MIS JUEVES SIN TI
Óscar Godoy Barbosa
Tu voz me despertó en
la madrugada. Tu voz no: tus quejidos. Unos quejidos largos, como de gata en
celo. Como si la vida se te fuera con cada sonido de la boca. Como si te
estuvieran asesinando.
Tu voz, o mejor, tu
quejido, atravesó las paredes y penetró en mi cuarto a oscuras. Silvana dormía.
La oscuridad era total y yo sentía su respiración en mi nuca. Su cuerpo tibio.
Sus senos pegados a mi espalda. Su brazo en mis costillas. La curva de sus
caderas rodeando mis nalgas.
Helada en la
madrugada. Debían ser las 2 o 3 de la mañana cuando sentí tus gritos. Otras
veces, en otros moteles, había escuchado los sonidos del amor en los cuartos
vecinos, cuestión de paredes delgadas o de parejas demasiado fogosas. Pero
nunca aquellos gritos lograron la resonancia fantasmal de los tuyos.
Al principio te
escuché en mis sueños. Soñaba con las montañas desiertas, angustiantes, de un
valle que era una trampa. Una mano inclemente me había depositado allí y no me
dejaba escapar. Resignado a morir de sed, me disponía a excavar mi propia tumba
cuando irrumpió tu voz. Tu quejido salvador. Pensé que era una señal celeste,
una voz divina indicando la salida. Agradecí tus mensajes en clave de gemido y
los seguí, presuroso, sin mirar hacia atrás.
Pero de pronto
entendí que se trataba de un sonido de este mundo. Que no eran los ángeles del
bien sino tu garganta, tu quejido de mujer en la noche helada. Mi sueño se
detuvo en seco. Abrí los ojos y temí que el encanto desapareciera.
Me saludó en la
oscuridad total del cuarto. Las gruesas cortinas no dejaban pasar ningún
resplandor de la calle. Moví una mano ante mis ojos y no logré verla, ciego sin
remedio, sombra entre tinieblas, alcancé a creer que mi pesadilla no había
terminado.
¿Había abierto los
ojos? Y otra vez, en medio de aquel negro impenetrable, comprobé que tu voz era
real. Tu quejido animal. Tu disfrute de la vida. De nuevo habías llegado en mi
rescate.
No era un quejido cualquiera.
Se recreaba al salir. Adquiría tonalidades, matices y curvaturas. Era todo:
dedicación y goce. Un sonido libre. Tal vez confiabas que las paredes no
dejarían escapar tu voz hacia los cuartos vecinos. O simplemente no te
importaba.
Imaginé las posibilidades
de tu actitud, las circunstancias en que podías encontrarte para emitir tales
gemidos tan cerca, tan cerca de mi alma. Imaginé primero una opción con tu ceño
fruncido y tu boca entreabierta, tus ojos fijos en el lugar del deleite. Para
mirar. Podrías estar apoyada en los codos, o en las dos almohadas de la cama.
Imaginé otra posibilidad más clásica, con tus ojos cerrados y tu cabeza echada
hacia atrás, más atrás de la almohada, sacudida por los espasmos. Y llegué a
pensar en una última, contigo acaballada. Las piernas a lado y lado de otras
caderas, la cabeza levantada y las manos inquietas. Podías tener la luz
prendida. O estar a oscuras. Las posibilidades eran infinitas, pero concluí que
la situación no tenía importancia. Lo único y válido era el efecto acariciador
de tu quejido. Y el misterio. El misterio de tu voz en la noche.
Para ese momento ya
estaba bien despierto. Miraba la oscuridad y trataba de imaginarte. Silvana
dormía. Le gustaba aferrarse a mí y ni siquiera dormida sus dedos dejaban de
tocarme. Decía que así no caería en las trampas mortales de sus sueños, que
eran como remolinos sin fondo. Traté de soltarme pero no fue posible. Me volví
boca arriba y Silvana modificó su posición al instante, para adaptarse. Su
respiración suave me recorrió la oreja. Tu quejido iba en aumento. Los
intervalos se hacían más breves. Los sonidos más fuertes. Mi propia respiración
empezó a agitarse. Pensé en despertar a Silvana para iniciar otra acometida,
repuesto por completo del esfuerzo que nos había hecho caer como desmayados
unas horas antes. Tu voz era suficiente incitación. Tu ritmo. El eco de tu
gemido.
Entonces sonó un
grito corto, uno nada más, y reinó el silencio. Si volviste a quejarte fue en
voz baja. Se perdió tu voz en las sombras. Su lugar lo ocupó la respiración
suave de Silvana.
