HOMBRE
DIMINUTO
Sam Shepard
Por la mañana
temprano: traen el cadáver de mi padre en el maletero de un Mercury cupé del
49, todavía con una capa densa de rocío en las luces traseras. El cuerpo, de la
cabeza a los pies, está firmemente envuelto en plástico transparente. Tiene el
cuello, la cintura y los tobillos atados con gomas de color carne, como una
momia. Se ha vuelto muy pequeño con el paso del tiempo: quizá unos veinte
centímetros. De hecho, lo sostengo ahora en la palma de la mano. Les pido
permiso para desenvolver su minúscula cabeza, solo para asegurarme de que está
muerto de verdad. Me autorizan a hacerlo. Se quedan a un lado con las manos
enlazadas por detrás de sus trajes entallados, con la cabeza gacha en una
especie de duelo avergonzado, pero no se les puede reprochar. Es inteligente
estar de su lado. Además ahora parecen muy educados y estoicos.
El Mercury, parado,
retumba con un sonido profundo y penetrante que percibo a través de las suelas
de mis zapatos. Retiro las gomas con cuidado y descubro la cara, despegando de
la nariz muy despacio la tira de plástico. Produce un sonido pegajoso, como
linóleo que se separa de su pegamento. La boca se le abre involuntariamente;
sin duda es alguna reacción tardía del sistema nervioso, pero lo tomo por un
último estertor. Le meto dentro el pulgar y noto las encías ásperas. Pequeñas
ondulaciones donde tenía los dientes. Tampoco los tenía en vida; la vida que le
recuerdo. Vuelvo a enrollar la cabeza en la funda de plástico, repongo las
gomas y se lo entrego, dándoles las gracias con un leve gesto de la cabeza,
tratando de estar a la altura de la solemnidad del momento. Lo toman
cuidadosamente de mis manos y lo colocan de nuevo en el maletero oscuro, con
las demás miniaturas. A ambos lados de mi padre han encajado a mujeres
encogidas que conservan con perfecto detalle sus facciones atractivas: pómulos
altos, cejas depiladas, pestañas embadurnadas de rímel azul, pelo lavado y
peinado que huele como caña de azúcar madura. El de mi padre es el único cuerpo
diminuto que mira de frente hacia una franja de luz natural. Cuando cierran el
maletero la franja se vuelve negra, como si una nube hubiera cubierto
bruscamente el sol.
Ahora, forman un
semicírculo ante mí, con las manos entrelazadas encima de las ingles, despreocupados
pero formales. No distingo si son exmarines o gángsters. Parecen una mezcla de
ambos. Saludo a todos uno por uno, girando en sentido opuesto a las agujas del
reloj. Tengo la impresión de que algunos dan un taconazo al estilo fascista,
pero quizá me lo estoy imaginando. No sé si esta lluvia acaba de empezar o si
llueve desde hace un rato. Les veo alejarse bajo una ligera llovizna.
Es casi todo lo que
recuerdo. Junto con este puñado de detalles hay una extraña aflicción matutina,
pero no sé decir por qué.
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