La
lectura de la ficción, Ricardo Piglia
—Los reportajes siempre son el producto de una determinada lectura que el entrevistador hizo del entrevistado, lectura influida, por supuesto, por muchas otras lecturas circulantes. En este sentido un reportaje está cargado siempre con un grado de determinación y tiende a poner el énfasis en una zona que de algún modo ya está prefijada. ¿Cuál sería, en su caso, la zona que las diferentes lecturas le han asignado y cuáles aspectos han sido excluidos, a su juicio, de esas lecturas?
—¿Cómo me gustaría
que se leyeran mis libros? Tal cual se leen. No hay más que eso. ¿Por qué el
escritor tendría que intervenir para afirmar o rectificar lo que se dice sobre
su obra? Cada uno es dueño de leer lo que quiere en un texto. Bastante represión
hay en la sociedad. Por supuesto existen estereotipos, lecturas cristalizadas que
pasan de un crítico a otro: se podría pensar que ésa es la lectura de época. Un
escritor no tiene nada que decir sobre eso. Después que uno ha escrito un
libro, ¿qué más puede decir sobre él? Todo lo que puede decir es en realidad lo
que escribe en el libro siguiente.
—¿Caracterizaría
su escritura como una escritura no ingenua, en la que la teoría tiene un papel importante?
— creo que existan
escritores sin teoría: en todo caso la ingenuidad, la espontaneidad, el
antiintelectualismo son una teoría, bastante compleja y sofisticada, por lo
demás, que ha servido para arruinar a muchos escritores.
—Dijo alguna vez que en Respiración artificial se insinuaba la teoría de
Valéry de que El discurso del método podría ser leído como la primera novela moderna
porque allí se narraba la pasión de una idea.
—Creo que con esa
afirmación se abren nuevas posibilidades de lectura, no sólo para el discurso considerado
literario, sino también para otro tipo de discurso que puede también ser leído
como literario. Leer a Freud, por ejemplo, como una novela de peripecias del
inconsciente. ¿No es el psicoanálisis una gran ficción? Una ficción hecha de
sueños, de recuerdos, de citas que ha terminado por producir una suerte de
bovarismo clínico. Se podría decir, además, que hay muchos elementos
folletinescos en el psicoanálisis; las sesiones, sin ir más lejos, ¿no parecen
repetir el esquema de las entregas? El psicoanálisis es el folletín de la clase
media, diría yo. Por otro lado, se puede pensar que La interpretación de los
sueños es un extraño tipo de relato autobiográfico, el último paso del género
abierto por las Confesiones de Rousseau.
—Pero, entonces, ¿cuál es la especificidad de la ficción?
—Su relación
específica con la verdad. Me interesa trabajar esa zona indeterminada donde se
cruzan la ficción y la verdad. Antes que nada porque no hay un campo propio de
la ficción. De hecho, todo se puede ficcionalizar. La ficción trabaja con la creencia
y en este sentido conduce a la ideología, a los modelos convencionales de realidad
y por supuesto también a las convenciones que hacen verdadero (o ficticio) a un
texto. La realidad está tejida de ficciones. La Argentina de estos años es un
buen lugar para ver hasta qué punto el discurso del poder adquiere a menudo la
forma de una ficción criminal. El discurso militar ha tenido la pretensión de
ficcionalizar lo real para borrar la opresión.
—Foucault
sostiene que la realidad tiene un carácter discursivo, la realidad política
habría que buscarla en el discurso político, por ejemplo. Desde este punto de
vista, ¿el discurso literario se definiría por la confluencia de múltiples
discursos, por el trabajo de transformación de estos discursos, por la
combinación entre ellos?
—Yo tomo distancia
con respecto a la concepción de Foucault que a menudo tiende a ver lo real casi
exclusivamente en términos discursivos. Es obvio para mí que hay zonas de la
realidad, las relaciones de dominio y opresión, por ejemplo, que no son meramente
discursivas. Las relaciones de dominación son materiales y sobre ellas se establecen
relaciones discursivas. Hecha esta salvedad, volvemos a lo que decíamos antes:
para mí la literatura es un espacio fracturado, donde circulan distintas voces,
que son sociales. La literatura no está puesta en ningún lugar como una
esencia, es un efecto. ¿Qué es lo que hace literario a un texto? Cuestión
compleja, a la que paradójicamente el escritor es quien menos puede responder.
En un sentido, un escritor escribe para saber qué es la literatura.
