GOLEM
Imaginaron
que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro.
Jorge Luis Borges, “Los teólogos”
Cuando estaba por
concluir el año académico le llegó al fin el envío, la probeta sellada en que
latía Foucault, esa posibilidad de una réplica con sus mismas señas, los mismos
circuitos neuronales, todo igual a él pero renovado, sin el uso intensivo que él
le había dado a sus neuronas en los últimos años. Era un tipo de clon recién
desarrollado por Trans-RVU, con gran capacidad de absorber conocimientos, al
cual vio florecer con delectación en el container adjunto, verificando en su rostro
el mismo aire altanero de su rostro. El nombre que le dio —Foucault, como el
del gran pensador francés— provocó cierto resquemor entre sus colegas y con
mayor razón su anuncio de que, en tanto el reglamento de la facultad no lo
impedía, y puesto que estaba sobrecargado de trabajo pendiente, Foucault haría
algunas de sus clases por él. Incluso el decano se sumó entonces a los
comentarios sotto voce sobre el nombre escogido. Demasiado ampuloso, decían
todos, pretencioso por decir lo menos.
—Mira que Foucault
era un tipo serio —le advirtió su vecino de oficina—. No es cosa de andar ahora
manoseando su memoria, ¿o sí?
Mittelman adivinó que
el problema no era el nombre, sino su anuncio de utilizar el clon en sus
clases, cuando no anduviera él mismo de ánimo para impartir la lección o
insistir en el universo inmutable de Parménides, el Tractatus de Wittgenstein,
las disquisiciones de Locke o Descartes. Dedujo, como era evidente, una cuota
de envidia en sus colegas, la vieja rivalidad académica porque alguno publicaba
más que el otro o se hacía acreedor al año sabático, o hasta recibía unos
palmoteos adicionales del rector en la cena de fin de año.
A él le dio lo mismo,
estaba dichoso con su adquisición y solo accedió a que, obviamente, en público
y en la facultad se lo denominara Federico Mittelman; en privado seguiría
siendo Foucault. Para sus alumnos del curso de Epistemología sería igual, no
llegarían a advertir la diferencia. Percibirían solo una versión revitalizada
del profesor Mittelman, envuelto aquel semestre en cierto buen humor no
previsto, inhabitual en un solterón como él.
Corroborando su
optimismo, Foucault absorbió en tiempo récord la totalidad de su asignatura en
sus circuitos encefálicos, programados a esos efectos por Trans-RVU y
reforzados con el nuevo synaptal, un factor bioquímico sumamente oneroso que
debía darle a beber cada noche para multiplicar al infinito las asociaciones
abstractas del clon, sus intuiciones deslumbrantes, luego de preparar la
solución y balancear con sumo cuidado sus componentes. Según las advertencias
de Trans-RVU, cualquier cambio reiterado en las proporciones disminuiría de
manera irreparable las aptitudes del clon. Mittelman hasta había considerado,
al principio, la opción de aplicarse él mismo el synpatal y renovar sus propias
conexiones neuronales, pero el ejecutivo de Trans-RVU le advirtió alarmado del
daño irreversible que semejante aluvión de potasio podía provocar de manera
paradójica en un cerebro humano.
—¿Por qué paradójico?
—inquirió Mittelman.
—A las réplicas las
potencia —le explicó el ejecutivo—. A usted lo convertirá en un mono.
El apacible Foucault
era un prodigio, capaz de integrar por igual en la telaraña de sus neuronas a
Heidegger, Sun Tzé y Derrida, y cuando largó el nuevo semestre lo envió al fin
a sus clases. Sus alumnos no advirtieron la diferencia, era exactamente igual a
él, se vestía y peinaba como él, ambos con un vago parecido a Salvador Dalí, y
hacía los mismos chistes, adoptaba las mismas poses grandilocuentes cuando le
tocaba hablar de Sartre o Camus, se paraba frente a los ventanales con la vista
perdida en lontananza –esa lontananza escasa de edificios grisáceos que
circundaban la facultad– y escrutaba el cosmos con aire transcendente, como
hacía Santo Tomás antes de irse a comer. Mittelman comprobó en consultas
frecuentes a su ayudante –un tal Willie Sandoval, nombre que a Mittelman le
parecía más apropiado a un cantor de salsa– que Foucault no se salía del
libreto y lo hacía igualito a él en el aula.
