miércoles, 25 de junio de 2025

La mujer adúltera, Albert Camus

 

LA MUJER ADÚLTERA

Albert Camus



 Hacía rato que una mosca flaca daba vueltas por el autocar que sin embargo tenía los cristales levantados. Iba y venía sin ruido, insólita, con un vuelo extenuado. Janine la perdió de vista, después la vio aterrizar en la mano inmóvil de su marido. Hacía frío. La mosca se estremecía con el viento cargado de arena que rechinaba contra los cristales a cada ráfaga. En la escasa luz de la madrugada de invierno el vehículo rodaba, oscilaba y avanzaba a duras penas con gran ruido de ejes y chapas. Janine miró a su marido. Con aquellos espigados cabellos grises que nacían bajos en una frente apretada, su nariz ancha, su boca irregular, Marcel tenía un aspecto de fauno desdeñoso. A cada bache de la carretera le sentía saltar junto a ella. Después dejaba caer su torso pesado sobre sus piernas separadas, y de nuevo permanecía inerte, con la mirada fija, ausente. Únicamente sus gruesas manos lampiñas, que la franela gris que cubría las mangas de la camisa y las muñecas hacía parecer aún más cortas, parecían estar en acción. Apretaban con tanta fuerza una pequeña maleta de lona colocada entre sus rodillas que no parecían sentir el titubeante recorrido de la mosca.

De repente se oyó con nitidez el aullido del viento, y la bruma mineral que rodeaba al autocar se hizo aún más espesa. La arena caía ahora a puñados sobre los cristales, como arrojada por manos invisibles. La mosca agitó un ala friolera, se agachó sobre sus patas y alzó el vuelo. El autocar aminoró la marcha dando la impresión de que estaba a punto de detenerse. Después el viento pareció calmarse, la bruma se aclaró un poco y el vehículo recuperó velocidad. En el paisaje ahogado por el polvo se abrieron agujeros de luz. Dos o tres palmeras escuálidas y blanquecinas, que parecían recortadas en metal, surgieron en el cristal para desaparecer al instante.

—¡Qué país! —dijo Marcel.

El autocar estaba lleno de árabes que fingían dormir sepultados en sus chilabas. Algunos habían recogido los pies debajo del asiento y oscilaban más que los otros con el movimiento del vehículo. Su silencio, su impasibilidad, terminaban por resultar ominosos a Janine; le parecía que hacía días que viajaba con aquella escolta muda. Sin embargo, el autocar había salido al amanecer de la terminal de ferrocarril, y hacía dos horas que avanzaba en la mañana fría por un páramo pedregoso, desolado, que al menos al principio se extendía en líneas rectas hacia horizontes rojizos. Pero se había levantado el viento y poco a poco se había tragado la inmensa llanura. A partir de aquel momento los viajeros no habían podido ver nada más; se habían ido callando uno tras otro para navegar en silencio por una especie de noche blanca, enjugándose a ratos los labios y los ojos, irritados por la arena que se infiltraba en el coche.

«¡Janine!» El grito de su marido la sobresaltó. Pensó una vez más en lo ridículo de aquel nombre, grande y fuerte, lo mismo que ella. Marcel quería saber dónde estaba el maletín de las muestras. Ella exploró con el pie el espacio vacío debajo del asiento, encontró un objeto y dedujo que era el maletín. De hecho, no podía agacharse sin sofocarse un poco. Sin embargo, en el colegio era la primera en gimnasia y sus pulmones eran inagotables. ¿Tanto tiempo hacía de eso? Veinticinco años. Pero veinticinco años no eran nada, porque le parecía que era ayer cuando aún dudaba entre la vida libre y el matrimonio, y que era ayer también cuando pensaba con angustia en el día en que quizá envejecería sola. No estaba sola, y aquel estudiante de Derecho que no quería dejarla nunca se encontraba ahora a su lado. Había terminado por aceptarle, aunque fuera un poco bajito y aunque no le gustara demasiado su risa ávida y breve, ni sus ojos negros demasiado saltones. Pero le gustaban sus ganas de vivir, algo que compartía con los franceses de aquel país. También le gustaba su aspecto lamentable cuando los acontecimientos, o los hombres, no respondían a sus expectativas. Sobre todo, le gustaba ser amada, y él la había inundado de atenciones. Haciéndole sentir tan a menudo que ella existía para él, la hacía existir realmente. No, no estaba sola…

El autocar se abrió paso entre obstáculos invisibles con grandes toques de bocina. Sin embargo, en el coche nadie se movió. De repente Janine sintió que alguien la miraba y se volvió hacia el asiento contiguo al suyo, del otro lado del pasillo. Aquel individuo no era un árabe y le extrañó no haberlo advertido al principio. Llevaba el uniforme de las unidades francesas del Sahara y un quepis de tela parda sobre un curtido rostro de chacal, largo y puntiagudo. La examinaba con sus ojos claros, fijamente, con una especie de hastío. De repente ella se ruborizó y se volvió hacia su marido que seguía mirando hacia el frente, hacia la bruma y el viento. Se arropó en el abrigo. Pero aún seguía viendo al soldado francés, alto y delgado, tan delgado en su guerrera ajustada que parecía fabricado con algún material seco y friable, una mezcla de arena y huesos. Fue entonces cuando vio las manos flacas y el rostro quemado de los árabes que iban delante de ella, y observó que parecía que estaban a sus anchas, a pesar de sus vestimentas amplias, en aquellos asientos en los que ella y su marido apenas cabían. Recogió junto al cuerpo los faldones del abrigo. Sin embargo ella no era tan gorda, sino más bien grande y llena, carnal y aún deseable —bien lo adivinaba en la mirada de los hombres— con su cara un tanto infantil, sus ojos frescos y claros, en contraste con aquel cuerpo grande que ella sabía tibio y relajante.

No, nada sucedía como ella lo hubiera imaginado. Había protestado cuando Marcel quiso que le acompañara en su gira. Hacía tiempo que él pensaba en aquel viaje, exactamente desde el final de la guerra, a partir del momento en que los negocios habían vuelto a la normalidad. Antes de la guerra, cuando él abandonó sus estudios de Derecho, el pequeño comercio de tejidos que le habían traspasado sus padres les había ayudado a vivir más o menos bien. Los años de juventud pueden ser felices, en la costa. Pero a él no le gustaba demasiado el esfuerzo físico y pronto dejó de llevarla a las playas. No salían de la ciudad en el utilitario más que para el paseo de los domingos. El resto del tiempo él prefería su almacén de tejidos multicolores, a la sombra de los soportales de aquel barrio medio indígena, medio europeo. Vivían encima del comercio, en tres habitaciones decoradas con tapicerías árabes y muebles de Barbes. No habían tenido hijos. Los años habían pasado en aquella penumbra que mantenían con los postigos entornados. Durante el verano, las playas, los paseos, el mismo cielo parecían lejanos. Salvo los negocios, nada parecía interesar a Marcel. Ella había creído descubrir que su verdadera pasión era el dinero, y aquello no le gustaba sin saber muy bien por qué. Después de todo a ella la beneficiaba. Él no era avaro; al contrario, era generoso, sobre todo con ella. «Si algo me sucede —decía—, estarás a cubierto.» Y en efecto, era necesario estar a cubierto de la necesidad. ¿Pero dónde hallar abrigo de lo demás, de aquello que no eran las necesidades más simples? Eso era lo que ella sentía confusamente de tarde en tarde. Mientras tanto ayudaba a Marcel a llevar las cuentas y a veces le sustituía en la tienda. Lo más duro era el verano cuando el calor mataba hasta la suave sensación de aburrimiento.

