EL DATO ESCONDIDO
Mario Vargas
Llosa
En alguna parte, Ernest Hemingway cuenta que, en
sus comienzos literarios, se le ocurrió de pronto, en una historia que estaba
escribiendo, suprimir el hecho principal: que su protagonista se ahorcaba. Y
dice que, de este modo, descubrió un recurso narrativo que utilizaría con frecuencia
en sus futuros cuentos y novelas. En efecto, no sería exagerado decir que las
mejores historias de Hemingway están llenas de silencios significativos, datos
escamoteados por un astuto narrador que se las arregla para que las
informaciones que calla sean sin embargo locuaces y azucen la imaginación del
lector, de modo que éste tenga que llenar aquellos blancos de la historia con
hipótesis y conjeturas de su propia cosecha. Llamemos a este procedimiento ‘el
dato escondido’ y digamos rápidamente que, aunque Hemingway le dio un uso
personal y múltiple (algunas veces, magistral), estuvo lejos de inventarlo,
pues es una técnica vieja como la novela y que aparece en todas las historias
clásicas.
Pero, es verdad que pocos autores modernos se
sirvieron de él con la audacia con que lo hizo el autor de El viejo y
el mar. ¿Recuerda usted ese cuento magistral, acaso el más célebre de
Hemingway, llamado «Los asesinos»? Lo más importante de la historia es un
gran signo de interrogación: ¿por qué quieren matar al sueco Ele Andreson ese
par de forajidos que entran con fusiles de cañones recortados al pequeño
restaurante Henry’s de esa localidad innominada? ¿Y por qué ese misterioso Ole
Andreson, cuando el joven Nick Adams le previene que hay un par de asesinos
buscándolo para acabar con él, rehúsa huir o dar parte a la policía y se
resigna con fatalismo a su suerte? Nunca lo sabremos. Si queremos una respuesta
para estas dos preguntas cruciales de la historia, tenemos que inventárnosla
nosotros, los lectores, a partir de los escasos datos que el narrador
omnisciente e impersonal nos proporciona: que, antes de avecindarse en el
lugar, el sueco Ole Andreson parece
haber sido boxeador, en Chicago, donde algo hizo (algo errado, dice él) que
selló su suerte.
El «dato escondido» o narrar por omisión, no puede
ser gratuito y arbitrario. Es preciso que el silencio del narrador sea
significativo, que ejerza una influencia inequívoca sobre la parte explícita de
la historia, que esa ausencia se haga sentir y active la curiosidad, la
expectativa y la fantasía del lector.
Hemingway fue un eximio maestro en el uso de esta
técnica narrativa, como se advierte en “Los asesinos”, ejemplo de economía narrativa,
texto que es como la punta de un iceberg, una pequeña prominencia visible que
deja entrever en su brillantez relampagueante toda la compleja masa anecdótica
sobre la que reposa y que ha sido birlada al lector. Narrar callando, mediante
alusiones que convierten el escamoteo en expectativa y fuerzan al lector a
intervenir activamente en la elaboración de la historia con conjeturas y
suposiciones, es una de las más frecuentes maneras que tienen los narradores
para hacer brotar vivencias en sus historias, es decir, dotarlas de poder de
persuasión.
¿Recuerda usted el gran ‘dato escondido’ de la (a
mi juicio) mejor novela de Hemingway, The sun also rises? Sí, esa
misma: la importancia de Jake Barnes, el narrador de la novela. No está nunca
explícitamente referida; ella va surgiendo -casi me atrevería a decir que el
lector, espoleado por lo que lee, la va imponiendo al personaje- de un silencio
comunicativo, esa extraña distancia física, la casta relación corporal que lo
une a la bella Brett, mujer a la que transparentemente y que sin duda también
lo ama y podría haberlo amado si no fuera por algún obstáculo o impedimento del
que nunca tenemos información precisa. La impotencia de Jake Barnes es un
silencio extraordinariamente explícito, una ausencia que se va haciendo muy
llamativa a medida que el lector se sorprende con el comportamiento inusitado y
contradictorio de Jake Barnes para con Brett, hasta que la única manera de
explicárselo es descubriendo (¿inventando?) su importancia. Aunque silenciado,
o, tal vez, precisamente por la manera en que lo está, ese ‘dato escondido’
baña la historia de The sun also rises con una luz muy
particular.
