CASA CON DIEZ PINOS
Fabián Casas
para Quique
Fogwill
Desde que
empecé a publicar, la gente me pregunta: “¿Esto es autobiográfico, no?”. O:
“¿El personaje sos vos, no?”. Así que voy a empezar por decir que todo lo que
se va a narrar aquí es absolutamente verídico. Pasó realmente como lo voy a
contar. Eso sí, me tomé la licencia de cambiar algunos nombres. El único
personaje que mantiene el suyo es mi amigo Norman. Si lo conocieran, verían que
no es necesario cambiárselo. Y los reales seguidores del realismo, con sólo ir
hasta la esquina de Córdoba y Billinghurst, podrán comprobar que el bar que
regentea mi amigo Norman, llamado Los Dos Demonios, existe. Tiene una pareja de
leones dorados custodiando la entrada.
Norman es inmenso, rubio, melenudo. Usa camisas negras, capa negra, zapatillas
negras. Su héroe preferido es Batman. Tiene muchísimos collares y siete anillos
que distribuye entre los diez dedos. Un anillo tiene la cara del Hombre Araña,
otro la S de Superman. Otro dice NOR. Y otro dice MAN. Fuma unos cigarros
largos y finos. Y sólo come con whisky. Vive de noche. A eso de las tres de la
mañana, se pone detrás de la barra de Los Dos Demonios y empieza a pasar
música. Ese es el momento que más me gusta. Norman es un DJ ecléctico: pasa
boleros, tangos, canciones infantiles (“La gallina turuleca”, Xuxa), hits de
los setenta: Eleno, Sandro, Cacho Castaña, y rock nacional.
El bar de Norman es chico. Una barra, un par de mesas, muchos espejos. En las
paredes, empotradas, hay peceras con peces verdaderos y barcos de piratas
hundidos. Los tapizados de las mesas son de cebra. Unos corazones luminosos,
rojos, se desperdigan al tuntún por todo el lugar. Parece como si alguien
hubiera improvisado una boat en la habitación de un hotel alojamiento.
La clientela es variada. Al igual que en el bar de “La Guerra de las Galaxias”,
viene gente de todo el universo: minas con tres tetas, traficantes de Orión,
contrabandistas de Venus, músicos de rock, ex futbolistas...
Norman me quiere porque mi mamá, cuando él era chico, lo trataba como a un hijo
más. Después de que pudo terminar la primaria, no sabía bien qué iba a hacer
con su vida. Entonces aprendió a cortar el pelo. Uno de sus clientes le tomó
cariño y le propuso que fueran socios en una casa de citas. Ahí encontró su
vocación. Cerró la casa de citas, abrió el bar y trajo a las chicas a trabajar
con él.
Ahora son más de las cuatro de la mañana. Estamos en la barra y Norman pasa
música y me pasa tragos. Tengo el pelo mojado por la transpiración. En un
costado, en el medio de una caja de cigarrillos y un cenicero inmenso, están
los poemas manuscritos del Gran Escritor. Pasé todo el día con él. Me encadenó
a su show. Es por mi puto trabajo. A medida que el whisky me empieza a hablar
al oído, se me ocurren ideas. ¡Los pensamientos brotan de mi cabeza como el
sudor!
La jornada
empezó bien temprano. Ducha, traje y corbata. Taxi hasta la editorial. Trabajo
en prensa para la editorial Normas. Ese día me había sido asignada la tarea de
pasar a buscar por el hotel al Gran Escritor, llevarlo a pasear y finalmente
conducirlo hacia un café librería donde iba a tener una charla con sus fans.
El Gran Escritor vive en París y una vez por año pasa por el país que lo vio
nacer para promocionar sus libros. Desde los años sesenta viene publicando una
obra, según mi juicio, fundamental. Las novelas Mertiolate, Agua
viva, Comas y más comas y el libro de ensayos Para
una literatura sin botulismo, no tienen nada que envidiarle a las de
cualquier gran escritor europeo.
