LA
MUJER ADÚLTERA
Albert Camus
De
repente se oyó con nitidez el aullido del viento, y la bruma mineral que
rodeaba al autocar se hizo aún más espesa. La arena caía ahora a puñados sobre
los cristales, como arrojada por manos invisibles. La mosca agitó un ala
friolera, se agachó sobre sus patas y alzó el vuelo. El autocar aminoró la
marcha dando la impresión de que estaba a punto de detenerse. Después el viento
pareció calmarse, la bruma se aclaró un poco y el vehículo recuperó velocidad.
En el paisaje ahogado por el polvo se abrieron agujeros de luz. Dos o tres
palmeras escuálidas y blanquecinas, que parecían recortadas en metal, surgieron
en el cristal para desaparecer al instante.
—¡Qué país! —dijo
Marcel.
El
autocar estaba lleno de árabes que fingían dormir sepultados en sus chilabas.
Algunos habían recogido los pies debajo del asiento y oscilaban más que los
otros con el movimiento del vehículo. Su silencio, su impasibilidad, terminaban
por resultar ominosos a Janine; le parecía que hacía días que viajaba con
aquella escolta muda. Sin embargo, el autocar había salido al amanecer de la
terminal de ferrocarril, y hacía dos horas que avanzaba en la mañana fría por
un páramo pedregoso, desolado, que al menos al principio se extendía en líneas
rectas hacia horizontes rojizos. Pero se había levantado el viento y poco a
poco se había tragado la inmensa llanura. A partir de aquel momento los
viajeros no habían podido ver nada más; se habían ido callando uno tras otro
para navegar en silencio por una especie de noche blanca, enjugándose a ratos
los labios y los ojos, irritados por la arena que se infiltraba en el coche.
«¡Janine!»
El grito de su marido la sobresaltó. Pensó una vez más en lo ridículo de aquel
nombre, grande y fuerte, lo mismo que ella. Marcel quería saber dónde estaba el
maletín de las muestras. Ella exploró con el pie el espacio vacío debajo del
asiento, encontró un objeto y dedujo que era el maletín. De hecho, no podía
agacharse sin sofocarse un poco. Sin embargo, en el colegio era la primera en
gimnasia y sus pulmones eran inagotables. ¿Tanto tiempo hacía de eso?
Veinticinco años. Pero veinticinco años no eran nada, porque le parecía que era
ayer cuando aún dudaba entre la vida libre y el matrimonio, y que era ayer
también cuando pensaba con angustia en el día en que quizá envejecería sola. No
estaba sola, y aquel estudiante de Derecho que no quería dejarla nunca se
encontraba ahora a su lado. Había terminado por aceptarle, aunque fuera un poco
bajito y aunque no le gustara demasiado su risa ávida y breve, ni sus ojos
negros demasiado saltones. Pero le gustaban sus ganas de vivir, algo que
compartía con los franceses de aquel país. También le gustaba su aspecto
lamentable cuando los acontecimientos, o los hombres, no respondían a sus
expectativas. Sobre todo, le gustaba ser amada, y él la había inundado de
atenciones. Haciéndole sentir tan a menudo que ella existía para él, la hacía
existir realmente. No, no estaba sola…
El
autocar se abrió paso entre obstáculos invisibles con grandes toques de bocina.
Sin embargo, en el coche nadie se movió. De repente Janine sintió que alguien
la miraba y se volvió hacia el asiento contiguo al suyo, del otro lado del
pasillo. Aquel individuo no era un árabe y le extrañó no haberlo advertido al
principio. Llevaba el uniforme de las unidades francesas del Sahara y un quepis
de tela parda sobre un curtido rostro de chacal, largo y puntiagudo. La
examinaba con sus ojos claros, fijamente, con una especie de hastío. De repente
ella se ruborizó y se volvió hacia su marido que seguía mirando hacia el
frente, hacia la bruma y el viento. Se arropó en el abrigo. Pero aún seguía
viendo al soldado francés, alto y delgado, tan delgado en su guerrera ajustada
que parecía fabricado con algún material seco y friable, una mezcla de arena y
huesos. Fue entonces cuando vio las manos flacas y el rostro quemado de los
árabes que iban delante de ella, y observó que parecía que estaban a sus
anchas, a pesar de sus vestimentas amplias, en aquellos asientos en los que
ella y su marido apenas cabían. Recogió junto al cuerpo los faldones del
abrigo. Sin embargo ella no era tan gorda, sino más bien grande y llena, carnal
y aún deseable —bien lo adivinaba en la mirada de los hombres— con su cara un
tanto infantil, sus ojos frescos y claros, en contraste con aquel cuerpo grande
que ella sabía tibio y relajante.
