sábado, 19 de junio de 2021

MUJERES DESESPERADAS, Samanta Schweblin

 

MUJERES DESESPERADAS

Samanta Schweblin

 

Al asomarse a la ruta, Felicidad comprende su destino. Él no la ha esperado y, como si el pasado fuese tangible, ella cree ver en el horizonte el débil reflejo rojizo de las luces traseras del auto. En la oscuridad llana del campo sólo hay desilusión y un vestido de novia.
Sentada sobre una piedra junto a la puerta del baño concluye que no debió haber demorado tanto, que quizá las cosas debieron haber sucedido más rápido. Le resulta extraño encontrarse allí, quitando del bordado del vestido granitos de arroz, sin nada más que el campo, la ruta y, junto a la ruta, un baño de mujeres.
Pasa un tiempo en el que Felicidad logra desprenderse de todos los granitos de arroz. No llora todavía, sino que, absorta en un shock de abandono, corrige los pliegues del vestido, analiza sus uñas, y contempla, como quien espera el regreso, la ruta por la que él se ha alejado.
—No vuelven —dice Nené, y Felicidad grita espantada por el susto como si esa mujer que ahora la mira fuese un espectro maligno.
—La ruta es una mierda —dice Nené, que acostumbrada a la histeria femenina no hace caso a los gritos de Felicidad y con movimientos relajados enciende un cigarrillo—. Una mierda, de lo peor.
Felicidad logra controlarse y entre los restos del temblor se reacomoda los breteles.
—¿El primero? —pregunta Nené y espera sin aprecio que el coraje de Felicidad le permita dejar de temblar para mirarla con interrogación—, te pregunto si el tipo es tu primer marido.
Felicidad logra una sonrisa forzada. Descubre en Nené el rostro viejo y amargo de una mujer que de seguro ha sido mucho más hermosa que ella. Entre las marcas de una vejez prematura se conservan los ojos claros y unos labios de perfectas dimensiones.
—Sí, el primero —dice Felicidad con esa timidez que lleva el sonido hacia adentro.
Una luz blanca aparece en la ruta, las ilumina al pasar, y se esfuma con su tono rojizo.
—¿Y qué? ¿Vas a esperarlo? —pregunta Nené.
Felicidad mira la ruta, el lado por el que, de volver su marido, vería aparecer el auto, y no se a responder.
—Mirá —dice Nené—, te la hago corta porque esto no da para más. —Pisa el cigarrillo como enfatizando las frases—: Se cansan de esperar y te dejan, parece que esperar los agota.
Felicidad sigue con cuidado el movimiento repetitivo de un nuevo cigarrillo que la mujer se acerca a la boca, del humo que se mezcla en la oscuridad, de los labios que otra vez aprietan el cigarrillo.
—Entonces ellas lloran y los esperan… —continúa Nené—, y los esperan… Y sobre todo lo demás, y durante todo el tiempo: lloran, lloran y lloran.
Felicidad deja de seguir el recorrido del cigarrillo. Cuando más necesita del apoyo fraternal, cuando sólo otra mujer podría entender lo que ella siente junto a un baño de damas, en la ruta, tras haber sido abandonada por su reciente esposo, sólo tiene a esa mujer arrogante que antes le hablaba y ahora le grita.
—¡Y siguen llorando y llorando a cada hora, cada minuto de todas las malditas noches!
Felicidad respira profundamente, sus ojos se llenan de lágrimas.
—Y meta llorar y llorar… Y le voy a decir algo. Esto se acaba. Estamos cansadas, agotadas, de escuchar sus estúpidas desgracias. Nosotras, señorita… ¿Cómo dijo que se llamaba?
Felicidad quiere decir Felicidad, pero sabe que si abre la boca sólo saldrá el sonido de un llanto ahora incontenible.
—Hola… ¿se llamaba…?
Entonces el llanto es incontenible.
—Fe, li… —Felicidad trata de controlarse, y aunque no lo logra resuelve la frase—:… cidad.
—Bueno Felicidad, le decía que nosotras no podemos seguir soportando esta situación, esto se acaba, ya es insostenible. ¡Felicidad!
Tras una gran aspiración también ruidosa el llanto vuelve a expandirse y humedece todo el rostro de Felicidad que tiembla al respirar y niega con la cabeza.
