lunes, 31 de mayo de 2021

ONETTI A LAS SEIS, Liliana Díaz Mindurry

 

ONETTI A LAS SEIS

Liliana Díaz Mindurry

 


 «Trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo»

                                                                                                        Juan Carlos Onetti

 

         «Para M.C. Querida Tantriste: Comprendo, a pesar de ligaduras indecibles e innumerables que llegó el momento de agradecernos la intimidad de los últimos meses y decirnos adiós. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nunca nos entendimos de vera; acepto mi culpa, la responsabilidad y el fracaso (…) En todo caso, perdón. Nunca miré de frente tu cara, nunca te mostré la mía».

                                                                                                      Juan Carlos Onetti

 

Era la primera vez que yo había ido al taller literario de Quesada y no para dedicarme a esbozar ambigüedades sobre cuentitos de aprendices de escribidor, ni para leer mis propios mamarrachos, ni siquiera porque el mismo Quesada, viejo amigo mío, me había dicho: «Aparecete de vez en cuando, me hace bien verte, te divertís un rato con las pavadas, lo ves a Giménez, después nos podemos ir a tomar una copa», sino para mirar a María Calviño, Santa María Calviño como la llamaban, no sé quién era María Calviño pero Giménez siempre me recordaba: «Es justo para vos, tenés que verla». Esa, susurró, es María Calviño y apenas contuve el ataque de risa. No se trataba de un aspecto de loca de esas que andan por Corrientes vociferando, caminando con las piernas torcidas, rascándose los piojos. Ni de esas locas típicas de talleres con caras de Caperucita Roja o Blancanieves en el geriátrico. Vestía con aire de monja, pero no era eso. Tendría algo más de treinta, no era demasiado fea, los ojos grandes como platos de un gris azul destinado a la opacidad, pero no era eso. Ni siquiera esos cuentos que leía con aire de Alfonsina arrojándose al mar, llenos de rosas, estrellas, ángeles, caramelos de miel, lejanías, atardeceres, pajaritos volando y cursilerías que no superaba ni Corín Tellado. (Quesada, pese a que no estaba gratis, le hacía mil discursos para que se fuera. Medios no muy sutiles: ¿Por qué no pone una boutique o una peluquería? Medios absurdos: María, haga un análisis de la obra completa de Onetti, describa todas las técnicas que utiliza y no me traiga más sus propios cuentos hasta hacerme un informe detallado en por lo menos quince hojas tamaño oficio). Ni siquiera esa vocecita declamatoria, ojos mojados, manos de Santa Teresa en éxtasis por Bernini (le faltaba cruzarlas en el pecho, ponerse una azucena cerca del nacimiento de los pezones, colocarse una rosa con un alfiler de gancho en la cintura, un moño en las partes postreras). Era algo más, un aire de metafísica para suplemento literario dominical, de cosa que no existe, de petalito seco en un libro de horas titulado Jaculatorias para alcanzar el cielo, de hojitas en manual de poemas completos de Amado Nervo. Era ella, porque era más que todo eso, más que una fórmula.

Después vinieron las preguntas a partir de Onetti, no entiendo por qué Onetti dice «el frenético aroma absurdo que destila el amor», un aroma absurdo y frenético, no sé qué puede ser, el amor huele a rosa y a jazmín, a esperanza, y por qué eso de «trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo», cómo imbecilidad del mundo, acaso el mundo es imbécil, no lo hizo Dios, no hay gente inteligente, genios, Mozart, Béquer, Leonardo, Juana de Ibarborou, Einstein, Julia Prilutzky-Farny, pero seguro que hay gente imbécil, dijo alguien y reímos con pocas ganas, casi hartos. Cómo se puede confiar en la imbecilidad, prosiguió María Calviño, poniendo los ojos más redondos que nunca, platos redondos del color de mi bandera, porque uno confía en la inteligencia ¿no es cierto? Siempre concluía: Onetti es muy extraño” y repetía sola: «confiar en la imbecilidad, reorganizar la confianza en la imbecilidad».  

Habrá sido una tarde en que Giménez y yo tomábamos un whisky en el bar de enfrente del taller de Quesada cuando apareció María Calviño, Santa María Calviño, envuelta en una nube dorada, vestida de rosa, seguida por la brisa del paraíso terrenal. Empezó a preguntarnos por Onetti, «yo no sé cómo hay que leerlo, es tan extraño».

—Mirá —le habló Giménez sin mirarla y tal vez con piedad—. Dejá todo eso. Onetti no es para vos.

En cambio yo enarqué las cejas, la invité a sentarse a mi lado, puse mi mejor voz de caballero británico y mientras me expulsaba el polvo dorado que caía sobre mi pantalón, le mostré un vaso de whisky.

 —Tenés que tomar mucho whisky para entenderlo. Onetti es un destello ¿entendés? Un resplandor.

Sacó un cuadernito forrado con vírgenes de Rafael y anotó: «Tomar whisky, Onetti es un destello, un resplandor».

—Un resplandor, un destello, sí –dijo ella olvidando el whisky y emocionada por las palabrejas—. Una luz, quiere decir un brillo.

Sonreí con elegancia como se puede sonreír frente a Oxford o en un club de gentleman. Y completé mi pensamiento:

—Pero sobre la mierda.

Los platos azules se quedaron inmóviles, estupefactos. Creyó oír mal. ¿Sobre qué?, preguntó. Lo repetí, gusté de la palabra, ese néctar. La imaginé a ella desnuda, en cuatro patas, hablándome de sus ruiseñores y de sus misales, mientras yo le contaba de Juntacadáveres o de la tan triste que calentaba en la boca un caño de revólver como lo haría con un sexo. Después fui más explícito dando cuenta de una precisa escatología brillante situada en el fondo de una escupidera, cuyo perfume era en terminología onettiana «el frenético aroma absurdo que destila el amor».

—También olor a sexo usado —proseguí— a intestinos, a descomposición.

Le veía el pecho sacudirse de arriba hacia abajo, el vestido rosa a punto de recibir una metralla. Parecía retener con desesperación sus pájaros, sus ángeles, sus jazmines. Giménez se daba vuelta para no mostrar la risa creciendo en sus dientes desparejos.  

—¿Te imaginás al pájaro patas arriba y con las tripas afuera, al ángel defecando, al jazmín podrido en un agua con olor a ciénaga? Bueno, todo eso lleno de resplandor, de pequeñas lucecitas enceguecedoras. Pero tenés que beber, María. Tomarte varios vasos y no de whisky sino de tinto barato con gusto a vinagre en un bar asqueroso. Entonces quizás entiendas algo.

Casi sin gestos, anotaba. Cuando pidió vino tinto nos miramos con deseos de agonizar, de morir allí mismo entre estertores y carcajadas. La hacíamos beber y beber casi sin pausas hasta que no podía escribir y le bailaban los ojos.

—No puede ser —decía y a lo mejor lloraba o a lo mejor llorábamos nosotros de risa—, habiendo tantas cosas lindas en el mundo, por ejemplo cuando una alondra canta su primer canto por la mañana, cuando una mujer le dice a un hombre que lo ama.

