ONETTI
A LAS SEIS
Liliana Díaz Mindurry
«Trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en
la imbecilidad del mundo»
Juan
Carlos Onetti
«Para M.C. Querida Tantriste: Comprendo, a pesar de ligaduras indecibles e
innumerables que llegó el momento de agradecernos la intimidad de los últimos meses
y decirnos adiós. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nunca
nos entendimos de vera; acepto mi culpa, la responsabilidad y el fracaso (…) En
todo caso, perdón. Nunca miré de frente tu cara, nunca te mostré la mía».
Juan
Carlos Onetti
Era la primera vez
que yo había ido al taller literario de Quesada y no para dedicarme a esbozar
ambigüedades sobre cuentitos de aprendices de escribidor, ni para leer mis
propios mamarrachos, ni siquiera porque el mismo Quesada, viejo amigo mío, me
había dicho: «Aparecete de vez en cuando, me hace bien verte, te divertís un
rato con las pavadas, lo ves a Giménez, después nos podemos ir a tomar una
copa», sino para mirar a María Calviño, Santa María Calviño como la llamaban,
no sé quién era María Calviño pero Giménez siempre me recordaba: «Es justo para
vos, tenés que verla». Esa, susurró, es María Calviño y apenas contuve el
ataque de risa. No se trataba de un aspecto de loca de esas que andan por
Corrientes vociferando, caminando con las piernas torcidas, rascándose los
piojos. Ni de esas locas típicas de talleres con caras de Caperucita Roja o
Blancanieves en el geriátrico. Vestía con aire de monja, pero no era eso.
Tendría algo más de treinta, no era demasiado fea, los ojos grandes como platos
de un gris azul destinado a la opacidad, pero no era eso. Ni siquiera esos
cuentos que leía con aire de Alfonsina arrojándose al mar, llenos de rosas,
estrellas, ángeles, caramelos de miel, lejanías, atardeceres, pajaritos volando
y cursilerías que no superaba ni Corín Tellado. (Quesada, pese a que no estaba
gratis, le hacía mil discursos para que se fuera. Medios no muy sutiles: ¿Por
qué no pone una boutique o una peluquería? Medios absurdos: María, haga un
análisis de la obra completa de Onetti, describa todas las técnicas que utiliza
y no me traiga más sus propios cuentos hasta hacerme un informe detallado en
por lo menos quince hojas tamaño oficio). Ni siquiera esa vocecita
declamatoria, ojos mojados, manos de Santa Teresa en éxtasis por Bernini (le
faltaba cruzarlas en el pecho, ponerse una azucena cerca del nacimiento de los
pezones, colocarse una rosa con un alfiler de gancho en la cintura, un moño en
las partes postreras). Era algo más, un aire de metafísica para suplemento
literario dominical, de cosa que no existe, de petalito seco en un libro de
horas titulado Jaculatorias para alcanzar el cielo, de hojitas en manual de
poemas completos de Amado Nervo. Era ella, porque era más que todo eso, más que
una fórmula.
Después vinieron las
preguntas a partir de Onetti, no entiendo por qué Onetti dice «el
frenético aroma absurdo que destila el amor», un aroma absurdo y
frenético, no sé qué puede ser, el amor huele a rosa y a jazmín, a esperanza, y
por qué eso de «trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la
imbecilidad del mundo», cómo imbecilidad del mundo, acaso el mundo es
imbécil, no lo hizo Dios, no hay gente inteligente, genios, Mozart, Béquer,
Leonardo, Juana de Ibarborou, Einstein, Julia Prilutzky-Farny, pero seguro que
hay gente imbécil, dijo alguien y reímos con pocas ganas, casi hartos. Cómo se
puede confiar en la imbecilidad, prosiguió María Calviño, poniendo los ojos más
redondos que nunca, platos redondos del color de mi bandera, porque uno confía
en la inteligencia ¿no es cierto? Siempre concluía: Onetti es muy extraño” y
repetía sola: «confiar en la imbecilidad, reorganizar la confianza en la
imbecilidad».
