LIBRE POR DEFUNCIÓN
Diario de Lecumberri
Álvaro Mutis
Esta mañana vinieron
a contarme que «Palitos» había muerto. Lo apuñalearon en su crujía a la
madrugada. Como sabían que venía a verme y a conversar conmigo, y a sus
compañeros les contaba que yo era su «generalazo» y que era «muy jalador» —en
esto aludía a la facilidad con que lograba convencerme de sus complicados
negocios de leche, café y cigarrillos—, algunos de ellos vinieron a traerme la
noticia. Fui a verlo por la tarde al estrecho cuartucho que en la enfermería
usan como anfiteatro. Sobre una losa de granito estaba «Palitos». Su cuerpo
desnudo se estiraba sobre la lisa superficie en un gesto de vaga incomodidad,
de insostenible rigidez, como hurtando el frío contacto de la piedra. Debajo, a
sus pies, estaba el atado con sus ropas de preso, el uniforme azul, celeste ya
por el uso, su cuartelera, sus botas de fajinero, y sobre la ajada página de
una revista deportiva, sus objetos personales: una jeringa hipodérmica
remendada con cáñamo y cera, una pequeña navaja, un retrato de Aceves Mejía con
una dedicatoria impresa, un lápiz despuntado y una arrugada cajetilla de
cigarrillos, casi vacía. Me quedé mirándolo largo rato mientras un rojizo rayo
de sol, tamizado por entre el polvo de Texcoco que flota en la tarde, se
paseaba por la tensa piel de su delgado cuerpo al que las drogas, el hambre y
el miedo habían dado una especial transparencia, una cierta limpieza, un trazo
neto y sencillo que me hizo recordar el cuerpo de esos santos que se conservan
debajo de los altares de algunas iglesias, en cajas de cristal con polvosas
molduras doradas. Allí estaba «Palitos», más joven aún de lo que pareciera en
vida, casi un niño. Libre ya de la desordenada angustia de sus días y del
uniforme que le quedaba grande y le hacía ver más desdichado, mostraba en la
desnudez de su cadáver cierto secreto testimonio de su ser que en vida no le
fuera dado transmitir y cuya expresión buscara acaso por los caminos de la
heroína en los cuales se perdiera irremediablemente. La boca le había quedado
semiabierta, en un gesto parecido al de los asmáticos que buscan afanosamente
el aire; pero al mirarle de cerca se advertía un repliegue del labio superior
que descubría una parte de sus dientes. Una mezcla de sonrisa y sollozo semejante
al espasmo del placer. En el costado izquierdo mostraba una herida de gruesos
labios por la que todavía manaba un hilillo de sangre negra con la consistencia
del asfalto. A los pocos días de mi llegada había aparecido de repente en mi
celda con la mirada desencajada y un leve temblor en todo el cuerpo, como el
que precede a la fiebre. Me explicó que estaba dispuesto a lavar mi ropa, a
limpiarme el calzado, a ir a la tienda por café, y así siguió ofreciéndome una
lista de servicios con la presurosa angustia de quien transmite un santo y seña
o comunica un mensaje urgente. No se esperó a que yo le pidiera nada y, al
verme dudar, desapareció como había entrado, dejando el eco de sus atropelladas
palabras. «A ése téngale cuidado, compañero. Se llama “Palitos” y siempre está
tramando alguna chingadera», me dijo alguno. No me ocupé en pedir más detalles
y ya lo había olvidado por completo cuando volvió a aparecer de repente en
medio de mi siesta: «Mi jefecito, le hacen falta unas cortinas para la ventana.