Y hasta nos daban ganas de aplaudir y así seguimos indefinidamente no sé por cuánto tiempo pero ella preguntó de repente dónde vivía Onetti, con una voz que ya no era la de ella, una voz de cansancio. Giménez me hizo un guiño y yo captando su pensamiento expliqué:

—Vive por aquí, a la vuelta, en una pensión de la calle Piedras— no sé por qué pensaba en Risso, el personaje de «El infierno tan temido»: Estoy solo y me estoy muriendo de frío en una pensión de la calle Piedras, aunque Risso hablaba de Santa María y yo de Malos Ayres.

Lo inventamos amigo nuestro, íntimo. En un chasquido se metía en nuestros portafolios, en el bolsillo de la camisa, en el hueco de la mano. María ya era un desecho. No escribía, no miraba. Había cierto peligro en esos ojos disueltos hasta el vacío, en esa posibilidad de negro paraíso. Bruscamente sentí algo viscoso en la garganta que puede haberse asemejado a una especie de lástima. Sería porque estaba tan borracho como ella, sería porque estaba harto de reírme.

—¿Ves esta llave? —le pregunté.

Saqué una llave cualquiera, una llave de ninguna parte que no sé por qué razón tenía conmigo.

—No sé para qué sirve esta llave, cuál es la puerta que le han destinado. Ni sé para qué la llevo. Cuando tomo mucho me acuerdo de la llave. Y digo: puede ser que esta llave abra la puerta de alguien. Pero la gente es una basura, una basura más chiquita, mediana, más grande, gigantesca. Hay de todos los tamaños. Como no hay gente sólo me sirve para abrir puertas de los libros. Así leo por ejemplo que hay una estrella azul o que tiembla el corazón de una montaña— Y veo que también los libros son basura. Entonces abro las puertas de Onetti que no te habla de estrellas azules ni de corazones que tiemblan. Te hace relumbrar la basura pero no deja de recordarte que es basura. Con esta llave que no sirve, entro en el mundo onettiano, en Santa María o lo que fuere y me doy cuenta de que para entenderlo del todo tendría que tragar la llave, sentir el gusto metálico en el paladar, el gusto de lo que no abre ninguna puerta ¿entendés? Claro que no entendés, ni vas a entender nunca. Seguí con tus pajaritos.

Giménez me oía entre divertido y espantado. La cabeza me daba vueltas, tenía ganas de inclinarme para el aplauso, agitaba la llave, pero María ya no estaba. El discurso fue seguramente mucho más largo. Se habría escapado en la mitad: tal vez no lo había escuchado nunca.

Abandonó el taller, me contó Giménez. No dejó de narrarme los acontecimientos de Quesada ni sus carcajadas cuando Giménez le relataba con muecas y exageraciones nuestro diálogo en el bar. Sin embargo un día la vi en el mismo bar y me dijo que no había vuelto al taller porque estaba preparando su «Infome sobre Onetti». Leyó con voz monótona y hasta destemplada este fragmento de Matías el telegrafista: «Para mí, ya lo sabe, los hechos desnudos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o lo que cargan. Y después averiguar qué hay detrás de estos y detrás hasta el fondo que no conoceremos nunca». Y luego preguntó:    

—¿Qué quiere decir esto?

Me encogí de hombros.

—Porque es lo mismo que decir que no me importa lo que me pasa con el Tipo, lo que él haga, sino saber qué hay en el fondo de todo esto. Yo creía antes que había que soñar para olvidarse de él. Pero ahora resulta que hay que revolver y revolver.

¿De qué me hablaba? ¿Qué Tipo era ése? Me leyó un informe incomprensible y caótico donde la mierda con destellos se mezclaba con el Tipo (lo ponía con mayúsculas) al vino, a la calle Piedras, a las fotografías pardas de «El infierno tan temido» o la cara de tramposo de «Matías el telegrafista», a los pájaros patas arriba, los ángeles con diarrea, la basura de gente, los jazmines podridos, el gusto metálico de las llaves de libros, esas que no abren ninguna puerta. El resultado parecía una especie de poema surrealista entre interesante y espantoso, pero con ciertos matices de belleza.

—Dame ese informe —le dije estremecido y asqueado—. Se lo voy a llevar a Onetti. El te va a ayudar, no lo dudes.

María Calviño se abanicaba, hasta me parecía que hablaba sola. El rosa del vestido seguía desprendiendo olor a pájaros muertos. Le conté a Giménez y pensamos que pediríamos ayuda a Ricardo Olivieri para que dijera llamarse Juan Carlos Onetti, para que le dictara incoherencias al informe. Llamé por teléfono. Me atendió un pedazo de voz, un hilo.

—Onetti quiere conocerte. Le he dado tu dirección. Irá el lunes a las seis a visitarte.

—¿Conocerme a mí? —comenzó María Calviño— ¿Conocerme a mí?

Creí que el «conocerme a mí» seguiría hasta el infinito. Caminaba por calles y calles y seguía oyendo »¿conocerme a mí?”. Con Giménez nos imaginábamos la cara de Quesada, de la gente del taller, cuando María Calviño dijera, sacudiendo su polvo dorado, con voz quebrada de poetisa en trance de suicidio, de Pizarnik llorando con unas pastillitas en la mano, que Onetti, el mismísimo Onetti había ido el lunes a las seis a visitarla, Recordaba a una María roja, con ojos cerrados como si hubiese tragado somníferos, atacada de paludismo y fiebre intermitente, que después de hablar por teléfono, recorría calles y calles, ¿conocerme a mí?

Llegamos hasta el punto de escribirle y entregarle nosotros mismos una misiva. La escribí yo, los otros miraban. Empezaba como la carta del comienzo de “Tan triste como ella”.

        «Querida tan triste María:

                                   Comprendo, a pesar de las ligaduras indecibles e innumerables, que llegó el momento de conocernos. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nos entenderemos. No conocernos sería mi culpa, la responsabilidad y el fracaso. No intento excusarme invocando nada. Acepto los futuros momentos dichosos. En todo caso, perdón. Aunque nunca mire de frente tu cara, aunque nunca te muestre la mía.

                                                                                                                            J.C.O.»

La similitud de espejo al revés con el comienzo de «Tan triste como ella» hacía más ridícula la voz de María:

—Me escribió a mí. Juan Carlos Onetti me escribió a mí.

Llegó el lunes. Fui media hora antes a la casa de María Calviño para efectuar la presentación. Entré en un zaguán viejo y me recibió vestida de negro con estas raras palabras:

—Estoy de luto por mi anterior vida. Ahora pienso y vivo en el mundo de Onetti.

Tenía una sonrisa muy rara, se desplegaba como un abanico. Tenía unos ojos de leopardo que antes no tenía, dos leopardos muertos en platos vacíos. Entré en un comedor mugriento y en desorden.

—Lo preparé todo especialmente para este encuentro —murmuró y la voz era una especie de navaja, un cuchillo que cortaba rebanadas de aire. Después subí a una pieza con una cama de matrimonio. La pared estaba llena de estampitas, recortes de revistas con puestas de sol, almanaques con pájaros, noches estrelladas, parejas besándose, cartones con acuarelas que representaban ángeles y corazones, fotografías de actrices lánguidas de los comienzos del cine, una biblioteca de novelas románticas. Poesía para solteronas, libros de autoayuda, títulos como «Aprenda a ser feliz» o «Te amaré para siempre», «Mía para la eternidad», vitrinas con estatuas almibaradas y caracoles. Ante mi asombro empezó a romper todo, a hacer pedazos los libros, las fotografías, los dibujos, los almanaques, las cajitas musicales, las basuras de las vitrinas. Semejante hecatombe, la violencia de sus gestos me empezaron a asustar y más cuando abrió un ropero y se dedicó a arrojar ropa sucia con perfume a naftalina y sudor. Algunas prendas salían por la ventana, otras se depositaban en cualquier parte.

