Ana
María (1960)
José
Donoso
1
“¡Qué
raro que dejen a una niñita tan chica sola en un jardín tan grande!”,
pensó el viejo, enjugándose el sudor del rostro con un pañuelo que después
repuso en el bolsillo de su raída chaqueta.
La niña era, en realidad, pequeñísima, llegaría apenas a los tres años, y era
como una molécula que flotara un instante, desapareciendo luego, entre los
troncos de los castaños y los nogales, allá en el fondo de la perspectiva azul
vertida por el follaje. Los ojos del viejo buscaron a la niñita: parecía que el
desorden vegetal la hubiera devorado, ese silencio cuyos únicos pobladores eran
el zumbido de los insectos y el filo de una acequia extraviada entre las
champas de maleza y las zarzas. El hombre se inquietó un momento al no
divisarla. Pronto, sin embargo, sus ojos encontraron a la pequeña figura
agazapada en un charco de flores amarillas que en lo más espeso de las sombras
falsificaba un trozo de sol. Entonces el viejo suspiró con alivio, murmurando:
—¡Pobrecita...!
Se sentó bajo el sauce que desde una esquina de la propiedad sombreaba la
acera. Con ramas secas fue haciendo un fuego minúsculo, donde puso a calentar
su té en un tarrico. Sacó un pedazo de pan, tomates, una cebolla y comió,
pensando que era raro no haber visto antes a la niñita. Siempre había creído
desierto ese predio cercado por alambres de púas, aunque a veces le pareciera
descubrir entre los árboles del fondo una casa construida como para mientras,
pequeña e indigna de su emplazamiento. Había escudriñado el jardín en más de
una ocasión extrañándose de no ver jamás a nadie. Después dejó de extrañarse.
Todos los días acudía a almorzar bajo el sauce y a dormitar un poco junto a esa
isla de verdor, lo único vegetado del barrio. Y a las dos de la tarde volvía a
la construcción donde trabajaba, dos cuadras más allá por la calle en que casi
todos los sitios permanecían sin casas aún y secos.
El hombre se tendió boca abajo junto al alambrado. Protegido del calor brutal
del mediodía, escuchaba el correr de la acequia, y atento al levísimo agitarse
de las hojas, vigilaba el jardín. A lo lejos, quizá brotaba espontáneamente
como parte de la vegetación, vio a la niña: diminuta y casi desnuda, se hallaba
de pie cerca de un tronco voluminoso que una enredadera de rosas rojas trepaba
con una urgencia casi animal. Estuvo observándola un rato: cómo en sus juegos
se escabullía entre los matorrales, cómo se alejaba de pronto, cómo una sombra
especialmente densa diluía el pequeño cuerpo blanco. Más tarde el hombre limpió
su tarrito, y después de pisotear lo que quedaba de fuego, regresó al trabajo.
Al terminar la faena del día, el viejo no partió con el grupo de obreros que se
adelantaron riendo y cimbrando sus bolsones llenos de ropa. Se rezagó con el
fin de detenerse ante el jardín por si veía a la niñita. Pero no la vio.
Al anochecer se sentó a fumar a la puerta de la choza donde vivía, en el confín
opuesto de la ciudad. Su mujer, en cuclillas a la entrada, soplaba sobre un
brasero en el que iba a poner una cacerola en cuanto los carbones enrojecieran.
El viejo no sabía si decírselo o no. En treinta o más años de casado, nunca
llegó a comprender qué cosas era posible decirle a su mujer sin enojarla...,
aunque en realidad hacía largo tiempo que era indiferente a los enojos de su
mujer. Entonces le dijo que había visto a una niñita muy chica, sola en un
jardín muy grande.
—¿Sola? —por un instante algunos surcos suavizaron el rostro de la mujer.
—Y era rubiecita... —agregó el hombre en voz baja.