Habrá sido una tarde
en que Giménez y yo tomábamos un whisky en el bar de enfrente del taller de
Quesada cuando apareció María Calviño, Santa María Calviño, envuelta en una
nube dorada, vestida de rosa, seguida por la brisa del paraíso terrenal. Empezó
a preguntarnos por Onetti, «yo no sé cómo hay que leerlo, es tan extraño».
—Mirá —le habló
Giménez sin mirarla y tal vez con piedad—. Dejá todo eso. Onetti no es para
vos.
En cambio yo enarqué
las cejas, la invité a sentarse a mi lado, puse mi mejor voz de caballero
británico y mientras me expulsaba el polvo dorado que caía sobre mi pantalón,
le mostré un vaso de whisky.
—Tenés que
tomar mucho whisky para entenderlo. Onetti es un destello ¿entendés? Un
resplandor.
Sacó un cuadernito
forrado con vírgenes de Rafael y anotó: «Tomar whisky, Onetti es un destello,
un resplandor».
—Un resplandor, un
destello, sí –dijo ella olvidando el whisky y emocionada por las palabrejas—.
Una luz, quiere decir un brillo.
Sonreí con elegancia
como se puede sonreír frente a Oxford o en un club de gentleman. Y completé mi
pensamiento:
—Pero sobre la
mierda.
Los platos azules se
quedaron inmóviles, estupefactos. Creyó oír mal. ¿Sobre qué?, preguntó. Lo
repetí, gusté de la palabra, ese néctar. La imaginé a ella desnuda, en cuatro
patas, hablándome de sus ruiseñores y de sus misales, mientras yo le contaba de
Juntacadáveres o de la tan triste que calentaba en la boca un caño de revólver
como lo haría con un sexo. Después fui más explícito dando cuenta de una
precisa escatología brillante situada en el fondo de una escupidera, cuyo
perfume era en terminología onettiana «el frenético aroma absurdo que destila
el amor».
—También olor a sexo
usado —proseguí— a intestinos, a descomposición.
Le veía el pecho
sacudirse de arriba hacia abajo, el vestido rosa a punto de recibir una
metralla. Parecía retener con desesperación sus pájaros, sus ángeles, sus
jazmines. Giménez se daba vuelta para no mostrar la risa creciendo en sus
dientes desparejos.
—¿Te imaginás al
pájaro patas arriba y con las tripas afuera, al ángel defecando, al jazmín
podrido en un agua con olor a ciénaga? Bueno, todo eso lleno de resplandor, de
pequeñas lucecitas enceguecedoras. Pero tenés que beber, María. Tomarte varios
vasos y no de whisky sino de tinto barato con gusto a vinagre en un bar
asqueroso. Entonces quizás entiendas algo.
Casi sin gestos,
anotaba. Cuando pidió vino tinto nos miramos con deseos de agonizar, de morir
allí mismo entre estertores y carcajadas. La hacíamos beber y beber casi sin
pausas hasta que no podía escribir y le bailaban los ojos.
—No puede ser —decía
y a lo mejor lloraba o a lo mejor llorábamos nosotros de risa—, habiendo tantas
cosas lindas en el mundo, por ejemplo cuando una alondra canta su primer canto
por la mañana, cuando una mujer le dice a un hombre que lo ama.
Y hasta nos daban
ganas de aplaudir y así seguimos indefinidamente no sé por cuánto tiempo pero
ella preguntó de repente dónde vivía Onetti, con una voz que ya no era la de
ella, una voz de cansancio. Giménez me hizo un guiño y yo captando su
pensamiento expliqué:
—Vive por aquí, a la
vuelta, en una pensión de la calle Piedras— no sé por qué pensaba en Risso, el
personaje de «El infierno tan temido»: Estoy solo y me estoy muriendo
de frío en una pensión de la calle Piedras, aunque Risso hablaba de Santa
María y yo de Malos Ayres.