De repente, y precisamente en pleno verano, la guerra, Marcel movilizado y después declarado inútil, la penuria de tejidos, el negocio parado, las calles desiertas y calientes. En adelante, si algo sucedía ella ya no estaría a cubierto. Por eso era por lo que en cuanto volvieron las telas al mercado a Marcel se le había ocurrido recorrer los pueblos de la meseta y del sur para ahorrarse intermediarios y vender directamente a los mercaderes árabes. Había querido llevarla con él. Ella sabía que las comunicaciones eran difíciles, respiraba mal, y hubiera preferido esperarle. Pero él era obstinado y ella había aceptado porque se hubiera necesitado demasiada energía para negarse. En ello estaban ahora y, de verdad, nada se parecía a lo que había imaginado. Había tenido miedo del calor, de los enjambres de moscas, de los hoteles pringosos llenos de olores anisados. No había pensado en el frío, en el viento cortante, en esos páramos casi polares llenos de morrenas de guijarros. Había soñado también con palmeras y arena fina. Ahora veía que el desierto no era nada de eso, sino solamente piedra, piedra por todas partes, en el cielo, donde aún reinaba, crujiente y frío, únicamente el polvo de piedra, como en la tierra, donde solamente crecían, entre las piedras, gramíneas secas.

El autocar se detuvo bruscamente. El chófer lanzó de sopetón algunas palabras en aquella lengua que ella había oído toda su vida sin llegar a entenderla nunca. «¿Qué sucede?», preguntó Marcel. El chófer, esta vez en francés, dijo que el carburador se había debido obstruir con la arena y Marcel maldijo una vez más aquel país. El chófer se echó a reír enseñando toda la dentadura y aseguró que aquello no era nada, limpiaría el carburador y luego se irían. Abrió la puerta y al momento el viento helado se precipitó dentro del coche perforándoles el rostro con mil granos de arena. Todos los árabes sumergieron la nariz en las chilabas y encogieron el cuerpo. «¡Cierra la puerta!», aulló Marcel. El chofer se reía volviendo hacia la puerta. Tomó tranquilamente algunas herramientas de debajo del salpicadero, y después, minúsculo en la bruma, desapareció de nuevo por la parte delantera, sin cerrar la puerta. Marcel suspiró. «Puedes estar segura de que no ha visto un motor en su vida.» «Es igual», dijo Janine. De repente se sobresaltó. En el terraplén, muy cerca del autocar, unas formas envueltas en mantas permanecían inmóviles. Detrás de una muralla de velos sólo se veían sus ojos, bajo la capucha de la chilaba. Mudos, surgidos quién sabe de dónde, contemplaban a los viajeros.

«Pastores», dijo Marcel.

En el interior del coche el silencio era completo. Con la cabeza baja todos los pasajeros parecían escuchar la voz del viento en libertad sobre aquellos interminables cerros. De repente Janine se asombró de la casi total ausencia de equipaje. En la terminal de ferrocarril el chófer había colocado en el techo su baúl y algunos fardos. En las redecillas del interior del coche sólo se veían bastones nudosos y morrales fláccidos. Al parecer toda aquella gente del Sur viajaba con las manos vacías.

Pero el chófer regresó, siempre alerta. También él se había cubierto el rostro y sólo sus ojos reían por encima de los pañuelos. Anunció que ya se iban. Cerró la puerta, el viento cesó y se oyó mejor la lluvia de arena en los cristales. El motor tosió, luego expiró. Al fin empezó a girar, largamente solicitado por el arranque, y el chófer le hizo gemir a grandes golpes de acelerador. El autobús se puso en marcha con un fuerte empujón. Una mano se alzó entre la masa andrajosa de los pastores, todavía inmóviles, y después se desvaneció en la bruma, tras ellos. Casi al momento el vehículo comenzó a saltar por la carretera, cada vez en peor estado. Sacudidos, los árabes se balanceaban sin cesar. Sin embargo, Janine sentía que el sueño la iba invadiendo cuando delante de ella surgió una cajita amarilla llena de caramelos. El soldado chacal le sonreía. Ella titubeó, se sirvió y dio las gracias. El chacal guardó la caja en el bolsillo y se tragó de golpe la sonrisa. Ahora contemplaba fijamente la carretera, delante de él. Janine se volvió hacia Marcel y sólo vio su sólida nuca. A través del cristal contemplaba la bruma, más densa, que subía de los inestables terraplenes.

Hacía horas que rodaban y la fatiga había apagado toda manifestación de vida en el coche cuando afuera resonaron unos gritos. Unos niños en chilaba, girando como peonzas, saltando, aplaudiendo, corrían alrededor del vehículo. Ahora rodaban por una calle larga bordeada de edificios bajos; entraban en el oasis. El viento seguía soplando, pero los muros detenían las partículas de arena que ya no oscurecían la luz. Sin embargo, el cielo permanecía cubierto. En medio de los gritos y con un gran chirrido de frenos el autocar se detuvo junto a los soportales de adobe de un hotel de sucios cristales. Janine se bajó y una vez en la calle sintió que vacilaba. Observó un minarete amarillo y grácil, por encima de las casas. A su izquierda se recortaban ya las primeras palmeras del oasis y hubiera deseado dirigirse hacia ellas. Pero, aunque era mediodía el frío era agudo y el viento la hizo tiritar. Se volvió hacia Marcel y primero vio al soldado, que venía a su encuentro. Ella esperaba su sonrisa o su saludo. Él pasó junto a ella sin mirarla y desapareció. En cuanto a Marcel, se hallaba ocupado haciendo que bajaran el baúl con las telas, un cofre negro, izado sobre el techo del autocar. No iba a ser fácil. El chófer era el único que se ocupaba del equipaje y ya se había parado, erguido sobre el techo, para perorar delante del círculo de chilabas que se había reunido alrededor del autobús. Rodeada de rostros que parecían labrados en huesos y cuero, asediada por gritos guturales, Janine sintió de repente la fatiga. «Me subo», dijo a Marcel que empezaba a interpelar con impaciencia al chófer.