Al oír el tono de su marido la dureza volvió a encerrar el rostro de la mujer,
y sopló con fuerza sobre el brasero, de modo que una cola de chispas estalló en
la noche miserable. Después entró a buscar la cacerola, segura, ahora más que
nunca, del desprecio del hombre. Esta era, sin duda, la hora aguardada desde
siempre, cuando el hombre, fatigado de odiar en silencio su fracaso como mujer,
la llamaría “mula”. “La Mula”, como le decían orgullosas las comadres de la
población, que agobiadas bajo la necesidad de alimentar innumerables hijos
esquivaron siempre todo trato con la mujer, por agria y silenciosa. A lo largo
de los años se había ocultado en una nube de malhumor y desolación en espera
del momento de retirarse para ceder su sitio a otra que lo mereciera más. En un
comienzo, cuando siquiera algo de juventud les quedaba, el hombre le tuvo un
poco de lástima. Pero después ya era demasiado difícil llegar a ella. Y al
envejecer se había acumulado tanta distancia entre ambos, que quedó una acritud
casi muda como única relación tangible y positiva.
Esa noche la mujer sirvió de mal modo el plato de sopa a su marido. Él cuchareó
sin pensar esta vez que era la misma sopa de siempre, la que nunca en todos sus
años de casado llegó a gustarle. Luego se acostaron. La mujer solía moverse y
hablar tanto mientras dormía, que a menudo al hombre le era difícil conciliar
el sueño. Pero a veces se quedaba tensa, despierta largas horas, y entonces no
se movía. la noche en que el hombre le dijo que había visto a una niñita muy
chica, sola en un jardín muy grande, la mujer permaneció muda, tranquila, como
si aguardara.
Todos los días, a la hora del almuerzo, el hombre se tendía en la acera
sombreada por el sauce, cerca del alambrado, mirando el jardín. A veces divisaba
a la niñita, lejos, casi desnuda, siempre sola, flotando en esa isla de luz
vegetal. Pero otras veces no lograba verla porque se dormía, tan endeble era su
vejez bajo el calor y el trabajo de la jornada. Como no tenía a nadie con quien
comentarlo, sucedió que varias veces dijo alguna cosa sobre la niñita a su
mujer, cuyo espíritu se fue encogiendo más y más, hasta que ya no hubo ni
siquiera acritud entre ellos.
Un día el hombre despertó sobresaltado bajo el sauce. Escudriñó la espesura del
jardín sin ver a nadie. Pero de pronto, detrás del alambrado, donde la sombra
de un arbusto pesaba más, vio dos ojos inmensos, hondos, claros, mirándolo
fijamente desde la oscuridad. El temor lo despabiló.
Eran los ojos de la niñita. Su cuerpo se
fue desprendiendo de los reflejos verdes de las hojas. El hombre, avergonzado,
como si hiciera algo malo al dormir bajo un sauce de propiedad ajena, comenzó a
ponerse de pie para marcharse. Pero antes que lograra hacerlo, la niñita se
había acercado al alambrado, exclamando:
—¡Mi amó...!
Todo el asombro que yacía inutilizado en el viejo, sonrió.
—¡Dindo...!
Los ojos de la niñita eran tan grandes y claros que parecían fosforecer en el
pequeño rostro cercado por una chasquilla rubia. Ambos quedaron mirándose
inmóviles. Luego el hombre preguntó:
—¿Cómo se llama, señorita?
Ella no comprendió inmediatamente y el hombre tuvo que repetir la pregunta.
Esta vez la niña respondió, sonriéndole:
—Ana María...
No pudiendo resistir, el anciano introdujo una mano entre los alambres para
acariciar el cabello de Ana María. Ella se puso seria, como si meditara.
Después, riendo, lo miró derecho a los ojos borroneados por el asombro y le
mostró una bolsa que llevaba colgada al brazo. Exclamó:
—¡Cateda..., catedita!
—¡Qué linda la cartera de la señorita!
—¡Dinda! ¡Dinda tú, mi amó! —exclamó Ana María.