No,
nada sucedía como ella lo hubiera imaginado. Había protestado cuando Marcel
quiso que le acompañara en su gira. Hacía tiempo que él pensaba en aquel viaje,
exactamente desde el final de la guerra, a partir del momento en que los
negocios habían vuelto a la normalidad. Antes de la guerra, cuando él abandonó
sus estudios de Derecho, el pequeño comercio de tejidos que le habían
traspasado sus padres les había ayudado a vivir más o menos bien. Los años de
juventud pueden ser felices, en la costa. Pero a él no le gustaba demasiado el
esfuerzo físico y pronto dejó de llevarla a las playas. No salían de la ciudad
en el utilitario más que para el paseo de los domingos. El resto del tiempo él
prefería su almacén de tejidos multicolores, a la sombra de los soportales de
aquel barrio medio indígena, medio europeo. Vivían encima del comercio, en tres
habitaciones decoradas con tapicerías árabes y muebles de Barbes. No habían
tenido hijos. Los años habían pasado en aquella penumbra que mantenían con los
postigos entornados. Durante el verano, las playas, los paseos, el mismo cielo
parecían lejanos. Salvo los negocios, nada parecía interesar a Marcel. Ella
había creído descubrir que su verdadera pasión era el dinero, y aquello no le
gustaba sin saber muy bien por qué. Después de todo a ella la beneficiaba. Él
no era avaro; al contrario, era generoso, sobre todo con ella. «Si algo me
sucede —decía—, estarás a cubierto.» Y en efecto, era necesario estar a
cubierto de la necesidad. ¿Pero dónde hallar abrigo de lo demás, de aquello que
no eran las necesidades más simples? Eso era lo que ella sentía confusamente de
tarde en tarde. Mientras tanto ayudaba a Marcel a llevar las cuentas y a veces
le sustituía en la tienda. Lo más duro era el verano cuando el calor mataba
hasta la suave sensación de aburrimiento.
De
repente, y precisamente en pleno verano, la guerra, Marcel movilizado y después
declarado inútil, la penuria de tejidos, el negocio parado, las calles
desiertas y calientes. En adelante, si algo sucedía ella ya no estaría a
cubierto. Por eso era por lo que en cuanto volvieron las telas al mercado a Marcel
se le había ocurrido recorrer los pueblos de la meseta y del sur para ahorrarse
intermediarios y vender directamente a los mercaderes árabes. Había querido
llevarla con él. Ella sabía que las comunicaciones eran difíciles, respiraba
mal, y hubiera preferido esperarle. Pero él era obstinado y ella había aceptado
porque se hubiera necesitado demasiada energía para negarse. En ello estaban
ahora y, de verdad, nada se parecía a lo que había imaginado. Había tenido
miedo del calor, de los enjambres de moscas, de los hoteles pringosos llenos de
olores anisados. No había pensado en el frío, en el viento cortante, en esos
páramos casi polares llenos de morrenas de guijarros. Había soñado también con
palmeras y arena fina. Ahora veía que el desierto no era nada de eso, sino
solamente piedra, piedra por todas partes, en el cielo, donde aún reinaba,
crujiente y frío, únicamente el polvo de piedra, como en la tierra, donde
solamente crecían, entre las piedras, gramíneas secas.
El
autocar se detuvo bruscamente. El chófer lanzó de sopetón algunas palabras en
aquella lengua que ella había oído toda su vida sin llegar a entenderla nunca.
«¿Qué sucede?», preguntó Marcel. El chófer, esta vez en francés, dijo que el
carburador se había debido obstruir con la arena y Marcel maldijo una vez más
aquel país. El chófer se echó a reír enseñando toda la dentadura y aseguró que
aquello no era nada, limpiaría el carburador y luego se irían. Abrió la puerta
y al momento el viento helado se precipitó dentro del coche perforándoles el
rostro con mil granos de arena. Todos los árabes sumergieron la nariz en las
chilabas y encogieron el cuerpo. «¡Cierra la puerta!», aulló Marcel. El chofer
se reía volviendo hacia la puerta. Tomó tranquilamente algunas herramientas de
debajo del salpicadero, y después, minúsculo en la bruma, desapareció de nuevo
por la parte delantera, sin cerrar la puerta. Marcel suspiró. «Puedes estar
segura de que no ha visto un motor en su vida.» «Es igual», dijo Janine. De
repente se sobresaltó. En el terraplén, muy cerca del autocar, unas formas
envueltas en mantas permanecían inmóviles. Detrás de una muralla de velos sólo
se veían sus ojos, bajo la capucha de la chilaba. Mudos, surgidos quién sabe de
dónde, contemplaban a los viajeros.
«Pastores», dijo
Marcel.
En
el interior del coche el silencio era completo. Con la cabeza baja todos los
pasajeros parecían escuchar la voz del viento en libertad sobre aquellos
interminables cerros. De repente Janine se asombró de la casi total ausencia de
equipaje. En la terminal de ferrocarril el chófer había colocado en el techo su
baúl y algunos fardos. En las redecillas del interior del coche sólo se veían
bastones nudosos y morrales fláccidos. Al parecer toda aquella gente del Sur
viajaba con las manos vacías.
Pero
el chófer regresó, siempre alerta. También él se había cubierto el rostro y
sólo sus ojos reían por encima de los pañuelos. Anunció que ya se iban. Cerró
la puerta, el viento cesó y se oyó mejor la lluvia de arena en los cristales.