Permanecí mucho rato
en la oscuridad pensando en ti, imaginando tu cara, suponiendo la escena al
otro lado de la pared. Tu quejido, como mensaje del más allá, todavía retumbaba
en mi cerebro. Empecé a morir de curiosidad. De ganas de conocerte. ¿Cómo
serías? La dueña de aquel quejido no podía ser una mujer común. Mis propias
horas con Silvana perdieron importancia. Desde la extinción de tu grito, la
noche de jueves carecía de sentido.
De pronto sonó la
puerta de tu habitación. Una voz de hombre y una de mujer se confundieron con
apuro. Los pasos se alejaron por el pasillo, rumbo a la escalera. Sin vacilar
aparté las manos de Silvana y me levanté. Corrí las gruesas cortinas de la
ventana y pude ver el taxi amarillo que esperaba. Había llovido. La calle
mojada brillaba con el paso de los autos. La pareja llegó a la calle y se
acercó al taxi. El hombre abrió la puerta y esperó, caballeroso, a que la mujer
entrara.
En ese momento pude
verte. No eras muy alta. Vestías con discreción: falda por debajo de la
rodilla, blusa blanca, abrigo oscuro. Tacones. Mujer delgada y elegante. El
cabello corto, suave, sacudido por el movimiento de la entrada al taxi. Y el
fino borde de tu cara, con una expresión entre triste y preocupada. Usabas
gafas grandes, que te daban un aire de oficina, de jornadas laborales, de
horarios.
Abordaste el taxi y
te sentaste al otro extremo. Pero al voltear a mirar al hombre que se disponía
a subir, me viste. Creo que me viste. Una fracción de segundo, nada más. Por el
rabillo del ojo viste la cortina abierta en el segundo piso y mi figura en la
oscuridad. Tus ojos se volvieron abiertamente hacia mí. Fulminado, cerré la
cortina de un golpe. No pudo ser más torpe mi actuación. Cuando volví a correr
tímidamente la cortina, el taxi ya había partido.
Regresé a la cama
para pensar en ti. En tu apariencia discreta. En tus movimientos finos. Lo más
opuesto a la voluptuosa mujer que había imaginado. Ni boca ancha ni curvas para
perderse. Pequeña y tímida, un tanto nerviosa. Pálida bajo la luz de la calle.
Y con esas gafas enormes, serias, desconcertantes. El contraste no podía ser
más grande entre tu aire discreto y forma expansiva de quejarte.
No deje de pensar en
ti el resto de la noche, el día siguiente, la semana entera. Todo me intrigaba.
Si te encontrara por la calle sin saber lo que sabía, habría pensado que eras
una secretaria de gerencia, de esas responsables, silenciosas y eficientes. O
una jefe de empresa, con muchos destinos en sus manos. O una ama de casa ejemplar
con un esposo y dos hijos pequeños y educados. En cualquier caso, alguien de
mucha distinción y carácter, que nadie ubicaría gimiendo en un motel a las dos
de la mañana. Me ganaba la obsesión. Cada vez que entraba en una oficina, en
una calle o en un teatro, que me sentaba en un restaurante o en mi auto, miraba
alrededor buscando tu cara. Quería saber más, obtener una pista, una clave para
responder mis dudas. Pero la ciudad y la fortuna no me alcanzaron para
encontrarte.
Así llegó otro
jueves, como el jueves en que te conocí. Cansado de buscarte entre la gente,
opté por acudir al único lugar donde podía saber de nuevo tu existencia.
Regresé al mismo motel de tres pisos, gris y un tanto lúgubre. Logré que el
administrador me diera habitación en el segundo piso, muy cerca de la anterior,
con vista a la calle. Llegué más tarde, casi a medianoche, y pronto estuve
tendido en la oscuridad, atento a la noche. Camila dormía. Le gustaba voltearme
la espalda y olvidarse en sus sueños. Los disfrutaba. Decía que le atraían
recuerdos de otras vidas. Su olvido me facilitó las cosas. Me paré junto a la
ventana y vigilé con precaución. De vez en cuando me acerqué a la puerta y
pegué el oído a la madera. No pensaba regresar a la cama, así que me vestí para
no helarme. Entre la puerta y la ventana me alcanzaron las dos de la mañana.
Empezaba a dormirme de pie, contra la cortina, a tropezar en la oscuridad, a
envidiar el sueño profundo de Camila, cuando sonó tu quejido.