Entró en el hotel. El patrón, un francés delgado y taciturno, se dirigió a ella. La condujo al primer piso, en una galería que dominaba la calle, a una habitación donde únicamente había una cama de hierro, una silla barnizada de blanco, un ropero sin cortinas y, detrás de un biombo de mimbre, un aseo cuyo lavabo aparecía cubierto de fino polvo de arena. Cuando el patrón cerró la puerta Janine sintió el frío que desprendían las paredes, desnudas y blanqueadas con cal. No sabía dónde dejar su bolso, ni dónde ponerse ella misma. Había que acostarse o estarse de pie, y en ambos casos tiritar. Permaneció de pie, con su bolso colgando del brazo, contemplando una especie de tragaluz que se abría al cielo, cerca del techo. Esperaba, pero no sabía qué. Únicamente sentía su soledad, y el frío que la iba penetrando, y un peso más pesado en el lugar del corazón. En verdad estaba soñando, casi sorda a los ruidos que subían de la calle con retazos de la voz de Marcel, más consciente, por el contrario, de aquel rumor fluvial que procedía del tragaluz y que el viento hacía nacer en las palmeras, tan cerca ahora, según le parecía. Después, en apariencia, el viento pareció arreciar, y el suave rumor de aguas se convirtió en un silbar de olas. Imaginó un mar de palmeras rectas y flexibles, detrás de las paredes, alborotándose en medio de la tempestad. Nada se parecía a lo que ella había esperado, pero aquellas olas invisibles refrescaban sus ojos fatigados. Permaneció de pie, apesadumbrada, con los brazos caídos, un poco encorvada, mientras el frío subía por sus piernas aplomadas. Soñaba con las palmeras rectas y flexibles y con aquella muchachita que ella había sido.

Después de asearse bajaron al comedor. Sobre las paredes desnudas habían pintado camellos y palmeras, ahogados en una mermelada rosa y violeta. Las ventanas de arco dejaban entrar una luz parsimoniosa. Marcel se informó con el patrón del hotel sobre los comerciantes árabes. Más tarde, un viejo árabe que llevaba una condecoración militar en su guerrera les sirvió. Marcel estaba preocupado y desgarraba su pan. No dejó que su mujer bebiera agua. «No está hervida. Toma vino.» Eso a ella no le gustaba, el vino la atontaba. Después hubo cerdo en el menú. «El Corán lo prohíbe. Pero el Corán no sabía que el cerdo bien cocido no transmite enfermedades. Nosotros sabemos cocinar. ¿En qué piensas?» Janine no pensaba en nada, o quizá pensaba en aquella victoria de los cocineros sobre los profetas. Pero tenía que darse prisa. Salían al día siguiente por la mañana, más al sur todavía: tenían que visitar por la tarde a todos los comerciantes importantes. Marcel apremió al viejo árabe para que trajera el café. Éste asintió con la cabeza, sin sonreír, y salió con pasitos cortos. «Tranquilamente por la mañana, y no demasiado deprisa por la tarde», dijo Marcel riendo. Sin embargo, el café terminó por llegar. Apenas se tomaron el tiempo de tragarlo y salieron a la calle polvorienta y fría. Marcel llamó a un joven árabe para que le ayudara a llevar el baúl, pero discutió la retribución por principio. Su opinión, que una vez más hizo saber a Janine, descansaba en efecto sobre el oscuro axioma de que siempre empezaban pidiendo el doble para que les dieran la cuarta parte. Janine seguía a los dos porteadores a disgusto. Se había puesto un vestido de lana debajo de su abrigo grueso, y hubiera preferido sentirse menos voluminosa. El cerdo, aunque bien cocido, y el poco de vino que había bebido también la embarazaban.

Caminaban a lo largo de un pequeño jardín público plantado de árboles polvorientos. Los árabes que se cruzaban con ellos se apartaban aparentemente sin verlos, recogiéndose por delante los faldones de las chilabas. Incluso cuando vestían andrajos ella les veía un aire orgulloso que no tenían los árabes de su ciudad. Janine iba siguiendo al baúl que abría camino a través de la muchedumbre. Pasaron bajo la puerta de una muralla de tierra ocre, alcanzaron una pequeña plaza plantada con los mismos árboles minerales y rodeada al fondo, en su parte más ancha, de soportales y comercios. Pero se detuvieron en la misma plaza, delante de una pequeña construcción en forma de obús, encalada de azul. En su interior, de habitación única, iluminada solamente por la luz que entraba por la puerta, se hallaba un viejo árabe de blancos mostachos, detrás de un reluciente mostrador de madera. Estaba sirviendo té, alzando y bajando la tetera sobre tres pequeños vasos multicolores. El fresco aroma del té a la menta acogió a Marcel y a Janine desde el mismo umbral, antes de que pudieran distinguir otra cosa en la penumbra del almacén. Apenas franqueada la entrada con sus embarazosas guirnaldas de teteras de estaño y bandejas mezcladas con torniquetes de tarjetas postales, Marcel se halló contra el mostrador. Janine permaneció en la entrada. Se apartó un poco para no interceptar la luz. En aquel momento se percató de la presencia de dos árabes que les miraban sonrientes, detrás del viejo tendero, en la penumbra, sentados sobre sacos repletos que ocupaban totalmente el fondo del local. A lo largo de las paredes colgaban alfombras rojas y negras y pañuelos bordados, y el suelo estaba atiborrado de sacos y pequeñas cajas llenas de semillas aromáticas. Sobre el mostrador, en torno a una báscula de relucientes platillos de cobre y de un viejo metro con las marcas borradas, se alineaban los panes de azúcar, uno de los cuales, despojado de sus pañales de grueso papel azul, aparecía empezado por la punta. Cuando el viejo comerciante dejó la tetera sobre el mostrador y dio los buenos días, el olor a lana y a especias que flotaba en el local se manifestó por encima del aroma del té.

Marcel hablaba con precipitación, con aquella voz baja que utilizaba para hablar de negocios. Después abrió el baúl, enseñó las telas y los pañuelos, apartó la báscula y el metro para desplegar su mercancía ante el viejo comerciante. Se ponía nervioso, alzaba el tono, reía de manera desordenada, tenía todo el aspecto de una mujer que quiere agradar y que no está segura de sí. Ahora, con las manos ampliamente abiertas, imitaba la compraventa. El viejo sacudió la cabeza, pasó la bandeja de té a los dos árabes que se hallaban detrás de él y únicamente pronunció un par de palabras que al parecer desanimaron a Marcel. Este recogió las telas, las amontonó en el baúl, y a continuación enjugó el improbable sudor de su frente. Llamó al porteador y se pusieron en marcha hacia los soportales. En el primer comercio tuvieron algo más de suerte, aunque el dueño afectara al principio el mismo aire olímpico. «Se toman por Dios Padre —dijo Marcel—, pero ellos también son vendedores. La vida es dura para todos.»