El motor tosió, luego expiró. Al fin empezó a girar, largamente solicitado por
el arranque, y el chófer le hizo gemir a grandes golpes de acelerador. El
autobús se puso en marcha con un fuerte empujón. Una mano se alzó entre la masa
andrajosa de los pastores, todavía inmóviles, y después se desvaneció en la
bruma, tras ellos. Casi al momento el vehículo comenzó a saltar por la
carretera, cada vez en peor estado. Sacudidos, los árabes se balanceaban sin
cesar. Sin embargo, Janine sentía que el sueño la iba invadiendo cuando delante
de ella surgió una cajita amarilla llena de caramelos. El soldado chacal le
sonreía. Ella titubeó, se sirvió y dio las gracias. El chacal guardó la caja en
el bolsillo y se tragó de golpe la sonrisa. Ahora contemplaba fijamente la
carretera, delante de él. Janine se volvió hacia Marcel y sólo vio su sólida
nuca. A través del cristal contemplaba la bruma, más densa, que subía de los
inestables terraplenes.
Hacía
horas que rodaban y la fatiga había apagado toda manifestación de vida en el
coche cuando afuera resonaron unos gritos. Unos niños en chilaba, girando como
peonzas, saltando, aplaudiendo, corrían alrededor del vehículo. Ahora rodaban
por una calle larga bordeada de edificios bajos; entraban en el oasis. El
viento seguía soplando, pero los muros detenían las partículas de arena que ya
no oscurecían la luz. Sin embargo, el cielo permanecía cubierto. En medio de
los gritos y con un gran chirrido de frenos el autocar se detuvo
junto a los soportales de adobe de un hotel de sucios cristales. Janine se bajó
y una vez en la calle sintió que vacilaba. Observó un minarete amarillo y
grácil, por encima de las casas. A su izquierda se recortaban ya las primeras
palmeras del oasis y hubiera deseado dirigirse hacia ellas. Pero, aunque era
mediodía el frío era agudo y el viento la hizo tiritar. Se volvió hacia Marcel
y primero vio al soldado, que venía a su encuentro. Ella esperaba su sonrisa o
su saludo. Él pasó junto a ella sin mirarla y desapareció. En cuanto a Marcel,
se hallaba ocupado haciendo que bajaran el baúl con las telas, un cofre negro,
izado sobre el techo del autocar. No iba a ser fácil. El chófer era el único
que se ocupaba del equipaje y ya se había parado, erguido sobre el techo, para
perorar delante del círculo de chilabas que se había reunido alrededor del
autobús. Rodeada de rostros que parecían labrados en huesos y cuero, asediada
por gritos guturales, Janine sintió de repente la fatiga. «Me subo», dijo a
Marcel que empezaba a interpelar con impaciencia al chófer.
Entró
en el hotel. El patrón, un francés delgado y taciturno, se dirigió a ella. La
condujo al primer piso, en una galería que dominaba la calle, a una habitación
donde únicamente había una cama de hierro, una silla barnizada de blanco, un
ropero sin cortinas y, detrás de un biombo de mimbre, un aseo cuyo lavabo
aparecía cubierto de fino polvo de arena. Cuando el patrón cerró la puerta
Janine sintió el frío que desprendían las paredes, desnudas y blanqueadas con
cal. No sabía dónde dejar su bolso, ni dónde ponerse ella misma. Había que
acostarse o estarse de pie, y en ambos casos tiritar. Permaneció de pie, con su
bolso colgando del brazo, contemplando una especie de tragaluz que se abría al
cielo, cerca del techo. Esperaba, pero no sabía qué. Únicamente sentía su
soledad, y el frío que la iba penetrando, y un peso más pesado en el lugar del
corazón. En verdad estaba soñando, casi sorda a los ruidos que subían de la
calle con retazos de la voz de Marcel, más consciente, por el contrario, de
aquel rumor fluvial que procedía del tragaluz y que el viento hacía nacer en
las palmeras, tan cerca ahora, según le parecía. Después, en apariencia, el
viento pareció arreciar, y el suave rumor de aguas se convirtió en un silbar de
olas. Imaginó un mar de palmeras rectas y flexibles, detrás de las paredes,
alborotándose en medio de la tempestad. Nada se parecía a lo que ella había
esperado, pero aquellas olas invisibles refrescaban sus ojos fatigados.
Permaneció de pie, apesadumbrada, con los brazos caídos, un poco encorvada,
mientras el frío subía por sus piernas aplomadas. Soñaba con las palmeras
rectas y flexibles y con aquella muchachita que ella había sido.