Llegué al hotel quince minutos antes de lo acordado, así que me fui a la barra
de la confitería y me tomé un café con agua mineral. Pasé los gastos a la
habitación del Gran Escritor, la 99. Después atravesé el vestíbulo, y me hice
anunciar por el recepcionista. El Gran Escritor me dio el OK. “Dice que suba”,
me dijo el conserje. Y le hizo señas a un muchacho disfrazado de granadero que
se acercó para acompañarme. “El me guía a mí hacia el Gran Escritor y después
yo voy a guiar al Gran Escritor hacia sus fans”, pensé mientras ascendíamos en
el ascensor.
El joven soldado de San Martín golpeó la puerta y se retiró. Me quedé mirando
el 99 plateado unos segundos, hasta que me percaté de que una voz me pedía que
entrara.
Ahí estaba, parado en medio de la habitación, desnudo, salvo por una toalla que
sujetaba en la cintura. Tenía el pelo mojado, peinado hacia atrás, la nariz
aguileña, tetas grandes y una barriga inflamada.
—Cómo le va —me dijo, extendiéndome la mano húmeda. —Muy bien —dije.
—Dígame, ¿No
nos teníamos que encontrar más tarde? —No que yo sepa.
—Estos de la
editorial creen que uno no hace nada por la noche. Me estaba bañando cuando me
avisaron que usted estaba abajo.
—Si quiere puedo ir a dar un par de vueltas y lo paso a buscar más tarde.
—Y también
creen que uno no sabe moverse solo por Buenos Aires.
—Si le
parece puedo no venir en todo el día y directamente nos encontramos en el lugar
de la charla, es un café que queda acá cerca...
—Espere, espere... voy a vestirme ¿Cómo se llama usted? —Sergio Narváez.
—Muy bien,
Sergio, espere.
Me quedé parado en el medio del living. El Gran Escritor desapareció detrás de
una puerta. El cuarto donde yo estaba tenía un ventanal que daba a un patio
interno, donde se veían otras ventanas cruzadas por cables que zigzagueaban a
la marchanta. Mis zapatos se hundían en la alfombra peluda y blanca. En las
paredes colgaban unos cuadros horribles sobre puestas de sol, mercados
callejeros y barcos. No me di cuenta de que el Gran Escritor, desde la otra
pieza, me estaba hablando. “¿Qué?”, le pregunté en voz alta. “¿Usted conoce a
Pablo Conejo?”. Me lo habían advertido. El Gran Escritor odiaba a otro de los
escritores de la editorial. Pablo Conejo es un mexicano que escribe libros de
autoayuda que se venden como Coca Cola. Es uno de los puntales económicos de la
editorial. A cambio de varios Conejos, Normas se puede dar el lujo de editar al
Gran Escritor. “¿Si lo conozco en persona?”, pregunté. Como el Gran Escritor no
me contestó nada, intenté armar una frase: “Lo conozco sólo por fotos. Cuando
él vino para la feria del libro yo todavía no trabajaba en Normas”. “¿Cuánto
está vendiendo su último libro?”, me preguntó la voz desde el otro cuarto. “¿Su
último libro?... No sé... pero creo que un montón”, dije. “¿No me lo podría
averiguar?”, insistió la voz. Me quedé callado. “Ahí tiene un teléfono, puede
llamar a la editorial mientras me cambio”, me dijo el hijo de puta. Agarré el
teléfono, pedí con la editorial y escuché al contestador automático: usted está
hablando con la Editorial Normas, si conoce el número de interno, dísquelo, si
no, espere y será atendido por la operadora. Corté. “La gente que se encarga de
las ventas todavía no llegó, pero en un rato le tengo el dato exacto”, grité.
Justo cuando el Gran Escritor salía del exilio de su pieza. Se había puesto un
traje sport, zapatos negros y estaba transpirando. Recordé el latiguillo de un
amigo: “A los escritores no hay que conocerlos, hay que leerlos”.
Al rato estábamos en un taxi que apestaba a la colonia del Gran Escritor, quien
parecía respirar con dificultad. Afuera hacía un calor infernal. El Gran
Escritor quiso pasar por algunas librerías céntricas para ver si sus libros
estaban bien expuestos. Por eso bajamos del taxi varias veces y hablamos con
los encargados de algunos locales. Los libros estaban bien adelante, en la
vanguardia. Normas sabe lo que hace. El Gran Escritor quiso un ejemplar del
último de Conejo. Dijo que estaba escribiendo un ensayo sobre esa literatura.