—Gracias por todo esto, Juan Carlos Onetti —exclamó de golpe y me pareció que le hablaba al aire, a un posible Juan Carlos Onetti que estaría por llegar.

—Ya son seis menos cinco —susurré, deseando que esta escena de locura terminase pronto, arrepentido de haberla fomentado, con ganas de putear a Giménez, a Quesada, con ganas de que Olivieri no viniese, de que alguna grieta en la pared me permitiese la huida—. Onetti debe estar por llegar.

—Onetti ya ha llegado —habló María Calviño clavándome esos leopardos que se desperezaban en los platos vacíos. Es para vos que hago esto.

—¿Para mí? —logré balbucear.

—Yo sé que cierto Onetti, premio Cervantes, vive en España, y que vos me escribiste. ¿Qué me importa del otro? Vos sos Juan Carlos Onetti, vos me mostraste la llave para abrir esos libros. Yo ya no puedo encerrarme en esta pieza a soñar disparates. Mis pájaros tienen las tripas afuera, mis jazmines están podridos. Hace diez años que vivo con alguien, marido creo que se llama. Yo lo llamo «el Tipo». Viene, habla con el loro, con el espejo, con cualquier cosa. Vomita en los rincones, escupe. Yo quería otro mundo, pero no hay caso. Vos tenés razón, Onetti. Hay mierda y lo único bueno es sacarle lustre a la mierda, verle los resplandores. Es bueno tomar la llave de los libros, abrirlos, pero después tragar la llave. Yo la tragué. Hace tiempo que necesitaba esto.

Oímos el timbre como si hubiéramos oído maullar a un gato. Yo la miraba sin poder desprender mis ojos de esos platos grises vacíos, de ese brillo a escombros, a mesa de póquer con fantasmas. El timbre seguía y seguía.

—Gracias por haberme escrito, Onetti. Por haberme llamado «tan triste María». Gracias a vos tengo confianza en la imbecilidad del mundo. Quiero hacerte un regalo, mostrarte lo que soy capaz de hacer.

Hablar ya no tenía sentido. La locura era la pared, el techo, el piso, los muebles, ella, el timbre, yo mismo. La seguí. Lo que vi ya no será posible contarlo.

Porque después yo ya no estaba allí y quizás ya no estaba en ninguna parte. A grandes lengüetazos lamía los bordes de todos los objetos, de la misma locura, de cierta manera de ella tan feroz de clavarme los ojos, ella, María, Santa María, ella la tan triste, diciéndome, mirá Onetti, éste es el Tipo, lo hice para vos, para que veas que soy capaz, para que veas que como vos rompí el candado, me tragué la llave, tenía gusto metálico, al principio creí que era más difícil, pero era fácil, era cuestión de averiguar qué había detrás y así hasta el fondo que después de todo no conoceremos nunca, y había un tipo en el suelo sobre una enorme mancha roja, un tipo muerto, gracias Onetti, vos tenías razón, yo soy la tan triste, la de la enorme tristeza, la de la tristeza que no tiene límites, y el timbre seguía sonando y yo pensaba, son las seis de la tarde, yo soy Onetti, ella es la tan triste, he abierto la llave de los libros, la tengo aquí, es la llave de ninguna parte, los libros no sirven, son papel pegado o cosido, letras sobre papel pegado o cosido, pero ella sí ha tragado la llave y ahora estoy yo aquí solo con el gusto metálico en la lengua, sabiendo que la llave está en mi boca y que debo tragarla.

Premio Centro Cultural de México, Concurso Juan Rulfo, París, 1993.                      

(Del libro Último tango en Malos Ayres, 1º edición, Libros del Zahir, Buenos Aires, 1998. 2ª edición: Editorial Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2008)      

ÉXTASIS, Katherine Mansfield

 

ÉXTASIS

Katherine Mansfield

 


A pesar de sus treinta años, Bertha Young disfrutaba aún de instantes como éste en que quería correr en vez de caminar, bailar dando saltitos arriba y abajo en la acera, lanzar un aro, tirar algo al aire y volver a tomarlo o quedarse quieta y reírse de… nada, sencillamente de nada.

¿Qué puede hacer una cuando se tienen treinta años y, al doblar la esquina de tu propia calle, de pronto te quedas traspuesta por una sensación de éxtasis, ¡de absoluto éxtasis!, como si de pronto te hubieras tragado un trozo de ese último sol radiante de la tarde y éste te ardiera en el pecho, proyectando una llovizna de chispas en cada partícula, en cada uno de los dedos de las manos y de los pies…?

Cielos, ¿es que no hay modo de que puedas expresarlo sin estar ebria o fuera de tus cabales? ¡Necia civilización! ¿Para qué nos darán un cuerpo si tenemos que encerrarlo en un estuche como a un Stradivarius?

«No, esto del Stradivarius no es precisamente lo que quiero decir», pensó mientras corría escaleras arriba, rebuscaba las llaves dentro del bolso (las había olvidado, como siempre) y hacía ruido en el buzón.

—No es lo que quiero decir, porque… Gracias, Mary —entró en el vestíbulo.

—¿Ha vuelto la niñera?

—Sí, señora.

—¿Y ha llegado la fruta?

—Sí, señora. Ya ha llegado todo.

—¿Quieres por favor subir la fruta al comedor? Yo la prepararé antes de subir.

Había tinieblas y hacía mucho frío en el comedor. Pero aun así, Bertha se quitó el abrigo; no podía soportar ni un segundo más aquel broche asfixiante. El aire frío le tocó los brazos.

Pero en su pecho seguía ese rincón de destello radiante…, aquella llovizna de chispas proyectadas hacia afuera. Casi resultaba insoportable. Casi no se atrevía a respirar por miedo a avivarla y en cambio respiraba hondo, cada vez más hondo. Casi no se atrevía a mirar en el frío espejo…, pero miró y eso la convirtió de nuevo en mujer, una mujer radiante, con labios sonrientes y temblorosos, con grandes ojos oscuros y un aire de estar escuchando, de estar esperando que algo…, que algo maravilloso pasara…, algo que sabía que pasaría con toda seguridad.

Mary puso la fruta en una bandeja junto con un cuenco de cristal y un plato azul, muy bonito, con un lustre muy raro por encima, como si lo hubieran metido en leche.

—¿Quiere que encienda la luz, señora?

—No, gracias. Aún puedo ver muy bien.

Había mandarinas y manzanas de color rosa fresa. Unas cuantas peras amarillas, suaves como la seda, uvas blancas cubiertas de una pátina de plata y un gran racimo de uvas negras. Estas últimas las había comprado para que hicieran juego con la alfombra nueva del comedor. Sí, sonaba algo estrafalario y absurdo, pero era la verdadera razón por la que las había comprado. En la tienda había pensado: «Tengo que comprar algunas negras para que la alfombra destaque sobre la mesa». Y en aquel momento le había parecido de mucho sentido común.