Después
de asearse bajaron al comedor. Sobre las paredes desnudas habían pintado
camellos y palmeras, ahogados en una mermelada rosa y violeta. Las ventanas de
arco dejaban entrar una luz parsimoniosa. Marcel se informó con el patrón del
hotel sobre los comerciantes árabes. Más tarde, un viejo árabe que llevaba una
condecoración militar en su guerrera les sirvió. Marcel estaba preocupado y
desgarraba su pan. No dejó que su mujer bebiera agua. «No está hervida. Toma
vino.» Eso a ella no le gustaba, el vino la atontaba. Después hubo cerdo en el
menú. «El Corán lo prohíbe. Pero el Corán no sabía que el cerdo bien cocido no
transmite enfermedades. Nosotros sabemos cocinar. ¿En qué piensas?» Janine no
pensaba en nada, o quizá pensaba en aquella victoria de los cocineros sobre los
profetas. Pero tenía que darse prisa. Salían al día siguiente por la mañana,
más al sur todavía: tenían que visitar por la tarde a todos los comerciantes
importantes. Marcel apremió al viejo árabe para que trajera el café. Éste
asintió con la cabeza, sin sonreír, y salió con pasitos cortos. «Tranquilamente
por la mañana, y no demasiado deprisa por la tarde», dijo Marcel riendo. Sin embargo,
el café terminó por llegar. Apenas se tomaron el tiempo de tragarlo y salieron
a la calle polvorienta y fría. Marcel llamó a un joven árabe para que le
ayudara a llevar el baúl, pero discutió la retribución por principio. Su
opinión, que una vez más hizo saber a Janine, descansaba en efecto sobre el
oscuro axioma de que siempre empezaban pidiendo el doble para que les dieran la
cuarta parte. Janine seguía a los dos porteadores a disgusto. Se había puesto
un vestido de lana debajo de su abrigo grueso, y hubiera preferido sentirse
menos voluminosa. El cerdo, aunque bien cocido, y el poco de vino que había
bebido también la embarazaban.
Caminaban
a lo largo de un pequeño jardín público plantado de árboles polvorientos. Los
árabes que se cruzaban con ellos se apartaban aparentemente sin verlos,
recogiéndose por delante los faldones de las chilabas. Incluso cuando vestían
andrajos ella les veía un aire orgulloso que no tenían los árabes de su ciudad.
Janine iba siguiendo al baúl que abría camino a través de la muchedumbre. Pasaron
bajo la puerta de una muralla de tierra ocre, alcanzaron una pequeña plaza
plantada con los mismos árboles minerales y rodeada al fondo, en su parte más
ancha, de soportales y comercios. Pero se detuvieron en la misma plaza, delante
de una pequeña construcción en forma de obús, encalada de azul. En su interior,
de habitación única, iluminada solamente por la luz que entraba por la puerta,
se hallaba un viejo árabe de blancos mostachos, detrás de un reluciente
mostrador de madera. Estaba sirviendo té, alzando y bajando la tetera sobre
tres pequeños vasos multicolores. El fresco aroma del té a la menta acogió a
Marcel y a Janine desde el mismo umbral, antes de que pudieran distinguir otra
cosa en la penumbra del almacén. Apenas franqueada la entrada con sus embarazosas
guirnaldas de teteras de estaño y bandejas mezcladas con torniquetes de
tarjetas postales, Marcel se halló contra el mostrador. Janine permaneció en la
entrada. Se apartó un poco para no interceptar la luz. En aquel momento se
percató de la presencia de dos árabes que les miraban sonrientes, detrás del
viejo tendero, en la penumbra, sentados sobre sacos repletos que ocupaban
totalmente el fondo del local. A lo largo de las paredes colgaban alfombras
rojas y negras y pañuelos bordados, y el suelo estaba atiborrado de sacos y
pequeñas cajas llenas de semillas aromáticas. Sobre el mostrador, en torno a
una báscula de relucientes platillos de cobre y de un viejo metro con las
marcas borradas, se alineaban los panes de azúcar, uno de los cuales, despojado
de sus pañales de grueso papel azul, aparecía empezado por la punta. Cuando el
viejo comerciante dejó la tetera sobre el mostrador y dio los buenos días, el
olor a lana y a especias que flotaba en el local se manifestó por encima del
aroma del té.
Marcel
hablaba con precipitación, con aquella voz baja que utilizaba para hablar de
negocios. Después abrió el baúl, enseñó las telas y los pañuelos, apartó la
báscula y el metro para desplegar su mercancía ante el viejo comerciante. Se
ponía nervioso, alzaba el tono, reía de manera desordenada, tenía todo el
aspecto de una mujer que quiere agradar y que no está segura de sí. Ahora, con
las manos ampliamente abiertas, imitaba la compraventa. El viejo sacudió la
cabeza, pasó la bandeja de té a los dos árabes que se hallaban detrás de él y
únicamente pronunció un par de palabras que al parecer desanimaron a Marcel.
Este recogió las telas, las amontonó en el baúl, y a continuación enjugó el
improbable sudor de su frente. Llamó al porteador y se pusieron en marcha hacia
los soportales. En el primer comercio tuvieron algo más de suerte, aunque el
dueño afectara al principio el mismo aire olímpico. «Se toman por Dios Padre
—dijo Marcel—, pero ellos también son vendedores. La vida es dura para todos.»
Janine le seguía sin
responder. El viento se había calmado casi totalmente. El cielo se despejaba a
retazos. Una luz fría y brillante bajaba de los pozos azules que se iban
abriendo en el espesor de las nubes. Ahora habían salido de la plaza. Caminaban
por callejuelas a lo largo de muros de adobe, por encima de los cuales colgaban
las rosas podridas de diciembre y de trecho en trecho una
granada seca, agusanada. En aquel barrio flotaba un aroma de polvo y de café,
el humo de una fogata de cortezas, olor a piedra y a carnero. Los comercios,
alejados unos de otros, se hallaban excavados en los lienzos de las murallas;
Janine sentía las piernas pesadas. Pero poco a poco su marido se iba
tranquilizando, había comenzado a vender y al mismo tiempo se volvía más
conciliador; llamaba a Janine «mi pequeña», el viaje no sería en vano. «Eso
seguro —decía Janine—, vale más entenderse directamente con ellos.»
