El
amor es un número imaginario
Roger Zelazny
Hubieran debido saber
que no podían tenerme confinado eternamente. Probablemente lo sabían, y por eso
siempre estaba Stella.
Permanecía tendido
allí mirándola, con un brazo extendido por encima de su cabeza, masas de
enredado pelo rubio enmarcando su rostro dormido. Era más que una esposa para
mí: era mi guardiana. ¡Qué ciego había sido no dándome cuenta antes!
Pero por otra parte,
¿qué otra cosa me habían hecho?
Me habían hecho
olvidar lo que era.
Porque yo era como
ellos pero no de ellos, me habían confinado a este tiempo y a este lugar. Me
habían hecho olvidar.
Me habían
inmovilizado con el amor.
Me puse en pie y las
últimas cadenas cayeron.
Un solo haz de luz
lunar se reflejaba en el suelo del dormitorio. Lo crucé hasta donde estaban
colgadas mis ropas.
Se oía una débil
música en la distancia. Era eso lo que lo había conseguido. Había pasado tanto
tiempo desde que había oído esa música…
¿Cómo me habían
atrapado?
Aquel pequeño reino,
hacía eras, en algún Otro, donde yo había introducido la pólvora… ¡Sí! ¡Ése era
el lugar! Me habían atrapado allí con mi capucha de monje hecha en el Otro y mi
latín clásico.
Luego un buen batido
de cerebro y el confinamiento a este Otrocuándo.
Reí quedamente
mientras terminaba de vestirme. ¿Cuánto tiempo había vivido en este lugar?
Cuarenta y cinco años de memoria…, pero cuántos de ellos espurios?
El espejo me mostró
como un hombre de mediana edad, ligeramente obeso, de pelo menguante, que
llevaba una camisa deportiva roja y unos pantalones negros.
La música se iba
haciendo más fuerte, la música que sólo yo podía oír: guitarras, y el firme tump
de un tambor de cuero.
¡Mi distintivo
tamborilero, siempre! ¡Unidme con un ángel y todavía no haréis de mí un santo,
camaradas!
Me hice joven y
fuerte de nuevo.
Luego descendí a la
sala de estar, me dirigí al bar, me serví una copa de vino, lo bebí lentamente
hasta que la música alcanzó toda su intensidad, luego engullí el resto y lancé
la copa al suelo. ¡Estaba libre!
Me volví para irme, y
entonces hubo un sonido sobre mi cabeza.
Stella se había
despertado.
Sonó el teléfono.
Estaba colgado allí en la pared y sonaba y sonaba hasta que no lo pude soportar
más.
Alcé el receptor.
—Lo has hecho de
nuevo —dijo aquella voz vieja, familiar.
—No seas duro con la
mujer —dije—. No puede estarme vigilando siempre.
—Será mejor que te
quedes donde estás —dijo la voz—. Nos ahorrará a ambos muchos problemas.
—Buenas noches —dije,
y colgué.
El receptor restalló
alrededor de mi muñeca y el cordón se convirtió en una cadena unida a una
anilla en la pared. ¡Qué infantil!
Oí a Stella vestirse
arriba. Avancé dieciocho pasos hacia un lado desde Aquí, hasta el lugar donde
mi escamoso miembro se deslizó fácilmente fuera de las lianas enrolladas a su
alrededor.
Luego de vuelta a la
sala de estar y fuera por la puerta principal. Necesitaba una montura.
Saqué el convertible
del garaje. Era el más rápido de los dos coches. Luego a la carretera nocturna,
y luego un sonido como de trueno sobre mi cabeza.
Era una Piper Club,
volando bajo, fuera de control. Di una patada al freno y siguió su camino,
rozando las copas de los árboles y haciendo restallar los cables telefónicos,
para estrellarse en medio de la calle a media manzana por delante de mí. Di un
brusco giro a la izquierda al interior de un callejón, y luego a la calle
siguiente paralela a la anterior.
Si deseaban jugar de
aquel modo, bien…, no carezco exactamente de recursos a lo largo de esa línea.
Me alegró de todos modos que ellos hubieran dado el primer paso.
Me encaminé a campo
abierto, donde podría desenvolverme mucho mejor.
En mi espejo
retrovisor aparecieron unas luces.
¿Ellos?
Demasiado pronto.
O era simplemente
otro coche que seguía mí mismo camino, o era Stella.
La prudencia, como
dice el coro griego, es mejor que la imprudencia.
Cambié, no de
marchas.
Conducía un coche más
aerodinámico y más potente.
Cambié de nuevo.
Conducía en el lado
equivocado del vehículo y avanzaba por el lado equivocado de la carretera.
De nuevo.