Janine le seguía sin responder. El viento se había calmado casi totalmente. El cielo se despejaba a retazos. Una luz fría y brillante bajaba de los pozos azules que se iban abriendo en el espesor de las nubes. Ahora habían salido de la plaza. Caminaban por callejuelas a lo largo de muros de adobe, por encima de los cuales colgaban las rosas podridas de diciembre de trecho en trecho una granada seca, agusanada. En aquel barrio flotaba un aroma de polvo y de café, el humo de una fogata de cortezas, olor a piedra y a carnero. Los comercios, alejados unos de otros, se hallaban excavados en los lienzos de las murallas; Janine sentía las piernas pesadas. Pero poco a poco su marido se iba tranquilizando, había comenzado a vender y al mismo tiempo se volvía más conciliador; llamaba a Janine «mi pequeña», el viaje no sería en vano. «Eso seguro —decía Janine—, vale más entenderse directamente con ellos.»

Regresaron al centro por otra calle. La tarde había avanzado y el cielo ahora se había ido despejando. Se pararon en la plaza. Marcel se frotaba las manos contemplando con ternura el baúl que tenían delante. «Mira», dijo Janine. Del otro lado de la plaza venía un árabe alto, delgado, vigoroso, con rostro aguileño y bronceado, vestido con una chilaba azul celeste, calzado con finas botas amarillas, enguantadas las manos. Únicamente el chal que llevaba a modo de turbante permitía adivinar uno de aquellos oficiales franceses de Asuntos Indígenas que Janine había admirado a veces. Avanzaba en su dirección con pasos regulares, pero parecía mirar más allá del grupo que formaban, al tiempo que se desenguantaba con lentitud una de las manos. «Vaya —dijo Marcel encogiéndose de hombros—, ahí va uno que se cree un general.» Sí, todos tenían el mismo aire orgulloso, pero lo cierto es que aquél exageraba. Rodeados por el ámbito vacío de la plaza, avanzaba recto en dirección al baúl, sin verla, sin verlos. Al rato la distancia que les separaba disminuyó rápidamente y el árabe se acercaba ya hasta donde estaban ellos cuando Marcel agarró de repente el asa del baúl y tiró de ella hacia atrás. El otro pasó sin que aparentemente hubiera visto nada y se dirigió con el mismo paso hacia las murallas. Janine miró a su marido, parecía decaído.

«Ahora se creen que se lo pueden permitir todo», dijo. Janine no respondió. Detestaba la estúpida arrogancia de aquel árabe y de repente se sintió desgraciada. Quería irse, pensaba en su pequeño apartamento. La idea de regresar al hotel, a aquella habitación helada, la desanimaba. Súbitamente pensó que el dueño le había aconsejado que subiera a la terraza del fortín, desde donde se podía contemplar el desierto. Se lo dijo a Marcel, y también que podían dejar el baúl en el hotel. Pero él estaba cansado y quería dormir un poco antes de cenar. «Por favor», dijo Janine. Él la miró, súbitamente afectuoso. «Por supuesto, mi amor», dijo.

Ella le esperó delante del hotel, en la calle. El gentío, vestido de blanco, se iba haciendo cada vez más numeroso. No se veía ni una sola mujer y a Janine le parecía que nunca había visto tantos hombres. Sin embargo, ninguno la miraba.

Algunos, sin verla al parecer, volvían lentamente hacia ella su rostro enjuto y curtido que, a ojos de ella, hacía que todos se parecieran, el rostro del soldado francés del autobús, el del árabe de los guantes, un rostro a la vez astuto y altivo. Volvían aquel rostro hacia la forastera, no la veían y después, ligeros y silenciosos, pasaban junto a ella, que ya empezaba a tener hinchados los tobillos. Y su malestar y su necesidad de irse iban aumentando. «¿Para qué habré venido?» Pero en aquel momento Marcel bajó.

Cuando emprendieron la subida de las escaleras del fortín eran las cinco de la tarde. El viento se había calmado completamente. El cielo, totalmente despejado, era entonces de un azul malva. El frío, más seco, picaba en las mejillas. A mitad de las escaleras, un viejo árabe recostado contra la pared les preguntó si necesitaban un guía, pero sin moverse, como si hubiera estado seguro por anticipado de su respuesta negativa. La escalera era larga y empinada, a pesar de varios rellanos de tierra apisonada. A medida que subían el espacio se iba ampliando, y ascendían en medio de una luz cada vez más vasta, fría y seca, en la cual cada sonido del oasis les llegaba con una pureza nítida. El aire iluminado parecía vibrar a su alrededor, con una vibración cada vez más larga a medida que avanzaban, como si su paso hiciera nacer en el cristal de luz una onda sonora que se fuera ampliando. Y en el instante en que llegados a la terraza su mirada se perdió de repente en el horizonte inmenso, más allá del palmeral, a Janine le pareció que todo el cielo resonaba con una nota única, brillante y breve, cuyos ecos llenaban poco a poco el espacio por encima de ella, para luego cesar súbitamente y abandonarla a ella, silenciosa, delante de la extensión sin límites.

En efecto, de este a oeste su mirada podía desplazarse lentamente sin encontrar un solo obstáculo, todo a lo largo de una curva perfecta. Debajo de ella se encabalgaban las terrazas azules y blancas de la medina, ensangrentadas por las manchas de rojo sombrío de los pimientos que secaban al sol. No se veía a nadie, pero de los patíos interiores subían voces que reían y correteos incomprensibles, junto con el tufo aromático del café tostado. Un poco más lejos, los penachos del palmeral dividido con muros de arcilla en rectángulos desiguales, gemían bajo el efecto de un viento que allí en la terraza no se sentía. Más lejos aún comenzaba, ocre y gris, el reino de las piedras, hasta el horizonte, sin que apareciera ningún signo de vida. Únicamente a cierta distancia del oasis, cerca de la torrentera que corría por el oeste a lo largo del palmeral, se divisaban amplias tiendas negras. A su alrededor, un rebaño de dromedarios inmóviles, minúsculos en la distancia, formaban en el suelo gris los signos sombríos de una extraña escritura cuyo sentido era necesario descifrar. Por encima del desierto el silencio era tan vasto como el espacio.

