LAS
MANOS QUE CRECEN
Julio Cortázar
Él no había
provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además un mal
poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal como suele
ocurrir en esta vida.
Plack avanzó dos
pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba bien seguro de que Cary le
respondía con igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo sus manos que, a
una velocidad prodigiosa, rematando el lanzar fulminante de los brazos, iban a
dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en las orejas, en el cuello, en el
pecho, en los hombros de Cary.
Bien de frente,
moviendo el torso con un balanceo rapidísimo, sin retroceder, Plack golpeaba.
Sin retroceder, Plack golpeaba. Sus ojos medían de lleno la silueta del
adversario. Pero aún mejor ubicaba sus propias manos; las veía bien cerradas,
cumpliendo la tarea como pistones de automóvil, como cualquier cosa que
cumpliera su tarea moviéndose al compás de un balanceo rapidísimo. Le pegaba a
Cary, le seguía pegando, y cada vez que sus puños se hundían en una masa
resbaladiza y caliente, que sin duda era la cara de Cary, él sentía el corazón
lleno de júbilo.
Por fin bajó los
brazos, los puso a descansar junto al cuerpo. Dijo:
—Ya tienes bastante,
estúpido. Adiós.
Echó a caminar,
saliendo de la sala de la Municipalidad, por el corredor que conducía
lejanamente a la calle.
Plack estaba
contento. Sus manos se habían portado bien. Las trajo hacia delante para
admirarlas; le pareció que tanto golpear las había hinchado un poco. Sus manos
se habían portado bien, qué demonios; nadie discutiría que él era capaz de
boxear como cualquiera.
El corredor se
extendía sumamente largo y desierto. ¿Por qué tardaba tanto en recorrerlo?
Acaso el cansancio, pero se sentía liviano y sostenido por las manos invisibles
de la satisfacción física. Las manos de la satisfacción física. ¿Las manos…? No
existía en el mundo mano comparable a sus manos; probablemente tampoco las
había tan hinchadas por el esfuerzo. Volvió a mirarlas, hamacándose como bielas
o niñas en vacaciones; las sintió profundamente suyas, atadas a su ser por
razones más hondas que la conexión de las muñecas. Sus dulces, sus espléndidas
manos vencedoras.
Silbaba, marcando el
compás con la marcha por el interminable pasillo. Todavía quedaba una gran
distancia para alcanzar la puerta de salida. Pero qué importaba después de
todo. En casa de Emilio se comía tarde, aunque en verdad él no iría a almorzar
a casa de Emilio sino al departamento de Margie. Almorzaría con Margie, por el
solo placer de decirle palabras cariñosas, y tornaría luego a cumplir la
jornada vespertina. Mucho trabajo, en la Municipalidad. No bastaban todas las
manos para cubrir la tarea. Las manos… Pero las suyas sí que habían estado
atareadas rato antes. Pegar y pegar, vindicadoras; quizá por eso le pesaban
ahora tanto. Y la calle estaba lejos, y era mediodía.
La luz de la puerta
empezaba a agitarse en la atmósfera visual de Plack. Dejó de silbar; dijo:
«Bliblug, bliblug, bliblug». Lindo, habla sin motivo, sin significado. Entonces
fue cuando sintió que algo le arrastraba por el suelo. Algo que era más que
algo; cosas suyas estaban arrastrando por el suelo.
Miró hacia abajo y
vio que los dedos de sus manos arrastraban por el suelo.
Los dedos de sus
manos arrastraban por el suelo. Diez sensaciones incidían en el cerebro de
Plack con la colérica enunciación de las novedades repentinas. Él no lo quería
creer pero era cierto. Sus manos parecían orejas de elefante africano.
Gigantescas pantallas de carne arrastrando por el suelo.
A pesar del horror le
dio una risa histérica. Sentía cosquillas en el dorso de los dedos; cada
juntura de las baldosas le pasaba como un papel de esmeril por la piel. Quiso
levantar una mano pero no pudo con ella. Cada mano debía pesar cerca de
cincuenta kilos. Ni siquiera logró cerrarlas. Al imaginar los puños que habrían
formado se sacudió de risa. ¡Qué manoplas! Volver junto a Cary, sigiloso y con
los puños como tambores de petróleo, tender en su dirección uno de los
tambores, desenrollándolo lentamente, dejando asomar las falanges, las uñas,
meter a Cary dentro de la mano izquierda, sobre la palma, cubrir la palma de la
mano izquierda con la palma de la mano derecha y frotar suavemente las manos,
haciendo girar a Cary de un extremo a otro, como un pedazo de masa de tallarines,
igual que Margie los jueves a mediodía. Hacerlo girar, silbando canciones
alegres, hasta dejar a Cary más molido que una galletita vieja.