—¿Y
qué lugar tiene para usted la crítica en ese entrecruzamiento de discursos?
Baudelaire ha sido el
primero en decir que es cada vez más difícil ser un artista sin ser un crítico.
Algunos de los mejores críticos son los que tradicionalmente se llama un
artista: caso Pound, caso Brecht, caso Valéry. El mismo Baudelaire, por supuesto,
era un crítico excepcional. ¿Qué uso de la crítica hace un escritor? Ésa es una
cuestión interesante. De hecho un escritor es alguien que traiciona lo que lee,
que se desvía y ficcionaliza: hay como un exceso en la lectura que hace Borges
de Hernández o en la lectura que hace Olson de Melville o Gombrowicz de Dante,
hay cierta desviación en esas lecturas, un uso inesperado del otro texto. La
discusión sobre Shakespeare en el capítulo de la biblioteca en Ulysses, y ese
capítulo es para mí el mejor del libro, es un buen ejemplo de esa lectura un
poco excéntrica y siempre renovadora.
—La
ensayista italiana Maria Corti decía en una conferencia que el escritor que
escribe crítica tiene una competencia por encima del crítico que sólo hace
crítica. Él es un productor de textos y eso le confiere un conocimiento interno
de las obras literarias. ¿Está de acuerdo?
—En términos
generales por supuesto estoy de acuerdo. Admiro mucho los ensayos de Auden, de
Gottfried Benn, de Butor, la lista podría seguir; las notas de Mastronardi, por
ejemplo, son muy buenas. ¿Y qué tendrían en común? Por un lado una gran
precisión técnica y por otro lado una estrategia de provocación. En general la
crítica que escriben los escritores plantea siempre y de un modo directo el problema
del valor. El juicio de valor y el análisis técnico, diría, más que la interpretación.
Los escritores intervienen abiertamente en el combate por la renovación de los
clásicos, por la relectura de las obras olvidadas, por el cuestionamiento de
las jerarquías literarias. Los ejemplos son variadísimos. El panfleto de
Gombrowicz contra la poesía, el rescate que hace Pound de Bouvard y Pécuchet,
el modo en que Borges lee a «los precursores» de Kafka, la revalorización que
hace Butor de la ciencia ficción, los ataques de Nabokov a Faulkner: se trata siempre
de probar un desvío, rescatar lo que está olvidado, enfrentar la convención. Los
escritores son los estrategas en la lucha por la renovación literaria.
—Se
dice que la escritura de ficción puede ser catártica. ¿Está de acuerdo y cree
que la escritura de la crítica también puede ser catártica? Y si no lo es, ¿qué
podría ser?
—No creo en la teoría
de la catarsis. En cuanto a la crítica, pienso que es una de las formas
modernas de la autobiografía. Alguien escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas.
¿No es la inversa del Quijote? El crítico es aquel que reconstruye su vida en el
interior de los textos que lee. La crítica es una forma posfreudiana de la autobiografía.
Una autobiografía ideológica, teórica, política, cultural. Y digo autobiografía
porque toda crítica se escribe desde un lugar preciso y desde una posición
concreta. El sujeto de la crítica suele estar enmascarado por el método (a veces
el sujeto es el método) pero siempre está presente, y reconstruir su historia y
su lugar es el mejor modo de leer crítica. ¿Desde dónde se critica? ¿Desde qué concepción
de la literatura? La crítica siempre habla de eso.
—¿Y
qué lugar tendría la verdad?
—Cuestión compleja.
¿Cuál es el lugar de la verdad en la crítica? La ficción trabaja con la verdad
para construir un discurso que no es ni verdadero ni falso. Que no pretende ser
ni verdadero ni falso. Y en ese matiz indecidible entre la verdad y la falsedad
se juega todo el efecto de la ficción. Mientras que la crítica trabaja con la verdad
de otro modo. Trabaja con criterios de verdad más firmes y a la vez más nítidamente
ideológicos. Todo el trabajo de la crítica, se podría decir, consiste en borrar
la incertidumbre que define a la ficción. El crítico trata de hacer oír su voz como
una voz verdadera.
—Hacer
como si lo fuera.
—Y convencer a los
demás de que es verdad lo que dice. La ilusión de objetividad de los críticos
es por supuesto una ilusión positivista. La literatura es un campo de lucha. «¿La verdad para quién?», decía
Lenin. Ésa me parece una buena pregunta para la crítica literaria.