Apoyando todo el cuerpo contra el parapeto Janine se quedó sin voz, incapaz de desprenderse del vacío que se abría ante ella. Marcel se agitaba a su lado. Tenía frío, quería bajar. ¿Qué había que ver allí? Pero ella no podía apartar la mirada del horizonte. Le pareció de repente que algo la esperaba allí, más al sur todavía, en aquel lugar en que el cielo y la tierra se encontraban en una línea pura, algo que ella había ignorado hasta entonces y que sin embargo siempre había echado en falta. La luz declinaba lentamente en la tarde avanzada; antes cristalina, ahora se volvía líquida. Al mismo tiempo, en el corazón de una mujer a quien sólo el azar había llevado allí, se iban desatando todos los nudos de los años, de la costumbre y del hastío, que hasta entonces la habían mantenido apresada. Contempló el campamento de los nómadas. Ni siquiera había visto a los hombres que vivían allí, nada se movía entre las tiendas negras, y sin embargo, y a pesar de que hasta aquel día apenas había sabido de su existencia, solamente podía pensar en ellos. Sin casa, separados del mundo, eran un puñado de gente errante en aquel vasto territorio que ella descubría con la mirada, y que sin embargo sólo era una parte irrisoria de un espacio todavía mayor, cuya vertiginosa fuga sólo se detenía miles de kilómetros más al sur, allí donde el primer río fecunda al fin la selva. Algunos hombres caminaban sin tregua, desde siempre, por aquella tierra seca, roída hasta el hueso, por aquel país desmesurado, sin poseer nada pero sin servir a nadie, señores miserables y libres de un extraño reino. Janine no sabía por qué aquella idea la llenaba de una tristeza tan dulce y tan vasta que le cerraba los ojos. Únicamente sabía que desde el origen de los tiempos aquel reino le había sido prometido y que sin embargo nunca sería suyo, jamás, salvo quizás en aquel instante fugitivo, cuando volvió a abrir los ojos al cielo repentinamente inmóvil, y hacia las oleadas de luz coagulada, mientras las voces que subían de la medina callaban bruscamente. Le pareció que el curso del mundo acababa de detenerse y que a partir de aquel instante nadie envejecería y nadie moriría. En adelante, y en todo lugar, la vida quedaba en suspenso, salvo en su corazón, donde en aquel mismo momento alguien lloraba de tristeza y de admiración.

Pero la luz se puso en movimiento el sol, nítido y sin calor, declinó hacia el oeste, enrojeciéndolo un poco, al tiempo que una ola gris se iba formando por el este y se disponía a inundar lentamente la inmensa llanura. Aulló el primer perro y su grito lejano subió en el aire, cada vez más frío. Entonces Janine se dio cuenta de que estaba tiritando.

«La vamos a cascar —dijo Marcel—, eres tonta. Volvamos.» Pero la tomó torpemente de la mano. Dócil, ella se apartó del parapeto y le siguió. El viejo árabe de la escalera, inmóvil, les vio bajar hacia la ciudad. Ella caminaba sin ver a nadie, abrumada bajo el peso de una inmensa y brusca fatiga, arrastrando su cuerpo cuya carga le parecía ahora insoportable. Su exaltación la había abandonado. Ahora se sentía demasiado grande, demasiado espesa, demasiado blanca también para aquel mundo en el que acababa de entrar. Un niño, una muchacha, un hombre seco, un furtivo chacal, eran las únicas criaturas que podían hollar silenciosamente aquella tierra. ¿Qué haría ella allí en adelante, salvo arrastrarse hasta el sueño, hasta la muerte?

Se arrastró en efecto hasta el restaurante, delante de un marido repentinamente taciturno, o que predicaba su cansancio, mientras ella misma luchaba débilmente contra la fiebre de un catarro que sentía subir. Y también se arrastró hasta la cama, donde Marcel fue a juntarse con ella, y apagó al momento la luz sin pedirle nada. La habitación estaba helada. Janine sentía que el frío avanzaba al mismo tiempo que se aceleraba la fiebre. Respiraba mal y su sangre latía sin calentarla; algo parecido al miedo iba creciendo en ella. Se dio la vuelta, la vieja cama de hierro crujía bajo su peso. No, no quería estar enferma. Su marido ya dormía y ella tenía que dormir también, lo necesitaba. Por la claraboya llegaban hasta ella los sonidos apagados de la ciudad. Los viejos fonógrafos de los cafetines moros emitían con voces nasales melodías que reconocía vagamente, y que le llegaban a lomos de un rumor de muchedumbres lentas. Tenía que dormir. Pero contaba las tiendas negras; detrás de sus párpados pacían los camellos inmóviles; inmensas soledades giraban en su interior. Sí, ¿por qué había venido? Con esa pregunta se durmió.

Se despertó algo más tarde. A su alrededor el silencio era total. Pero en los confines de la ciudad los perros roncos aullaban en la noche muda. Janine se estremeció. Se dio la vuelta y sintió contra su hombro el hombro duro de su marido y de repente, medio dormida, se apretó contra él. Fue a la deriva del sueño sin sumergirse, agarrada a aquel hombro con una avidez inconsciente, como si fuera su puerto más seguro. Hablaba, pero su boca no emitía ningún sonido. Hablaba, pero apenas se oía a sí misma. Únicamente sentía el calor de Marcel. Como desde hacía más de veinte años, cada noche, así, en su calor, siempre los dos, incluso enfermos, incluso de viaje, como en aquel momento… Además, ¿qué hubiera hecho sola en casa? ¡Sin hijos! ¿Era eso lo que le faltaba? No lo sabía. Seguía a Marcel, eso era todo, contenta de saber que alguien la necesitaba. La única alegría que él le daba era la de saberse necesaria. Sin duda alguna él no la quería. Ni siquiera el amor rencoroso tiene ese rostro ceñudo. ¿Pero cuál es su rostro? Se amaban en la noche, sin verse, a tientas. ¿Existe otro amor que no sea el de las tinieblas, existe un amor que grite a plena luz del día? No lo sabía, pero sabía que Marcel la necesitaba y que ella necesitaba aquella necesidad, que de ello vivía noche y día, sobre todo por la noche, cada noche, cuando él no quería estar solo, ni envejecer, ni morir, con aquel aire obtuso que adoptaba y que ella reconocía a veces en los rostros de otros hombres, el único rasgo común a todos aquellos locos que se camuflan bajo talantes razonables, hasta que les atrapa el delirio y les arroja desesperadamente hacia un cuerpo de mujer para enterrar en él, sin deseo, todo lo que tienen de espantoso la soledad y la noche.

Marcel se agitó un poco como para alejarse de ella. No, él no la quería, sencillamente tenía miedo de todo lo que no fuera ella, y hacía tiempo que ambos hubieran debido separarse para dormir solos hasta el final. ¿Pero quién es capaz de dormir siempre solo? Algunos hombres lo hacen, aquellos a quienes la vocación o la desgracia han separado de los demás y que se acuestan todas las noches en el mismo lecho que la muerte. Marcel nunca podría hacerlo, él menos que nadie, criatura débil y desarmada, siempre espantado por el dolor, hijo suyo, precisamente, aquel que la necesitaba y que en aquel mismo instante dejó escapar una suerte de gemido. Ella se juntó un poco más contra él, y le puso la mano en el pecho. Y en su fuero interno pronunció el nombre enamorado con que le llamaba en otros tiempos y que todavía, de tarde en tarde, utilizaban entre sí pero sin pensar en lo que decían.