Plack alcanzaba ahora
la salida. Apenas podía moverse, arrastrando las manos por el suelo. A cada
irregularidad del embaldosado sentía el erizamiento furioso de sus nervios.
Empezó a maldecir en voz baja, le pareció que todo se tornaba rojo, pero en
algo influían los cristales de la puerta.
El problema capital
era abrir la condenada puerta. Plack lo resolvió soltándole una patada y
metiendo el cuerpo cuando la hoja batió hacia afuera. Con todo, las manos no le
pasaban por la abertura. Poniéndose de costado quiso hacer pasar primero la
mano derecha, luego la otra. No pudo hacer pasar ninguna de las dos. Pensó:
«Dejarlas aquí». Lo pensó como si fuese posible, seriamente.
—Absurdo —murmuró,
pero la palabra era ya como una caja vacía.
Trató de serenarse, y
se dejó caer a la turca delante de la puerta; las manos le quedaron como
dormidas junto a los minúsculos pies cruzados. Plack las miró atentamente;
fuera del aumento no habían cambiado. La verruga del pulgar derecho, excepción
hecha de que su tamaño era ahora el de un reloj despertador, mantenía el mismo
bello color azul maradriático. El corte de las uñas persistía en su prolijidad
(Margie). Plack respiró profundamente, técnica para serenarse; el asunto era
serio. Muy serio. Lo bastante como para enloquecer a cualquiera que le
ocurriese. Pero conseguía sentir de veras lo que su inteligencia le señalaba.
Serio, asunto serio y grave; y sonreía al decirlo, como en un sueño. De pronto
se dio cuenta de que la puerta tenía dos hojas. Enderezándose, aplicó una
patada a la segunda hoja y puso la mano izquierda como tranca. Despacio,
calculando con cuidado las distancias, hizo pasar poco a poco las dos manos a
la calle. Se sentía aliviado, casi feliz. Lo importante ahora era irse a la
esquina y tomar en seguida un ómnibus.
En la plaza las
gentes lo contemplaron con horror y asombro. Plack no se afligía; mucho más
raro hubiese sido que no lo contemplasen. Hizo con la cabeza, un violento gesto
al conductor de un ómnibus para que detuviera el vehículo en la misma esquina.
Quería trepar a él, pero sus manos pesaban demasiado y se agotó al primer
esfuerzo. Retrocedió, bajo la avalancha de agudos gritos que surgían del
interior del ómnibus, donde las ancianas sentadas del lado de la acera acababan
de desvanecerse en serie.
Plack seguía en la
calle, mirándose las manos que se le estaban llenando de basuras, de pequeñas
pajas y piedrecitas de la vereda. Mala suerte con el ómnibus. ¿Acaso el
tranvía…?
El tranvía se detuvo,
y los pasajeros exhalaron horrendos gritos al advertir aquellas manos
arrastradas en el suelo y a Plack en medio de ellas, pequeñito y pálido. Los
hombres estimularon histéricamente al conductor para que arrancara sin esperar.
Plack no pudo subir.
—Tomaré un taxi
—murmuró, empezando lentamente a desesperarse.
Abundaban los taxis.
Llamó a uno, amarillo. El taxi se detuvo como sin ganas. Había un negro en el
volante.
—¡Praderas verdes!
—balbuceó el negro—. ¡Qué manos!
—Abre la portezuela,
bájate, tómame la mano izquierda, súbela, tómame la mano derecha, súbela,
empújame para entrar en el coche, más despacio, así está bien. Ahora llévame a
la calle Doce, número cuarenta setenta y cinco, y después vete al mismo
infierno, negro de todos los diablos.
—¡Praderas verdes!
—dijo el conductor, ya tornado al tradicional color ceniza—. ¿Seguro que esas
manos son las suyas, señor?