La celosía, de
Robbe-Grillet (La Jalousie, en francés) es otra novela donde un
ingrediente esencial de la historia –nada menos que el personaje central – ha
sido exiliado de la narración, pero de tal modo que su ausencia se proyecta en
ella de manera que se hace sentir a cada instante. Como en casi todas las
novelas de Robbe-Grillet, en La
Jalousie no hay propiamente una historia, no por lo menos como se
entendía a la manera tradicional –un argumento con principio, desarrollo y
conclusión-, sino, más bien, los indicios o síntomas de una historia que
desconocemos y que estamos obligados a reconstruir como los arqueólogos reconstruyen
los palacios babilónicos a partir de un puñado de piedras enterradas por los
siglos, o los zoológicos reedifican a los dinosaurios y pterodáctilos de la
prehistoria valiéndose de una clavícula o un metacarpo. De manera que podemos
decir que las novelas de Robbe-Grillet
están todas concebidas a partir de ‘datos escondidos’.
Ahora bien, en La Jalousie este
procedimiento es particularmente funcional, pues, para que lo que en ella se
encuentra tenga sentido, es imprescindible que esa ausencia, ese ser abolido,
se haga presente, tome forma en la conciencia del lector. ¿Quién es ese ser
invisible? Un marido celoso, como lo sugiere el título del libro con su
ambivalente significado (jalousie) es celosía, una ventana
enrejada, pero también los celos), alguien que, poseído por el demonio de la
desconfianza, espía minuciosamente todos los movimientos de la mujer a la que
cela sin ser advertido por ella. Esto no lo sabe con certeza el lector; lo
deduce o inventa inducido por la naturaleza de la descripción, que es la de una
mirada obsesiva, enfermiza, dedicada al escrutinio detallado, enloquecido, de
los más ínfimos desplazamientos, gestos e iniciativas de la esposa. ¿Quién es
el matemático observador? ¿Por qué somete a esa mujer a este asedio visual?
Esos ‘datos escondidos’ no tienen respuesta dentro del discurso novelesco y el
propio lector debe esclarecerlos a partir de las pocas pistas que la novela le
ofrece. A esos ‘datos escondidos’ definitivos, abolidos para siempre de una
novela, podemos llamarlos elípticos, para diferenciarlos de los que sólo han
sido temporalmente ocultados al lector, desplazados en la cronología novelesca
para crear expectativa, suspenso, como ocurre en las novelas policiales, donde
sólo al final se descubre al asesino. A esos ‘datos escondidos’ sólo
momentáneos -descolocados- podemos llamarlos ‘datos escondidos en hipérbaton’,
figura poética que, como usted recordará, consiste en descolocar una palabra en
el verso por razones de eufonía o rima (“Era del año la estación florida…” en
vez del orden regular: “Era la estación florida del año…”).
Quizás el ‘dato escondido’ más notable en una
novela moderna sea el que tiene lugar en la tremebunda Santuario (Sanctuary),
de Faulkner, donde el cráter de la historia -la desfloración de la juvenil y
frívola Temple Drake, por Popeye, un gángster impotente y psicópata, valiéndose
de una mazorca de maíz- está desplazado y disuelto en hilachas de información
que permiten al lector, poco a poco y retroactivamente, tomar conciencia del
horrendo suceso. De este ominoso, abominable silencio, irradia la atmósfera en
que transcurre Santuario: una atmósfera de salvajismo, represión
sexual, miedo, prejuicio y primitivismo que da a Jefferson, Memphis y los otros
escenarios de la historia, un carácter simbólico, de mundo del ‘mal’, de la
perdición y caída del hombre, en el sentido bíblico del término. Más que una
transgresión de las leyes humanas, la sensación que tenemos ante los horrores
de esta novela -la violación de Temple es apenas uno de ellos; hay, además, un
ahorcamiento, un linchamiento por fuego, varios asesinatos y un variado abanico
de degradaciones morales- es la de una victoria de los poderes infernales, de
una derrota del bien por un espíritu de perdición, que ha logrado enseñorearse
de la tierra. Todo Santuario está armado con ‘datos escondidos’. Además de la
violación de Temple Drake, hechos tan importantes como el asesinato de Tommy y
de Red o la impotencia de Popeye son, primero, silencios, omisiones que sólo
retroactivamente se van revelando al lector, quien, de este modo, gracias a
esos ‘datos escondidos en hipérbaton’ va comprendiendo cabalmente lo sucedido y
estableciendo la cronología real de los sucesos. No sólo en ésta, en todas sus
historias, Faulkner fue también consumado maestro en el uso del ‘dato
escondido’.