Le llamó de todo corazón. Además, ella también le necesitaba, necesitaba su fuerza, sus pequeñas manías, también ella tenía miedo a morir. «Si superara ese miedo sería feliz…» Al instante la invadió una angustia sin nombre. Se separó de Marcel. No, no estaba superando nada, no era feliz, en verdad iba a morir sin haberse librado de ello. Le dolía el corazón, descubría de repente que se ahogaba bajo un peso inmenso que arrastraba desde hacía veinte años, un peso bajo el cual se debatía ahora con todas sus fuerzas. ¡Quería librarse de él, incluso si Marcel, incluso si los demás no se libraban nunca! Se incorporó en la cama, despierta, y aguzó el oído hacia una llamada que le pareció muy cercana. Pero sólo le llegaron las voces extenuadas e infatigables de los perros desde los confines de la noche. Se había levantado una brisa débil cuyas ligeras aguas oía correr por el palmeral. Venía del sur, de allí donde el desierto y la noche se mezclaban ahora bajo el cielo, inmóvil otra vez, donde la vida se detenía, donde nadie envejecía ni moría. Después, las aguas del viento dejaron de manar y ni siquiera estaba segura de haber oído algo, salvo una llamada muda que además podía escuchar o hacer callar a voluntad, y cuyo sentido jamás conocería si no respondía al instante. Al instante, sí, de eso al menos estaba segura.

Se levantó sin brusquedad y permaneció inmóvil cerca de la cama, atenta a la respiración de su marido. Marcel dormía. Un instante después, perdió el calor del lecho y el frío se apoderó de ella. Se vistió lentamente, buscando a tientas su ropa en la débil claridad que llegaba de las farolas de la calle a través de las persianas de la fachada. Alcanzó la puerta con los zapatos en la mano. Esperó todavía un instante en la oscuridad, y después abrió con lentitud. El picaporte rechinó y ella se quedó inmovilizada. Su corazón latía alocadamente. Aguzó el oído y tranquilizada por el silencio hizo girar un poco más la mano. La rotación del picaporte le pareció interminable. Al fin abrió, se deslizó fuera y volvió a cerrar la puerta con las mismas precauciones. Después, con la mejilla pegada a la madera, esperó. Al cabo de un momento percibió lejanamente la respiración de Marcel. Se dio la vuelta, recibió en pleno rostro el aire helado de la noche y echó a correr a lo largo de la galería. La puerta del hotel estaba cerrada. Mientras manipulaba el cerrojo, el vigilante nocturno apareció en lo alto de la escalera con el semblante confuso y le habló en árabe. «Ahora vuelvo», dijo Janine, y se lanzó a la noche.

Del cielo negro bajaban guirnaldas de estrellas sobre las palmeras y las casas. Corrió a lo largo de la corta avenida que llevaba al fortín, ahora desierta. El frío, que ya no tenía que luchar contra el sol, había invadido la noche; el aire helado le quemaba los pulmones. Pero siguió corriendo, medio a ciegas, en la oscuridad. Sin embargo, en lo alto de la avenida aparecieron algunas luces que se acercaron a ella zigzagueando. Se detuvo, oyó un rumor de élitros y al final, detrás de las luces que iban aumentando de tamaño vio unas enormes chilabas bajo las cuales centelleaban las ruedas frágiles de las bicicletas. Las chilabas la rozaron; tres luces rojas surgieron en la oscuridad detrás de ella, y al momento desaparecieron. Volvió a emprender su carrera hacia el fortín. A mitad de la escalera la quemadura del aire en los pulmones llegó a ser tan cortante que quiso detenerse. Sin embargo, un último impulso la arrojó a su pesar a la terraza, al parapeto, contra el cual apretó entonces su vientre. Jadeaba, y todo se confundía delante de sus ojos. La carrera no le había hecho entrar en calor y todos sus miembros temblaban todavía. Pero pronto fue aspirando con regularidad el aire frío que había estado tragando a bocanadas y un calor tímido empezó a nacer en medio de los escalofríos. Sus ojos se abrieron al fin sobre los espacios de la noche.

Ningún aliento, ningún ruido, nada turbaba el silencio y la soledad que rodeaban a Janine, salvo a veces el resquebrajamiento sofocado de las piedras que el frío iba reduciendo a arena. Sin embargo, al cabo de un instante, le pareció que una especie de pesada rotación arrastraba el cielo por encima de ella. Miles de estrellas se formaban sin tregua en el espesor de la noche fría y seca, y sus brillantes carámbanos, desprendiéndose al instante, empezaban a deslizarse imperceptiblemente hacia el horizonte. Janine no podía apartarse de la contemplación de aquellas luminarias a la deriva. Giraba con ellas y poco a poco se reunía con su ser más profundo por el mismo camino inmóvil, donde ahora combatían el deseo y el frío. Las estrellas caían delante de ella, una a una, y se apagaban después entre las piedras del desierto, y cada vez Janine se iba abriendo un poco más a la noche. Respiraba, olvidaba el frío, el peso de la existencia, la vida demente o inmóvil, la prolongada angustia de vivir y de morir. Después de haber escapado alocadamente durante tantos años huyendo delante del miedo, por fin podía detenerse. Al mismo tiempo le parecía volver a encontrar sus raíces, como si la savia volviera a subir por su cuerpo, que ahora ya no tiritaba. Apretando todo su vientre contra el parapeto, proyectando su tensión hacia el cielo en movimiento, solamente esperaba que su corazón, todavía alterado, se apaciguara a su vez, y que al fin se hiciera el silencio en ella. Las últimas estrellas de las constelaciones dejaron caer sus racimos algo más abajo, sobre el horizonte del desierto y se inmovilizaron. Entonces, con una insoportable suavidad, Janine empezó a llenarse con el agua de la noche, venciendo al frío, subiendo poco a poco del centro oscuro de su ser y desbordándose en oleadas ininterrumpidas hasta llenar de gemidos su boca. Un instante después el cielo entero se desplegaba sobre ella, tendida sobre la tierra fría.

Cuando Janine regresó con las mismas precauciones Marcel no se había despertado. Pero lanzó un gruñido cuando ella se acostó y unos segundos después se incorporó bruscamente. Habló, y ella no comprendió lo que decía. Se levantó y encendió la luz, que la golpeó en pleno rostro. Se dirigió tambaleándose hacia el lavabo y bebió largamente de la botella de agua mineral que había allí. Ya iba a meterse entre las sábanas cuando con una rodilla encima de la cama la miró a ella, sin comprender. Estaba llorando a lágrima viva, sin poder contenerse. «No es nada, mi amor —decía ella—, no es nada.»

 

 

lunes, 23 de junio de 2025

El gato bajo la lluvia, Ernest Hemingway

 

EL GATO BAJO LA LLUVIA
Ernest Hemingway




Sólo dos americanos había en aquel hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.

—Voy a buscar a ese gatito —dijo ella.

—Iré yo, si quieres —se ofreció su marido desde la cama.

—No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

—No te mojes —le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

Il piove —expresó la americana.

El dueño del hotel le resultaba simpático.

Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Se quedó detrás

Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes. 

Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

—No debe mojarse —dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

Ha perduto qualque cosa, signora?

—Había un gato aquí —contestó la americana.

—¿Un gato?

Sí il gatto.

—¿Un gato? —la sirvienta se echó a reír— ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?