Plack gemía en su
asiento. Apenas había sitio para él: las manos ocupaban todo el piso, se
desbordaban sobre el asiento. Empezaba a refrescar y Plack estornudó. Quiso
instintivamente taparse la nariz con una mano y por poco se arranca el brazo.
Se dejó estar, abúlico, vencido, casi feliz. Las manos le descansaban sucias y
macizas en el suelo del taxi. De la verruga, golpeada contra una columna de
alumbrado, brotaban algunas gordas gotas de sangre.
—Iré a casa de un
médico —dijo Plack—. No puedo entrar así en casa de Margie. Por Dios, no puedo;
le ocuparía todo el departamento. Iré a ver un médico; me aconsejará la
amputación, yo aceptaré, es la única manera. Tengo hambre, tengo sueño.
Golpeó con la frente
el cristal delantero.
—Llévame a la calle
Cincuenta, número cuarenta y ocho cincuenta y seis. Consultorio del doctor September.
Después se puso tan
contento ante la idea que acababa de ocurrírsele que llegó a sentir el impulso
de restregarse las manos de gusto; las movió pesadamente, las dejó estar.
El negro le subió las
manos hasta el consultorio del doctor. Hubo una espantosa corrida en la sala de
espera cuando Plack apareció, caminando detrás de sus manos que el negro
sostenía por los pulgares, sudando a mares y gimiendo.
—Llévame hasta ese
sillón; así, está bien. Mete la mano en el bolsillo del saco. Tu mano, imbécil:
en el bolsillo del saco; no, ése no, el otro. Más adentro, criatura, así. Saca
el rollo de dinero, aparta un dólar, guárdate el vuelto y adiós.
Se desahogaba en el
servicial negro, sin saber el porqué de su enojo. Una cuestión racial, acaso,
claro está que sin porqués.
Ya dos enfermeras
presentaban sus sonrisas veladamente pánicas para que Plack apoyara en ellas
las manos. Lo arrastraron trabajosamente hasta el interior del consultorio. El
doctor September era un individuo con una redonda cara de mariposa en
bancarrota; vino a estrechar la mano de Plack, advirtió que el asunto
demandaría ciertas forzadas evoluciones, permutó el apretón por una sonrisa.
—¿Qué lo trae por
aquí, amigo Plack?
Plack lo miró con
lástima.
—Nada —repuso,
displicente—. Me duele el árbol genealógico. ¿Pero no ve mis manos, pedazo de
facultativo?
—¡Oh, oh! —admitía September—. ¡Oh, oh, oh!
Se puso de rodillas y
estuvo palpando la mano izquierda de Plack. Daba la impresión de sentirse
bastante preocupado. Se puso a hacer preguntas, las habituales, que sonaban
extrañamente ahora que se aplicaban al asombroso fenómeno.
—Muy raro —resumió
con aire convencido—. Sumamente extraño, Plack.
—¿A usted le parece?
—Sí, es el caso más
raro de mi carrera. Naturalmente, usted me permitirá tomar algunas fotografías
para el museo de rarezas de Pensilvania, ¿no es cierto? Además tengo un cuñado
que trabaja en The Shout, un diario silencioso y reservado. El pobre Korinkus
anda bastante arruinado; me gustaría hacer algo por él. Un reportaje al hombre
de las manos… digamos, de las manos extralimitadas, sería el triunfo para
Korinkus. Le concederemos esa primicia, ¿no es verdad? Lo podríamos traer aquí
esta misma noche.
Plack escupió con
rabia. Le temblaba todo el cuerpo.
—No, no soy carne de
circo —dijo oscuramente—. He venido tan sólo a que me ampute esto. Ahora mismo,
entiéndalo. Pagaré lo que sea, tengo un seguro que cubre estos gastos. Por otra
parte están mis amigos, que responden por mí; en cuanto sepan lo que me pasa
vendrán como un solo hombre a estrecharme la… Bueno, ellos vendrán.
—Usted dispone, mi
querido amigo —el doctor September miraba su reloj pulsera—. Son las tres de la
tarde (y Plack se sobresaltó porque no creía que hubiese transcurrido tanto
tiempo). Si lo opero ya, le tocará pasar el peor rato por la noche. ¿Esperamos
a mañana? Entretanto, Korinkus…
—El peor rato lo
estoy pasando ahora —dijo Plack y se llevó mentalmente las manos a la cabeza—.