—Casi mejor que
usted, a veces —añadió Willie en cierta ocasión.
Él evitó por dignidad
pedirle que fuera más explícito, pero esa frase ambigua lo dejó pensando,
vagamente abatido, parado hasta que oscureció al centro del living. Su living
repleto de antiguallas y óleos campestres, donde solo estaba de vez cuando la
señora de la limpieza pasando el plumero por el busto de Wagner o una
reproducción menor de Watteau.
Al volver Foucault de
la universidad, lo invitó a un whisky.
—¿Y? —preguntó
tendiéndole el Ballantine’s recién servido—. ¿Cómo va todo?
—Bien —dijo Foucault
con simpleza.
—¿Eso nada más? ¿Bien
apenas?
Foucault se lo quedó
mirando.
—¿Qué desea saber?
Tenía los ojos
penetrantes y la expresión un poco desquiciada que Mittelman veía en su propio
rostro cada día, al afeitarse, cuando solo se dejaba intocado el bigotito a lo
Dalí.
—No sé —replicó—.
¿Quizá acerca de su relación precisa con los estudiantes? ¿O el ambiente en el
aula? Tantas cosas, ¿no?
—No sé si sean tantas
—concluyó la réplica, examinando los cubitos al fondo de su vaso—. Ni si haya
tanto que comentar. Uno dicta su clase, repite lo que sabe. Los estudiantes lo
escuchan y digieren en el mejor de los casos, sin aportar mucho.
—Es cierto —coincidió
él—. No son demasiado activos los chicos de hoy.
—Muy poco activos
–precisó Foucault–. Siempre me pregunto si habrá algo detrás de esas máscaras
inmutables, detrás de esos rostros inconmovibles en cada clase…
Mittelman asintió
intrigado. Le llamó la atención esa retórica ampulosa, eso de «uno dicta su
clase, repite lo que sabe». No le parecía que hubiera pasado tanto tiempo para
justificar ese aire rutinario, ese hastío temprano ante su labor.
—Los rostros
inmutables, es cierto –repitió pensativo y por seguirle el hilo—. Yo me
pregunto lo mismo, si hay vida detrás de esas caras indolentes.
—Es un poco enervante,
¿no? —el clon.
A él comenzó a
enervarlo esa actitud fatigada. Si alguien tenía derecho a quejarse era él, a
cargo de la cátedra de Epistemología desde hacía años, y él no se quejaba, no
sin motivo al menos.
—Pero no es culpa de
ellos —añadió sorpresivamente Foucault, mirándose las uñas de la mano libre.
—–¿Por qué?
—Su pasividad. No es
culpa de ellos.
—¿Y de quién si no?
—Posiblemente de lo
poco que se les ofrece, ¿no? Se pasa uno la vida repitiendo los mismos
conceptos, las mismas premisas cada semestre. Es poco probable que esos chicos
descubran algo nuevo en todo ello, que vibren con lo que uno viene
reiterándoles majaderamente desde hace años.
—Pero son cosas muy
sensatas, ¿no? —se justificó Mittelman—. Esas que viene uno reiterando desde
hace años, premisas bien asentadas…
—La veracidad de una
premisa es algo complejo, Federico, usted lo sabe —su doble se bebió de un
trago lo que le quedaba del whisky; a Mittelman le sorprendió no tanto ese
trato más familiar, sino el matiz taxativo de la frase—. De hecho, puede uno
repetir tanto una idea falsa que al final empieza a parecer verdadera y puede
vendérsela a esos chicos. En el proceso, su cabeza, la de esos chicos, se va
vaciando de todo elemento útil. Solo les queda la boca entreabierta, esa mirada
de borregos en cada clase.
Mittelman quedó,
ahora sí, ofendido a nombre de los borregos. Sus borregos:
—En todo caso, se ha
ceñido usted a los temas de mi programa, supongo.
