VIOLACIÓN
Pilar Quintana
Con la señora a duras
penas si conseguía una erección que le permitía penetrarla. Era ahí cuando
empezaba el verdadero martirio porque nunca alcanzaba la excitación suficiente
para venirse. Horas y horas de darle a ese cuerpo de carne abundante y floja
que aullaba debajo de él. Si la oscuridad era absoluta y la tocaba lo menos
posible, podía imaginarse que la señora era la niña. Entonces se venía al
instante.
La niña sí le
producía erecciones como debían ser. Le bastaba con verla salir de la ducha
envuelta en su toallita blanca o paseándose por la sala con su pijama de
pantalón corto y blusa de tiras.
Vivía con ellas desde
que la niña tenía siete años. Ahora tenía trece y le decía papá. Los senos ya
le estaban brotando. Pero la regla todavía no le había llegado. Si lo hubiera
hecho, la señora se lo hubiera contado. Además las únicas toallas higiénicas
que aparecían en la papelera del baño eran las que descartaba la señora cuando
estaba en esos días. Se moría de ganas por saber si le habían salido vellos en
el pubis, las axilas estaban limpias. Cada vez que la niña alzaba los brazos
para alcanzar un objeto de la alacena, él se detenía a examinarla.
Esa mañana llamaron
por teléfono a la señora para avisarle que un tío había muerto. No convenía
llevar a la niña a una ceremonia tan triste y larga y tampoco podían dejarla
sola. Era una niña. Lo más prudente era que él se quedara a cuidarla.
Cuando llegó del
colegio, la niña se encontró con que su mamá se había ido al velorio de un tío.
Sintió que debía ponerse a llorar, apenas si había conocido al tío y no le
salió ni una lágrima. Se comió la merienda que él le preparó. Hizo la tarea
mientras él lavaba los platos. Entonces llegó la noche y la hora del baño.
Salió envuelta en su toallita blanca y él la siguió con la mirada. Encontró el
pijama de pantalón corto y blusa de tiras sobre su cama. Se lo puso y volvió a
la sala. Él sonrió y la invitó a ver televisión en la cama grande.
En cuanto la niña se
durmió, él apagó el televisor y empezó a masturbarse. La niña estaba a su lado,
boca abajo. Con la mano libre se puso a acariciarle la espalda. Después bajó a
las nalgas y de ahí no le tomó mucho tiempo llegar a la entrepierna. La niña se
movió y él aprovechó para darle la vuelta. Le quitó los pantaloncitos, la
oscuridad era absoluta, le bastó con el tacto para darse cuenta de que no le
habían salido los vellos. Esto lo excitó sobremanera y le separó las piernas.
Con una mano se masturbaba y con la otra la tocaba a ella. El clítoris se le
había hinchado, estaba mojada, la niña permanecía quieta pero no era posible
que siguiera dormida. Entonces le acercó el miembro al pubis. No pensaba
penetrarla, sólo iba a restregarlo hasta venirse. A medida que lo hacía la
respiración de la niña se fue agitando, definitivamente estaba despierta y no
estaba negándose. Así que él se mintió diciendo que sólo iba a introducir la
punta. Cuando lo hizo, la niña soltó un gemido. A él le pareció que era de
placer y ya no pudo contenerse. Lo hundió hasta el fondo.
La niña gemía y él se
movía rítmicamente, despacio, para no hacerle daño. Cuando estaba a punto de
venirse, todavía tuvo la presencia de ánimo para preguntarse si debía hacerlo
por fuera o por dentro. Se acordó de que a la niña todavía no le había llegado
la regla y se vino por dentro. Entonces todo quedó en calma.
A la mañana siguiente
quitaron, entre los dos, las sábanas de la cama grande y las llevaron a la
lavadora y todo siguió siendo como era antes. Lo único diferente ocurrió cuando
la estaba despachando para el colegio. La niña se acercó para besarlo, nunca lo
hacía, él se sintió algo cohibido y le puso el beso en la frente. La señora
llegó cuando las sábanas ya estaban limpias. La conciencia de la muerte le
había dado ganas de sexo. Él supo que ya no iba a cumplirle ni con una de sus
erecciones blandas.
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