Opéreme, doctor, por Dios. Opéreme… ¡Le digo que me opere! ¡¡Opéreme, hombre…,
no sea criminal!!… ¡¡Comprenda lo que sufro!! ¿¿Nunca le crecieron las manos, a
usted..?? ¡¡¡Pues a mí, sí!!! ¡¡¡Ahí tiene…; a mí, sí!!!
Lloraba, y las
lágrimas le caían impunemente por la cara y goteaban hasta perderse en las
grandes arrugas de las palmas de sus manos, que descansaban boca arriba en el
suelo, con el dorso en las baldosas heladas.
El doctor September
estaba ahora rodeado de un diligente cuerpo de enfermeras a cuál más linda.
Entre todas sentaron a Plack en un taburete y le pusieron las manos sobre una
mesa de mármol. Hervían fuegos, olores fuertes se confundían en el aire.
Relumbrar de aceros, de órdenes. El doctor September, enfundado en siete metros
de género blanco; y lo único vivo que había en él eran sus ojos. Plack empezó a
pensar en el momento terrible de la vuelta a la vida, después de la anestesia.
Lo acostaron
dulcemente, de manera que las manos quedaran sobre la mesa de mármol donde se
llevaría a cabo el sacrificio. El doctor September se acercó, riendo por debajo
de la mascarilla.
—Korinkus vendrá a
sacar fotos —dijo—. Oiga, Plack, esto es fácil. Piense en cosas alegres y su
corazón no sufrirá. ¿Se despidió de sus manos? Cuando despierte… ya no estarán
con usted.
Plack hizo un gesto
tímido. Empezó a mirarse las manos, primero una y después otra. «Adiós,
muchachitas», pensó. «Cuando estéis en el acuario de formol que os destinarán
especialmente, pensad en mí. Pensad en Margie que os besaba. Pensad en Mitt
cuyo pelaje acariciabais. Os perdono la mala pasada, en homenaje a la paliza
que le disteis a Cary, a ese vanidoso insolente…
Habían acercado
algodones a su rostro y Plack estaba empezando a sentir un olor dulce y poco
agradable. Intentó una protesta pero September hizo una suave señal negativa.
Entonces Plack se calló. Era mejor dejar que lo durmieran, entretenerse
pensando cosas alegres. Por ejemplo, la pelea con Cary. Él no había provocado.
Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además un mal poeta», las
palabras decidieron el curso de las acciones, tal como suele ocurrir en esta
vida. Plack avanzó dos pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba bien seguro
de que Cary le respondía con igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo sus
manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzarse fulminante de los
brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en las orejas, en el
cuello, en el pecho, en los hombros de Cary.
Lentamente, tornaba a
sí mismo. Al abrir los ojos, la primera imagen que se coló en ellos fue la de
Cary. Un Cary muy pálido e inquieto, que se inclinaba balbuceante sobre él.
—¡Dios mío..! Plack,
viejo… Jamás pensé que iba a ocurrir una cosa así…
Plack no comprendió.
¿Cary, allí? Pensó; acaso el doctor September, en previsión de una posible
gravedad posoperatoria, había avisado a los amigos. Porque, además de Cary,
veía él ahora los rostros de otros empleados de la Municipalidad que se
agrupaban en torno a su cuerpo tendido.
—¿Cómo estás, Plack?
—preguntaba Cary, con voz estrangulada—. ¿Te… te sientes mejor?
Entonces, de manera
fulminante, Plack comprendió la verdad. ¡Había soñado! ¡Había soñado! «Cary me
acertó un golpe en la mandíbula, desmayándome; en mi desmayo he soñado ese
horror de las manos…».
Lanzó una aguda
carcajada de alivio. Una, dos, muchas carcajadas. Sus amigos lo contemplaban,
con rostros todavía ansiosos y asustados.
—¡Oh, gran imbécil!
—apostrofó Plack, mirando a Cary con ojos brillantes—. ¡Me venciste, pero
espera a que me reponga un poco…, te voy a dar una paliza que te tendrá un año
en cama…!
Alzó los brazos para
dar fe de sus palabras con un gesto concluyente. Entonces sus ojos vieron los
muñones.
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