—Por cierto —dijo
Foucault—. Ese es el problema, precisamente…
Mittelman estuvo de
nuevo a un paso de alterarse, pero Foucault no le dio oportunidad:
—Bien, si no le
importa, maestro, quisiera ir a reponerme y cargar pilas para mañana.
El trato de «maestro»
consiguió aquietar momentáneamente a Mittelman, y lo dejó marchar sin más preguntas.
Ya en su cama,
intentó retomar la novela de Evelyn Waugh con que se distraía desde hacía dos
noches, pero no consiguió avanzar más de dos páginas. Se descubrió rumiando en
su fuero íntimo la última frase de Foucault: «Ese es el problema, precisamente…».
¿Su programa era el problema? Eso que había enumerado con infinita paciencia
durante veinte años de impartir la cátedra… ¿el problema? Sintió ganas de ir a
sacudirlo un poco en su container y exigirle que le aclarara el punto, pero
estaría ya dormido y regenerando sus circuitos mentales, dejando que el
synaptal —que él mismo le dejaba preparado cada noche para que lo tomara por
vía oral— penetrara alegremente en su encéfalo. Mejor optó por una opción
pacífica y resolvió esperar, seguir intentándolo con Evelyn Waugh, dormirse
irritado. Olvidarse, en suma, del asunto.
Con todo, las
discrepancias arreciaron en días posteriores, cuando cenaban juntos o Mittelman
insistía en un whisky al atardecer. Si él mismo daba muestras de su antigua
devoción por Parménides, Foucault exaltaba con pasión a Heráclito, Mittelman a
favor de una escenografía universal inmutable, el clon insistiendo en ese río
en que nadie se baña dos veces, por más que lo pretenda. Si él aludía a
Rousseau y su idea de la bondad natural del hombre, Foucault mencionaba a
Hobbes y sus lobos, homo homini lupus. Si él aplaudía las nociones
tan cuerdas del materialismo filosófico y sostenía que el mundo existía por sí
mismo, su clon se mostraba afín a Descartes y Hume y un mundo que emanaba de
nosotros, con nuestra conciencia suscitándolo. Punto en que Mittelman tomaba
impaciente una naranja del frutero y la enarbolaba ante las narices de su
huésped («¿hay algo más real que esto, le parece a usted…?»), un gesto que a
Foucault distaba con mucho de parecerle un argumento concluyente, como no se lo
había parecido antes a Descartes ni a Hume.
—La realidad es como
una cebolla, Federico —le respondía sin alterarse—. La pela usted en busca de
su esencia, capa por capa, pero al final se queda sin nada, con apenas su olor…
Mittelman meditaba
unos segundos.
—Ya, pero igual debe
ir a lavarse después las manos, ¡para expurgar el olor! —concluía rabioso.
Él mismo se
restringía a un único y fatigado argumento; el clon desplegaba tres, cuatro
razones en cascada, una detrás de otra, todas muy convincentes. El synaptal
obraba milagros. De nuevo se lamentó de que la misma sustancia provocara
efectos paradójicos y opuestos en el cerebro humano no clonado.
Afuera cundía el
mundo en sus sinsabores más recientes, las migraciones cada vez más frecuentes
al hemisferio sur y el planeta recalentándose otro poco. Al cabo de unos días
decidió averiguar de nuevo con Willie Sandoval si sus colegas persistían en sus
quejas contra el uso de Foucault.
—Les molestaba al
principio —le explicó Willie por teléfono—. Ahora no.
—¿Y eso por qué?
—Les cae muy bien.
—¿Foucault? ¿A mis
colegas…?
—A sus colegas y los
estudiantes. Dicen que está cada día más ameno. ¡Hasta lo encuentran más justo
al calificarlos! Se preguntan qué fue del antiguo profesor Mittelman y por qué
andará tan relajado este semestre.