Igual que una semana
antes, tu quejido intermitente perforó el silencio. Eras tú, no había duda
alguna. El mismo sonido, tu misma voz. Esperé con paciencia. Miré el reloj con
ayuda de una lamparita, pero no contabilicé tus quejidos. Sólo entendí que el
tiempo no te importaba. Que mientras gimieras, el mundo alrededor, la historia
que tuvieras, tu forma de vestir y de actuar, no tenía importancia. Te
prodigabas. La música de tu garganta era el final y el comienzo.
También constaté,
mucho más tarde, que el hombre a tu lado no producía sonidos. Contenía su voz.
Callaba. No existía. Si hubieran sonado a dúo, seguro no sería tan intrigante.
Sólo una copulación más en un lugar construido para eso. Pero sonabas sola,
sola tú, y ese era uno de los secretos de tu magia.
Como la vez pasada,
tu quejido se detuvo en seco. Eran las tres de la mañana. El aire helado no
importaba ya. Ni la oscuridad. Deambulé por el cuarto preguntándome qué hacer.
Me urgía comunicarte mi existencia. Sin agredir, sin avergonzarte, sin ninguna
intención distinta a decirte hola, tu secreto está seguro conmigo, hola, me
gustaría hablarte, y hola, ¿por qué no?, te amo como a nadie nunca, tus
quejidos me devolvieron la ilusión, tu aspecto me recordó la ternura, tu goce
las ganas de vivir, tu angustia el miedo a la muerte.
Muy pronto sentí la
puerta. Demasiado pronto para haber preparado una estrategia. Los pasos en el
pasillo. No sonaron las voces apagadas. No lo pensé más, me lancé hacia la
puerta, abrí, salí al pasillo, miré tu espalda que estaba a punto de descender
por la escalera. Comprobé que eras aún más bajita que en mis cálculos. Tu
abrigo oscuro te ocultaba. La luz no era buena, pero adiviné tu espanto a
sentirme. Tu estremecimiento. Echaste una ojeada rápida hacia mí y
desapareciste.
Maldije mi impulso.
Regresé al cuarto murmurando putazos. En la ventana corrí la cortina, esta vez
con descaro. Me asomé sin disimularlo. Miré hacia el taxi que esperaba. (¿Por
qué un taxi? ¿Por qué no un auto lujoso como el que debías merecer?). Muy
pronto apareciste. Se repitió la escena de la vez pasada. Sólo que entonces, al
sentarse, no miraste hacia tu hombre. Me miraste a mí. Intrigada. Preocupada.
Tus ojos me encontraron. Una mirada de horas que sólo duró unos segundos.
El hombre se sentó a
tu lado y no le dijiste nada. No me señalaste. No le hablaste con alarma. Nada
más te dejaste abrazar y me regalaste una última mirada por encima de su
hombro, antes de que el taxi se pusiera en movimiento.
Regresé a la
oscuridad. Camila dormía. Tan profundo era su sueño, que sólo cerca de su
rostro era posible comprobar si todavía respiraba. Comprendí que ya
compartíamos, tú y yo, un secreto. El secreto de mi presencia. Con torpeza o
con miedo, con rabia o con esperanzas, sabías que te había escuchado. No pensé
en otro cosa durante toda la semana.
Ansiaba que llegara
el jueves para saber si me esperabas. ¿Qué pensarías de mí? ¿De qué tamaño
sería tu intriga? De algo estaba seguro: si regresabas el jueves al motel,
sería porque algo ocurría conmigo. Duda, odio, interés de cualquier tipo. Si tu
sentimiento fuera de pánico, con seguridad no regresarías. Aquel jueves se
volvió crucial.
Con lentitud
transcurrieron los días. Como siempre, no dejé de mirar las caras por la calle.
De buscar tu figura menuda, pero el azar seguía empecinado en negarme tu
encuentro. El jueves llegó y estuve puntual en la cita. Segundo piso, vista a
al calle. La misma habitación de la primera vez. El administrador ya me
reconocía y pensé que pronto podría ganar su confianza para preguntarle sobre
ti. A las dos de la mañana estuve preparado. Liliana dormía. Adoraba rodear la
almohada con sus brazos y descolgar la cabeza sobre el colchón. Como un muñeco
desgonzado. Tal vez por la incómoda posición de su cuello, la respiración salía
pesada y llenaba el cuarto. Sus sueños sonaban como carros de guerra. Transcurrieron
los minutos de silencio. Tu voz no sacudió la quietud de las cosas. A las
cuatro de la mañana me venció el sueño. La cara sonriente de Liliana al
despertar no fue aliciente para recobrar las ganas de vivir sin tu quejido.
Carolina dormía boca
arriba, con los brazos y piernas extendidos en cruz. Pensaba que la cama era
todo para ella.
María José dormía de
medio lado, justo al borde del abismo.
Milena se encogía
como un bebé.
