Cuento para tahúres
Rodolfo Walsh
Salió no más el 10,
un 4 y un 6 cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía rato que me
habían dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados a la
mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores palideció y se
pasó el pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento
los billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo
largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron
como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con
estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y empezó a sacudirlos. Un
doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro. Parecía barajar un
problema que se le hacía cada vez más difícil. Por fin se encogió de hombros.
—Lo que quieran... —dijo.
Ya nadie se acordaba
del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba desde lejos sin
animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó y echó sobre la mesa, sin
contarlo, un montón de plata.
—La suerte es la
suerte dijo con una lucecita asesina en la mirada. Habrá que irse a dormir.
Yo soy hombre
tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la puerta. Pero
Flores bajó la vista y se hizo el desentendido.
—Hay que saber perder
—dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en la mesa. Y
añadió con retintín: —Total, venimos a divertirnos.
—¡Siete pases
seguidos! —comentó, admirado, uno de los de afuera. Flores lo midió de arriba
abajo.
—¡Vos, siempre
rezando! —dijo con desprecio.
Después he tratado de
recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el alboroto.
Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda,
por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él por el
ancho de la mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó dos o
tres más hicieron lo mismo. Yo me figuré que sería por el interés del juego,
pero después vi que Pereyra tenía la vista clavada en las manos de Flores. Los
demás miraban el paño verde donde iban a caer los dados, pero él sólo miraba
las manos de Flores.
El montoncito de las
apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y hasta algunas monedas
que puso uno de los de afuera. Flores parecía vacilar. Por fin largó los dados.
Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las manos de Flores.
—El cuatro —cantó
alguno.
En aquel momento, no
sé por qué, recordé los pases que había echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9,
el 8, el 6, el 10... Y ahora buscaba otra vez el 4.
El sótano estaba
lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que le trajera un
café, y el otro se marchó rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente mirando la
cara de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de tanto en
tanto y decía con voz pastosa:
—¡Voy diez a la
contra!—. Después se volvía a quedar dormido.
Los dados sonaban en
el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos rodaban tras ellos. Por
fin alguien exclamó:
—¡El cuatro!
En aquel momento
agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había una
lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo
añicos. El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo.
Yo me hice chiquito
en mi rincón y pensé para mis adentros: “Pobre Flores, era demasiada suerte”.
Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un dado. Tanteando en
la oscuridad, encontré el compañero.
En medio del
desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando
los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores seguía parado con el
cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en
su silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.
“Le erraron a
Flores”, pensé en el primer momento, “y le pegaron al otro. No hay nada que
hacerle, esta noche está de suerte”.
Entre varios alzaron
a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez (que había
bajado con el café) no quiso que lo pusieran sobre la mesa de billar para que
no le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada que hacer.
Me acerqué a la mesa
y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un revólver 48.
Como quien no quiere
la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la escalera. Cuando
salí a la calle había muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la
esquina.
Aquella misma noche
me acordé de los dados que llevaba en el bolsillo —¡lo
que es ser distraído! —, y me puse a jugar solo, por puro
gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos
números y sobraban otros. Uno de los "chivos" tenía el 3, el 4 y el 5
repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados
no se podía perder. No se podía perder en el primer tiro, porque no se podía
formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se podía
perder en los demás porque no se podía sacar el 7, que es el número perdedor
después de la primera mano. Recordé que Flores había echado siete pases
seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el
6, el 10... Y a lo último había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni
una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no había
sacado un solo 7, que es el número más salidor.
Y, sin embargo,
cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que era el
último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1.
Al día siguiente
extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron, no sé; por un
tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me enteré por los diarios que
Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que Flores hacía
trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo
el mundo sabía que era mal perdedor. En aquella racha de Flores se le habían
ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el
tiro, y en vez de matar a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo también había
pensado en el primer momento.
Pero después tuvieron
que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a la fuerza.
Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad, pero
Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la
distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios
rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban detrás de él. Si hubiera
sido él quien dio el manotazo dijeron los vidrios habrían caído del otro lado
de la mesa de billar, donde estaban Flores y Zúñiga.
El asunto quedó sin
aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque estaban todos
inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía
haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo,
que no llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo
averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los que estaban alrededor de la
mesa y eran ocho o nueve pudo pegarle el tiro a Zúñiga.
Yo no sé quién habrá
sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta que cobrarle.
Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me
sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por un
par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los
pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría
dos veces, tres veces... y seguiría ganando. Por difícil que fuera el número
que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo
dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede perder.
Claro que yo no
esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me enteraría
por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante compañía!
Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a la
suerte es peligroso...
Sí, yo creo que fue
Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en defensa
propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él.
Zúñiga por algún antiguo rencor, tal vez le había puesto los dados falsos en el
cubilete, lo había condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo,
lo había condenado a que lo mataran, o a dar una explicación humillante en la
que nadie creería.
Flores tardó en darse
cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se intranquilizó; y
cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba y no le
quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar los dados,
comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a Jiménez de
encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el momento. El momento era
cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y cuando todos
se inclinaran instintivamente sobre los dados.
Entonces rompió la
bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel pañuelo
a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los
“chivos” y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se
comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después
metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el
otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes,
los tiró sobre la mesa.
Y esta vez sí echó
clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más salidor...
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