La buena nueva lo
dejó peor que antes. A la espera de que volviera Foucault, se quedó
contemplando un rato el patio trasero y el jardín, donde había un rastrillo
cubierto de óxido a un costado, como petrificado allí por el olvido y la falta
de uso, y dos pajaritos solitarios en una rama del nogal ya despojado de hojas,
como un fósil que el otoño y las heladas habían roído hasta dejarlo en los
huesos, raquítico y desgarbado. Un gato pardo cruzó por sobre la pandereta que
lo separaba del vecino y se quedó mirándolo con aire desafiante. Él pensó, a propósito
de nada, en la historia de las ideas, ese torbellino de nombres ilustres
buscando el sentido último a su paso por el mundo: en Sócrates apurando su
muerte de un trago impecable, y Giordano Bruno presintiendo en la hoguera que
Dios lo había abandonado también a él, y Nietzsche vagando al anochecer por las
colinas, encendiendo fogatas que le iluminaban el rostro pero no conseguían
traerlo de vuelta. Era como un bailoteo espectral de todos esos nombres que
había analizado durante años, clase a clase, impartiéndolos a esa muchedumbre
siempre incierta de rostros jóvenes e indolentes.
Después oyó abrirse
la puerta de calle y el rostro de Foucault asomó sonriente desde el pasillo.
—Que hay, maestro —lo
saludó y fue a colgar su abrigo en la percha.
—Qué hay –repitió él—.
¿Todo bien en la facultad?
—Estupendamente.
Mittelman sintió la
respuesta como un dardo llegando hasta su cuello desde un punto de la selva
donde alguien prevalecía emboscado y atento, haciéndole sentir su novedoso
poder.
Cenaron en completo silencio,
como dos viejos adversarios que se hubieran habituado a esos menesteres y sus
pausas tensas. El semestre llevaba apenas dos meses, pero tuvo la sensación de
que habían pasado allí una vida entera cenando, dos versiones de Dalí
reencontrándose al atardecer, cuchareando cada uno la sopa con meticulosidad.
De pronto le molestó
verse tan aplomado en la cabecera opuesta, tan seguro de sus argumentos y
conceptos. Decidió que era hora de algo distinto.
—Mañana iré yo mismo
a hacer la clase, Foucault.
Foucault quedó con la
vista fija en su plato.
—Como quiera —dijo y
siguió cuchareando en silencio la sopa.
Su docilidad logró
crispar doblemente a Mittelman. Foucault, en cambio, no se crispaba, ni se
resistía demasiado a nada que se le proponía.
Casi no recordaba a
sus estudiantes de ese semestre, a los que solo había visto en la primera
clase, antes de enviarles a Foucault. No recordaba, pues, sus nombres, ni si
los había tenido en semestres anteriores, si habrían hecho otras asignaturas
con él. No supo advertir si había en ellos indiferencia u hostilidad, pero los
chistes habituales con que abría sus clases no provocaron siquiera una sonrisa
–pensó aterrado que quizá Foucault hubiera hecho ya esos mismos chistes– y su
exposición no resultó un dechado de claridad. Habló largamente de Hobbes sin
saber adónde quería llegar. Al cabo de cuarenta minutos, se preguntó en qué
punto del programa estarían con Foucault y si correspondería tratar a Hobbes
ese día. Peor que la duda fue comprobar el silencio del aula, esa careta de
sopor distribuida de manera uniforme en el rostro de sus alumnos. Nadie atendía
ya a lo que decía (¿le ocurriría lo mismo a Foucault o él sí habría conseguido
horadar el muro y cautivarlos?). Se sintió de pronto un factor sobrante, un
anacronismo arrollado por su propia obsolescencia. Algo acababa de
volatilizarle por completo las ideas, toda convicción para seguir allí parado,
disertando ante esa audiencia de zombis acerca de Hobbes y los lobos.
—Excúsenme, debo… —comenzó
a caminar hacia la puerta—, tengo un asunto pendiente en el decanato, la clase
llega hasta aquí.
En el pasillo se paró
un segundo a recobrar la calma. Deseó haber tenido allí un equivalente del
synaptal, algo que le restituyera la confianza, pero solo encontró en sus
bolsillos alguna lista anterior del supermercado.
