Referencial
Lorrie Moore
Manía. Por tercera
vez en tres años hablaron de forma frenética acerca de lo que podría ser un
buen regalo para su hijo perturbado. Había muy pocas cosas que realmente
pudieran llevar: casi todo se podía transformar en un arma, y por tanto había
que dejar la mayoría de las cosas en la recepción y, después, previa petición,
las traía un auxiliar alto y rubio, que miraba antes los objetos para calcular
sus posibilidades lacerantes. Pete había llevado un cesto de mermeladas, pero
estaban en frascos de cristal y por tanto no permitidas. «Se me había
olvidado», dijo él. Estaban organizadas por colores, de la mermelada más
brillante al camemoro y al higo, como si contuvieran los análisis de orina de
una persona cada vez más enferma, y ella pensó: «Mejor que los confisquen».
Encontrarían otra cosa que llevar.
Para cuando su hijo
cumplió doce años y había comenzado sus murmuraciones aturdidas y embelesadas,
y había dejado de lavarse los dientes, Pete llevaba cuatro años en sus vidas, y
ahora habían pasado otros cuatro años. El amor que sentían por Pete era largo y
sinuoso, no exento de giros ocultos, pero sí de verdaderas paradas. Lo veían
como una especie de padrastro. Quizá los tres habían envejecido juntos, aunque
sobre todo se notaba en ella, con los vestidos negros que llevaba porque la
hacían más delgada y el pelo encanecido sin teñir, a menudo recogido con
mechones sueltos que parecían musgo español. Una vez que su hijo había sido
desnudado, vestido con ropa de hospital e internado en el centro, ella también
se quitó los collares, los pendientes, los fulares —todos sus aparatos
prostéticos, le dijo a Pete, intentando ser divertida— y los puso en una
carpeta de acordeón que se cerraba con cerrojo y que guardó debajo de su cama.
No podía llevarlos cuando iba a verlo, así que no los llevaría nunca: una
especie de solidaridad con su hijo, una especie de nueva viudedad añadida a la
viudedad que ya poseía. A diferencia de otras mujeres de su edad (que se
esforzaban demasiado, con lencería llamativa y joyas estridentes), ahora le
parecía que ese afán era excesivo, e iba por el mundo como una amish, o quizá,
todavía peor, cuando la luz despiadada de la primavera golpeaba su rostro, como
un amish. ¡Si llegaba a vieja, que fuera una ciudadana completa del viejo
mundo! «Para mí siempre estás preciosa», había dejado de decir Pete.
Pete se había quedado
sin trabajo con la nueva crisis económica. En un momento dado había estado a
punto de vivir con ella, pero los profundos problemas de su hijo le habían
hecho dar un paso atrás: pensaba que la quería pero no podía encontrar el
amplio espacio que necesitaba para sí mismo en su vida o en su casa (y no
culpaba a su hijo, ¿o sí?). Miraba con cierta codicia visible y agrias
observaciones la habitación donde su hijo, cuando estaba en casa, vivía con
mantas grandes, botes vacíos de helado, una Xbox y DVD.
Ya no sabía adónde
iba Pete, a veces durante semanas seguidas. Pensaba que era un acto de atención
y cariño no preguntar, intentar que no le preocupara. Una vez se sentía tan
hambrienta de contacto que fue al salón Trenza sin Estrés que había al lado de
casa sólo para que le lavaran el pelo. Las pocas veces que había volado a
Búfalo para ver a su hermano y a su familia, había escogido el cacheo y el
detector en vez de pasar por el escáner en el control de seguridad el
aeropuerto.