Quisiera ahora, para terminar con un último ejemplo
de ‘dato escondido’, dar un salto atrás de quinientos años, hasta una de las
mejores novelas de caballerías medievales, el Tirant lo Blanc, de
Joanot Martorell, una de mis novelas de cabecera. En ella el ‘dato escondido’
-en sus dos modalidades: como hipérbaton o como elipsis- es utilizado con la
destreza de los mejores novelistas modernos. Veamos cómo está estructurada la
materia narrativa de uno de los cráteres activos de la novela: las bodas sordas
que celebran Tirant y Carmesina y Diafebus y Estefanía (episodio que abarca
desde mediados del capítulo CLXII hasta mediados del CLXIII). Este es el
contenido del episodio. Carmesina y Estefanía introducen a Tirant y Diafebus en
una cámara del palacio. Allí, sin saber que Plaerdemavida los espía por el ojo
de la cerradura, las dos parejas pasan la noche entregadas a juegos amorosos,
benignos en el caso de Tirant y Cermesina, radicales en el de Diafebus y
Estefanía. Los amantes se separan al alba y, horas más tarde, Plaerdemavida
revela a Estefanía y Carmesina que ha sido testigo ocular de las bodas sordas.
En la novela esta secuencia no aparece en el orden
cronológico ‘real’, sino de manera discontinua, mediante ‘mudas’ temporales y
un ‘dato escondido’ en hipérbaton, gracias a lo cual el episodio se enriquece
extraordinariamente de vivencias. El relato refiere los preliminares, la
decisión de Carmesina y Estefanía de introducir a Tirant y Diafebus en la
cámara y se explica cómo Carmesina, maliciando que iba a haber “celebración de
bodas sordas”, simula dormir. El narrador impersonal y omnisciente prosigue,
dentro del orden ‘real’ de la cronología, mostrando el deslumbramiento de
Tirant cuando ve a la bella princesa y cómo cae de rodillas y le besa las
manos. Aquí se produce la primera ‘muda temporal’ o ruptura de la cronología:
“Y cambiaron muchas amorosas razones. Cuando les pareció que era hora de irse,
se separaron uno del otro y regresaron a su cuarto”. El relato da un salto al
futuro, dejando en ese hiato, en ese abismo de silencio, una sabia
interrogación: “¿Quién pudo dormir esa noche, unos por amor, otros por dolor?”
La narración conduce luego al lector a la mañana siguiente.
Plaerdemavida se levanta, entra a la cámara de la
princesa Carmesina y encuentra a Estefanía “toda llena de déjame estar”. ¿Qué
ocurrió? ¿Por qué ese abandono voluptuoso de Estefanía? Las insinuaciones,
preguntas, burlas y picardías de la deliciosa Plaerdemavida van dirigidas, en
verdad, al lector, cuya curiosidad y malicia atizan. Y, por fin, luego de este
largo y astuto preámbulo, la bella Plaerdemavida revela que la noche anterior
ha tenido un sueño, en el que vio a Estefanía introduciendo a Tirant y Diafebus
en la cámara. Aquí se produce la segunda ‘muda temporal’ o salto cronológico en
el episodio. Este retrocede a la víspera y, a través del supuesto sueño de
Plaerdemavida, el lector descubre lo ocurrido en el curso de las bodas sordas.
El dato escondido sale a la luz, restaurando la integridad del episodio.
¿La integridad cabal? No del todo. Pues, además de
esta ‘muda temporal’, como usted habrá observado, se ha producido también una
‘muda espacial’, un cambio de punto de vista espacial, pues quien narra lo que
sucede en las bodas sordas ya no es el narrador impersonal y excéntrico del
principio, sino Plaerdemavida, un narrador-personaje, que no aspira a dar un
testimonio objetivo sino cargado de subjetividad (sus comentarios jocosos,
desenfadados, no sólo subjetivizan el episodio; sobre todo, lo descargan de la
violencia que tendría narrada de otro modo la desfloración de Estefanía por
Diafebus). Esta muda doble -temporal y espacial- introduce pues una ‘caja
china’ en el episodio de las bodas sordas, es decir una narración autónoma (la
de Plaerdemavida) contenida dentro de la narración general del
narrador-omnisciente. (Entre paréntesis, diré que Tirant lo Blanc utiliza
muchas veces también el procedimiento de las ‘cajas chinas’ o ‘muñecas rusas’.
Las proezas de Tirant a lo largo del año y un día que duran las fiestas en la
corte de Inglaterra no son reveladas al lector por el narrador-omnisciente,
sino a través del relato que hace Diafebus al Conde de Varoic; la toma de Rodas
por los genoveses transparece a través de un relato que hacen a Tirant y al
Duque de Bretaña dos caballeros de la corte de Francia, y la aventura del
mercader Gaubedi surge de una historia que Tirant cuenta a la Viuda Reposada.)