Lo inventamos amigo
nuestro, íntimo. En un chasquido se metía en nuestros portafolios, en el
bolsillo de la camisa, en el hueco de la mano. María ya era un desecho. No
escribía, no miraba. Había cierto peligro en esos ojos disueltos hasta el
vacío, en esa posibilidad de negro paraíso. Bruscamente sentí algo viscoso en
la garganta que puede haberse asemejado a una especie de lástima. Sería porque
estaba tan borracho como ella, sería porque estaba harto de reírme.
—¿Ves esta llave? —le
pregunté.
Saqué una llave
cualquiera, una llave de ninguna parte que no sé por qué razón tenía conmigo.
—No sé para qué sirve
esta llave, cuál es la puerta que le han destinado. Ni sé para qué la llevo.
Cuando tomo mucho me acuerdo de la llave. Y digo: puede ser que esta llave abra
la puerta de alguien. Pero la gente es una basura, una basura más chiquita,
mediana, más grande, gigantesca. Hay de todos los tamaños. Como no hay gente
sólo me sirve para abrir puertas de los libros. Así leo por ejemplo que hay una
estrella azul o que tiembla el corazón de una montaña— Y veo que también los
libros son basura. Entonces abro las puertas de Onetti que no te habla de
estrellas azules ni de corazones que tiemblan. Te hace relumbrar la basura pero
no deja de recordarte que es basura. Con esta llave que no sirve, entro en el
mundo onettiano, en Santa María o lo que fuere y me doy cuenta de que para
entenderlo del todo tendría que tragar la llave, sentir el gusto metálico en el
paladar, el gusto de lo que no abre ninguna puerta ¿entendés? Claro que no
entendés, ni vas a entender nunca. Seguí con tus pajaritos.
Giménez me oía entre
divertido y espantado. La cabeza me daba vueltas, tenía ganas de inclinarme
para el aplauso, agitaba la llave, pero María ya no estaba. El discurso fue
seguramente mucho más largo. Se habría escapado en la mitad: tal vez no lo
había escuchado nunca.
Abandonó el taller,
me contó Giménez. No dejó de narrarme los acontecimientos de Quesada ni sus
carcajadas cuando Giménez le relataba con muecas y exageraciones nuestro
diálogo en el bar. Sin embargo un día la vi en el mismo bar y me dijo que no
había vuelto al taller porque estaba preparando su «Infome sobre Onetti». Leyó
con voz monótona y hasta destemplada este fragmento de Matías el telegrafista:
«Para mí, ya lo sabe, los hechos desnudos no significan nada. Lo
que importa es lo que contienen o lo que cargan. Y después averiguar
qué hay detrás de estos y detrás hasta el fondo que no conoceremos nunca».
Y luego preguntó:
—¿Qué quiere decir
esto?
Me encogí de hombros.
—Porque es lo mismo
que decir que no me importa lo que me pasa con el Tipo, lo que él haga, sino
saber qué hay en el fondo de todo esto. Yo creía antes que había que soñar para
olvidarse de él. Pero ahora resulta que hay que revolver y revolver.
¿De qué me hablaba?
¿Qué Tipo era ése? Me leyó un informe incomprensible y caótico donde la mierda
con destellos se mezclaba con el Tipo (lo ponía con mayúsculas) al vino, a la
calle Piedras, a las fotografías pardas de «El infierno tan temido» o la cara
de tramposo de «Matías el telegrafista», a los pájaros patas arriba, los
ángeles con diarrea, la basura de gente, los jazmines podridos, el gusto
metálico de las llaves de libros, esas que no abren ninguna puerta. El
resultado parecía una especie de poema surrealista entre interesante y
espantoso, pero con ciertos matices de belleza.