Y, alejándose de los alambres, casi disuelta por las sombras de las hojas,
agitó una mano despidiéndose del viejo. Entonces se perdió entre los matorrales
del jardín.
“¡Pobrecita!”, se dijo el hombre.
Esa noche le contó a su mujer que la niñita se llamaba Ana María. No le dijo
nada más. Pero el cuerpo de la mujer se encorvó salvajemente humillado sobre el
fuego donde hervía la ropa. Más tarde dijo a su marido que esa noche no había
nada para comer. Pero esto era cosa corriente para el viejo, y se acostó
temprano, porque durmiendo el hambre no se siente. La mujer se acostó en
silencio y muy quieta a su lado.
2
En la casa del fondo del jardín el padre y la madre de Ana María se hallaban
tendidos uno junto al otro en el angosto lecho revuelto. La ficción de luz
subacuática que atravesaba los postigos verdes cerrados caía sobre los cuerpos
brillantes de transpiración, inundando la pequeña alcoba. Un runruneo
persistente de moscas, moscardones, mantenía el aire palpitante, el aire húmedo
con olor a cuerpos exhaustos y a cigarrillos y a sábanas usadas.
El hombre se movió apenas. Pasó una mano por su pecho y su vientre para secar
la transpiración, y al limpiarse la palma en la almohada sucia, hizo una mueca
de asco sin abrir los ojos. Después los entreabrió lentamente, como si el sudor
pesara demasiado sobre sus párpados, y se puso de costado, observando el cuerpo
de su mujer. Era bello, bello y blanco. Demasiado grande y carnoso quizá, pero
bello, y al tocar la sábana el contorno de ese cuerpo era subrayado por un
pliegue de carne pesada y abundante. El hombre sabía que ella dormía sólo a
medias. En su carne alba, donde el cuello se unía al pecho, vio estampado uno
de sus propios cabellos, negro, potente, rizado. Lo extrajo lentamente, dejando
un ligero surco rojizo en el cutis, que fue palideciendo. Después, con gestos
muy livianos, mató varios insectos levísimos y verdes, que, viniendo de la
espesura del jardín, donde todo se propagaba, todo crecía, se hallaban
instalados en la piel de su mujer. Había uno casi invisible en su axila,
descubierta porque dormía con los brazos cruzados detrás de la cabeza: lo
aplastó con una presión intencionada. La mujer sonrió. Él le acarició el vello
de la axila, el revés del brazo, más blanco aún que el resto del cuerpo. La
mujer se volvió hacia el hombre y quedaron abrazados.
Después dormitaron otro poco. Hasta que, abriendo los ojos completamente, el
hombre exclamó:
—¡Son las dos de la tarde! ¡Tengo hambre!
La mujer se estiró, murmurando en medio de un bostezo:
—Creo que no tengo nada que comer...
Los dos bostezaron juntos.
—Vi huevos...
—Es que a la chiquilla ya le di huevos en la mañana.
—¡Bah! ¿Qué importa? —dijo el hombre, dándose una vuelta en la cama y
durmiéndose con una pierna pesada sobre el muslo de su mujer.
Ella se liberó de ese peso, incorporándose un poco. Dejó una mancha de
transpiración en la sábana. Se apoyó en la espalda amplia y dura de su marido y
sus dedos jugaron en los músculos de sus hombros. Pero no. Recapacitando, hizo
un esfuerzo. Tomó una peineta que halló en el suelo junto a la cama, al lado de
la concha llena de cigarrillos a medio fumar, y con un movimiento perito reunió
en lo alto de su nuca sus cabellos húmedos. Luego metió los pies en los zapatos
blancos y sucios de tacones altos, y desnuda se dirigió a la cocina.
En efecto, no había más que huevos en la heladera. Al ver los platos sucios del
desayuno de esa mañana y de la cena de la noche anterior, hizo con los hombros
un gesto de indiferencia y sacó platos limpios para no tener que lavar los
otros. Mientras cocinaba puso la radio, un programa de bailables ruidosos. Iba
llevando el compás de la música con el alto tacón de su zapato. Cimbraba su
cuerpo desnudo a medida que revolvía los huevos.