—No lo puedo creer, que… —Felicidad respira—, que que me haya…
Nené se incorpora. Estampa en la pared, con fuerza, el cigarrillo que aún no ha terminado, mira con desprecio a Felicidad y se aleja.
—¡Desconsiderada! —le grita, y unos segundos después se incorpora ella también y la alcanza campo adentro.
—Espere… No se vaya, entienda…
Nené se detiene y la mira.
—Cállese —dice Nené y enciende otro cigarrillo—. Cállese, le digo, y escuche.
Felicidad deja de llorar y traga lo que podrían ser los comienzos de nuevos brotes de pena que se avecinan y aguardan impacientes.
Entonces hay un momento de silencio en el que Nené no siente alivio sino que, aún más afligida y nerviosa que antes, dice:
—Bueno, ahora escuche. ¿Lo siente? —Nené mira hacia el campo.
Ahora Felicidad hace verdadero silencio y se concentra.
—Lloró demasiado, ahora tiene que esperar que se le acostumbre el oído. Y… ¿Oye?
Felicidad mira hacia el campo y tuerce un poco la cabeza. Como los perros, piensa Nené, y espera impaciente que Felicidad por fin comprenda.
—Lloran… —dice Felicidad, en voz baja y casi con vergüenza.
—Sí. Lloran. ¡Sí, lloran! ¡Lloran toda la maldita noche! —Nené señala su rostro—: ¿No me ves la cara? ¿Cuándo dormimos? ¡Nunca!, nun-ca. Lo único que hacemos es oírlas todas las malditas noches. Y no lo vamos a soportar más, ¿se entiende?
Felicidad la mira asustada. En el campo voces y llantos de mujeres quejumbrosas repiten los nombres de sus maridos una y otra vez.
—¿A todas las dejan?
—¡Y todas lloran! —dice Nené.
Entonces gritan:
—Psicótica.
—Desgraciada, insensible.
Y otras voces se suman:
—Déjanos llorar, histérica.
Nené mira furiosa hacia todos lados. Nerviosa y más enojada que antes, grita al campo:
—¿Y qué hay de nosotras, mariconas…? ¿Qué hay de las que hace más de cuarenta años que estamos acá, también abandonadas, y tenemos que oír sus estúpidas penitas todas las malditas noches?, ¿eh?, ¿qué hay?
Hay un silencio en el que Felicidad mira con espanto a Nené.
—¡Tomate un calmante! ¡Loca!
Aunque están campo adentro ven que en la ruta, a su altura, una luz blanca se detiene frente al baño.
—Otra —dice Nené, y como si este episodio fuese el último que puede soportar, su cuerpo se relaja. Nené, agotada, se sienta en el piso.
—¿Otra? —pregunta Felicidad—. ¿Otra mujer? Pero… ¿La va a abandonar? Por allí la espera…
Nené se muerde los labios y niega. En el campo los gritos son cada vez menos amistosos.
—¡Vení, turrita! A ver cómo venís y das la cara…
—Vení ahora que no estás con tus amiguitas rebeldes…
—¡Insípida!
Felicidad toma la mano de Nené y trata de levantarla.
—¡Hay que hacer algo! ¡Hay que avisarle a esa pobre chica! —dice Felicidad.
Pero después se detiene y permanece en silencio, porque Felicidad ha visto, como quien ve sin estar preparado, la imagen exacta de su penoso pasado reciente, el auto que se aleja sin que la mujer que ha bajado haya tenido oportunidad de volver a subir, y de qué forma las luces, antes blancas y brillantes, ahora rojizas, se alejan.
—Se fue —dice Felicidad—, se fue sin ella. —Y como antes lo hizo Nené, deja que su cuerpo se desplome en el piso. Nené apoya su mano sobre la mano de Felicidad.
—Siempre es así, querida. Es inevitable. En la ruta al menos… Siempre.
—Pero… —dice Felicidad.
—Siempre —dice Nené.
—¿Dónde estás, turra?, ¡hablá!
Felicidad mira a Nené y comprende cuánto más grande es la tristeza de aquella mujer comparada con la suya.
—¡Infeliz!
—¡Vieja fea!
—¡Cuando vos ya estabas acá llorando nosotras todavía salíamos con ellos, desgraciada!
Algunas voces dejan de gritar para reírse.
—¡Déjenla en paz! —dice Felicidad. Se acerca a Nené y la abraza como se abraza a una niña.
—Ay… Qué miedo —dice una de las voces—, así que ahora tenés compañerita…