Cuando hubo terminado de colocarlas y hubo construido dos pirámides con esas formas redondas y relucientes, se apartó unos pasos de la mesa, para captar el efecto…, y la verdad es que quedaba de lo más curioso. Porque la mesa oscura parecía fundirse con la luz de las tinieblas y con el cuenco azul y quedar flotando en el aire. Era…, claro que en su actual estado de ánimo, era increíblemente maravilloso. … Se empezó a reír.

—No, ni hablar. Me estoy poniendo histérica —y recogió el bolso, tomó el abrigo y subió corriendo escaleras arriba al cuarto del bebé.

La niñera estaba sentada en una mesita baja dándole la cena a la Pequeña B después del baño. El bebé llevaba puesto un camisoncito de franela blanco y una chaquetita de lana azul y llevaba el fino pelito negro peinado hacia arriba en una crestita muy graciosa. Levantó los ojitos cuando vio a su madre y empezó a dar saltos.

—Venga, cielito, cómetelo todo como una niña buena —dijo la niñera, con los labios apretados de una forma que Bertha conocía bien y que significaba que una vez más había entrado en la habitación en mal momento.

—¿Se ha portado bien, Nanny?

—Ha sido una delicia toda la tarde —susurró Nanny—. Fuimos al parque y yo me senté en una silla y la saqué del cochecito; se acercó un perro muy grande y me puso la cabeza en la rodilla; ella le agarró la oreja y le dio un tirón. ¡Dios santo, tenía usted que haberla visto!

Bertha deseaba preguntar si no era muy peligroso dejarla que le agarrase la oreja a un perro desconocido. Pero no se atrevió. Se quedó mirándolas con las manos caídas a los lados, como la niña pobre delante de la niña rica con muñeca.

El bebé volvió a levantar los ojos para mirarla, se quedó con la mirada fija en ella y después puso una sonrisa tan linda que Bertha no pudo evitar llorar.

—Nanny, Nanny, déjeme que termine yo de darle la cena mientras usted recoge las cosas del baño.

—Bueno, señora, no es bueno que cambie de brazos mientras come —dijo Nanny sin dejar de susurrar—. Eso la pone nerviosa; es muy probable que la haga enfadar.

Qué absurdo era todo. ¿Para qué tener una niñita si hay que guardarla, no ya en un estuche como a un Stradivarius, pero en los brazos de otra mujer?

—¡Lo siento, tengo que hacerlo! —dijo.

Muy ofendida, Nanny se la puso en los brazos.

—Ahora, no la excite después de comer. Sabe que usted lo hace, señora. ¡Y luego me hace pasar un mal rato!

¡Santo cielo! Nanny salió del cuarto con las toallas del baño.

—Bueno, ahora eres toda mía, mi joyita —dijo Bertha, y la niña se acurrucó contra ella.

Comía que era una maravilla, abriendo mucho la boca para la cuchara y zarandeando las manos. Unas veces no soltaba la cuchara, y otras, justo cuando Bertha la había llenado, la tiraba por los aires de un manotazo.

Cuando el puré se terminó, Bertha se volvió hacia la chimenea.

—Eres bonita… ¡eres muy bonita! —dijo besando a su bebé tan calentita—. Te tengo cariño. Me gustas.

Y de hecho de qué manera adoraría a Pequeña B (el cuello cuando lo doblaba hacia delante, sus exquisitos dedos del pie reluciendo transparentes a la luz del fuego) que le sobrevino de nuevo la sensación de éxtasis absoluto y de nuevo no supo cómo sacarla afuera, qué hacer con ella.

—Quieren que se ponga al teléfono —dijo Nanny, regresando victoriosa y tomando a su Pequeña B.

Voló escaleras abajo. Era Harry.

—Ah. ¿Eres tú, Ber? Oye. Voy a llegar tarde. Tomaré un taxi e iré para allá lo antes que pueda, pero haz que retrasen la cena diez minutos, ¿quieres?, ¿de acuerdo?

—Sí, perfecto. ¡Ah, Harry!

—¿Sí?

¿Qué tenía que decir? No tenía nada que decir. Sólo deseaba hablar con él un momento. No podía gritar de manera absurda: «¡Qué día maravilloso!».

—¿Me querías decir algo? —dijo deprisa la vocecita.

—Nada. Entendu —dijo Bertha, y colgó el auricular, pensando en lo rematadamente necia que era esta civilización.

Tenían invitados a cenar. El señor Norman Knight y su esposa, una pareja de gran renombre, él a punto de abrir un teatro y ella terriblemente interesada en la decoración de interiores, un hombre joven, Eddie Warren, que acababa de publicar un librito de poemas y al que todo el mundo quería invitar a cenar, y un «descubrimiento» de Bertha llamada Pearl Fulton. Lo que hacía la señorita Fulton, Bertha no lo sabía. Se habían conocido en el club y Bertha se había fascinado con ella, como se fascinaba siempre con mujeres guapas con un halo de misterio.

El morbo fue que aunque habían salido juntas y habían quedado muchas veces y en realidad habían hablado, Bertha no había logrado aún captarla. Hasta cierto punto, la señorita Fulton era misteriosamente, maravillosamente franca, pero el cierto punto había pasado y ella no había logrado ir más allá.

¿Habría algo más allá? Harry dijo: «No». Se inclinó a tacharla más bien de aburrida y «fría como todas las rubias con un toque, quizás, de anemia cerebral». Pero Bertha no estaba de acuerdo con él; aún no, de ninguna forma.

—No, ese modo que tiene de sentarse con la cabeza un poco ladeada, y sonriendo, esconde algo, Harry, y tengo que averiguar qué es ese algo.

—Lo más probable es que esconda un buen estómago —había respondido Harry.

No dejaba de adelantarse a Bertha con respuestas de este tipo… «Un hígado helado, preciosa» o «simples gases» o «puede que esté enferma del riñón»… Por alguna extraña razón, a Bertha le gustaba esto, y casi lo admiraba muchísimo en él.

Entró en el salón y encendió el fuego; después, recogiendo uno por uno los cojines que Mary había colocado con tanto cuidado, los volvió a lanzar sobre las sillas y los sofás. Aquello marcaba la diferencia: la estancia recobró la vida en un santiamén. Cuando estaba a punto de lanzar el último se sorprendió a sí misma abrazándolo de repente, apasionadamente, apasionadamente. Pero aquello no apagó la llama en su pecho. ¡Todo lo contrario!

Los ventanales abiertos del salón daban a un balcón desde el que se divisaba el jardín. Al final de todo, contra el muro, había un peral alto y esbelto en pletórica floración; se erigía con absoluta perfección, tan plácido contra el cielo de verde jade. Bertha no pudo evitar percibir, incluso desde esta distancia, que no tenía ni un solo brote ni pétalo marchito. Debajo, en los arriates del jardín, los tulipanes rojos y amarillos, colmados de flores, parecían apoyarse en el crepúsculo. Un gato gris, arrastrando la panza, cruzaba el césped deslizándose, y uno negro, su sombra, le seguía el rastro. Mirarlos, tan absortos y tan veloces, le produjo a Bertha un curioso escalofrío.