Regresaron
al centro por otra calle. La tarde había avanzado y el cielo ahora se había ido
despejando. Se pararon en la plaza. Marcel se frotaba las manos contemplando
con ternura el baúl que tenían delante. «Mira», dijo Janine. Del otro lado de
la plaza venía un árabe alto, delgado, vigoroso, con rostro aguileño y
bronceado, vestido con una chilaba azul celeste, calzado con finas botas
amarillas, enguantadas las manos. Únicamente el chal que llevaba a modo de
turbante permitía adivinar uno de aquellos oficiales franceses de Asuntos
Indígenas que Janine había admirado a veces. Avanzaba en su dirección con pasos
regulares, pero parecía mirar más allá del grupo que formaban, al tiempo que se
desenguantaba con lentitud una de las manos. «Vaya —dijo Marcel encogiéndose de
hombros—, ahí va uno que se cree un general.» Sí, todos tenían el mismo aire
orgulloso, pero lo cierto es que aquél exageraba. Rodeados por el ámbito vacío
de la plaza, avanzaba recto en dirección al baúl, sin verla, sin verlos. Al
rato la distancia que les separaba disminuyó rápidamente y el árabe se acercaba
ya hasta donde estaban ellos cuando Marcel agarró de repente el asa del baúl y
tiró de ella hacia atrás. El otro pasó sin que aparentemente hubiera visto nada
y se dirigió con el mismo paso hacia las murallas. Janine miró a su marido,
parecía decaído.
«Ahora
se creen que se lo pueden permitir todo», dijo. Janine no respondió. Detestaba
la estúpida arrogancia de aquel árabe y de repente se sintió desgraciada.
Quería irse, pensaba en su pequeño apartamento. La idea de regresar al hotel, a
aquella habitación helada, la desanimaba. Súbitamente pensó que el dueño le
había aconsejado que subiera a la terraza del fortín, desde donde se podía
contemplar el desierto. Se lo dijo a Marcel, y también que podían dejar el baúl
en el hotel. Pero él estaba cansado y quería dormir un poco antes de cenar.
«Por favor», dijo Janine. Él la miró, súbitamente afectuoso. «Por supuesto, mi
amor», dijo.
Ella le esperó delante
del hotel, en la calle. El gentío, vestido de blanco, se iba haciendo cada vez
más numeroso. No se veía ni una sola mujer y a Janine le parecía que nunca
había visto tantos hombres. Sin embargo, ninguno la miraba.
Algunos,
sin verla al parecer, volvían lentamente hacia ella su rostro enjuto y curtido
que, a ojos de ella, hacía que todos se parecieran, el rostro del soldado
francés del autobús, el del árabe de los guantes, un rostro a la vez astuto y
altivo. Volvían aquel rostro hacia la forastera, no la veían y después, ligeros
y silenciosos, pasaban junto a ella, que ya empezaba a tener hinchados los
tobillos. Y su malestar y su necesidad de irse iban aumentando. «¿Para qué
habré venido?» Pero en aquel momento Marcel bajó.
Cuando
emprendieron la subida de las escaleras del fortín eran las cinco de la tarde.
El viento se había calmado completamente. El cielo, totalmente despejado, era
entonces de un azul malva. El frío, más seco, picaba en las mejillas. A mitad
de las escaleras, un viejo árabe recostado contra la pared les preguntó si
necesitaban un guía, pero sin moverse, como si hubiera estado seguro por
anticipado de su respuesta negativa. La escalera era larga y empinada, a pesar
de varios rellanos de tierra apisonada. A medida que subían el espacio se iba
ampliando, y ascendían en medio de una luz cada vez más vasta, fría y seca, en
la cual cada sonido del oasis les llegaba con una pureza nítida. El aire
iluminado parecía vibrar a su alrededor, con una vibración cada vez más larga a
medida que avanzaban, como si su paso hiciera nacer en el cristal de luz una
onda sonora que se fuera ampliando. Y en el instante en que llegados a la
terraza su mirada se perdió de repente en el horizonte inmenso, más allá del
palmeral, a Janine le pareció que todo el cielo resonaba con una nota única,
brillante y breve, cuyos ecos llenaban poco a poco el espacio por encima de
ella, para luego cesar súbitamente y abandonarla a ella, silenciosa, delante de
la extensión sin límites.