—Yo no soy compañerita de nadie —dice Felicidad—, sólo trato de ayudar…
—Ay… Sólo trata de ayudar…
—¡Cállense! —dice Nené, y al hacerlo se aferra a los brazos de Felicidad, como si necesitara de más fuerza que la propia para enfrentar a aquellas mujeres.
—¿Saben por qué la dejaron en la ruta?
—¡Porque es una morsa flaca!
—No, la dejaron porque… —se ríen—, porque mientras ella se probaba su vestidito de novia, nosotras ya nos acostábamos con su maridito…
Todas se ríen.
—Miren, ahí viene otra…
Las voces cada vez se oyen más cerca. Se hace difícil separar a las que lloran de las que ríen.
Desde el baño de la ruta la figura de una mujer pequeña avanza hacia Nené y Felicidad a paso lento.
—¡Turra!
A medida que la mujer se acerca descubren la cara de horror de una vieja que poco comprende. Vestida en tonos dorados, deja ver en su escote el sensual encaje negro de una prenda interior. Cada tanto, se detiene y contempla la ruta. Ya cerca, antes de que pueda preguntar algo, Felicidad se adelanta con la voz entrecortada por la angustia.
—Siempre. En la ruta siempre, abuela.
La vieja endereza su postura y mira indignada hacia la ruta.
—¿Pero cómo…?
Felicidad la interrumpe:
—No llore, por favor…
—Pero no puede ser… —dice la vieja, y en la desilusión cae de su mano al piso la libreta de matrimonio. Mira con desprecio la ruta por la que se ha ido el coche y dice sinvergüenza, viejo impotente…
—¡Vení, turra!
—¡Por qué no se callan, cotorras! —grita Nené.
La vieja mira con espanto.
—¡Urracas! —Nené insiste y se incorpora con violencia.
—¡Te vamos a agarrar, culebra!
En busca de comprensión, la vieja mira a Felicidad, que al igual que Nené se ha incorporado y estudia con angustia la oscuridad del campo.
—Poné la cara, vení —las voces de las mujeres se oyen cada vez más cerca.
Felicidad y Nené se miran. Bajo los pies sienten el temblor de un campo por el que avanzan cientos de mujeres desesperadas.
—¿Qué pasa? —dice la vieja—, ¿qué son esas voces, qué quieren? —se agacha, recoge la libreta y como Felicidad y Nené, retrocede hacia la ruta sin voltearse, sin perder de vista la masa negra de la oscuridad del campo que parece acercarse a ellas cada vez más.
—¿Cuántas son…? —dice Felicidad.
—Muchas —dice Nené—, demasiadas.
Los comentarios y los insultos son tantos y tan cercanos que es inútil responder o tratar de llegar a un acuerdo.
—¿Qué hacemos? —dice Felicidad. En el tono de su voz los signos del llanto contenido. Retroceden cada vez más rápido.
—No se te ocurra llorar —dice Nené.
La vieja se toma del brazo de Felicidad, se aferra al vestido de novia y lo arruga en sus manos nerviosas.
—No se asuste, abuela, todo está bien —dice Felicidad, pero las burlas son ya tan fuertes que la vieja no alcanza a entender.
Sobre la ruta, a lo lejos, un punto blanco crece como una nueva luz de esperanza. Quizá Felicidad piense ahora, por última vez, en el amor. Quizá piense para sí misma: que no la deje, que no la abandone.
—Si para nos subimos —grita Nené.
—¿Qué dice? —pregunta la vieja.
Ya están cerca del baño.
—Que si el auto para… —dice Felicidad.
—¿Cómo? —insiste la vieja.
El murmullo avanza sobre ellas. No las ven, pero saben que las mujeres están ahí, a pocos metros. Felicidad grita. Algo como manos, piensa, le roza las piernas, el cuello, la punta de los dedos. Felicidad grita y no entiende las órdenes de Nené que se ha alejado y le indica que agarre a la vieja y corra. El coche se detiene frente al baño. Nené se vuelve hacia Felicidad y le ordena que avance, que arrastre a la vieja. Pero es la vieja quien reacciona y arrastra a Felicidad hacia Nené, que espera que la mujer se baje para sentarse ella y obligar al hombre a conducir.
—No me sueltan —grita Felicidad—, no me sueltan —mientras espanta desesperada las últimas manos que la retienen.