—¡Qué cosa más horripilante son los gatos! —balbuceó, se apartó de la ventana y empezó a andar de un lado a otro…

Qué fuerte olían los junquillos en la sala cargada. ¿Demasiado fuerte? Oh, no. Y así, como si hubiera sido vencida, se lanzó a un sillón y se apretó los ojos con las manos.

—¡Soy demasiado feliz, demasiado feliz! —murmuró.

Y le pareció ver en sus párpados el precioso peral con sus flores abiertas de par en par como un símbolo de su propia vida.

En realidad, en realidad, lo tenía todo. Harry y ella seguían tan enamorados como siempre, y continuaban juntos magníficamente bien y realmente eran buenos compañeros. Tenían un bebé adorable. No tenían que preocuparse por el dinero. Tenían esta casa ultracómoda con jardín. Y amigos, amigos modernos, emocionantes, escritores, pintores, poetas o personas interesadas por los problemas sociales: justo la clase de amigos que ellos deseaban. Y también había libros, y había música, y ella había descubierto un sastrecillo maravilloso y se iban al extranjero en verano y la nueva cocinera hacía las tortillas más exquisitas…

—Qué absurda soy. ¡Absurda! —se incorporó; pero se sintió algo mareada, algo ebria. Debía ser primavera.

Sí, era primavera. En ese mismo instante estaba tan cansada que no podía arrastrarse escaleras arriba para vestirse.

Un vestido blanco, un collar de cuentas de jade, zapatos y medias verdes. No era de repente. Había pensado en este conjunto horas antes de detenerse ante la ventana del salón.

Los pétalos le restallaron levemente al entrar en el vestíbulo. Besó a la señora de Norman Knight, que se estaba quitando el más divertido de los abrigos naranja con una procesión de monos negros que daba la vuelta al dobladillo y subía hasta las solapas.

—¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué será tan aburrida la clase media!… ¡tan absolutamente carente de sentido del humor! Querida, estoy aquí sólo de chiripa, de chiripa, y Norman es la chiripa protectora. Porque mis queridos monitos levantaron tal revuelo en el tren que éste se convirtió en un solo hombre que no hacía más que comerme con los ojos. No se reían, no lo encontraban divertido, lo cual me hubiera encantado. No, sólo se quedaban mirando y me traspasaban de arriba abajo con la mirada.

—Pero lo máximo —dijo Norman, ajustándose en el ojo un gran monóculo con la montura de concha de tortuga—, no te importará que te cuente esto, Cara, ¿no? —(En casa y entre amigos se llamaban entre ellos Cara y Jeta)—. El colmo fue cuando ella, que ya estaba más que harta, se volvió hacia la mujer que tenía al lado y le dijo: «¿No ha visto usted nunca un mono?».

—¡Vaya que sí! —la señora de Norman Knight se unió a la risa—. ¿No fue también aquello el colmo de los colmos?

Y una cosa más divertida todavía era que ahora que no tenía el abrigo puesto era igualita que un mono muy inteligente que hasta había confeccionado aquel vestido de seda amarilla a partir de restos de cáscara de banana. Y sus pendientes de ámbar parecían pequeños maníes colgando.

—Va a hacer un otoño triste, muy triste —dijo Jeta parándose delante del cochecito de Pequeña B—. Cuando un cochecito entra en el vestíbulo… —y dejó en el aire el resto del dicho.

Sonó el timbre. Era Eddie Warren, flaco y pálido como de costumbre y en estado de extrema ansiedad.

—¿Es ésta la casa, o no lo es? —suplicó.

—Pues creo que sí… espero que sí —dijo Bertha vivaracha.

—He tenido una experiencia tan espantosa con un taxista; era de lo más siniestro. No conseguí hacer que parara. Mientras más le tocaba y más le avisaba, más rápido iba. Y aquel adefesio de cabeza achatada, abrazado a aquel volante diminuto.

Se estremeció y se quitó una larguísima bufanda de seda blanca. Bertha se percató de que sus calcetines eran blancos también, ¡qué rico!

—¡Pero qué espanto! —exclamó ella.

—Y tanto que lo fue —dijo Eddie siguiéndola hasta el comedor—. Ya me vi recorriendo la Eternidad en un taxi intemporal.

Conocía a los señores de Norman Knight. De hecho, estaba a punto de componer una obra de teatro para N. K. cuando lograra terminar el proyecto de teatro.

—Y bien, Warren, ¿cómo va la obra? —dijo Norman Knight dejando caer el monóculo y dándole su tiempo al ojo para subir a la superficie antes de volver a comprimirlo tras la lente.

Y la señora de Norman Knight:

—Ah, señor Warren, ¡qué calcetines tan alegres!

—Cuánto me alegro de que le gusten —dijo él mirándose los pies—. Parece que se han vuelto mucho más blancos desde que salió la luna —y volvió su joven rostro, flaco y afligido, hacia Bertha.

—Es que hay luna, ¿sabe?

Ella quiso gritar: «¡Sin duda alguna… y tan a menudo, tan a menudo!».

La verdad es que era una persona de lo más atractiva. Y también lo era Cara, acurrucada ante el fuego con sus pieles de banana; y también Jeta lo era, fumándose un cigarrillo y diciendo mientras tiraba la ceniza: «¿Por qué se demora el esposo?».

—Ahí está, ya.

La puerta de la calle se abrió y se cerró con un ¡pam! Harry gritó: «Hola, gente. Bajo en cinco minutos». Y lo oyeron subir corriendo las escaleras. Bertha no pudo evitar sonreír; sabía que a él le gustaba hacer las cosas a toda máquina. Después de todo, ¿qué importaban cinco minutos más? Pero él se convencía a sí mismo de que importaban más que nada en el mundo. Y luego haría una entrada triunfal en el comedor con una frialdad y una seguridad en sí mismo arrolladora.

Harry tenía tantas ansias de vivir. Cielos, cuánto apreciaba ella eso en él. Y su pasión por luchar, por hallar en todo lo que se le pusiera por delante una prueba más de su poder y de su bravura…, también eso lo entendía. Incluso cuando lo hacía parecer, en alguna ocasión, algo ridículo quizás a ojos de otros que no lo conocían bien… porque había momentos en los que se precipitaba a la batalla donde no había batalla. Ella conversó y rió y se olvidó por completo, hasta que entró él tal y como ella lo había imaginado, de que Pearl Fulton aún no había aparecido.

—Me pregunto si la señorita Fulton se habrá olvidado.

—Supongo —dijo Harry—. ¿Está al teléfono?

—¡Ah! Acaba de llegar un taxi —y Bertha sonrió con ese airecillo de dueña que siempre adoptaba mientras sus descubrimientos femeninos eran nuevos y misteriosos—. Pearl vive en los taxis.

—Si es así acabará hecha una vaca —dijo Harry con frialdad, llamando a cenar con la campanilla—. Grave peligro para las rubias.

—Harry, no, por favor —le advirtió Bertha mirándolo con una risotada.

Otro momentito de nada pasó mientras esperaban, riendo y charlando, un pelín demasiado a sus anchas, un pelín demasiado inconscientes. Y entonces entró la señorita Fulton, toda de plata, con una redecilla plateada recogiéndole el pelo rubio claro, sonriendo, con la cabeza un poco ladeada.

—¿Llego tarde?

—No, en absoluto —dijo Bertha—. Pasa —y la tomó del brazo y entraron en el comedor.