—Ya me despertaste con tu música —gritó el hombre desde el dormitorio.
—¡Bah! ¡Ya has dormido bastante!
El hombre se levantó. Comenzó a hacer gimnasia frente a un espejo largo. Entre
flexión y flexión, preguntó:
—Oye. ¿Y la chiquilla dónde andará?
—Por ahí... —respondió la mujer— Es domingo, así es que sabe que no puede
molestar...
—Es muy chica para saber que es domingo.
—Pero sabe que no puede molestar cuando tú estás aquí.
La mujer sirvió el plato de su marido y el de su hija. Echó su propia ración en
una taza porque no pudo encontrar otro plato limpio y no se decidió a lavar los
otros. Se puso un peinador, su marido unos calzoncillos, y después de llamar a
Ana María a gritos desde la puerta de la casa, los tres se sentaron a la
pequeña mesa de la sala, donde generalmente comían.
Cuando Ana María vio los huevos, dijo:
—No quielo.
Pero ellos no la escucharon, porque se estaban riendo de los chistes de una
revista ilustrada. Más tarde la mujer vio que Ana María no había comido y que
la estaba mirando fijo con sus enormes ojos claros, tan transparentes. Se
sintió incómoda y le dijo secamente:
—¡Come...!
Ana María miró los huevos y dijo otra vez:
—No quielo...
—Toma pan entonces, y ándate...
Ana María se fue.
—¿Comió esta mañana? —preguntó el hombre.
—Sí, creo que sí. Yo estaba medio atontada, así es que no me di cuenta...
—¿Atontada? ¿Y por qué?
—¿Me preguntas por qué después de todo lo de anoche? ¡Bruto!
Rieron.
—Lava los platos, ligero...
—No pienso. ¿Crees que me casé contigo para ser sirvienta tuya y de la
chiquilla?
Dejando todo revuelto tal como estaba,
volvieron al dormitorio. Después de unos instantes de juegos ambiguos y de
dormitar, el hombre propuso:
—Oye. ¿Vamos al biógrafo esta noche?
—Bueno, pero tenemos que dejar a la chiquilla dormida primero, y con llave.
—Bueno..., como siempre.
—Sí. Pero está tan rara, yo no sé qué le pasará. ¿No te has fijado? A veces la encuentro...,
no sé..., es como si me diera, bueno..., miedo. Fíjate que el otro día cuando
volvimos del biógrafo estaba despierta, se estaba haciendo la dormida no más, y
eso que era como la una de la mañana...
—¿Y? ¿Qué hay con eso?
—No sé, es tan chica.
—No seas tonta. ¿Qué importa? Tiene todo el día para dormir si quiere.
—Siempre ha sido medio rara. Hasta
atrasada para hablar, la encuentro. Fíjate que lo único que le gusta para jugar
es esa bolsa donde le guardo los zapatos..., qué sé yo, qué gracia le encontrará...
Cateda, le dice.
—Mm.., es rara...
—Y hasta un poco pesada a veces cuando me mira fijo con esos ojos como de
animal que tiene. Fíjate que el otro día, no más, estaba durmiendo en la silla
de lona del jardín, tú sabes que el calor me da tanto sueño...
Riendo, la mujer acarició el vello húmedo del pecho de su marido.
—...bueno, y me había quedado dormida. De repente desperté. Lo primero que vi,
no muy cerca, en la sombra del tilo ese que hay, fue a la chiquilla, más bien
los ojos de la chiquilla mirándome como lela desde la sombra. Cuando se dio
cuenta de que yo había despertado, salió corriendo.
—¡Bah! ¡Qué idiota eres! ¿Y eso, qué
tiene?
—No sé, pero es raro. Y el otro día. Fíjate que me había andado rondando toda
la mañana para que la tomara o qué sé yo qué, pero sin decirme nada y sin
acercarse mucho. Pero yo no tenía ganas de hacer nada, estaba como cansada, no
sé...