—Dame ese informe —le
dije estremecido y asqueado—. Se lo voy a llevar a Onetti. El te va a ayudar,
no lo dudes.
María Calviño se
abanicaba, hasta me parecía que hablaba sola. El rosa del vestido seguía
desprendiendo olor a pájaros muertos. Le conté a Giménez y pensamos que
pediríamos ayuda a Ricardo Olivieri para que dijera llamarse Juan Carlos
Onetti, para que le dictara incoherencias al informe. Llamé por teléfono. Me
atendió un pedazo de voz, un hilo.
—Onetti quiere
conocerte. Le he dado tu dirección. Irá el lunes a las seis a visitarte.
—¿Conocerme a mí?
—comenzó María Calviño— ¿Conocerme a mí?
Creí que el «conocerme
a mí» seguiría hasta el infinito. Caminaba por calles y calles y seguía oyendo
»¿conocerme a mí?”. Con Giménez nos imaginábamos la cara de Quesada, de la
gente del taller, cuando María Calviño dijera, sacudiendo su polvo dorado, con
voz quebrada de poetisa en trance de suicidio, de Pizarnik llorando con unas
pastillitas en la mano, que Onetti, el mismísimo Onetti había ido el lunes a
las seis a visitarla, Recordaba a una María roja, con ojos cerrados como si
hubiese tragado somníferos, atacada de paludismo y fiebre intermitente, que
después de hablar por teléfono, recorría calles y calles, ¿conocerme a mí?
Llegamos hasta el
punto de escribirle y entregarle nosotros mismos una misiva. La escribí yo, los
otros miraban. Empezaba como la carta del comienzo de “Tan triste como ella”.
«Querida
tan triste María:
Comprendo, a pesar de las ligaduras indecibles e innumerables, que llegó el
momento de conocernos. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nos
entenderemos. No conocernos sería mi culpa, la responsabilidad y el fracaso. No
intento excusarme invocando nada. Acepto los futuros momentos dichosos. En todo
caso, perdón. Aunque nunca mire de frente tu cara, aunque nunca te muestre la
mía.
J.C.O.»
La similitud de espejo
al revés con el comienzo de «Tan triste como ella» hacía más ridícula la voz de
María:
—Me escribió a mí.
Juan Carlos Onetti me escribió a mí.
Llegó el lunes. Fui
media hora antes a la casa de María Calviño para efectuar la presentación.
Entré en un zaguán viejo y me recibió vestida de negro con estas raras
palabras:
—Estoy de luto por mi
anterior vida. Ahora pienso y vivo en el mundo de Onetti.
Tenía una sonrisa muy
rara, se desplegaba como un abanico. Tenía unos ojos de leopardo que antes no
tenía, dos leopardos muertos en platos vacíos. Entré en un comedor mugriento y
en desorden.
—Lo preparé todo
especialmente para este encuentro —murmuró y la voz era una especie de navaja,
un cuchillo que cortaba rebanadas de aire. Después subí a una pieza con una
cama de matrimonio. La pared estaba llena de estampitas, recortes de revistas
con puestas de sol, almanaques con pájaros, noches estrelladas, parejas
besándose, cartones con acuarelas que representaban ángeles y corazones,
fotografías de actrices lánguidas de los comienzos del cine, una biblioteca de
novelas románticas. Poesía para solteronas, libros de autoayuda, títulos como «Aprenda
a ser feliz» o «Te amaré para siempre», «Mía para la eternidad», vitrinas con
estatuas almibaradas y caracoles. Ante mi asombro empezó a romper todo, a hacer
pedazos los libros, las fotografías, los dibujos, los almanaques, las cajitas
musicales, las basuras de las vitrinas. Semejante hecatombe, la violencia de
sus gestos me empezaron a asustar y más cuando abrió un ropero y se dedicó a
arrojar ropa sucia con perfume a naftalina y sudor. Algunas prendas salían por
la ventana, otras se depositaban en cualquier parte.