Nada de ruedas. Mi
coche aceleró sobre un cojín de aire por encima de una maltratada carretera.
Todos los edificios que pasaba eran de metal. Ni madera ni piedra ni ladrillo
habían intervenido en la construcción de nada de lo que veía.
Un par de faros
aparecieron en la larga curva a mis espaldas.
Apagué mis propios
faros y cambié, de nuevo y de nuevo, y de nuevo otra vez.
Atravesé el aire, muy
por encima de una gran zona pantanosa, ensartando bums sónicos como cuentas a
lo largo del hilo de mi rastro. Luego otro cambio, y volé bajo sobre la
humeante tierra donde grandes reptiles alzaban la cabeza como tallos de judías
desde sus revolcaderos. El sol estaba alto en este mundo, como una antorcha de
acetileno en el cielo. Mantuve el vibrante vehículo en una sola pieza con un
acto de voluntad y aguardé la persecución. No hubo ninguna.
Cambié de nuevo…
Había un negro bosque
que llegaba hasta casi el pie de la alta colina sobre la que se alzaba el
antiguo castillo. Yo iba montado sobre un hipogrifo, volando, e iba vestido a
la manera de un guerrero mago. Conduje mi montura a un aterrizaje en el bosque.
—Conviértete en
caballo —ordené, con la palabra-guía apropiada.
Y me encontré montado
sobre un garañón negro, trotando a lo largo del sendero que serpenteaba a
través del oscuro bosque.
¿Debía quedarme aquí
y luchar contra ellos con la magia, o seguir adelante y enfrentarme a ellos en
un mundo donde prevaleciera la ciencia?
¿O debía tomar una
ruta sinuosa desde aquí a algún distante Otro, con la esperanza de eludirlos
por completo?
Mis preguntas se
respondieron por sí mismas.
Hubo un resonar de
cascos a mi espalda, y apareció un caballero: iba montado en un alto y
orgulloso corcel; llevaba una bruñida armadura; sobre su escudo había dibujada
una cruz en rojo.
—Has llegado bastante
lejos —dijo—. ¡Tira de las riendas!
La hoja que esgrimía
alzada era un arma perversa y reluciente hasta que se transformó en una
serpiente. Entonces la dejó caer, y se deslizó culebreando por entre la maleza.
—¿Decías…?
—¿Por qué no
renuncias? —preguntó—. ¿Por qué no te unes a nosotros, o dejas de intentarlo?
—¿Por qué no
renuncias tú? ¿Por qué no los abandonas y te unes a mí? Podríamos
cambiar muchos tiempos y lugares juntos. Tú tienes la habilidad y el
adiestramiento…
Por aquel entonces él
estaba lo suficientemente cerca como para arremeter, en un intento de
descabalgarme con el borde de su escudo.
Hice un gesto y su
caballo tropezó y lo arrojó al suelo.
—¡Allá donde vayas,
epidemias y guerras te pisarán los talones! —jadeó.
—Todo progreso exige
un pago. Ésos son los crecientes dolores de los que hablas, no los resultados
finales.
—¡Loco! ¡No existe el
progreso! ¡No tal como tú lo ves! ¿De qué sirven todas las máquinas e ideas que
liberas en sus culturas, si no cambias a los propios hombres?
—El pensamiento y los
mecanismos avanzan; los hombres siguen más lentamente —dije, y desmonté y me
situé a su lado—. Todo lo que buscáis vosotros es una perpetua Edad Oscura en
todos los planos de existencia. De todos modos, lamento lo que debo hacer.
Desenfundé el
cuchillo que llevaba al cinto y lo deslicé a través de su visor, pero el yelmo
estaba vacío. Había escapado a otro Lugar, enseñándome una vez más la futilidad
de discutir con un evolucionista ético.
Volví a montar y
seguí cabalgando.
Al cabo de un tiempo
me llegó de nuevo el sonido de cascos a mi espalda.
Pronuncié otra
palabra, que me montó sobre un hermoso unicornio, para avanzar a velocidad
cegadora a través del oscuro bosque. La persecución, sin embargo, continuó.
Finalmente llegué a
un pequeño claro, con un alto mojón de piedras en su centro. Lo reconocí como
un lugar de energía, así que desmonté y liberé al unicornio, que no tardó en
desaparecer.
Subí al mojón de
piedras y me senté encima. Encendí un cigarrillo y aguardé. No había esperado
ser localizado tan pronto, y eso me irritó. Me enfrentaría a este perseguidor
allí.
Una ágil yegua gris
entró en el claro.
—¡Stella!
—¡Baja de aquí!
—exclamó—. ¡Están preparando desencadenar un ataque en cualquier momento!