“De mierda”, remarcó. Como para sacarlo gratis tenía que llamar a la editorial,
decidí pagarlo con lo que me habían dado para viáticos. Volvimos al bendito
taxi con el libro de Conejo. Salimos a los tumbos porque la calle estaba mala.
El Gran Escritor hojeaba al tuntún. Murmuraba palabras en francés. Sacaba vapor
por las orejas. Los vidrios del auto se empañaron.
Milanesas,
ensalada, flan con crema, café. Yo lo mismo. El Gran sacó un puro inmenso. El
aire acondicionado del local me cacheaba. El Gran Escritor quiso saber mi edad
y si yo también escribía. Pero antes de que le pudiera contestar, se largó con
un rap. Dijo que para escribir había que ser humilde, que la literatura de
masas es el enemigo de la literatura seria, que uno trabaja y trabaja pero nunca
se termina, que las ambiciones son enormes y los resultados son deformes, que
siempre hay que preocuparse por cambiar, que la literatura de X era una mierda,
que lo que escribía Z sólo era publicable entre idiotas. Aspiró, largó humo. Se
quedó callado. Me hubiera gustado preguntarle si en algún momento se había dado
cuenta de que yo estaba a su lado desde la mañana. Pero en cambio le dije que
leerlo me ayudó a escribir, que yo encontré mi voz hurgando en sus novelas.
“¿Le gusta mi obra?”, me preguntó mientras usaba un mondadientes de chupetín y
me miraba de reojo.
Después de parar en un locutorio para chequear sus mails, de caminar por una
plaza inmensa y de comer un helado de parado, nos sentamos en un café muy
chico, con poca luz y con ventiladores enormes. Con el fondo del ruido mecánico
de esos aparatos, el Gran Escritor fijó su mirada melancólica en la calle y me
dijo: “Una vez, cuando era muy joven, me tocó acompañar a Borges en una visita
que hizo a mi pueblo... Era un tipo muy divertido... Me acuerdo que la noche
anterior casi no pude dormir... Si usted va a ser escritor tiene que leer a
Borges... Sobre todo el Borges de El Aleph, Ficciones, Discusión...
Después empezó a repetirse ¡y es un poeta malísimo!”.
El Gran Escritor se
quedó rumiando algo. Entonces, como si fuera un medium en trance, me empezó a
dictar el súper canon: Borges, Macedonio, Juan L. Ortiz, Faulkner, Onetti,
Musil, Joyce, Kafka. Me parecía estar en la cancha escuchando a La voz del
Estadio pasar la formación de un equipo de muertos. Cuando el listado pareció
llegar a su fin, yo, tímidamente, le pregunté si le gustaba Ricardo Zelarayán.
“¿Zelarayán?”, me dijo. “¿Es un escritor argentino?”. Le dije que sí. Se quedó
pensativo un rato largo, mirando la mesa, la tacita blanca de café. Era Anatoli
Karpov pensando qué pieza mover. Después agachó el mentón, se durmió, roncó,
pedorreó.
El café librería estaba repleto. Entramos abriéndonos paso entre el gentío.
Muchos tenían sus libros —los del Gran Escritor— en la mano, para ser firmados.
Un joven guapo —también escritor— iba a presentarlo. Cuando mi enlace, es
decir, mi compañero de Normas que se tenía que encargar del Gran Escritor
mientras durara el evento, me dijo el nombre del muchacho, me di cuenta de que
lo había leído: Era un clown del Gran Escritor. Uno más parecido a esos tipos
curiosos que andan por ahí imitando a los Beatles.
La performance estuvo perfecta. El Gran Escritor hizo chistes, despedazó a
otros escritores —se ensañó especialmente con García Márquez— y terminó leyendo
un fragmento de una novela in progress. El Mini Escritor dijo una sarta de
boludeces, nombró a Deleuze y habló de la influencia del Gran Escritor en la
literatura argentina.
A pesar del
violento aire acondicionado del café, el Gran Escritor transpiraba como si
estuviera en el horno de Banchero. Tanto que las manos se le hacían agua y se
le resbalan los libros que le daban para que estampara su firma.