Tengo un cuate que me vende unas retebaratas… a ver si las compra ¿no?». «¿En
cuánto?», le pregunté. «Siete pesos, mi estimado. ¿Se las traigo?». Le di un
billete de diez pesos y salió corriendo. No volvió en varios días. Le comenté
el asunto a un compañero ducho en la vida diaria del penal. «Pero a quién se le
ocurre ir a darle diez pesos y tragarse esa historia ele las cortinas. ¿No sabe
que “Palitos” necesita reunir cada día cerca de 16 pesos para comprar su droga
y para ello se vale de cuanta argucia pueda imaginar su mente de hábil
ratero?». Recordé entonces la mirada acuosa y vaga de sus grandes ojos
asombrados por la urgencia ele la droga, el temblor que le recorría el cuerpo,
la atropellada rapidez con que hablaba, como quien libra una carrera contra el
tiempo, que se va cerrando implacable sobre el débil ser que pide a gritos esa
segunda vida, sin la cual no puede existir. Algunas semanas más tarde volvió
«Palitos» a visitarme. Había encontrado una mina inexplotada de ingenuidad y ni
siquiera se molestó en explicarme lo sucedido con los diez pesos. Debía tener
ya una dosis de heroína que le permitía actuar con relativa tranquilidad y le
daba al mismo tiempo cierta disposición comunicativa de quien quiere conversar
mientras le llega el sueño. Fue entonces cuando me contó su vida y nos hicimos
amigos. No recordaba a su madre ni tenía la más remota idea de cómo había sido
ni quién era. Su primer recuerdo eran las noches que pasaba debajo de una mesa
de billar en un café de chinos. Allí dormía envuelto en periódicos recogidos en
las calles y a la salida de los cines. Según él, tenía entonces seis años. A
los ocho cuidaba un puesto de periódicos y revistas en Reforma, mientras el
dueño iba a almorzar y a comer. Fue entonces cuando fumó por primera vez
marihuana: «Me quitaba el hambre y me hacía sentir muy contento y muy valedor».
A los once fumaba ya seis cigarrillos diarios. Por ese tiempo entró a formar
parte de una banda de carteristas que operaba en Madero y 5 de Mayo. Para
«trabajar» necesitaba estar «grifo» y, a buena cuenta de los cigarrillos que se
fumaba, servía a sus jefes con una habilidad y una rapidez que bien pronto le
dieron fama. Un día cayó en una redada. Lo llevaron a la delegación de policía
y allí lo examinó el médico. «Intoxicación aguda por narcóticos» fue el
dictamen, y lo llevaron a un reformatorio de menores. De allí se escapó a los
pocos meses y, escondido en un vagón de carga del ferrocarril, fue a dar a
Tijuana. Tijuana es la frontera. El paraíso de los narcotraficantes y los
tahúres, el vasto burdel que opera día y noche al ruido ensordecedor de las
sinfonolas y bajo las luces de mil avisos de neón. Tijuana es el absceso de
fijación que hace posible el trabajo ordenado del resto de la rica región
californiana y que permite que millones de americanos vayan a desahogar allí la
tensión luterana de su conciencia y a probar los nefandos pecados cuyas
maravillas les hacen adivinar los furiosos sermones de sus pastores. «Palitos»,
por un ordenado azar de la vida, había caído en el justo medio donde podía
consumirse con mayor y más eficaz rapidez. Allí conoció a una mujer —«mi jefa»—
que lo usaba como cebo para los turistas interesados en «something special» al
tiempo que como amante ocasional, cuando los dos caían semanas enteras en la
ardua excitación de la heroína, de la que se sale como de una profunda
zambullida. Ella fue la que le hizo probar el opio. Y aquí era de ver la mirada
espantada de «Palitos» al recordar las pesadillas que le produjeran las
primeras pipas. Tal como él lo narraba, parece que el poder de excitación del
opio superaba su breve bagaje de imaginaciones y recuerdos sensoriales y, en
lugar de proporcionarle placer alguno, le llenaba el sueño de pavorosos
monstruos que lo agobiaban en el terror primario de lo desconocido, y le arrastraban
los sentidos hacia comarcas tan lejanas de toda posibilidad de comparación con
su mezquina experiencia, que, en lugar de ensancharle el territorio del ensueño
se lo distorsionaban atrozmente. No resistió mucho tiempo y tuvo que dejar el
opio y con él a su «jefa», de la cual se llevó algunas cosas que fueron a parar