—Ha
hablado varias veces de Arlt como de un visionario y en Respiración artificial
Kafka es el visionario. ¿El escritor de ficción es sobre todo un visionario?
—La escritura de
ficción se instala siempre en el futuro, trabaja con lo que todavía no es.
Construye lo nuevo con los restos del presente. «La literatura es una fiesta y
un laboratorio de lo posible», decía Ernst Bloch. Las novelas de Arlt, como las
de Macedonio Fernández, como las de Kafka o las de Thomas Bernhard, son
máquinas utópicas, negativas y crueles que trabajan la esperanza.
—Si
el escritor de ficción es un visionario, entonces ¿qué es el crítico?
—El crítico es el que
registra el carácter inactual de la ficción, sus desajustes con respecto al
presente. Las relaciones de la literatura con la historia y con la realidad son
siempre elípticas y cifradas. La ficción construye enigmas con los materiales ideológicos
y políticos, los disfraza, los transforma, los pone siempre en otro lugar.
—¿Y
con respecto a la utilización literaria del discurso crítico?
—Existen algunos
ejemplos notables como Vacío perfecto de Lem o La reina de las cárceles de
Grecia del brasileño Osman Lins y está por supuesto la novela absolutamente
sensacional de Arno Schmidt sobre Poe. Por mi parte, me interesan mucho los
elementos narrativos que hay en la crítica: la crítica como forma de relato; a
menudo veo la crítica como una variante del género policial. El crítico como detective
que trata de descifrar un enigma aunque no haya enigma. El gran crítico es un
aventurero que se mueve entre los textos buscando un secreto que a veces no existe.
Es un personaje fascinante: el descifrador de oráculos, el lector de la tribu. Benjamin leyendo el París de
Baudelaire. Lönnrot que va hacia la muerte porque cree que toda la ciudad es un
texto.
—¿Es
por eso que en Nombre falso se dice que el crítico puede aparecer como el
detective que «percibe sobre la superficie del texto los rastros o las huellas
que permiten descifrar su trama»? ¿El crítico es entonces el detective?
—En más de un sentido
el crítico es el investigador y el escritor es el criminal. Se podría pensar
que la novela policial es la gran forma ficcional de la crítica literaria. O una
utilización magistral por Edgar Poe de las posibilidades narrativas de la
crítica. La representación paranoica del escritor como delincuente que borra
sus huellas y cifra sus crímenes perseguido por el crítico, descifrador de
enigmas. La primera escena del género en «Los crímenes de la rue Morgue» sucede
en una librería donde Dupin y el narrador coinciden en la busca del mismo texto
inhallable y extraño. Dupin es un gran lector, un hombre de letras, el modelo
del crítico literario trasladado al mundo del delito. Dupin trabaja con el
complot, la sospecha, la doble vida, la conspiración, el secreto: todas las
representaciones alucinantes y persecutorias que el escritor se hace del mundo
literario con sus rivales y sus cómplices, sus sociedades secretas y sus
espías, con sus envidias, sus enemistades y sus robos.
—¿Todo
esto tendría que ver con los modelos de relato?
—Si uno habla de
modelos tiene que decir que en el fondo todos los relatos cuentan una
investigación o cuentan un viaje. Alguien, por ejemplo, cruza la frontera,
alguien pasa al otro lado. Por eso Godard decía que Alphaville y Río Bravo, de
Hawks, eran la misma película. Yo diría que el narrador es un viajero o es un
investigador y a veces las dos figuras se superponen. Me interesa mucho la
estructura del relato como investigación: de hecho es la forma que he usado en
Respiración artificial. Hay como una investigación exasperada que funciona en
todos los planos del texto. Quizá por eso produzca ese extraño efecto de
intriga y de suspenso. Quizá. Yo digo que en ese sentido es una novela
policial. En definitiva no hay más que libros de viajes o historias policiales.
Se narra un viaje o se narra un crimen. ¿Qué otra cosa se puede narrar?
—Nombró
a Godard recién, ¿le interesa el cine?
—Muchísimo, claro. El
cine nos ha enseñado a mirar la realidad. Y, en cuanto a Godard, para mí es el
mayor narrador actual. Sabe muy bien, mejor que nadie quizá, qué cosa es un
relato clásico, nadie le va a venir a explicar a Godard qué es el cine norteamericano
de los años 40, quién es Nicholas Ray o quién es Samuel Fuller, pero, a la vez,
su manera de filmar Scarface es hacer Pierrot le fou. Leí el otro día que Godard
tiene ganas de retomar el proyecto de Eisenstein y filmar El capital. El problema
con ese libro, dijo, es que tiene demasiada acción, no quisiera tener que hacer
un western clásico. Por supuesto me gusta Godard porque me gusta Brecht.