De este modo, pues, con el examen de un solo episodio de este libro clásico,
comprobamos que los recursos y procedimientos que muchas veces parecen
invenciones modernas por el uso vistoso que hacen de ellos los escritores
contemporáneos, en verdad forman parte del acervo novelesco, pues los usaban ya
con desenvoltura los narradores clásicos. Lo que los modernos han hecho, en la
mayoría de los casos, es pulir, refinar o experimentar con nuevas posibilidades
implícitas en unos sistemas de narrar que surgieron a menudo con las más
antiguas manifestaciones escritas de la ficción.
Quizás valdría la pena, antes de terminar esta
carta, hacer una reflexión general, válida para todas las novelas, respecto a
una característica innata del género de la cual se deriva el procedimiento del
‘dato escondido’, la parte escrita de toda novela es sólo una sección o
fragmento de la historia que cuenta: ésta, desarrollada a cabalidad, con la
acumulación de todos sus ingredientes sin excepción -pensamientos, gestos,
objetos, coordenadas culturales, materiales históricos, psicológicos,
ideológicos, etcétera, que presupone y contiene la historia total- abarca un
material infinitamente más amplio que el explícito en el texto y que novelista
alguno, ni aun el más profuso y caudaloso y con menos sentido de la economía
narrativa, estaría en condiciones de explayar en su texto.
Para subrayar este carácter inevitablemente parcial
de todo discurso narrativo, el novelista Claude Simon —quien de este modo
quería ridiculizar las pretensiones de la literatura ‘realista’ de reproducir
la realidad— se valía de un ejemplo: la descripción de una cajetilla de cigarrillos
Gitanes. ¿Qué elementos debía incluir aquella descripción para ser realista?,
se preguntaba. El tamaño, color, contenido, inscripciones, materiales de que
esa envoltura consta, desde luego. ¿Sería eso suficiente? En un sentido
totalizador, de ninguna manera. Había falta, también, para no dejar ningún dato
importante fuera, que la descripción incluyera asimismo un minucioso informe
sobre los procesos industriales que están detrás de la confección de ese
paquete y de los cigarrillos que contiene, y, por qué no, de los sistemas de
distribución y comercialización que los trasladan de productor hasta el
consumidor. ¿Se habría agotado de este modo la descripción total de la
cajetilla de Gitanes? Por supuesto que no. El consumo de cigarrillos no es un
hecho aislado, resulta de la evolución de las costumbres y la implantación de
las modas, está entrañablemente conectado con la historia social, las
mitologías, las políticas, los modos de vida de la sociedad; y, de otro lado,
se trata de una práctica -hábito o vicio- sobre la que la publicidad y la vida
económica ejercen una influencia decisiva, y que tiene unos efectos
determinados sobre la salud del fumador.
De donde no es difícil concluir, por este camino de
la demostración llevada a extremos absurdos, que la descripción de cualquier
objeto, aun el más insignificante, alargada con un sentido totalizador, conduce
pura y simplemente a esa pretensión utópica: la descripción del universo.
De las ficciones, podría decirse, sin duda, una
cosa parecida. Que si un novelista a la hora de contar una historia, no se
impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a esconder ciertos datos),
la historia que cuenta no tendría principio ni fin, de alguna manera llegaría a
conectarse con todas las historias, ser aquella quimérica totalidad, el
infinito universo imaginario donde coexisten visceralmente emparentadas todas
las ficciones.
Ahora bien. Si se acepta este supuesto, que una
novela -o, mejor, una ficción escrita- es sólo un segmento de la historia
total, de la que el novelista se ve fatalmente obligado a eliminar innumerables
datos por ser superfluos, prescindibles y por estar implicados en los que sí
hace explícitos, hay de todas maneras que diferenciar aquellos datos excluidos
por obvios o inútiles, de los ‘datos escondidos’ a que me refiero en esta
carta. En efecto, mis ‘datos escondidos’ no son obvios ni inútiles. Por el
contrario, tienen funcionalidad, desempeñan un papel en la trama narrativa, y
es por eso que su abolición o desplazamiento tienen efectos en la historia,
provocando reverberaciones en la anécdota o los puntos de vista.
Finalmente, me gustaría repetirle una comparación
que hice alguna vez comentando Santuario de Faulkner. Digamos
que la historia completa de una novela (aquella hecha de datos consignados y
omitidos) es un cubo. Y que, cada novela particular, una vez eliminados de ella
los datos superfluos y los omitidos deliberadamente para obtener un determinado
efecto, desprendida de ese cubo adopta una forma determinada: ese objeto, esa
escultura, reflejan la originalidad del novelista. Su forma ha sido esculpida
gracias a la ayuda de distintos instrumentos, pero no hay duda de que uno de
los más usados y valiosos para esta tarea de eliminar ingredientes hasta que se
delinea la bella y persuasiva figura que queremos, es la del ‘dato escondido’
(si no tiene usted un nombre más bonito que darle a este procedimiento).
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