—¡Cuándo no, la floja!
— ...hasta que por fin la tomé. Entonces comenzó a abrazarme y reírse y a
hacerme tanto cariño, en una forma tan empalagosa, que me dio, no sé..., algo
así como miedo o asco. Pero a veces también es una monada, ah. Y me estaba
diciendo “mi amó” y “dinda”, tú sabes, las primeras cosas que aprendió a decir,
quién sabe dónde, porque tú nunca me las dices...
—¿Nunca? ¿Cómo?
—No. Nunca...
—Pero te digo cosas mejores.
—Bueno, pero no ésas. Bueno, estaba haciéndome cariño en lo mejor y yo de lo
más asustada, cuando, ¿sabes lo que hizo?
—No...
—Me mordió la oreja.
El hombre rio.
—¿Te mordió la oreja? ¿Y cómo sabrá esta diabla que te gusta?
—No seas tonto, no así. No te rías, mira
que no me la mordió nada de despacio. Me la mordió muy fuerte, como si quisiera
rebanármela con esos dientes chiquititos y filudos que tiene. Me dolió tanto
que di un chillido y la solté. Y salió arrancando a toda carrera como si
supiera que había hecho una cosa mala. [...}
3
El viejo continuó yendo a almorzar todos los días bajo el sauce. Ya no era
necesario escudriñar el jardín porque la niñita siempre lo aguardaba junto a
los alambres. De alguna manera parecía adivinar la hora, y si el hombre venía
atrasado, lo miraba con cierta dureza. Pero pronto le sonreía murmurando:
—Mi amó. Dindo...
El viejo, esforzándose, levantaba a Ana María por encima del cerco para
sentarla a su lado. Le permitía encender el fuego para calentar el té. Entonces
comía pan, rara vez un trozo de carne, cebollas y tomates, compartiendo sus
menestras con ella, que siempre parecía hambrienta. [...]
La niña se había sentado junto a él en la
sombra, abriendo de pronto su eterna bolsa, para mostrarle un par de zapatos.
—¡Tatos! ¿Dindo patita?
También traía dentro de la bolsa una cinta chafada, pero reluciente. Con manos
torpes el viejo la ató al cabello rubio de la niña, y ella, ufana, palpó la
rosa de cinta celeste. La niña le mostró también otras cosas, un dado, una caja
de remedios, otra de fósforos, la cabeza trizada de una muñeca. Eso fue lo
último que sacó de la bolsa, como si no quisiera que su amigo la viera, como si
ella misma no quisiera verla. Era una cabeza rubia, mofletuda, de rostro
sensual y complacido.
—¿Y esto? ¿Qué es, señorita?
Los ojos de Ana María de pronto se colmaron de lágrimas, que quedaron
suspendidas en ellos sin caer, magnificándolos prodigiosamente.
—Mala... —murmuró la niña.
—¿Por qué?
Entonces agitó con vehemencia el juguete roto, exclamando:
—Mala, mala, mala...
Y lo lanzó a la espesura del jardín. En ese momento se desbordaron sus ojos y
quedó inmóvil, mirando al viejo, las mejillas anegadas y las pestañas húmedas.
El viejo tomó a Ana María en brazos,
acunando la cabeza sobre su hombro, hasta que amainó el llanto silencioso. Le
limpió las lágrimas con su propio pañuelo. Entonces la niña le dijo,
acariciando con su mano diminuta su rostro surcado sin afeitar:
—Dindo..., dindo, mi amó...
Y después el hombre se marchó contento. [...]
Pasó un tiempo y la construcción donde el viejo trabajaba quedó completa.
Despacharon a los obreros, que pronto encontraron nuevas ocupaciones, pero
nadie quiso dar trabajo a un ser tan endeble como él y viejo. Él comprendió sin
zozobra su situación. En cambio, lo inquietaba pensar en Ana María,
aguardándolo junto al alambrado en el extremo opuesto de la ciudad, para hablar
un rato con él y para que le diera pan y cebolla.