—Sí; se había refugiado en el banco —y después—: ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito.

Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

—Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

—Me lo imagino —dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Il padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

—¿Y el gato? —preguntó, abandonando la lectura.

—Se fue.

—¿Y dónde puede haberse ido? —preguntó él, abandonando la lectura.

La mujer se sentó en la cama.

—¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba. No debe resultar agradable ser un pobre gatito bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo.

Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

—¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? —le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rasurada como la de un muchacho.

—A mí me gusta como está.

—¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

—¡Caramba! Si estás muy bonita —dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

—Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

—¿Sí? —dijo George.

—Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

—¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? —dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

—De todos modos, quiero un gato —dijo—. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza.

 Alguien llamó a la puerta.

Avanti –dijo George, mirando por encima del libro.

En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato color carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

—Con permiso —dijo la muchacha— il padrone me encargó que trajera esto para la signora.

 

La calle de los cocodrilos, Bruno Schulz

 

LA CALLE DE LOS COCODRILOS

Bruno Schulz



Mi padre conservaba en el cajón inferior de su amplio escritorio un hermoso plano antiguo de nuestra ciudad. Era en realidad todo un volumen en folio, de pergaminos que, unidos por medio de cintas, formaban un inmenso mapa mural que representaba un panorama a vuelo de pájaro.

Fijado a la pared, a la que cubría casi por entero, dejaba ver todo el valle del Tysmienica, que serpenteaba como una cinta pálida y dorada el conjunto de los grandes lagos y pantanos y los últimos contrafuertes de las montañas, cuyas ondulaciones huían hacia el Sur, primero raras y distantes, luego reunidas en cadenas cada vez más numerosas, en un damero de colinas redondeadas que se hacían más pequeñas y más pálidas a medida que se acercaban al horizonte dorado y brumoso. Bajo esas periferias empañadas y lejanas se destacaba la ciudad, que avanzaba hacia el borde del mapa. Al principio bajo la forma de masas aún indiferenciadas, compacta mezcla de casas cruzadas por los arroyos profundos de las calles; más cerca se dividía en inmuebles individualizados, que habían sido dibujados con la misma precisión con que se verían a través de unos prismáticos.

En esta parte, el artista había logrado fijar la profusión tumultuosa de las calles y callejuelas, el diseño de las cornisas, arquitrabes, arquivoltas y pilastras que brillaban en el oro sombrío de un crepúsculo que hundía a los nichos y hoquedades en una sombra color ocre. Esos espectros de sombra se extendían como rayos de miel, por las arterias de la ciudad. Bañaban con su masa tibia y opulenta aquí la mitad de una calle, allá un espacio entre dos casas, y orquestaban, en un claroscuro triste y romántico, la polimorfía arquitectónica del conjunto.

Ahora bien, sobre este plano, dibujado en el estilo de los prospectos barrocos, los alrededores de la calle de los Cocodrilos formaban una mancha blanca comparable a la que, en los tratados de geografía, señala las regiones polares o los países inciertos o inexplorados. Solo algunas calles estaban indicadas allí con líneas negras, con sus nombres trazados en escritura corriente, mientras que las otras leyendas se distinguían por la nobleza de sus caracteres góticos. Era evidente que el cartógrafo se había negado a reconocer esta zona como parte legítima de la ciudad y había manifestado su oposición por medio de ese tratamiento superficial.

Para comprender su reserva, debemos describir aquí la naturaleza particular de este barrio equívoco. Era un distrito comercial e industrial de muy marcado carácter utilitarista. El espíritu de la época y los mecanismos económicos no habían perdonado a nuestra ciudad y se habían enraizado en su periferia, donde habían dado nacimiento a ese suburbio parásito. Mientras que en la ciudad vieja reinaba aún un comercio nocturno, semiclandestino y ceremonioso, aquí, en este barrio joven habían florecido toda clase de métodos comerciales sobrios y modernos. Injertado en este suelo agotado, cierto norteamericanismo exuberante había producido un estilo soso e incoloro, de una vulgaridad presuntuosa. Se veían allí miserables edificios de fachada caricaturesca, embozados en monstruosos ornamentos de estuco que se desmoronaban fácilmente. A las viejas barracas suburbanas se habían agregado apresuradamente portales cerrados que, si se los miraba de cerca, no eran más que una lamentable imitación del estilo de moda. Las vidrieras sucias sobre las cuales se quebraba en reflejos ondulados la imagen de la calle, la madera rugosa de los portales, el tono gris uniforme de esos interiores estériles en los que las altas estanterías y los muros agrietados se cubrían de telas de araña y de capas de polvo, todo eso daba a los negocios del barrio el sello de un nuevo Klondyke. Así se alineaban una al lado de otra, los tenduchos de los sastres de confección, los depósitos de porcelanas, las droguerías, las peluquerías. En los grandes vidrios grisáceos de sus frentes estaban pintadas oblicuamente o en semicírculo inscripciones en letras doradas: CONFITERÍA, MANICURA, KING OF ENGLAND.

Los viejos habitantes de la ciudad se mantenían apartados de esta zona, ocupada por un populacho sin carácter ni cohesión, una verdadera pacotilla moral, una categoría inferior del ser humano que, por sí mismos y ellos solos, engendraban tales ambientes dudosos y efímeros. Pero en los días de abatimiento, en las horas de debilidad, podía ocurrírsele a un ciudadano echar a andar por esa zona equívoca. Ni siquiera los mejores escapaban a la tentación de degradarse alguna vez, de borrar las jerarquías, de hundirse en ese cenagal de fácil promiscuidad. Ese barrio era un Eldorado para esos desertores que renunciaban a su dignidad. Todo allí parecía sospechoso y dudoso; todo, por medio de guiñadas discretas, gestos cínicos y miradas furtivas, excitaba a la concupiscencia impura; todo tendía a desencadenar los bajos instintos.

Un transeúnte desprevenido difícilmente descubriría la extraña peculiaridad de estos lugares, donde los colores estaban ausentes, como si en esta aglomeración mediocre y apresurada nadie pudiera permitirse ese lujo. Todo era gris, como en un folleto ilustrado o en las fotos en blanco y negro. Esta semejanza iba más allá de la simple metáfora pues, por momentos, si uno paseaba por esas calles, tenía la impresión de hojear un insípido prospecto en el que, por inadvertencia, se hubieran deslizado proposiciones equívocas, notas escabrosas, ilustraciones parásitas. Esos paseos se revelaban tan estériles como los desbordes de una imaginación que se arrastra entre las ilustraciones y los textos de una publicación pornográfica.

