiscutible que escribo lo que se me ocurre, no menos lo es que eso que se me
ocurre se me ocurre como nunca al escribir. Más de un tema puede interesarme y.
de hecho, me interesa. Sin embargo, son contados los que me urgen, los que me
impulsan a tomar un papel sin acatar la menor dilación. Quien escribe lo que ya
sabe que va a decir sólo procede a ordenar sus ideas, a exponerlas. Desconoce
por completo el descontrol de anotar para ser, el desenfreno de anotar para
tratar de consistir, para llegar a saber qué es, al fin y al cabo, lo que se
quiere decir. Sí, el que tiene un tema en su cabeza y lo traslada al papel, no
escribe, transcribe. No es un escritor, es —y sea esto dicho con todo respeto—
un transportista. Administra y gestiona, no crea al escribir. Y no tiene por
qué hacerlo, por supuesto, si no es eso lo que lo convoca. Crear al escribir es
saberse caótico en casi todo, materia de intemperies renovadas y aun así
alguien capaz de encontrar el modo de que ese caos resulte diáfano, visible en
lo escrito y no que desaparezca sustituido por un orden que lo ha extinguido en
lugar de imprimirle la claridad que lo haga evidente. Es que la palabra
expresiva no rebasa, al ser escrita, la imposibilidad de decir. Más bien
inscribe esa imposibilidad bajo un cono de luz privilegiado: el de la verdadera
elocuencia. Así pasa la palabra a ser manifestación ponderable y templada de
una entrañable y torrencial imponderabilidad.
Todo escritor está
expuesto a un repertorio de intensidades que lo acosan e intiman a su inmediata
consideración pero que sólo se avienen al trato a condición de que, al dejar
correr la mano sobre el papel o el teclado, se acate lo que ellas guardan de
esencialmente intratables, de radical-mente indómitas. Sólo se entregan, quiero
decir, a condición de que se las sirva. El escritor creará en la medida en que
sea producido por las impresiones a las que debe obediencia. Será libre en la
medida en que se someta a esas impresiones que operan como estímulo y brújula
de su enunciación. Tomará la palabra si, ante todo, se deja decir por las
palabras que lo toman. Tendrá una voz. Si asume como propia la que lo habita;
ésa a la que nunca llamará suya como quien con la palabra "suya"
pretende remitir a una pertenencia, a algo de lo que se adueñó. Pero también es
cierto que se escribe para apaciguar ese sentimiento do impropiedad que nos
muestra hipotecados en una necesidad de expresión que no controlamos. Para
inscribir de algún modo en lo domeñado esa urgencia de decir que nos asalta y
desvía de nuestras intenciones puramente conscientes o voluntarias. Aun de
aquellas a las que puede con justicia llamarse literarias: asuntos, temas,
argumentos que en algún momento se configuran como nuestros o parecen atraernos
y que, al verse desplazados por los dictados súbitos de la inspiración, prueban
que no lo son o que no lo son tan radicalmente como creíamos. No pasan de
convicciones e intereses y la literatura, en lo que tiene de mejor, no se
confecciona con ellos. Las convicciones y los intereses no solicitan exorcismo
alguno. Al escribir se los acomoda, se los ajusta, se los sitúa. Las palabras,
en tales casos, no pasan de ser un recurso administrativo. No operan sobre algo
que nace de ellas, con ellas. Para el escritor, en cambio, las palabras son la
cosa misma que da que hablar, que se da a presentir en ellas, que incita a
pronunciarlas. En su caso las palabras se muerden la cola. Con ferocidad y a
veces con ternura. Ellas son la única posibilidad de eso que guardan como
promesa y sólo ofrendan inicialmente como susurro apenas audible, como algo que
late secretamente en la penumbra de cuanto queda escrito. Insinuación y augurio
son las palabras; don pleno e inesperado, y algo que nunca terminan de decir.
7
Claudio Eliano, ob. cit., pág. 15.
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