«¿Dónde está Pete?»,
gritaba su hijo cuando ella iba sola a visitarlo, el rostro escarlata por el
acné, hinchado y ancho por los efectos de medicamentos cambiados una y otra
vez, y ella decía que Pete estaba ocupado aquel día, pero pronto, muy pronto,
quizá la semana siguiente. Un vértigo maternal la asaltaba, la habitación daba
vueltas y las cicatrices de los cortes en los brazos de su hijo parecían a
veces deletrear el nombre de Pete en líneas delgadas, la pérdida de padres se
dibujaba toscamente en un álgebra de piel. En el desbarajuste de la habitación,
las líneas unidas y blancas parecían toscos garabatos en torno a una hoguera,
como cuando los jóvenes tallaban con trazos rígidos las palabras AMOR y FOLLAR
en mesas de merendero y árboles en los parques, con la o convertida en un
cuadrado. La mutilación era un idioma. Y al revés. Los cortes hacían que su
chico recibiera más cariño de las chicas, que también se habían cortado y pocas
veces veían a un chico, y así se hizo popular en las sesiones de grupo, algo
que no parecía importarle y que quizá ni notaba. Cuando nadie miraba se cortaba
las plantas de los pies. También fingía leer los pies de las chicas como
palmas, anunciando la llegada de desconocidos y el progreso hacia el romance
—«¡piemances!» los llamaba— y los inconvenientes, y a veces veía las palabras
que ellas habían cortado y señalado como su propio destino.
Ahora ella y Pete
iban a ver a su hijo sin las mermeladas, pero con un libro de bordes barbados
sobre Daniel Boone, lo que estaba permitido, aunque su hijo creyera que
contenía mensajes para él, aunque creyera que, si bien era una historia de una
persona de hacía mucho tiempo, también era la historia de su propia tristeza y
heroísmo frente a todo tipo de desierto, derrota y abducción donde su vida se
podía extender sobre el libro, una noble armadura para la revelación de relatos
sobre él. Habría claves en las palabras de las páginas con números que
sumaban su edad: 97, 88, 466. Había otras veladas alusiones a su existencia.
Siempre las había.
Se sentaron juntos a
la mesa de las visitas y su hijo apartó el libro e intentó sonreírles. Todavía
quedaba dulzura en sus ojos, la dulzura con la que había nacido, aunque la
furia pudiera brotar de ella de forma indiscriminada. Alguien había cortado su
pelo rubio oscuro, o al menos lo había intentado. Quizá alguien del personal no
quería que tuviera las tijeras cerca durante un periodo prolongado de tiempo y
había cortado rápidamente, luego se alejaba de un salto, volvía a acercarse,
agarraba y cortaba, después volvía a saltar. Por lo menos es lo que parecía.
Era un pelo ondulado y había que cortarlo cuidadosamente. Ahora ya no bajaba en
cascada sino que estaba cerca de la cabeza, y crecía en ángulos que no parecían
importar a nadie, salvo a una madre.
—¿Dónde has estado?
—le preguntó su hijo a Pete, mientras le dirigía una mirada dura.
—Buena pregunta —dijo
Pete, como si elogiar la cosa fuese a hacer que desapareciera. ¿Cómo se podía
estar bien de la cabeza en un mundo como aquél?
—¿Nos echas de menos?
—preguntó el chico.
Pete no contestó.
—¿Piensas en mí
cuando observas los negros capilares de los árboles por la noche?
—Supongo que sí.
—Pete lo miró fijamente, como si no quisiera cambiar de posición en su
asiento—. Siempre espero que estés bien y que te traten bien aquí.
—¿Piensas en mi madre
cuando miras las nubes y todo lo que contienen?
Pete volvió a
quedarse en silencio.
Su hijo continuó,
estudiando a Pete.
—¿Has visto alguna
vez cómo los gorriones matan a las crías de otros pájaros? ¿A las crías de los
chochines, por ejemplo? Los he mirado por las ventanas. ¿Sabías que los
gorriones pueden meterse en el nido del chochín y sacar a las crías de los
nidos y estrellarlas contra el suelo con una fuerza que te habría parecido
imposible para un gorrión? ¿Incluso para un gorrión asesino?
—La naturaleza puede
ser cruel —dijo Pete.
—¡La naturaleza puede
ser una película de terror! Pero el asesinato no es lo que uno espera de un
gorrión. En el mundo puede encontrarse de todo, pero normalmente tienes que
buscarlo. ¡Tienes que buscarlo! ¡Por ejemplo, tienes que buscarnos a nosotros!
Estamos un poco escondidos pero un poco no. Se nos puede encontrar. Si buscas
en los lugares evidentes, se nos puede encontrar. No hemos desaparecido, aunque
quieras, estamos aquí para…
—Ya basta —cortó a su
hijo, que se volvió hacia ella con una expresión distinta.