—Amén —dije—. Estoy
preparado para ello.
—¡Te superan en
número! ¡Siempre lo han hecho! Perderás ante ellos de nuevo, y de nuevo y de
nuevo, mientras persistas en seguir luchando. Baja y vente conmigo. ¡Puede que
todavía no sea demasiado tarde!
—¿Yo, retirarme?
—pregunté—. Soy una institución. Pronto estarían ahí fuera en plenas cruzadas
sin mí. Piensa en el aburrimiento…
Un rayo en bola cayó
del cielo, pero se desvió de mi mojón de piedras y frió un árbol cercano.
—¡Ya han empezado!
—Entonces sal de ahí,
muchacha. Ésta no es tu lucha.
—¡Tú eres mío!
—¡Yo soy sólo mío!
¡No soy de nadie más! ¡No lo olvides!
—¡Te quiero!
—¡Me traicionaste!
—No. Tú dices que
amas a la humanidad…
—Y es cierto.
—¡No te creo! ¡No
puedes amarla, después de todo lo que le has hecho!
Alcé la mano.
—Te barro de este
Ahora y Aquí —dije, y estuve solo de nuevo.
Cayeron más rayos,
abrasando el suelo a mi alrededor.
Agité el puño.
—¿Nunca
abandonáis? ¡Dadme un siglo de paz para trabajar con ellos, y os mostraré un
mundo que no creeréis que pueda existir! —exclamé.
El suelo empezó a temblar
como respuesta.
Luché contra ellos.
Lancé sus rayos de vuelta a sus rostros. Cuando empezaron los vientos, los
doblé del revés. Pero la tierra siguió estremeciéndose, y aparecieron grietas a
los pies del mojón de piedras.
—¡Mostraos! —grité—.
¡Venid hasta mí uno a uno, y os mostraré el poder que esgrimo!
Pero el suelo se
abrió y las piedras se desmoronaron.
Caí a la oscuridad.
Estaba corriendo.
Había cambiado tres veces, y ahora era una criatura peluda con una manada
aullando a mis talones, los ojos como feroces focos, los colmillos como
espadas.
Me deslizaba por
entre las oscuras raíces del baniano, y los aullantes seres de largos picos los
hacían chasquear tras mi escamoso cuerpo…
Volaba en las alas de
un colibrí y oía el grito de un halcón…
Nadaba a través de la
oscuridad y de pronto aparecía un tentáculo…
Irradié en todas
direcciones, ascendiendo y perforando las altas frecuencias.
Sólo encontré
estática.
Caía, y estaban todos
a mi alrededor.
Me habían cogido,
como un pez en una red. Estaba atrapado, confinado…
La oí llorar en
alguna parte.
—¿Por qué lo
intentas, una y otra vez? —preguntó—. ¿Por qué no puedes contentarte conmigo,
con una vida de paz y tranquilidad? ¿No recuerdas lo que te han hecho en el
pasado? ¿No fueron tus días conmigo infinitamente mejores?
—¡No! —grité.
—Te quiero —dijo.
—Este amor es un
número imaginario —le respondí, y fui alzado de donde estaba tendido y llevado
lejos.
Ella me siguió,
llorando.
—Les supliqué que te
dieran una posibilidad de vivir en paz, pero tú me arrojaste este regalo a la
cara.
—La paz del eunuco;
la paz de la lobotomía, del loto y la thorazina —dije—. No, mejor que ejerzan
su voluntad sobre mí y dejar que su verdad proclame su mentira tal como hacen.
—¿Puedes decir
realmente eso y creer en ello? —preguntó—. ¿Has olvidado ya el sol del
Cáucaso…, el buitre desgarrando tu costado, día tras ardiente y rojo día?
—Yo no olvido —dije—,
pero los maldigo. Me opondré a ellos hasta el final del Cuándo y el Dónde, y
algún día venceré.
—Te quiero —dijo.
—¿Cómo puedes decir
eso y creer en ello?
—¡Loco! —brotó un
coro de voces, mientras era depositado sobre esta roca en esta caverna y
encadenado.
Durante todo el día
una serpiente confinada conmigo escupe veneno a mi rostro, y ella sostiene un
cuenco y lo recoge. Es sólo cuando la mujer que me traicionó debe vaciar ese
cuenco que la serpiente escupe dentro de mis ojos y yo grito.
Pero me liberaré
de nuevo, para ayudar a la por largo tiempo sufriente humanidad con mis muchos
dones, y habrá un terrible temblor en las alturas aquel día en que termine mi
cautiverio. Hasta entonces, sólo puedo observar los delicados, intolerables
barrotes de sus dedos en el fondo de ese cuenco, y gritar cada vez que los
retira.
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