—¿Y
el cine argentino?
—Me gustan mucho
algunas películas argentinas: Aquello que amamos de Torres Ríos, El habilitado
de Cedrón, Palo y hueso de Sarquis. Me gustan mucho las primeras películas de
Favio, sobre todo el Aniceto.
—En
el caso del cine, el público parece ser una cuestión central. ¿Piensa que pasa
lo mismo con la literatura?
—Bueno, hubo épocas
en que la literatura argentina tuvo mejores lectores que escritores, o al menos
épocas en las que la fidelidad del público fue básica para ciertos escritores.
¿Qué hubiera sido de Arlt sin su público? Los lectores salvaron su obra del
olvido al que lo habían condenado los burócratas de la literatura, mantuvieron
sus libros en movimiento hasta que una nueva generación de críticos comenzó a
revalorarlo.
—¿Una
historia del público es tan importante como una historia de la literatura?
—Sin duda. Es posible
hacer una historia del público literario que no sea una historia del mercado.
La obra de Macedonio, por ejemplo, que ha estado siempre al margen del mercado,
es fundamental para entender la constitución de un público literario moderno en
la Argentina. Quiero decir que si existe un público para la literatura
argentina actual, ese público ha sido creado por obras como las de Macedonio o
Marechal o Juan L. Ortiz. La literatura produce lectores, los grandes textos
son los que hacen cambiar el modo de leer.
—¿Y
cómo caracterizaría a ese público que lee literatura argentina?
—La idea de que
existe un público homogéneo es por supuesto una ilusión. Yo veo más bien un
entrecruzamiento de lecturas y de espacios heterogéneos. Existen públicos
distintos y el que intenta uniformar esa diversidad es el mercado. En estos años
un elemento central para producir la ilusión de uniformidad ha sido la
presencia masiva de best-sellers extranjeros. Fenómeno relativamente nuevo que
se expandió ligado con el tipo de sociedad diagramado por el gobierno militar: desnacionalización,
despolitización, «modernización». Por abajo de esa superficie brillosa que
llenaba las librerías existió un conjunto amplio de lectores que se mantuvo
fiel a la literatura argentina.
—¿Hay
un destinatario al escribir?
—¿Un destinatario
concreto? No creo. Uno siempre escribe para alguien, pero nunca sabe quién es.
Aparece quizás un destinatario, un lector, presente en el momento de corregir,
una especie de doble social desde el cual se corrige y se reescribe.
—Como
dijo en una oportunidad: «La corrección es una lectura utópica».
—Sí, una lectura
utópica, porque la forma es la utopía. Pero también una lectura social porque
la forma siempre es social. Corregir un texto es socializarlo, hacerlo entrar
en cierto sistema de normas, ideologías, estilísticas, formales, las que usted quiera,
que son sociales. La literatura es un trabajo con la restricción, se avanza a partir
de lo que se supone que «no se puede» hacer.
—Muchos
escritores ven su labor como un conflicto de fidelidades. Umberto Eco una vez
dijo en broma: «O se escribe o se lee. Las dos cosas a la vez no se hacen». O
se vive o se escribe. ¿Ve esa disyuntiva?
—Se vive para
escribir, diría yo. La escritura es una de las experiencias más intensas que
conozco. La más intensa, pienso a veces. Es una experiencia con la pasión y por
lo tanto tiene la misma estructura de la vida. No son muy diferentes la vida y
la literatura. Uno enfrenta las mismas cuestiones en los dos lados. Las
contradicciones son más bien prácticas. Hace falta cierto aislamiento para
escribir y a veces es difícil de lograr. La fantasía de la isla desierta o de
la torre de marfil son ilusiones bastante legítimas que tienen, yo diría, todos
los escritores. Un lugar tranquilo para escribir, fuera del mundo. La
disciplina, ciertos horarios de trabajo son formas, creo, de elaborar y de
resolver la contradicción con todas las cosas que uno podría estar haciendo en
el momento de sentarse a escribir, que siempre es un momento difícil, que se
trata de postergar.
—Entonces
su escudo o defensa sería la disciplina.
—Cierta disciplina
digamos, mantener un ritmo de trabajo, me parece fundamental. Hay que poner un
poco de orden en nuestras pasiones, como decía el bueno de Sade.
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