La cosa terminó con un clásico de los eventos literarios: todos a cenar —los de
la editorial, el clown, algunos fans y amigos— en un bar de las inmediaciones
donde —eso sí— hicieran asado, ya que esta comida típica nuestra era un motivo
recurrente “un símbolo ontológico”, según explicó El Mini, de la obra del Gran
Escritor.
“Antes de
que se vaya quisiera mostrarle algo”, me dijo, mientras se tambaleaba por la
alfombra peluda y blanca de su suite. Los libros del Gran Escritor están llenos
de comas, y en la cena, el tipo se había tomado un vaso de vino por cada una de
las comas que puso en todas sus novelas. Entró al dormitorio hablando en voz
alta, buscando algo, pero yo, despatarrado en un sillón, apenas lo escuchaba.
No veía la hora de poder zafar hacia lo de Norman y sacarme el día de encima duchándome
con unos buenos whiskys.
Al final, a los tumbos, el gran escritor consiguió salir de la pieza por donde
anduvo rebotando y se sentó en el suelo, frente a mí. Como pudo se sacó los
mocasines y me mostró una carpeta negra donde estaban enganchados con ojalillos
unos poemas de su puño y letra. “Esto es lo más importante que escribí en mi
vida”, me dijo. “La poesía se escribe a mano”, me dijo. Hablaba como un
compadrito. “Nada de lo que escribí se puede comparar con esto. Acá está mi
alma”. Miré la carpeta negra, rugosa, las hojas escritas con tinta azul en una
letra grande y redonda. “Tal vez —empezó a decir lentamente— si alguien los
pasara a la computadora...” Fue clarísimo. El Gran Escritor me había elegido de
secretario. No dudé ni un segundo. Le dije que era un honor enviar sus poemas a
la realidad virtual. Y sin dejarle emitir un mísero sonido, agarré la carpeta,
le estreché la mano como pude —el brazo se le movía como la trompa de un
elefante arisco— y salí del cuarto echando putas. Sin mirar para atrás.
¡Los pensamientos brotan de mi cabeza como el sudor! Norman, parapetado detrás
de la barra, hace mímica y tararea las canciones que pone. ¡Es un karaoke
infernal! Yo canto, bebo, todo el bar empieza a estar bajo la luz amarilla del
whisky. Abro la carpeta con los poemas del Gran Escritor. Leo uno sobre un paso
a nivel, con chicos que ponen monedas en las vías para que las alise el tren
¡Qué boludez! Y también está el infaltable sobre Rimbaud
Giro hacia mi izquierda, las chicas de Norman cuchichean en una esquina. Las
veo por el rabillo del ojo. Parecen cuervos.
Hay también hombres con sombreros de cowboys, astronautas, reptiles. ¡Todos
cantan la más maravillosa música, que es la música de Norman! “Ésta es para
vos, papá”, me dice mientras me agarra la mano y me atrae por sobre la barra
para que lo bese. Y después, como Maradona en México cuando giró para dejar
solo a Burruchaga frente al arquero nazi, pasa de “Trigal”, de Sandro, a “Una
casa con diez pinos”, de Manal, una de mis canciones preferidas. La que siempre
le pido que ponga. ¿Toda la filosofía especulativa del mundo se hace trizas
frente a la letra de esta canción! ¡Vayan a laburar Kant, Hegel, Lacan y demás
enfermos mentales! ¡Ahora sí que funciona la martingala cerebral! Una
casa con diez pinos. Una casa con diez pinos. Hacia el sur hay un lugar. Ahora
mismo voy allá. Porque ya no puedo más. Abro la carpeta, arranco las hojas
con los poemas. Un jardín y mis amigos, no se puede comparar, con el
ruido infernal de esta guerra de ambición. Norman aplaude con las manos en
alto, todo el bar lo sigue. Empiezo a regalarles los poemas a las chicas. “Son
flores de papel”, les digo. Se ríen. Para triunfar y conseguir dinero
nada más, sin tiempo de mirar, un jardín, bajo el sol, antes de morir. Casi
todo el bar tiene en sus manos un poema. Si alguien nos viera desde afuera,
pensaría que estamos ensayando una canción, que somos un coro de
monstruos. No hay preguntas que hacer. Sólo se puede elegir oxidarse o
resistir, poder ganar o empatar, prefiero sonreír, andar dentro de mí, fumar o
dibujar. Para qué complicar, complicar.
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