Ni siquiera tuvo
energías para cenar esa noche con Foucault. Se limitó a dejarle una nota en el
aparador —el clon andaba fuera y ventilándose cuando llegó de vuelta— en la
cual lo instaba a seguir con el procedimiento y sustituirlo de nuevo en su
clase al día siguiente.
Solo le quedó, a
contar de allí, la molicie, levantarse cuando ya Foucault se había ido y
desayunar cualquier cosa con la mente en blanco. Quedarse de nuevo ante los
ventanales mirando al patio —el patio cada vez más descuidado— y pensar el
mínimo, o no pensar, pasearse por la casa en bata y pantuflas y desayunar en la
cocina. No pensar.
Al mes siguiente, el
asunto entró en una fase nueva, incluso más severa. Fue cuando llegó la
convocatoria al simposio, un encuentro programado para octubre en la
Universidad de Granada con el fin de homenajear a Walter Benjamin. A Mittelman
le pareció todo una manifestación súbita del fatum romano: la
invitación llegó a su despacho de la facultad, no a su casa; fue leída por
Foucault y no por él mismo, y contestada al instante por el clon en sentido
afirmativo; en un lapso no mayor a tres horas, el mismo Foucault envió a los
organizadores una ponencia espléndida en que especulaba de manera brillante con
el legado de Benjamin, partiendo por lo que habría en su maletín, aquella
valija robada por la Gestapo en la frontera catalana. La ponencia circuló de
inmediato en todo el Departamento de Humanidades, llegando a las manos del
decano en cuestión de minutos. En cuestión de horas, Foucault recibió una
partida de fondos para acudir a Granada en octubre y exponer su paper en
el simposio.
Mittelman se enteró
de ello recién a los dos días, por boca de Willie Sandoval.
—Lo han invitado a
Granada –le dijo este en el auricular.
—¿A quién?
—A usted, a quién va
a ser. Pero no tiene que ir, la réplica se ha hecho cargo. Envió una ponencia…
Tiene ya pasaje para octubre.
Mittelman tardó en
responder, más que nada porque estaba boquiabierto.
—¿Cómo que tiene ya
el pasaje? —graznó—. ¿¿Foucault?? ¿Y nadie tuvo la gentileza de decírmelo, que
había esa invitación, esos fondos…?
—Se lo dijeron a él —explicó
Willie con simpleza—. A estas alturas les da lo mismo que sea él o usted.
Colgó y permaneció de
nuevo en el living la tarde entera, buscando aplacar el furor, barajando alguna
opción inteligente. Ya no consiguió vencer a su demonio íntimo, esta vez no. Lo
pensó largamente, los pros y contras, meditando en su propia situación,
contrastándola con la vitalidad de Foucault, arribando de a poco a la única
conclusión posible.
Esa noche inició una
ofensiva farmacológica que rondaba desde hacía tiempo por su mente y alteró
para el clon los componentes del synaptal a favor de los más nocivos,
eliminando casi de plano el superávit de potasio en la solución. Una fórmula
que necesariamente incidiría en sus conexiones nerviosas o cuando menos dejaría
de expandirlas, y en tiempo récord.
Apenas tres días
después –con cierta desazón no prevista– lo vio decaer en su extremo de la
mesa, batallando por concentrarse o redondear una idea, solo que la frase en
cuestión quedaba ahora a medias en sus labios, sin redondearse. Lo vio
confundir nociones básicas de Hegel con las de sus detractores, adentrarse en
callejones sin salida en los que ahora permanecía entrampado y con aire
perplejo, buscando una proposición lógica que lo rescatara del embollo,
cualquier cosa, pero su encéfalo no parecía ya capaz de rescatarlo de nada.
No fue agradable para
Mittelman, lo de verse a sí mismo decaer en la cabecera opuesta de la mesa,
perdiendo sus facultades espléndidas, tornándose al fin incapaz de abstraer lo
que antes abstraía con total desenvoltura o hacer las inferencias que antes
derrochaba. Fue como asistir a la pérdida de su propia lucidez, ese vacío que
solo él podía detectar en principio, gestionando el synaptal de manera
subrepticia y a su arbitrio, subiendo las proporciones al punto en que se
volvieron no ya un activador de las funciones cognitivas del desprevenido
Foucault, sino lo contrario: arrasadoras y tóxicas.