¿Qué había en aquel roce de aquel brazo frío que avivara y avivara, hasta empezar a encender aquella llama del éxtasis con la que Bertha no sabía qué hacer?

La señorita Fulton no la miró; aunque de todos modos raramente miraba a las personas cara a cara. Los pesados párpados le reposaban sobre los ojos y esa extraña media sonrisa iba y venía a sus labios como si viviera más de escuchar que de mirar. Pero Bertha supo enseguida, como si se hubieran cruzado la más prolongada e íntima mirada, como si se hubieran dicho una a otra «¿tú también?», que Pearl Fulton estaba sintiendo exactamente lo mismo que ella mientras removía la preciosa sopa roja en el plato gris.

¿Y los demás? Cara y Jeta, Eddie y Harry, con sus cucharas entrando y saliendo de la sopa, secándose los labios con sus servilletas, desmigando el pan, jugueteando con los tenedores y los vasos y charlando.

—La conocí en el Show de Alpha; qué criatura más rara. No sólo se había cortado el pelo, sino que parecía como si se hubiera seccionado más que un buen trozo de brazos y piernas con las tijeras, y del cuello y también de su pobre naricita.

—¿No está de lo más liée con Michael Oat?

—¿El tipo que escribió Amor con dientes postizos?

—Quiere escribir una obra de teatro para mí. Sólo un acto. Sólo un hombre. Decide suicidarse. Da todas las razones por las que debería hacerlo y por las que no. Y justo cuando ya se ha decidido por hacerlo o por no hacerlo…, telón. La idea no está nada mal.

—¿Cómo lo va a llamar? ¿Dolor de estómago?

—Creo haber visto alguna vez la misma idea en una revistita francesa, totalmente desconocida en Inglaterra.

No, no la conocían. Eran encantadores, encantadores, y ella adoraba tenerlos allí, sentados a su mesa, y adoraba ofrecerles comida y vino deliciosos. ¡De hecho, deseaba decirle lo exquisitos que eran, y qué grupo más estético formaban, cómo se hacían destacar entre sí y cómo le recordaban una obra de Chéjov!

Harry estaba disfrutando de su cena. Formaba parte de su, bueno, no exactamente de su naturaleza, y desde luego no de su talante, de su lo que quiera que fuese, hablar de las comidas y vanagloriarse de su «mórbida pasión por la carne blanca de la langosta» y por «el verde de los helados de pistacho, verdes y fríos como los párpados de las bailarinas egipcias».

Cuando la miró y dijo: «Bertha, es un souflée absolutamente admirable», ella casi se echó a llorar como una niña de la emoción.

Ah, ¿por qué se sentía tan tierna con todo el mundo esta noche? Todo era bueno, todo estaba bien. Todo lo que iba pasando parecía volver a llenar su rebosante copa de éxtasis.

Y sin embargo, en el fondo de su mente seguía el peral. Ahora estaría plateado, a la luz de la luna de mi pobrecillo Eddie, plateado como la señorita Fulton, sentada allí dándole vueltas a una mandarina con aquellos dedos delgados tan pálidos que parecían irradiar luz.

Lo que sencillamente no lograba entender, lo que era milagroso, era de qué manera había podido adivinar su estado de ánimo con tanta precisión y de forma tan instantánea. Porque ni por un momento dudó de si podía estarse equivocando, y aun así, ¿en qué se basaba?, en nada de nada.

«Creo que esto ocurre muy, muy rara vez entre mujeres. Y nunca entre hombres», pensó Bertha. «Aunque quizá me dé alguna señal mientras preparo el café en el salón».

Lo que quería decir con aquello no lo sabía, y lo que ocurriría después de aquello… no podía imaginárselo.

Mientras pensaba todo esto se veía a sí misma charlando y riéndose. Tenía que hablar para sofocar su deseo de reír.

«O río o me muero».

Aunque al percatarse de la insignificante costumbre tan simpática de meterse algo dentro del escote, como si también allí guardara un puñadito de maní en secreto, Bertha se tuvo que enterrar las uñas en las palmas de las manos para no extralimitarse riéndose.

Por fin se le pasó. Y:

—Ven a ver mi cafetera nueva —dijo Bertha.

—Sólo tenemos una cafetera nueva cada quince días —dijo Harry. Cara la tomó esta vez del brazo; la señorita Fulton ladeó la cabeza y las siguió.

El fuego en el salón se había reducido a un rojo y chisporroteante «nido de polluelos de ave fénix», dijo Cara.

—No enciendas la luz todavía. Es tan hermoso —y volvió a acurrucarse junto al fuego. Siempre tenía frío… «sin su chaquetita de franela roja, claro», pensó Bertha.

En ese momento, la señorita Fulton dio la señal.

—¿Tiene usted jardín? —dijo la voz fría y aletargada.

Aquello fue tan exquisito por su parte que todo lo que Bertha pudo hacer fue obedecer. Atravesó la habitación, separó las cortinas y abrió aquellas ventanas tan altas.

—¡Ahí está! —exhaló.

Y las dos mujeres se quedaron de pie una junto a la otra mirando el esbelto árbol florecido. A pesar de estar tan quieto, parecía, como la llama de una vela, erguirse, despuntar, temblar en el aire luminoso, hacerse más y más alto mientras ellas observaban hasta tocar casi el borde de la redonda luna de plata.

¿Cuánto tiempo estuvieron allí? Las dos, atrapadas como quien dice en aquel círculo de luz divina, entendiéndose perfectamente entre sí, criaturas de otro mundo, y preguntándose qué hacían en éste con todo ese tesoro extasiado que les ardía en el pecho y que caía de sus cabellos y de sus manos en forma de flores de plata.

¿Para siempre… sólo un instante? Y había murmurado la señorita Fulton: «Sí. Exactamente eso». ¿O lo había soñado Bertha?

Entonces encendieron la luz y Cara hizo el café y Harry dijo:

—Mi querida señora Knight, no me pregunte por mi niña. Nunca la veo. No sentiré el más mínimo interés por ella hasta que tenga un amante —y Jeta apartó el ojo del invernadero del jardín por un instante y lo volvió a poner bajo la lente y Eddie Warren se terminó el café y soltó la taza con una cara de angustia como si en el fondo hubiera visto la araña.

—Lo que quiero es ofrecerles un espectáculo a los jóvenes. Yo creo que Londres sencillamente está atiborrado de obras noveles, aun sin escribir. Lo que quiero decirles es: «Aquí tienen el teatro. Abran fuego».

—No sé si sabrás, querida, que voy a decorar una habitación para los Jacob Nathans. Ah, cuánto me tienta hacer un diseño de pescado frito, como los respaldos de los sillones en forma de sartenes y las cortinas de preciosas papas fritas bordadas.

—El problema con nuestros jóvenes escritores es que son todavía demasiado románticos. Uno no puede hacerse a la mar sin marearse y pedir una palangana. En fin, ¿por qué no tendrán la valentía de usar palanganas?

—Un poema espantoso sobre una muchacha que fue violada por un pordiosero sin nariz en un bosquecillo…

La señorita Fulton se hundió en el sillón más bajo y más hondo y Harry repartió cigarrillos.