—Gracias por todo
esto, Juan Carlos Onetti —exclamó de golpe y me pareció que le hablaba al aire,
a un posible Juan Carlos Onetti que estaría por llegar.
—Ya son seis menos
cinco —susurré, deseando que esta escena de locura terminase pronto,
arrepentido de haberla fomentado, con ganas de putear a Giménez, a Quesada, con
ganas de que Olivieri no viniese, de que alguna grieta en la pared me
permitiese la huida—. Onetti debe estar por llegar.
—Onetti ya ha llegado
—habló María Calviño clavándome esos leopardos que se desperezaban en los
platos vacíos. Es para vos que hago esto.
—¿Para mí? —logré
balbucear.
—Yo sé que cierto
Onetti, premio Cervantes, vive en España, y que vos me escribiste. ¿Qué me
importa del otro? Vos sos Juan Carlos Onetti, vos me mostraste la llave para
abrir esos libros. Yo ya no puedo encerrarme en esta pieza a soñar disparates.
Mis pájaros tienen las tripas afuera, mis jazmines están podridos. Hace diez
años que vivo con alguien, marido creo que se llama. Yo lo llamo «el Tipo».
Viene, habla con el loro, con el espejo, con cualquier cosa. Vomita en los
rincones, escupe. Yo quería otro mundo, pero no hay caso. Vos tenés razón,
Onetti. Hay mierda y lo único bueno es sacarle lustre a la mierda, verle los
resplandores. Es bueno tomar la llave de los libros, abrirlos, pero después
tragar la llave. Yo la tragué. Hace tiempo que necesitaba esto.
Oímos el timbre como
si hubiéramos oído maullar a un gato. Yo la miraba sin poder desprender mis
ojos de esos platos grises vacíos, de ese brillo a escombros, a mesa de póquer
con fantasmas. El timbre seguía y seguía.
—Gracias por haberme
escrito, Onetti. Por haberme llamado «tan triste María». Gracias a vos tengo
confianza en la imbecilidad del mundo. Quiero hacerte un regalo, mostrarte lo
que soy capaz de hacer.
Hablar ya no tenía
sentido. La locura era la pared, el techo, el piso, los muebles, ella, el
timbre, yo mismo. La seguí. Lo que vi ya no será posible contarlo.
Porque después yo ya
no estaba allí y quizás ya no estaba en ninguna parte. A grandes lengüetazos
lamía los bordes de todos los objetos, de la misma locura, de cierta manera de
ella tan feroz de clavarme los ojos, ella, María, Santa María, ella la tan
triste, diciéndome, mirá Onetti, éste es el Tipo, lo hice para vos, para que
veas que soy capaz, para que veas que como vos rompí el candado, me tragué la
llave, tenía gusto metálico, al principio creí que era más difícil, pero era
fácil, era cuestión de averiguar qué había detrás y así hasta el fondo que
después de todo no conoceremos nunca, y había un tipo en el suelo sobre una
enorme mancha roja, un tipo muerto, gracias Onetti, vos tenías razón, yo soy la
tan triste, la de la enorme tristeza, la de la tristeza que no tiene límites, y
el timbre seguía sonando y yo pensaba, son las seis de la tarde, yo soy Onetti,
ella es la tan triste, he abierto la llave de los libros, la tengo aquí, es la
llave de ninguna parte, los libros no sirven, son papel pegado o cosido, letras
sobre papel pegado o cosido, pero ella sí ha tragado la llave y ahora estoy yo
aquí solo con el gusto metálico en la lengua, sabiendo que la llave está en mi
boca y que debo tragarla.
Premio Centro Cultural
de México, Concurso Juan Rulfo, París, 1993.
(Del libro Último
tango en Malos Ayres, 1º edición, Libros del Zahir, Buenos Aires,
1998. 2ª edición: Editorial Ruinas Circulares, Buenos Aires,
2008)
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