—Se supone que esta
tarde habrá pastel porque hay un cumpleaños —dijo él.
—¡Eso estaría muy
bien! —dijo ella, sonriendo.
—Sin velas, claro. O
tenedores. Tendremos que coger el glaseado y ponérnoslo en los ojos para
taparlos. ¿Has pensado alguna vez en ese momento de las velas en que el tiempo
se detiene, aunque esos momentos se lleven el humo? Es como el fuego del amor
que arde. ¿Alguna vez te has preguntado por qué tanta gente tiene cosas que no
merece pero lo absurdas que son todas esas cosas, para empezar? ¿Crees que un
deseo se puede hacer real si nunca, nunca, nunca jamás se lo cuentas a nadie?
En el camino de
vuelta a casa, ella y Pete no cruzaron palabra, y cada vez que miraba sus manos
envejecidas, aferradas artríticamente al volante, los pulgares familiares abajo
con su aire levemente simiesco, entendía de nuevo el lugar desesperado en el
que estaban los dos, aunque las desesperaciones estaban separadas, no unidas, y
sus ojos sentían luego la presión aguda de las lágrimas. La última vez que su
hijo había intentado hacerlo, el método fue, en las palabras del médico,
morbosamente ingenioso. Podía haber tenido éxito pero otra paciente, una chica
del grupo, lo había detenido en el último momento. Había habido que limpiar
sangre. En una época su hijo sólo quería un dolor que lo distrajera, pero
pronto quiso hacer un agujero en sí mismo y huir a través de él. La vida estaba
llena de espías y un espionaje preocupante. Sin embargo, a veces los espías
también huían y alguien podía tener que ir tras ellos a fin de,
paradójicamente, escapar por completo, sobre los campos ondulados de un sueño
viviente, hacia las madrugadoras montañas del significado que amanece.
Había una tormenta
por delante y los relámpagos produjeron su rápido y resuelto zigzag entre las
nubes. Ella no necesitaba una ilustración tan fuerte de que los horizontes
podían estallar, llenarse de mensajes, códigos rotos, pero ahí estaba. Una
nieve de primavera empezó a caer mientras los relámpagos continuaban, y Pete
activó el limpiaparabrisas para que los dos pudieran mirar por los semicírculos
limpios la carretera que se oscurecía ante ellos. Ella sabía que el mundo no se
había creado sólo para hablar con ella y, sin embargo, como con su hijo, a
veces las cosas lo hacían. Los árboles frutales habían florecido pronto, por
ejemplo, y los huertos ante los que pasaban eran rosas, pero el calor temprano
excluía a las abejas y por tanto habría pocos frutos. La mayor parte de las
flores que colgaban caerían en esa misma tormenta.
Cuando llegaron a la
casa y entraron, Pete se miró en el espejo del pasillo. Quizá necesitaba
comprobar que era un ser vivo y no el fantasma que parecía.
—¿Te apetece una
copa? —preguntó ella, esperando que se quedara—. Tengo un buen vodka. ¡Te puedo
hacer un ruso blanco riquísimo!
—Sólo vodka —dijo de
mala gana—. Solo.
Abrió el congelador y
encontró el vodka, y cuando volvió a cerrarlo se quedó esperando un momento,
mirando las fotos que había pegado con imanes a la nevera. De bebé, su hijo parecía
más feliz que la mayoría de los bebés. A los seis años seguía sonriendo y
sobreactuando, movía los brazos y las piernas como si explotaran, enseñaba sus
dientes perfectamente separados, el pelo que se rizaba en mechones dorados. A
los diez, su expresión ya era vagamente melancólica y temerosa, aunque había
luz en sus ojos, con sus encantadores primos junto a él. Había un adolescente
rechoncho, que rodeaba a Pete con un brazo. Y en la esquina estaba otra vez el
bebé, en brazos de su padre digno y apuesto, a quien su hijo no recordaba
porque había muerto hacía mucho. Había que aceptar todo eso. La vida no era una
alegría encima de otra. Sólo era la esperanza de menos dolor, la esperanza
jugada como una carta sobre otra esperanza, un deseo de amabilidad y
misericordia que surgieran como reyes y reinas en un inesperado cambio de
juego. Podías sujetar las cartas tú mismo o no: caían del mismo modo de todas
formas. La ternura no entraba salvo de manera defectuosa y por azar.