En
efecto, de este a oeste su mirada podía desplazarse lentamente sin encontrar un
solo obstáculo, todo a lo largo de una curva perfecta. Debajo de ella se
encabalgaban las terrazas azules y blancas de la medina, ensangrentadas por las
manchas de rojo sombrío de los pimientos que secaban al sol. No se veía a
nadie, pero de los patíos interiores subían voces que reían y correteos
incomprensibles, junto con el tufo aromático del café tostado. Un poco más
lejos, los penachos del palmeral dividido con muros de arcilla en rectángulos desiguales,
gemían bajo el efecto de un viento que allí en la terraza no se sentía. Más
lejos aún comenzaba, ocre y gris, el reino de las piedras, hasta el horizonte,
sin que apareciera ningún signo de vida. Únicamente a cierta distancia del
oasis, cerca de la torrentera que corría por el oeste a lo largo del palmeral,
se divisaban amplias tiendas negras. A su alrededor, un rebaño de dromedarios
inmóviles, minúsculos en la distancia, formaban en el suelo gris los signos
sombríos de una extraña escritura cuyo sentido era necesario descifrar. Por
encima del desierto el silencio era tan vasto como el espacio.
Apoyando
todo el cuerpo contra el parapeto Janine se quedó sin voz, incapaz de
desprenderse del vacío que se abría ante ella. Marcel se agitaba a su lado. Tenía
frío, quería bajar. ¿Qué había que ver allí? Pero ella no podía apartar la
mirada del horizonte. Le pareció de repente que algo la esperaba allí, más al
sur todavía, en aquel lugar en que el cielo y la tierra se encontraban en una
línea pura, algo que ella había ignorado hasta entonces y que sin embargo
siempre había echado en falta. La luz declinaba lentamente en la tarde
avanzada; antes cristalina, ahora se volvía líquida. Al mismo tiempo, en el
corazón de una mujer a quien sólo el azar había llevado allí, se iban desatando
todos los nudos de los años, de la costumbre y del hastío, que hasta entonces
la habían mantenido apresada. Contempló el campamento de los nómadas. Ni
siquiera había visto a los hombres que vivían allí, nada se movía entre las tiendas
negras, y sin embargo, y a pesar de que hasta aquel día apenas había sabido de
su existencia, solamente podía pensar en ellos. Sin casa, separados del mundo,
eran un puñado de gente errante en aquel vasto territorio que ella descubría
con la mirada, y que sin embargo sólo era una parte irrisoria de un espacio
todavía mayor, cuya vertiginosa fuga sólo se detenía miles de kilómetros más al
sur, allí donde el primer río fecunda al fin la selva. Algunos hombres
caminaban sin tregua, desde siempre, por aquella tierra seca, roída hasta el
hueso, por aquel país desmesurado, sin poseer nada pero sin servir a nadie,
señores miserables y libres de un extraño reino. Janine no sabía por qué
aquella idea la llenaba de una tristeza tan dulce y tan vasta que le cerraba los
ojos. Únicamente sabía que desde el origen de los tiempos aquel reino le había
sido prometido y que sin embargo nunca sería suyo, jamás, salvo quizás en aquel
instante fugitivo, cuando volvió a abrir los ojos al cielo repentinamente
inmóvil, y hacia las oleadas de luz coagulada, mientras las voces que subían de
la medina callaban bruscamente. Le pareció que el curso del mundo acababa de
detenerse y que a partir de aquel instante nadie envejecería y nadie moriría.
En adelante, y en todo lugar, la vida quedaba en suspenso, salvo en su corazón,
donde en aquel mismo momento alguien lloraba de tristeza y de admiración.
Pero
la luz se puso en movimiento y el sol, nítido y sin calor,
declinó hacia el oeste, enrojeciéndolo un poco, al tiempo que una ola gris se iba
formando por el este y se disponía a inundar lentamente la inmensa llanura.
Aulló el primer perro y su grito lejano subió en el aire, cada vez más frío.
Entonces Janine se dio cuenta de que estaba tiritando.
«La
vamos a cascar —dijo Marcel—, eres tonta. Volvamos.» Pero la tomó torpemente de
la mano. Dócil, ella se apartó del parapeto y le siguió. El viejo árabe de la
escalera, inmóvil, les vio bajar hacia la ciudad. Ella caminaba sin ver a
nadie, abrumada bajo el peso de una inmensa y brusca fatiga, arrastrando su
cuerpo cuya carga le parecía ahora insoportable. Su exaltación la había
abandonado. Ahora se sentía demasiado grande, demasiado espesa, demasiado
blanca también para aquel mundo en el que acababa de entrar. Un niño, una
muchacha, un hombre seco, un furtivo chacal, eran las únicas criaturas que
podían hollar silenciosamente aquella tierra. ¿Qué haría ella allí en adelante,
salvo arrastrarse hasta el sueño, hasta la muerte?
Se
arrastró en efecto hasta el restaurante, delante de un marido repentinamente
taciturno, o que predicaba su cansancio, mientras ella misma luchaba débilmente
contra la fiebre de un catarro que sentía subir. Y también se arrastró hasta la
cama, donde Marcel fue a juntarse con ella, y apagó al momento la luz sin
pedirle nada. La habitación estaba helada. Janine sentía que el frío avanzaba
al mismo tiempo que se aceleraba la fiebre. Respiraba mal y su sangre latía sin
calentarla; algo parecido al miedo iba creciendo en ella. Se dio la vuelta, la
vieja cama de hierro crujía bajo su peso. No, no quería estar enferma. Su
marido ya dormía y ella tenía que dormir también, lo necesitaba. Por la
claraboya llegaban hasta ella los sonidos apagados de la ciudad. Los viejos
fonógrafos de los cafetines moros emitían con voces nasales melodías que
reconocía vagamente, y que le llegaban a lomos de un rumor de muchedumbres
lentas. Tenía que dormir. Pero contaba las tiendas negras; detrás de sus
párpados pacían los camellos inmóviles; inmensas soledades giraban en su
interior. Sí, ¿por qué había venido? Con esa pregunta se durmió.