La mujer era lavandera y con eso se mantenían. El viejo estaba seguro de que
ella jamás le iba a echar en cara su ociosidad, a pesar de que su silencio
llegó a adquirir una consistencia casi sólida. Pero la mujer no decía nada
porque no tenía derecho a nada. Sólo lo observaba sentado a la puerta de la
choza, en la mañana, al mediodía, al atardecer, meditando. [...]
Sin embargo, dos o tres veces el hombre fue a ver a la niñita. Le robaba un
pedazo de pan a su mujer y, murmurando entre dientes que iba a buscar trabajo,
salía muy de mañana. La mujer sabía que no era verdad.
El viejo caminaba lentamente, descansando de vez en cuando al lado de algún
árbol en un parque, tomando del suelo alguna hoja de diario para leerla
mientras reposaba. Y cuando se sentía descansado, seguía caminando, lentamente,
hasta atravesar la ciudad entera y llegar al jardín donde Ana Maria lo
aguardaba, a la misma hora de los antiguos almuerzos bajo el sauce. [...]
La mujer no pudo soportar la situación más tiempo. Lo poco que le quedaba de un
mundo que nunca fue abundante y que con los años había mermado más y más,
terminó por derrumbarse. Pasaba los días trabajando duramente, con fiereza,
para matar en sí todo lo que se atreviera a sentir. Pero antes de entregarse
por completo a lo inevitable, algún rescoldo escondido de energía la impulsó a
una determinación.
Un buen día compró un cucurucho de caramelos, y, tomando un autobús, se dirigió
al jardín vecino a la construcción, donde la niñita vivía. Se instaló bajo el sauce.
[...]
De pronto divisó a lo lejos a la niñita chapoteando en la acequia, su cuerpo
blanco herido por los reflejos del agua. Al descubrirla, en el corazón de la
mujer se anudaron el asombro, la mudez, el odio. Se puso de pie junto a los
alambres de púa para que, viéndola desde lejos, Ana María acudiera.
Pero Ana María no la miró. Sin embargo, sacó los pies del agua, y poco a poco,
sin que la mujer supiera cómo, circundando matorrales y zarzas, se fue
acercando al sauce. Pero se mantuvo emboscada a cierta distancia.
Entonces la mujer divisó los ojos hondos, azules, mirándola con dureza desde la
sombra, atrapándola en su claridad hostil. [...]
La mujer comenzó a flaquear. Todo había sido en vano. Todo, siempre, fue en
vano. Como último recurso, le mostró los dulces, diciéndole:
—¿Se sirve un dulce, señorita?
La niña movió la cabeza negativamente. La mujer insistió:
—Están ricos...
—No quielo... —respondió Ana María.
Finalmente, toda la máscara de desolación y del fracaso se desplomó sobre el
rostro de la mujer. Se disponía a partir. En ese momento la niñita avanzó unos
pasos:
—¡Mala!
¡Mala! ¡Mala! -exclamó, mirándola fijo. Y la mujer escapó derrotada.
Cuando llegó a su casa le dijo al viejo
que una familia para la que lavaba le había pedido que se empleara con ellos
puertas adentro, para que no le faltaran casa ni comida. Además, una vecina
deseaba arrendar la mejora en que vivían. Ella iba a partir a la mañana
siguiente. Se quedaron en silencio. Luego, al hombre le pareció que la mujer le
preguntaba desde un rincón del cuarto:
—¿Y tú qué vas a hacer?
—No sé —respondió él, en voz alta.
Y la mujer lo miró extrañada.
Hacía un mes que el hombre no veía a la niñita. Estaba tan viejo, más fatigado
cada hora, que caminar hasta el extremo opuesto de la ciudad le resultaba casi
imposible.
Pero mañana, cuando su mujer ya no existiera, iría a despedirse de la niñita.