Sandra nunca se
quedaba quieta.
Y tú ya no
regresaste.
Al sexto jueves dejé
a Laura sola en el cuarto y me bajé a hablar con el administrador. Lo encontré
dormido sobre su escritorio, envuelto en una ruana gruesa, con el radio en
volumen bajo. Le toqué el hombro y despertó sobresaltado, pero al verme sonrió.
Sus dientes demostraban 50 años de desgaste. Su actitud era cómplice cuanto
trató de decirme algo sobre mis semanales visitas al motel, pero no lo dejé
entrar en mis cosas. Le dije, hermano, con billete a la vista, dígame una cosa.
Y le conté de la mujer que me intrigaba. Se sorprendió al principio: no
esperaba tal investigación de un tipo según él tan exitoso. Pero pronto olvidó
su sorpresa. Los hombres como él están cansados de ver situaciones
clandestinas. Te recordó al instante. Ah, sí, la del abrigo. Venías todos los
jueves desde hacía más de un año, me dijo. Con el mismo hombre, no me diga, con
el mismo hombre. Pero en los moteles no se hacen preguntas. No sabía nada más.
La mujer no había regresado.
En todo ese tiempo no
dejé de buscarte por la calle. Aguzaba la vista desde mi ventana mientras
atendía los asuntos diarios. Salía con frecuencia a visitar clientes y
aprovechaba para espiar las oficinas. Se me iban los ojos hacia los parques,
donde las mamás paseaban a sus hijos. Entraba de último a los cines antes de
que apagaran la luz, para observar la muchedumbre mientras buscaba mi puesto.
Recorría los centros comerciales simulando devorar vitrinas. No tenía una idea
muy cercana de tu rostro, pero sabía que lo reconocería de inmediato. Como a tu
cuerpo. Como a tus pasos breves y seguros.
Catalina dormía boca
abajo, con la cabeza un poco ladeada para respirar.
Sonia parecía un
cadáver, rígida, sin doblar codos ni rodillas.
Leila esparcía su
negra cabellera por la almohada.
Mi amigo el
administrador se cansó de darme partes sin novedad. Conmovido, optó por anotar
mi número telefónico para avisarme si llegabas. Pero nunca me llamó.
Las esperanzas
empezaban a perderse hasta un lunes al mediodía cuando el azar, conmovido al
fin, me regaló tu presencia.
Fue en un restaurante
del centro, de esos de gente de negocios. Yo había invitado a Viviana a
almorzar, intrigado por averiguar su forma de dormir. Era un típico lugar para
almuerzos de trabajo, con el gentío y el barullo de esa hora de descanso. Pedí
mi plato —una carne, creo— y conversé con Viviana sobre temas vacíos. Por
costumbre, entre una frase y otra, lancé miradas en todas direcciones. Y de
pronto, para mi infinita sorpresa, di contigo. Estabas en una mesa grande,
sentada con cinco o seis personas más de ambos sexos. Al sentirte descubierta
bajaste la mirada y te pusiste roja. Por fortuna el centro de atención era un
hombre al extremo de tu mesa y nadie se dio cuenta. Viviana carraspeó para
llamar mi atención y tuve que dejar de mirarte, pero ya nada en el mundo tenía
más importancia que el rincón donde te sentabas.
Respondí con síes y
nóes los comentarios de Viviana, pero ella sabía que no estaba en esa mesa.
Planeé mis movimientos para lanzar de vez en cuando miradas hacia tus ojos,
entre palabra y palabra, entre pedidos absurdos al mesero, entre comentarios
sobre el tráfico. Poco a poco fui construyendo la situación. La razón de tus
nervios, que no era yo. O mejor, que mi entrada al restaurante había puesto en
evidencia.
Lo descubrí a la
tercera mirada, cuando seguí tus ojos y me fijé en el hombre al extremo de la
mesa, el que acaparaba la atención. Era el mismo de tus jueves en la noche. El
mismo caballero que te abría la puerta del taxi. El mismo que no hacía ruido en
tu cuarto. No muy alto, con expresión severa. Un hombre con dedos largos. No se
sentaba a tu lado y al mirarte no demostraba ninguna atención especial.
Planeé mejor la
siguiente mirada, pues algo, un detalle no tan insignificante, había llamado mi
atención. Algo, aparte de descubrir a tu hombre. Algo que no encajaba. Esperé a
que Viviana hablara pero ella, ante mi indiferencia, había optado por comer en
silencio. Ya no me importó ponerme al descubierto. Sin excusa, volteé a mirar.