Por el modo en que se quedó parado delante de ella agitando la caja plateada y diciendo con brusquedad: «¿Egipcio? ¿Turco? ¿De Virginia? Están todos mezclados», Bertha se dio cuenta de que Pearl no sólo lo aburría; realmente le desagradaba. Y decidió, por el modo en que la señorita Fulton dijo: «No gracias, no fumaré», que también ella sentía lo mismo hacia él, y se sintió herida.

«Cielos, Harry, que no te desagrade. Estás completamente equivocado con ella. Es maravillosa, maravillosa. Y además, cómo puedes sentir algo tan distinto por alguien que significa tantísimo para mí. Intentaré contarte esta noche cuando estemos en la cama lo que ha ocurrido. Lo que ella y yo hemos compartido».

Al oírse esas palabras algo extraño y casi aterrador hizo diana en la mente de Bertha. Y este algo ciego y sonriente le dijo muy bajito: «Pronto se irá toda esta gente. La casa quedará tranquila, muy tranquila. Se apagarán las luces. Y tú y él estarán juntos, solos en la habitación oscura, en la cálida cama…».

Se levantó de un salto de la silla y corrió al piano.

—¡Qué pena que no toque nadie! —exclamó—. ¡Qué pena que no toque nadie!

Por primera vez en su vida, Bertha Young deseaba a su marido.

Sí, lo había amado, había estado enamorada de él, claro, de otra manera, la que fuera, pero exactamente de esta manera, no. Y lo mismo, había visto con claridad que él era diferente. Lo habían hablado tan a menudo. Le había preocupado tantísimo al principio descubrir que era tan frígida, pero pasado un tiempo aquello parecía no importar. Eran tan sinceros el uno con el otro, tan buenos compañeros. Eso era lo mejor de ser modernos.

Aunque ahora… ¡Ardorosamente! ¡Ardorosamente! ¡La palabra dolía en su ardoroso cuerpo! ¿Era a esto a lo que aquel sentimiento de éxtasis la había estado conduciendo? Pero de pronto, de pronto…

—Querida —dijo la señora de Norman Knight—, ya conoces nuestra lacra. Somos víctimas de los horarios y de los trenes. Vivimos en Hampstead. Ha sido maravilloso.

—Los acompañaré al vestíbulo —dijo Bertha—. Me ha encantado tenerlos aquí. Pero no deben perder el último tren. ¿No sería horrible?

—¿Tomas un whisky, Knight, antes de irte? —preguntó Harry.

—No, gracias, amigo mío.

Bertha le dio la mano con un buen apretón por aquello.

—Buenas noches, adiós —gritó desde el último escalón de arriba, sintiendo que aquel yo secreto se libraba de ellos para siempre.

Cuando volvió a entrar en el salón, los demás se estaban marchando.

—… Entonces puedes venir parte del recorrido en mi taxi.

—Le agradezco tanto no tener que enfrentarme a otro recorrido yo solo después de mi espantosa experiencia.

—Pueden conseguir un taxi en la parada que está justo al final de la calle. No tendrán que caminar más de algunas yardas.

—Eso me tranquiliza. Iré a ponerme mi abrigo.

La señorita Fulton se fue hacia el vestíbulo y Bertha la estaba siguiendo cuando Harry casi la tiró al adelantarla.

—Permítame que la ayude.

Bertha vio que se sentía arrepentido de su rudeza; lo dejó pasar. Qué maravilla de hombre era en algunas cosas: ¡tan impulsivo!, ¡tan sencillo!

Y los dejaron a Eddie y a ella junto al fuego de la chimenea.

—Me pregunto si has visto el nuevo poema de Bilks titulado «Table d’Hôte» —dijo Eddie con voz suave—. Es tan maravilloso. En la última antología. ¿Tienes un ejemplar? Me gustaría tanto enseñártelo. Empieza con un verso increíblemente hermoso: «¿Por qué debe ser siempre sopa de tomate?».

—Sí —dijo Bertha. Y se fue sigilosamente a una mesa frente a la puerta del salón y Eddie se deslizó sigilosamente tras ella. Ella tomó el librito y se lo dio; no habían hecho el menor ruido.

Mientras él buscaba el poema, ella volvió la cabeza hacia el vestíbulo. Y vio… Harry estaba con el abrigo de la señorita Fulton en sus brazos y la señorita Fulton dándole la espalda y cabizbaja. Tiró el abrigo, le puso las manos en los hombros y la giró hacia él violentamente. Sus labios dijeron: «Te adoro», y la señorita Fulton le puso sus dedos de claro de luna en las mejillas y le sonrió con su sonrisa aletargada. Las aletas de la nariz de Harry temblaban; los labios se le encogieron en una horrible sonrisa al musitarle: «Mañana», y la señorita Fulton dijo con los párpados: «Sí».

—Aquí está —dijo Eddie—. «¿Por qué debe ser siempre sopa de tomate?». Es tan profundamente verdadero, ¿no te parece? La sopa de tomate es tan espantosamente eterna.

—Si lo prefieres —dijo la voz de Harry, muy alto, desde el vestíbulo—, puedo pedir que venga un taxi hasta la puerta.

—No, no. No es necesario —dijo la señorita Fulton y fue hasta donde estaba Bertha y le tendió sus delgados dedos.

—Adiós. Muchísimas gracias.

—Adiós —dijo Bertha.

La señorita Fulton le sostuvo la mano un momento más.

—¡Su precioso peral! —murmuró.

Y después se había ido, con Eddie detrás, como el gato negro que sigue al gato gris.

—Yo cerraré todo —dijo Harry, con una frialdad y una seguridad en sí mismo arrolladora.

«¡Su precioso peral, peral, peral!», Bertha sencillamente corrió a las ventanas altas.

—Ah, ¿qué va a pasar ahora? —exclamó.

Pero el peral estaba tan hermoso como siempre y tan repleto de flores e igual de quieto.


[*] Aldous Huxley sirvió de modelo, al estilo Mansfield, para el personaje de Eddie Warren. (N. del T.)

© Katherine Mansfield: Bliss (Éxtasis). En English Review, agosto de 1918. Reeditado en Bliss and Other Stories (1920). Traducción de Juana Teresa Guerra de la Torre.

MEDIDAS PREVENTIVAS, Antón Chejov

 

MEDIDAS PREVENTIVAS

Antón Chejov

 


Trátase de una pequeña capital de distrito, que, según la expresión del celador de la cárcel, no se encuentra ni con telescopio en los mapas. Todo está silencioso y tranquilo bajo el sol ardiente del mediodía.

Desde el Ayuntamiento, y hacia la fila de tiendas del mercado, se dirige lentamente la comisión sanitaria compuesta del médico, del inspector de Policía, de dos procuradores del Ayuntamiento y de un diputado comercial. Detrás de ellos caminan respetuosamente los municipales… La ruta de la comisión, como la del infierno, está sembrada de buenos propósitos; los señores sanitarios andan hablando de la sociedad, de los malos olores, de medidas preventivas y de otras materias semejantes, propias del tiempo del cólera. Las conversaciones son tan instructivas, que el inspector de Policía se entusiasma y, volviéndose hacia los otros, declara:

—Así es como tendríamos que reunirnos y discutir las cuestiones de interés público con más frecuencia. Además, da gusto; se siente uno en sociedad, en vez de dedicarnos al chismorreo y a las querellas. ¿No le parece justo lo que digo?