Comprensiblemente,
dejó de enviarlo a sus clases, que retomó él mismo nada más avizorarse la
decadencia del clon, los indicios sugestivos de su deterioro. Casi llegó a
sentir pena por él, al encontrárselo ahora de vuelta de sus clases enfundado en
su bata y en la sala, bebiéndose un té con gesto vacilante, cogiendo la taza
con sus dedos macilentos.
—Qué hay, colega,
cómo va todo —lo saludaba Mittelman con fingido entusiasmo.
—Aquí —respondía
Foucault.
Aquí.
Una única palabra que ahora resumía su discurrir mental más bien básico, esa
novedosa falta de locuacidad.
Hasta se contagió, él
mismo, de cierta novedosa devoción del clon por las frases hechas.
—¿Y la familia, qué
tal? —le preguntaba.
—Ahí. Todos bien —decía
al fin, como buscando en su interior alguna familia.
—¿Y la salud, cómo
anda? —complementaba Mittelman.
—Bien, muy bien —decía
Foucault y sorbía un traguito de su té—. Igual nunca se sabe con este clima.
¡Por el día hace tantísimo calor y en la noche refresca!
—Cierto, cierto —redondeaba
Mittelman.
Lo dicho: casi llegó
a sentir pena por él, a causa de esa banalidad que ahora lo devoraba. Luego, la
pena se le convirtió en nostalgia y comenzó a echar de menos a su interlocutor
magnífico de los últimos meses, solo que Foucault siguió más interesado en el
clima que en hablar de Nietzsche o la postura tan irreductible de Pascal
respecto a Dios. Resolvió no darle más el synaptal alterado, pero el efecto
irreparable sobre su cerebro ya estaba hecho.
El synaptal.
Nada más evocar la
sustancia, lo adivinó: el punto de fuga no previsto, la vía para neutralizar su
recién incubada nostalgia. Nada más ocurrírsele, fijó una fecha: el jueves por
la noche.
El jueves por la
noche cenaron una reineta al horno que había cocinado el propio Foucault y que
él le alabó sin vacilaciones, los condimentos empleados, la forma de disponer
las ensaladas, las papas cortadas en cubitos.
—Está muy bien —concluyó
terminándose el plato—. Tiene usted buena mano, Foucault.
Hubo una pausa. Luego
habló de nuevo Mittelman:
—¿Y la salud, qué
tal?
—Bien —dijo Foucault—.
Aunque nunca se sabe con este clima, en esta época del año.
—Muy cierto —lo ayudó
Mittelman—. Con tal de que no llueva nomás.
Hubo otra pausa.
—Bueno, me voy a
dormir, profesor —dijo Foucault—. Es tarde ya.
—Cómo no —aprobó él.
Lo vio levantarse con
parsimonia, dejar la servilleta al borde de la mesa y salir del comedor a paso
lento.
Entonces se alzó a su
vez y fue a la cocina, donde extrajo los componentes del synaptal y preparó de
nuevo la solución normal, agitándola en el vaso, leyendo distraídamente el
manual adjunto y la advertencia habitual de Trans-RVU contra el consumo del
synaptal por algún usuario humano («… la ingesta deliberada o accidental de
este producto por humanos no-clonados puede tener gravísimas consecuencias para
su sistema nervioso…»). En el silencio reinante, sonrió para sí mismo, cerró
los ojos y se bebió la primera dosis de un trago.
Al dar el reloj la
medianoche fue a instalarse en el sillón. Un gato maulló a lo lejos.
Cuando llegó la
mañana, estaba aún en el sillón pensando en el gato y el clima, esas
banalidades que ahora comenzaban a llenarle el cerebro también a él. Pensó
entusiasmado que ahora tendría de nuevo de qué conversar con su doble, cuando
al fin bajara a desayunar.
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