Se
despertó algo más tarde. A su alrededor el silencio era total. Pero en los
confines de la ciudad los perros roncos aullaban en la noche muda. Janine se
estremeció. Se dio la vuelta y sintió contra su hombro el hombro duro de su
marido y de repente, medio dormida, se apretó contra él. Fue a la deriva del
sueño sin sumergirse, agarrada a aquel hombro con una avidez inconsciente, como
si fuera su puerto más seguro. Hablaba, pero su boca no emitía ningún sonido.
Hablaba, pero apenas se oía a sí misma. Únicamente sentía el calor de Marcel.
Como desde hacía más de veinte años, cada noche, así, en su calor, siempre los
dos, incluso enfermos, incluso de viaje, como en aquel momento… Además, ¿qué
hubiera hecho sola en casa? ¡Sin hijos! ¿Era eso lo que le faltaba? No lo
sabía. Seguía a Marcel, eso era todo, contenta de saber que alguien la
necesitaba. La única alegría que él le daba era la de saberse necesaria. Sin
duda alguna él no la quería. Ni siquiera el amor rencoroso tiene ese rostro
ceñudo. ¿Pero cuál es su rostro? Se amaban en la noche, sin verse, a tientas.
¿Existe otro amor que no sea el de las tinieblas, existe un amor que grite a
plena luz del día? No lo sabía, pero sabía que Marcel la necesitaba y que ella
necesitaba aquella necesidad, que de ello vivía noche y día, sobre todo por la
noche, cada noche, cuando él no quería estar solo, ni envejecer, ni morir, con
aquel aire obtuso que adoptaba y que ella reconocía a veces en los rostros de
otros hombres, el único rasgo común a todos aquellos locos que se camuflan bajo
talantes razonables, hasta que les atrapa el delirio y les arroja
desesperadamente hacia un cuerpo de mujer para enterrar en él, sin deseo, todo
lo que tienen de espantoso la soledad y la noche.
Marcel
se agitó un poco como para alejarse de ella. No, él no la quería, sencillamente
tenía miedo de todo lo que no fuera ella, y hacía tiempo que ambos hubieran
debido separarse para dormir solos hasta el final. ¿Pero quién es capaz de
dormir siempre solo? Algunos hombres lo hacen, aquellos a quienes la vocación o
la desgracia han separado de los demás y que se acuestan todas las noches en el
mismo lecho que la muerte. Marcel nunca podría hacerlo, él menos que nadie,
criatura débil y desarmada, siempre espantado por el dolor, hijo suyo,
precisamente, aquel que la necesitaba y que en aquel mismo instante dejó
escapar una suerte de gemido. Ella se juntó un poco más contra él, y le puso la
mano en el pecho. Y en su fuero interno pronunció el nombre enamorado con que
le llamaba en otros tiempos y que todavía, de tarde en tarde, utilizaban entre
sí pero sin pensar en lo que decían.
Le
llamó de todo corazón. Además, ella también le necesitaba, necesitaba su
fuerza, sus pequeñas manías, también ella tenía miedo a morir. «Si superara ese
miedo sería feliz…» Al instante la invadió una angustia sin nombre. Se separó
de Marcel. No, no estaba superando nada, no era feliz, en verdad iba a morir
sin haberse librado de ello. Le dolía el corazón, descubría de repente que se
ahogaba bajo un peso inmenso que arrastraba desde hacía veinte años, un peso
bajo el cual se debatía ahora con todas sus fuerzas. ¡Quería librarse de él,
incluso si Marcel, incluso si los demás no se libraban nunca! Se incorporó en
la cama, despierta, y aguzó el oído hacia una llamada que le pareció muy
cercana. Pero sólo le llegaron las voces extenuadas e infatigables de los
perros desde los confines de la noche. Se había levantado una brisa débil cuyas
ligeras aguas oía correr por el palmeral. Venía del sur, de allí donde el
desierto y la noche se mezclaban ahora bajo el cielo, inmóvil otra vez, donde
la vida se detenía, donde nadie envejecía ni moría. Después, las aguas del
viento dejaron de manar y ni siquiera estaba segura de haber oído algo, salvo
una llamada muda que además podía escuchar o hacer callar a voluntad, y cuyo
sentido jamás conocería si no respondía al instante. Al instante, sí, de eso al
menos estaba segura.
Se
levantó sin brusquedad y permaneció inmóvil cerca de la cama, atenta a la
respiración de su marido. Marcel dormía. Un instante después, perdió el calor
del lecho y el frío se apoderó de ella. Se vistió lentamente, buscando a
tientas su ropa en la débil claridad que llegaba de las farolas de la calle a
través de las persianas de la fachada. Alcanzó la puerta con los zapatos en la
mano. Esperó todavía un instante en la oscuridad, y después abrió con lentitud.