En ese momento lo entendí todo. Bueno, al menos una parte de la verdad. Tu
mano, sobre la mesa, estaba aprisionada por otra mano de hombre, la de tu
vecino de puesto, un hombrecito de aspecto cordial. Tu novio, tu esposo. La
persona autorizada para tomarte de la mano en público.
Te diste cuenta de mi
descubrimiento, lo sé. No participabas de la charla. No reías con tu grupo. No
mirabas a ninguno de los dos hombres. Pálida, nerviosa, te morías por saber mi
reacción.
Viviana había
terminado de comer y me observaba. Mi plato apenas comenzado. Le dije que no
tenía hambre y pedí disculpas para ir un momento al baño. Entré al cuartico a
dar vueltas sobre mí mismo. ¿Qué hacer? No quería que te fueras pensando mal de
mí. No quería que me odiaras. ¿Cómo acercarme a tu mesa? ¡Escribirte una nota!
Saqué una tarjeta blanca de mi billetera y escribí una frase. Una nada más, de
nueve palabras. No olvido esa nota, nacida de mi pulso agitado, desde el fondo
de mi alma: "Los jueves no son lo mismo sin ti". Pensé agregarle
aclaraciones, disculpas, promesas, pero desistí. Quedaba mejor sola. "Los
jueves no son lo mismo sin ti", la repetí en voz baja. Ahora la gran
pregunta era: ¿cómo ponerla en tus manos sin que nadie se diera cuenta?
Y entonces, al abrir
la puerta del baño, me encontré de frente con tus ojos. Nunca te había visto
tan cerca. Las gafas grandes ocultaban unas pupilas verdes, pequeñas, y unas
huellas como de raíces en la piel a lado y lado de los ojos. Una boca pequeña y
todavía tentadora. Una barbilla que temblaba. Una expresión de angustia
infinita.
—¿Qué quiere?
—susurraste con rabia. Tu susurro sonó como un grito en mis oídos. —Nada —tu
angustia se pasó al asombro. Todo ocurría en segundos, protegidos por un muro
junto al baño. Los pocos comensales que podían vernos no podían sospechar nada
de nuestra actitud tranquila. No alcanzaban a leernos los ojos. Nada, había
dicho. Nada. Cualquier petición hubiera sonado a chantaje. Cualquier sonrisa a
amenaza.
Una persona rompió el
embrujo del momento al pedir permiso para pasar al baño. Saqué del bolsillo la
tarjeta y te la di. Te dije "tranquila", y regresé a mi mesa.
Viviana me miraba. Se
había dado cuenta de todo, pero no quiso entrometerse. Regresaste a tu asiento
más tarde, con expresión ya tranquila. Me miraste casi con una sonrisa. Tus
ojos brillaban con un aire cómplice.
Pagamos la cuenta.
Pasé junto a ti en mi camino a la salida. Me estudiaste, sin borrar tu sonrisa.
El azar no me ha vuelto a regalar otro encuentro cercano con tus ojos.
El jueves siguiente
regresé al motel. Ocupé la habitación de la primera vez y le dije a mi amigo el
administrador que te reservara la siguiente. No hemos dejado de ir entonces.
Ahora vivo con otros miedos. El primero, que no vuelvas. Me aterra en otras
semanas como las que pasé sin tu quejido. Serían el final, la angustia eterna.
Pero hay un pánico peor: me aterra pensar que un día decidas llegar sola al
motel y me dejes abierta la puerta. Conocerte de cerca, ver tus ojos, ser
causante de tu quejido, son opciones que me niego a disfrutar. Porque yo sé que
por más que me guste, por más que adore tu quejido, el día que conozca tu forma
de dormir se acabará el misterio.
Pero esos miedos en
el fondo, no hacen otra cosa que darle más emoción a mis jueves por la noche. A
mis madrugadas en la ventana. A mi sueño en la oscuridad. Por eso sigo
cumpliendo con nuestra cita. Por eso no fallo nunca.
Tu quejido me
despierta siempre a las tres de la mañana. No sé, ni me interesa saber, cómo te
las arreglas para salir cada jueves, por qué prefieres un taxi para mayor
clandestinidad, cómo explicas esas horas. No sé, ni me interesa saber, tu vida,
tus miedos, tu traición. Lo único que sé es que cada madrugada, desde el taxi,
me miras con una sonrisa y a veces hasta me dices adiós con la mano. Y también
sé que tu quejido, desde que sabes mi existencia, es más intenso, más lleno de
matices, más cargado de mensajes para mis oídos.
Y a veces, muy de vez
en cuando, vuelvo a soñar con el valle que era una trampa. Pero no me
desespero. Tengo confianza en tu quejido que surge de la noche en mi rescate.
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