HERNÁN
Abelardo Castillo
Me atrevo a contarlo ahora porque ha
pasado el tiempo y porque Hernán, lo sé, aunque haya hecho muchas cosas
repulsivas en su vida, nunca podrá olvidarse de ella: la ridícula señorita
Eugenia, que un día, con la mano en el pecho, abrió grandes los ojos y salió de
clase llevándose para siempre su figura lamentable de profesora de literatura
que recitaba largamente a Bécquer y, turbada, omitía ciertos párrafos de los
clásicos y en los últimos tiempos miraba de soslayo a Hernán.
Quiero contarlo ahora, de pronto me dio miedo olvidar esta historia. Pero si yo la olvido nadie podrá recordarla, y es necesario que alguien la recuerde, Hernán, que entre el montón de porquerías hechas en tu vida haya siempre un sitio para ésta de hace mucho, de cuando tenías dieciocho años y eras el alumno más brillante de tu división, el que podía demostrar el Teorema de Pitágoras sin haber mirado el libro o ridiculizar a los pobres diablos como el señor Teodoro o hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia que guardaba violetas aplastadas en las páginas de Rimas y leyendas y olía a alcanfor.
–Yo –dijo pausadamente– soy Hernán.
–Este Hernán es un degenerado.
Te admiraban, Hernán.
–Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da por pintarse.
Porque, de pronto, la señorita Eugenia que leía a Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un color azulado, y la boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas acerca de la edad, la edad que cada uno tiene, la de su espíritu, y que ella en el fondo era mucho más juvenil que esas muchachas que andan por ahí, tontamente, con la cabeza loca y lo que es peor –esto lo dijo mirando a Hernán de un modo tan extraño que me dio asco–, lo que es peor, con el corazón vacío.
–A que sí.
Ya no recuerdo con quién fue la apuesta,
recuerdo en cambio que pocos días antes del 21 de septiembre surgió, repentina
y gratuita, como un lamparón de crueldad. Y fue aceptada de inmediato, en medio
de ese regocijo feroz de los que necesitan embrutecer sus sentimientos a
cualquier costo porque después, más adelante, está la vida, que selecciona sólo
a los más aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como Hernán, aquel
Hernán brillante de dieciocho años que podía demostrar teoremas sin mirar el
libro o componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que
se atrevería –como realmente se atrevió la tarde en que, apretando como un
trofeo aquella cosa, esa especie de escapulario entre los dedos, pasó delante
de todos y fue lentamente hacia el pizarrón–, porque los que son como vos,
Hernán, nacieron para dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.
–A que no.
–Qué apostamos –dijo Hernán, y aseguró que pasaría delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente, hacia el pizarrón–. Para que aprenda a no ser vieja loca –dijo.
Pero antes de la apuesta habían pasado muchas cosas, y yo ahora necesito recordarlas para que Hernán no las olvide. Hubo, por ejemplo, lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer año había venido siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer versos o acumular hipérboles deslumbradoras en un escrito de Historia. Pero aquella primera carta (a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más precisas, exigentes, hasta que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita Eugenia apareció por fin la primera respuesta, escrita con su letra pequeña, redonda, adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre la i) fue una obra maestra de maldad. Yo sé de qué modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento escribiste durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé entre las páginas de las Lecciones de Literatura Americana un segundo antes de que el inequívoco perfume entrase en el aula, ese vaho a laurel cuyo origen era una bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia, junto al crucifijo con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen los de ella.
No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora, lo sé, y hasta trató de que ella no tomase el libro. La mujer, extrañada, levantó el papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba por favor, lea usted esto, y después de unos segundos se llevó temblando la mano a la cara; pero en los días que siguieron, cuando encontraba sobre el escritorio los papeles doblados en cuatro pliegues, ya no se turbaba, y entonces empezó a decir aquellas insensateces vulgares acerca de la edad, y del amor, hasta que el propio Hernán se asustó un poco. Sí, porque al principio fue como un juego, tortuoso, procaz, pero en algún momento todo se volvió real y, una tarde, estaba hecha la apuesta:
–Delante de todos, en el pizarrón –dijo Hernán.
–Préstame las llaves del coche.
Y me fueron prestadas, con sonrisa cómplice, y cuando yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí que alguien pronunciaba mi nombre:
–Hernán.
–Qué quieren –pregunté.
Como me acuerdo de todo lo que ocurrió esa tarde, en los
galpones, contra un casco medio calafatear, y de todo lo que ocurrió al
otro día, en el Nacional, cuando ante la admirada perplejidad de cuarenta
muchachones yo caminé lentamente hacia el pizarrón apretando entre los dedos
esa cosa, esa especie de escapulario, como un trofeo. Y me acuerdo de la mirada
de la señorita Eugenia al entrar en la clase, de sus ojos pintados
ridículamente de azul que se abrieron espantados, dolorosos, como de loca, y se
clavaron en mí sin comprender, porque ahí, en la pizarra, había quedado colgada,
balanceándose todavía, una bolsita blanca de alcanfor.
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