— ¿Por quién vamos a empezar? —pregunta el diputado comercial volviéndose hacia el médico y hablando con un aire de verdugo escogiendo su víctima—. ¿No le parece conveniente ir primeramente a la tienda de Ocheinikef? Es un bribón…, y además es hora que le llamemos al orden. El otro día me trajeron de su tienda sémola que estaba llena de… ustedes dispensarán, de inmundicias de ratones… Mi esposa no se atrevió a comerla.

—¿Por qué no? Si quiere usted ir a la tienda de Ocheinikef, que sea así —replica el médico con indiferencia.

Los señores de la comisión entran en la tienda de «te, café, azúcar y otros comestibles, de A. M. Ocheinikef», y, sin gastar más palabras, empiezan la inspección.

— ¡Muy bien! —dice el médico, contemplando las hermosas pirámides de jabón—. ¡Qué torres Eiffel has construido! ¡Mirad qué inventos! ¡Hum!…, pero ¿qué significa esto? Miren ustedes, señores. ¡Demian Gavrilovitch corta el jabón y el pan con el mismo cuchillo!

—¡Esto no traerá el cólera! —interviene el dueño de la tienda.

—¡Tienes razón; pero es asqueroso!… ¡Yo también te compro el pan!

No se incomode usted. Para los clientes de más importancia tenemos un cuchillo especial. Puede usted comerlo tranquilamente… se lo juro…

El inspector de Policía pestañea largo rato con sus ojos miopes mirando el jamón, lo raspa con la uña, lo huele, soplando, y luego palpándolo, interroga:

—¿Es con trichina? (1)

—¿Qué me dice? ¡Por Dios! ¡Puede usted suponerlo!

El inspector se turba, se aparta del jamón y se fija en la lista de los precios de tes de la casa Asmalof &.

El diputado comercial mete la mano en el barril con sémola y su mano tropieza allí con algo blando, velludo y caliente… Mira adentro, y la admiración y la ternura resplandecen en su semblante:

— ¡Minino!… ¡Minino!… —balbucea—. Se han hecho un nidito en la sémola, y duermen… están blanditos… Mándame, Demian Gavrilovitch, un gatito a mi casa.

—Con mucho gusto… Señores: sírvanse inspeccionar los entremeses, los embutidos, el queso… Aquí está el balik…(2) El balik lo recibí el jueves pasado; es de lo mejor… Michka, ¡trae el cuchillo!…

Los presentes cortan trozos del balik, lo huelen y lo saborean.

—Tomaré yo también un bocadito —dice como hablando consigo mismo el dueño de la tienda, Demian Gavrilovitch—. Tenía yo por ahí una botellita… Bebiendo un trago la comida sabe mejor… Michka, ¡venga la botella!…

Michka, con los carrillos hinchados y los ojos dilatados, descorcha la botella y la coloca en el mostrador.

—Beber en ayunas…—observa el inspector de Policía rascándose la nuca—. En tal caso, una solamente, y que sea pronto, Demian Gavrilovitch; es que no tenemos tiempo.

Un cuarto de hora después, los sanitarios, enjugándose los labios y mondándose los dientes con cerillas, se encaminan hacia la tienda de Goloribenko. Pero, como si fuera a propósito, la entrada está obstruida… Unos cinco mocetones están atareados sacando un gran barril de manteca.

—¡Hacia la derecha!… ¡Déjalo rodar!… ¡Tira, tira de este lado!… ¡Pon una viga por debajo!… ¡Qué diablo! ¡Señores, apártense; les aplastaremos los pies!

El barril se encaja en la puerta y no hay quien lo saque… Los mozos lo empujan con toda la fuerza, soplan y se injurian mutuamente.

Cuando, a consecuencia de tantos esfuerzos, el aire pierde su pureza, el barril sale por fin; pero inmediatamente torna, y rodando vuelve a encajarse sólidamente en el dintel de la puerta.

—¡Diablo! —exclama el inspector—. Vamos a casa de Schibukin; estos demonios se quedarán aquí hasta la noche.

Pero la tienda de Schibukin está cerrada.

—¡Si estaba abierta hace poco! —dicen asombrados los sanitarios—. Cuando entrábamos en casa de Ocheinikef, Schibukin estaba delante de su puerta enjuagando una tetera de cobre. ¿Dónde está? —preguntan a un mendigo que está sentado al lado de la tienda cerrada.

—¡Una limosnita por el amor de Dios! —entona el mendigo con voz ronca—. ¡Tengan piedad de un lisiado, por el amor de Dios! ¡Por el descanso de las almas de sus padres!…

Los sanitarios le manifiestan con la mano su impaciencia y se alejan todos, excepto el procurador del Ayuntamiento, Pliumin, que le da al mendigo un copec, y luego, como asustado, se persigna y corriendo alcanza a los demás.

Al cabo de dos horas, la comisión regresa; todos tienen el aspecto cansado y fatigado; pero no han ido en balde: un municipal lleva triunfalmente detrás de ellos una cesta con manzanas podridas.

—Ahora, después de haber trabajado, conviene tomar una copita —declara el inspector de Policía guiñando el ojo y señalando a una taberna—, ¡Vamos a reponernos! ¡Sí; no estaría mal! Entremos si les parece.

Los sanitarios entran en la taberna y siéntanse alrededor de una mesa coja. El inspector hace una señal al dependiente, y varias botellas aparecen en la mesa.

—¡Qué fastidio que no haya nada para tomar un bocadito! —dice el diputado comercial tragando de un golpe el contenido de una copa y haciendo una mueca. —¿No tendrías tú siquiera algunos pepinos?… ¡Cualquier cosa!…

El diputado se vuelve hacia el municipal y escoge una manzana, menos podrida que las demás.

— ¡Vaya!… ¡Si hay aquí algunas que no están del todo echadas a perder! —advierte el inspector—. ¡Escogeré también una! Puedes dejar la cesta en la mesa y elegiremos las mejores. En cuanto a las demás, podrás destruirlas después. ¡Anikita Ivanovitch, eche usted vino! Convendría reunirnos más frecuentemente y discutir sobre las medidas necesarias…; pero vivimos como en un desierto; no hay ni vida social, ni casinos, ni instrucción… ¡Como si viviéramos en Australia! ¡Una copita más! ¡Échense, señores! ¡Doctor! Esta manzana la escogí para usted…

—¡Señor inspector! ¿Qué hago con esta cesta? —le dice al inspector de Policía el municipal, cuando la comisión sale de la taberna.

— ¿La cesta?… ¿Cuál de ellas? ¡Ah… ya!… Destruirla al mismo tiempo que las manzanas… ¿Comprendes? Está contagiada…

—Las manzanas se las han comido ustedes.

—¡Ah!…, pues me alegro mucho. Vete a mi casa y dile a mi señora que no se enfade…, que me voy una horita… a casa de Pliumin, a dormir… ¿Comprendes? A dormir un ratito… en los brazos de Morfeo.

Y lanzando miradas al cielo, el inspector mueve tristemente la cabeza, levanta los brazos y dice:

— ¡Así se pasa la vida!…


(1) Trichina: Trichinella Spiralis, pequeño parásito causante de la triquinosis

(2) Filete de pescado ahumado.

 

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

  LA CERILLA SUECA Antón Chejov   I       En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la of...