La vieja empuja. Otra vez ha dejado caer la libreta de matrimonio y ahora tira de Felicidad con todas sus fuerzas porque ya no importa nada, piensa, ni la libreta, ni el encaje, ni el poco amor que creyó haber conseguido.
Nené espera ansiosa que se abra la puerta, que la mujer baje. Ella sabe, piensa Nené, sabe y no se baja. Pero el que se baja es él. Con las luces recortando el camino, aún no ha visto a las mujeres y baja apurado buscando en su pantalón la hebilla de la bragueta con la que bajará el cierre. Entonces el barullo aumenta. Las risas y las burlas se olvidan de Nené y se dirigen pura y exclusivamente a él. Llegan a sus oídos. En los ojos del hombre, el espanto de un conejo frente a las fieras. Se detiene pero ya es tarde. Nené ha subido al auto. Abre la puerta trasera, por la que ahora suben Felicidad y la vieja, y a la vez sostiene a la mujer que la mira con espanto e intenta zafarse.
—Sosténganla —dice Nené, suelta a la mujer para dejarla en manos de la vieja que sin preguntar obedece la orden.
—Si se quiere bajar dejala —dice Felicidad—, por ahí ellos sí se quieren y nosotros no tenemos por qué meternos.
La mujer logra zafar de la vieja pero no se baja, dice qué quieren, de dónde vienen, una pregunta tras otra, hasta que Nené le abre la puerta y con un gesto le da la opción de bajar.
—Bajá, rápido —le dice.
Desde el auto se escuchan los gritos de las mujeres y frente a ellas permanece, despegada de la oscuridad por las luces del auto, la figura inmóvil y aterrada de un hombre que ya no piensa en lo mismo que pensaba hace un rato.
—No me bajo nada —dice la mujer. Mira al hombre sin aprecio y después a Nené—: Arrancá antes de que vuelva —dice, y traba la puerta de su lado.
Nené enciende el motor. El hombre oye el automóvil y se vuelve para mirar.
—¡Arranca! —grita la mujer.
La vieja aplaude nerviosa, dice dele mujer, y aprieta con firmeza la mano de Felicidad que con espanto mira al hombre que se acerca. Con dos ruedas laterales fuera de la ruta, el auto patina sobre el barro. Nené mueve el volante sin control y por un momento los faros del coche iluminan el campo. Pero lo que se ve entonces no es justamente el campo: la luz del auto se pierde en la inmensidad de la noche pero alcanza para diferenciar en la oscuridad la masa descomunal de centenares y centenares de mujeres que corren hacia el auto, o mejor dicho hacia el hombre que, entre ellas y la multitud, aguarda inmóvil su llegada como se espera la muerte.
Una patada de la mujer sobre el pie de Nené activa el acelerador y, con la imagen de las mujeres ya sobre el hombre, Nené logra regresar el auto a la ruta. El motor esconde los gritos y las burlas y pronto todo es silencio y oscuridad.
La mujer se acomoda en el asiento.
—Nunca lo quise —dice la mujer—, cuando se bajó pensé en tomar el volante y dejarlo en la ruta, pero no sé, el instinto maternal…
Ninguna de las mujeres le presta atención. Todas, incluso ella ahora, prefieren ver el pequeño espacio de la ruta que dibujan las luces y permanecer en silencio. Es entonces cuando sucede.
—No puede ser —dice Nené.
Frente a ellas, a lo lejos, el horizonte comienza a iluminarse de pequeños pares de luces blancas.
—¿Qué? —dice la vieja—. ¿Qué pasa?
La mujer permanece en silencio y cada tanto mira a Nené, como esperando de ella la respuesta.
Los pares de luces crecen, avanzan rápido hacia ellas. Felicidad se asoma entre los asientos delanteros.
—Vuelven —dice, sonríe y mira a Nené.
En la ruta Nené contempla los primeros pares de luces que ya como autos pasan junto a ellas y los otros tantos que se van acercando. Enciende un cigarrillo y advierte tras su asiento los movimientos alegres de Felicidad.
—Son ellos —dice Felicidad—, se arrepintieron y vuelven a buscarlas.
—No —dice Nené, suelta una bocanada de humo y agrega—: vuelven por él.”

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