—¿No quieres hielo?
—No —dijo Pete—. No,
gracias.
Puso dos vasos de
vodka en la mesa de la cocina y se sentaron.
—Quizá esto te ayude
a dormir —dijo ella.
—No sé si hay algo
que pueda hacerlo —dijo, y bebió un trago. El insomnio lo atormentaba.
—Mañana lo traeré a
casa —dijo—. Necesita su hogar, su casa, su habitación. No es un peligro para
nadie.
Pete bebió un poco
más, sorbiendo ruidosamente. Ella veía que no quería saber nada, pero le
parecía que no tenía otra elección que continuar.
—A lo mejor puedes
ayudar. Te admira.
—¿Ayudar ahora?
—preguntó Pete con un destello de ira. Hubo un ruido de cristal sobre la mesa.
—Podríamos pasar
parte de la noche cerca de él —dijo ella.
El teléfono sonó. El
Radio Shack prácticamente sólo traía malas noticias, y su sonido, especialmente
por la noche, la asustaba. Reprimió un escalofrío pero aun así sus hombros se
alzaron y se encorvaron. Se puso en pie.
—¿Diga? —dijo,
contestó la tercera vez que sonó, el corazón le latía con fuerza. Pero la
persona que había al otro lado colgó. Volvió a sentarse—. Supongo que se han
equivocado —dijo, y añadió—: Igual te apetece más vodka.
—Sólo un poco. Luego
tengo que irme.
Le echó un poco más.
Le había dicho lo que quería decir y no quería tener que convencerlo. Esperaría
a que él diera un paso adelante con las palabras adecuadas. A diferencia de
algunas de sus amigas más mezquinas, que no paraban de advertirla, creía que
había una parte profundamente buena en él y siempre la esperaba con paciencia.
¿Qué otra cosa podía hacer?
El teléfono volvió a
sonar.
—Probablemente es
telemarketing —dijo él.
—Los odio —dijo
ella—. ¿Hola? —dijo en voz más alta hacia el receptor.
Esa vez, cuando el
que llamaba colgó, miró el número en el teléfono, en el rectángulo iluminado
donde se veía el identificador de llamada.
Se sentó y se echó
más vodka.
—Alguien está
llamando desde tu apartamento —dijo.
Él se bebió el resto
de su vodka. «Será mejor que me vaya», dijo, y se levantó y fue hacia la
puerta. Ella lo siguió. En la puerta lo miró agarrar el pomo y girar con
firmeza. Abrió la puerta, tapando el espejo.
—Buenas noches —dijo.
Su expresión ya se había ido a un lugar lejano.
Ella lo abrazó para
besarlo, pero él volvió la cabeza abruptamente y la boca terminó besando la
oreja. Recordó que había hecho ese movimiento evasivo ocho años antes, al
principio, cuando se conocieron y él estaba en situación de solapamiento
romántico.
—Gracias por
acompañarme —dijo.
—De nada —contestó
él, luego bajó deprisa las escaleras hasta su coche, que estaba aparcado
enfrente. Ella no intentó seguirlo. Cerró la puerta y echó el pestillo,
mientras el teléfono volvía a sonar. Apagó todas las luces, incluidas las del
porche.
Fue a la cocina. No
había podido leer el identificador de llamada sin las gafas de leer, y se había
inventado que era el número de Pete, aunque él lo había hecho verdad de todas
formas; lo que era la magia negra de las mentiras, las buenas intuiciones y los
faroles hábiles. «¿Diga?», respondió, contestando en el quinto pitido. El
rectángulo de plástico donde debía aparecer el número estaba oculto como por un
telón de gasa, una página de papel cebolla sobre la cebolla. O más bien, sobre
la imagen de una cebolla. Una pintura encima de otra.
—Buenas noches —dijo
en voz alta. ¿Qué saldría? Una pata de mono. Una señora. Un tigre.
Pero no había
absolutamente nada.
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