Después nada importaba. Quizás lo mejor fuera irse a algún sitio desierto, a un
cerro, por ejemplo, y esperar la noche para morir. Estaba seguro de que con
solo encorvarse en el suelo y desearlo, la muerte vendría.
A la mañana siguiente tomó el último
pedazo de pan y caminó más lentamente que nunca hasta el jardín de Ana María.
Era domingo. La gente que en los parques se refugiaba a la sombra de los
árboles no lo miraba, porque era como si ya no existiera... La niñita lo
aguardaba como de costumbre junto al alambrado. Y tal como la primera vez, lo
agobió el asombro de ver a una niñita tan chica, sola en un jardín tan grande.
«¡Pobrecita!», se dijo, acercándose.
—¡Mi amó! —murmuró la niña al verlo.
La levantó por encima de los alambres, y Ana María lo abrazó y lo besó riendo.
—¡Mi señorita linda! —exclamó el viejo una y otra vez, acariciándola con sus
manos oscuras—. ¿Y su carterita? —murmuró unos momentos más tarde.
El rostro de Ana María se ensombreció repentinamente. Levantó los hombros y
dijo:
—No..., na...
Permanecieron juntos largo rato a la sombra del sauce, hasta que el viejo pensó
que era el momento de irse. La colocó al otro lado de la cerca. Y,
acariciándole la cabeza rubia por entre los alambres, murmuró:
—Adiós, señorita...
Ella lo miró sobresaltada, como si comprendiera todo.
—No, no, mi amó, no... —dijo con los ojos agrandados por las lágrimas.
—Adiós... —repitió él.
Ana María retuvo con fuerza la mano del viejo. Pero de pronto, como si hubiera
ideado un plan, sonrió. Sus lágrimas se secaron y dijo:
—Esperra, esperra..., catedita...
El hombre vio perderse a su amiga entre la vegetación, como si fuera la última
vez que viera a la niñita tan chica, sola, huyendo entre los troncos y los matorrales
del jardín tan grande.
Ana María abrió la puerta de su casa y entró a la sala, murmurando:
—Cateda..., cateda... —buscando por la cocina, en el cuarto, en la alacena.
Pero no la encontró.
Antes de entrar al cuarto de sus padres titubeó un segundo. Pero empujó la
puerta. En la luz verde poblada de zumbidos, la pareja deshizo brutalmente su
nudo, y al ver a la niña, avergonzados y furiosos, se cubrieron a medias con la
sábana. Los ojos de la mujer clavaron a su hija en la puerta.
—¡Chiquilla estúpida! —chilló, incorporándose a medias. [...]
La niña se apoderó de la bolsa y salió corriendo sin mirar a sus padres, que
volvieron a hundirse en el lecho, aliviados, pero incómodos.
Ana María corrió a través del jardín, saltó, voló más bien por encima de la
acequia, exponiéndose a los medallones de luz flotante que caían a través del
boscaje diluyéndolo todo.
El viejo, la aguardaba
junto al alambrado. La niña le dijo:
—Upa, upa...
El viejo la levantó, depositándola a su lado. Temblaba un poco porque era muy
viejo y sabía lo que iba a suceder, y no sabía tantas cosas. Ana María se sentó
en el suelo a su lado y sacó los zapatos de la bolsa. Rogó al hombre:
—Tatos.
Pon patitas...
El viejo se arrodilló para calzarla con manos torpes. Luego se pusieron de pie
bajo el sauce, el anciano encorvado y oscuro junto a la niñita con la bolsa al
brazo. Él la miró como si esperara algo. Entonces Ana María le sonrió como en
los mejores tiempos, desde lo hondo de sus ojos fosforescentes y azules:
—Mi amó —le dijo.
Y tomando al viejo de la mano lo hizo caminar fuera de la sombra del sauce, al
calor brutal del mediodía del verano. Lo iba guiando, llevándoselo, y le decía:
—Mamos..., mamos...
El viejo la siguió.
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