a la tienda de empeño. Al regresar a México volvió a entablar amistad con los
carteristas, pero ya traía el prestigio de su viaje y el que le diera entre sus
antiguos conocidos el haber vivido en Tijuana. Ya no trabajaba a cambio de
droga. Cobraba en efectivo y compraba todas las dosis que le hacían falta. Sin
ella no podía trabajar. Con ella adquiría una coordinación de movimientos y una
velocidad de imaginación que lo hacían prácticamente invulnerable. Hasta cuando
un día planeó el golpe increíble, la jugada maestra. Compró unos pantalones de
paño azul obscuro, una impecable camisa blanca y unos muy respetables zapatos
negros. Se fue a unos baños turcos y de allí salió convertido en un pulcro
muchacho de provincia, en uno de esos hijos consagrados que trabajan desde muy
jóvenes para ayudar a sus padres y pagar el colegio de sus hermanas. La
ascética expresión de su rostro le servía a la maravilla para completar el
papel. Consiguió un maletín de esos que usan los agentes viajeros para guardar
y exhibir las muestras de su mercancía, y con él en la mano entró a la más
lujosa joyería de Madero. Esperó unos momentos a que el público se
familiarizara con su presencia y, de pronto, con serenidad absoluta y seguros
ademanes, comenzó a desocupar una vitrina del mostrador. Brazaletes de
diamantes, relojes de montura de platino, anillos de esmeraldas, aderezos de
zafiros, todo iba a parar al maletín de «Palitos». Nadie sospechó algo anormal,
todos creyeron que se trataba de renovar el muestrario de la vitrina y los
empleados pensaron que sería un nuevo muchacho puesto a prueba por la gerencia.
Cuando llenó su maletín, «Palitos» lo cerró cuidadosamente y se dirigió hacia
la puerta con paso firme y tranquilo. En ese momento entraba el gerente de la
firma, y por rara intuición que tienen los dueños de tales negocios cuando algo
marcha mal, se lanzó sobre «Palitos», le arrebató la maleta y lo puso en manos
del detective de la joyería. Al hacer inventario del botín se calculó que valía
cerca de tres millones de pesos… «Yo ya tenía la transa para venderlo todo por
cinco mil pesos… Droga para dos meses, mi jefecito. ¡Me amolaron regacho!».
Cuando llegó a Lecumberri y pasó por el examen médico, fue asignado a la crujía
«F», la de los adictos a las drogas. Y allí esperaba el resultado de su proceso
desde hacía tres años, durante los cuales se asimiló tan perfectamente a la
vida de la crujía que, aunque le hubieran dejado libre, se habría ingeniado de
manera de «echarse otro juzgado» para seguir allí. Su delirante rutina
comenzaba a las seis de la mañana. Vendía el pan del desayuno y la mitad del
atole y con esto comenzaba a reunir la suma necesaria para proveerse de droga.
Todas las malicias de la picaresca, todos los vericuetos de la astucia, todas
las mañas en un esfuerzo gigantesco para lograr esa suma. Sin embargo, nunca le
faltó «su mota y su tecata», que son los nombres que en Lecumberri se les da a
la marihuana y a la heroína. Últimamente había logrado la productiva amistad de
un afeminado «cacarizo» —como se llama a los presos que gozan de especiales
prerrogativas a cambio de trabajos en las oficinas del penal— que le pagaba
suntuosamente sus favores. En una riña causada por los celos de su protector,
le habían dado esta mañana una certera puñalada en el corazón, en plena fila y
mientras pasaban lista en la crujía. Se fue escurriendo ante los guardias que
miraban asombrados el surtidor de sangre que le salía del pecho con intensidad
que decrecía desmayadamente a medida que la vida se le escapaba en sombras que
cruzaban su rostro de mártir cristiano. Ahora, allí tendido, me recordó un
legionario del Greco. La dignidad de su pálido cadáver color marfil antiguo y
la mueca sensual de su boca, resumían con severa hermosura la milenaria
«condición humana». Al tobillo le habían amarrado una etiqueta, como esas que
ponen a los bolsos y carteras de mano de los viajeros de avión, en la cual
estaba escrito a máquina: «Antonio Carvajal, o Pedro Moreno, o Manuel Cárdenas,
alias: “Palitos”. Edad 22 años». Y debajo, en letras rojas subrayadas: «Libre
por defunción».
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