El picaporte rechinó y ella se quedó inmovilizada. Su corazón latía
alocadamente. Aguzó el oído y tranquilizada por el silencio hizo girar un poco
más la mano. La rotación del picaporte le pareció interminable. Al fin abrió,
se deslizó fuera y volvió a cerrar la puerta con las mismas precauciones.
Después, con la mejilla pegada a la madera, esperó. Al cabo de un momento
percibió lejanamente la respiración de Marcel. Se dio la vuelta, recibió en
pleno rostro el aire helado de la noche y echó a correr a lo largo de la
galería. La puerta del hotel estaba cerrada. Mientras manipulaba el cerrojo, el
vigilante nocturno apareció en lo alto de la escalera con el semblante confuso
y le habló en árabe. «Ahora vuelvo», dijo Janine, y se lanzó a la noche.
Del
cielo negro bajaban guirnaldas de estrellas sobre las palmeras y las casas.
Corrió a lo largo de la corta avenida que llevaba al fortín, ahora desierta. El
frío, que ya no tenía que luchar contra el sol, había invadido la noche; el
aire helado le quemaba los pulmones. Pero siguió corriendo, medio a ciegas, en
la oscuridad. Sin embargo, en lo alto de la avenida aparecieron algunas luces
que se acercaron a ella zigzagueando. Se detuvo, oyó un rumor de élitros y al
final, detrás de las luces que iban aumentando de tamaño vio unas enormes
chilabas bajo las cuales centelleaban las ruedas frágiles de las bicicletas.
Las chilabas la rozaron; tres luces rojas surgieron en la oscuridad detrás de
ella, y al momento desaparecieron. Volvió a emprender su carrera hacia el
fortín. A mitad de la escalera la quemadura del aire en los pulmones llegó a
ser tan cortante que quiso detenerse. Sin embargo, un último impulso la arrojó
a su pesar a la terraza, al parapeto, contra el cual apretó entonces su
vientre. Jadeaba, y todo se confundía delante de sus ojos. La carrera no le
había hecho entrar en calor y todos sus miembros temblaban todavía. Pero pronto
fue aspirando con regularidad el aire frío que había estado tragando a
bocanadas y un calor tímido empezó a nacer en medio de los escalofríos. Sus
ojos se abrieron al fin sobre los espacios de la noche.
Ningún
aliento, ningún ruido, nada turbaba el silencio y la soledad que rodeaban a
Janine, salvo a veces el resquebrajamiento sofocado de las piedras que el frío
iba reduciendo a arena. Sin embargo, al cabo de un instante, le pareció que una
especie de pesada rotación arrastraba el cielo por encima de ella. Miles de
estrellas se formaban sin tregua en el espesor de la noche fría y seca, y sus
brillantes carámbanos, desprendiéndose al instante, empezaban a deslizarse
imperceptiblemente hacia el horizonte. Janine no podía apartarse de la
contemplación de aquellas luminarias a la deriva. Giraba con ellas y poco a
poco se reunía con su ser más profundo por el mismo camino inmóvil, donde ahora
combatían el deseo y el frío. Las estrellas caían delante de ella, una a una, y
se apagaban después entre las piedras del desierto, y cada vez Janine se iba
abriendo un poco más a la noche. Respiraba, olvidaba el frío, el peso de la
existencia, la vida demente o inmóvil, la prolongada angustia de vivir y de
morir. Después de haber escapado alocadamente durante tantos años huyendo
delante del miedo, por fin podía detenerse. Al mismo tiempo le parecía volver a
encontrar sus raíces, como si la savia volviera a subir por su cuerpo, que
ahora ya no tiritaba. Apretando todo su vientre contra el parapeto, proyectando
su tensión hacia el cielo en movimiento, solamente esperaba que su corazón,
todavía alterado, se apaciguara a su vez, y que al fin se hiciera el silencio
en ella. Las últimas estrellas de las constelaciones dejaron caer sus racimos
algo más abajo, sobre el horizonte del desierto y se inmovilizaron. Entonces,
con una insoportable suavidad, Janine empezó a llenarse con el agua de la
noche, venciendo al frío, subiendo poco a poco del centro oscuro de su ser y
desbordándose en oleadas ininterrumpidas hasta llenar de gemidos su boca. Un
instante después el cielo entero se desplegaba sobre ella, tendida sobre la
tierra fría.
Cuando
Janine regresó con las mismas precauciones Marcel no se había despertado. Pero
lanzó un gruñido cuando ella se acostó y unos segundos después se incorporó
bruscamente. Habló, y ella no comprendió lo que decía. Se levantó y encendió la
luz, que la golpeó en pleno rostro. Se dirigió tambaleándose hacia el lavabo y
bebió largamente de la botella de agua mineral que había allí. Ya iba a meterse
entre las sábanas cuando con una rodilla encima de la cama la miró a ella, sin
comprender. Estaba llorando a lágrima viva, sin poder contenerse. «No es nada,
mi amor —decía ella—, no es nada.»