Si uno entraba, por ejemplo, en la tienda de un sastre, para encargar un traje de dudosa elegancia, a tono con las características del lugar, se encontraba en un local vasto y vacío, de techo elevado e incoloro, hasta el cual se elevaban las grandes estanterías. Ese andamiaje de estantes vacíos conducía nuestra mirada hacia las alturas, hacia ese techo que podía ser también un cielo, un cielo mediocre y mustio como los de ese barrio. Pero, por otra parte, las demás piezas, que es posible ver por la puerta entreabierta, están llenas hasta el tope de cajas y cartones, superpuestos como en un inmenso fichero que, allá arriba junto al vago firmamento del techo, concluye en una geometría del vacío, una construcción estéril de la nada. La luz diurna no atraviesa esas ventanas grises de múltiples vidrios cuadriculados como las hojas de los cuadernos escolares, porque todo el espacio del negocio está embebido en una luz indecisa e indiferente que no proyecta sombra ni subraya los relieves.

Y ahora se nos aparece un joven extremadamente servicial, esbelto y ágil, dispuesto a satisfacer todos nuestros deseos y a aplastarnos bajo su fácil elocuencia chabacana. Sin dejar de parlotear, despliega largas piezas de tela, mide, alisa las arrugas y da forma a la onda infinita que corre entre sus manos, armando capotes o pantalones imaginarios. Todas esas manipulaciones solo parecen una simulación, una comedia, una máscara irónica que oculta el sentido verdadero de su actividad.

Las vendedoras son morenas y esbeltas, pero la belleza de cada una de ellas tiene un pequeño deterioro, muy característico de ese barrio de mala vida. Van y vienen por la tienda, o se apostan en la puerta, vigilando si la operación comercial confiada al experto dependiente está llegando a concretarse. El joven hace toda clase de ceremonias y melindres; por momentos da la impresión de ser una mujer vestida de hombre. Uno desearía acariciar su mentón o pellizcar sus mejillas, cuando, esbozando una mirada cómplice, atrae discretamente nuestra atención sobre la etiqueta de su mercadería, de transparente simbolismo.

Poco a poco la cuestión de la elección de una tela queda relegada a un segundo plano. Ese joven corrompido y casi afeminado, lleno de comprensión por los caprichos más íntimos del cliente, exhibe ante los ojos de este, etiquetas muy particulares, toda una colección de marcas registradas, la colección de un aficionado refinado. Entonces descubrimos que la sastrería no era más que una fachada que disimulaba el gabinete de un librero, repleto de libros de tiraje reducido y escritos de carácter licencioso. El joven diligente nos muestra reservas de libros, grabados y fotografías que se apilan hasta el techo. Las viñetas y las estampas superan nuestros sueños más osados: nunca hubiéramos imaginado tales abismos de depravación, una desvergüenza tan refinada.

Las vendedoras, grises, color de papel, pasan y vuelven a pasar, ahora con mayor frecuencia, entre las pilas de libros. Sus rostros ya corrompidos tienen ese pigmento graso de las morenas que, agazapado en el fondo de sus ojos, se lanza a veces a una carrera enloquecida de cucaracha. En las manchas de rubor que colorean sus mejillas, en sus lunares picarescos, en el impudor de su vello, se trasluce el ardor de su sangre negra. Los libros, que ellas toman con sus dedos oliváceos, parecen conservar manchas de esa sangre: sus colorantes muy intensos, al desteñirse sobre el papel, soltaban en el aire como una lluvia de pecas, un reguero obscuro y aromático, olor de café, de tabaco y de hongos venenosos.

Entretanto la licencia se generaliza. El dependiente, que ha agotado sus facultades de convicción, se ha reducido progresivamente a una femenina pasividad. Se ha tendido sobre uno de los numerosos divanes que se hallan entre las estanterías; un escote femenino entreabre su pijama de seda. Las vendedoras se muestran unas a otras las figuras y posiciones de las estampas; otras se adormecen sobre lechos improvisados. La presión sobre el cliente se debilita. Han dejado de importunarlo y lo dejan librado a sí mismo; entregadas a sus conversaciones, ya no le prestan ninguna atención. Sin embargo, adoptan una actitud arrogante, colocándose de espaldas o de perfil, y juegan coquetamente con la punta de sus zapatos u ondulan sus cuerpos con flexibilidad de serpientes, provocando así con indolente irresponsabilidad al espectador que fingen ignorar. El huésped se siente así atraído, empujado por esa retirada estratégica que le deja sin campo libre para actuar. Pero mejor será aprovechar ese instante de distracción para escapar a las imprevisibles consecuencias de nuestra inocente visita y salir a la calle.

Nadie nos retiene. Nos escabullimos entre corredores de libros, entre las largas estanterías de revistas e impresos; logramos abandonar el negocio y nos hallamos de nuevo en el punto más alto de la calle de los Cocodrilos, desde donde se puede observar todo su trazado, hasta las construcciones interrumpidas de la estación. La luz es grisácea, como siempre ocurre en estos parajes, y el paisaje recuerda una foto de vieja revista ilustrada, a tal punto son descoloridos y vulgares los vehículos, las casas y la gente. Esta realidad, delgada como el papel, denuncia por todas sus grietas su carácter ilusorio. A veces uno tiene la impresión de que esa esquinita que de pronto descubrimos ha sido arreglada especialmente para ofrecer la imagen de una avenida de una gran ciudad. Pero de inmediato esa mascarada improvisada se descompone: incapaz de sostener su ficción, se desmorona, y solo queda un montón de argamasa, los escombros de un teatro inmenso y vacío recorrido a veces por los estremecimientos de una gravedad tensa y patética.

Lejos está de nosotros la intención de denostar este espectáculo. Aceptamos conscientemente que el encanto mezquino de este barrio nos seduce. Por otra parte, no está desprovisto de cierto carácter autoparódico. Las hileras de barracas suburbanas alternan con altos edificios que se diría hechos de cartón, un conglomerado de insignias, ciegas ventanas de oficinas, vidrieras opacas, chapas y anuncios. La multitud hormiguea al pie de esas casas. La calle es tan ancha como una avenida urbana, pero la calzada, a la manera de las plazuelas aldeanas, está hecha de arcilla apisonada, invadida de hierbas silvestres, llena de pozos y charcos. La circulación de los peatones es motivo de orgullo para los habitantes del barrio, y hablan de ella exhibiendo miradas de suficiencia. La multitud descolorida, anónima, está en sumo grado poseída de su papel y despliega todo el celo posible para contribuir a crear la impresión de una gran ciudad. Sin embargo, a pesar de su aspecto atareado y práctico, da la impresión de un cortejo somnoliento que circula monótonamente y sin objeto. Toda la escena está impregnada de una curiosa insignificancia. La multitud continúa errando en una ola monótona y, cosa extraña, se la distingue apenas vagamente. Las siluetas se deslizan en un tumulto suave y confuso, sin llegar a destacarse completamente recortadas. Solo de vez en cuando puede uno aislar, en esa maraña, alguna mirada negra y viva, un sombrero muy calado, una mitad de rostro deformado por un rictus y cuyos labios acaban de entreabrirse, una pierna que ha dado un paso y queda endurecida para siempre en esa actitud.

Una de las particularidades del barrio son los coches de plaza sin conductor, que ruedan solos por las calles, y no porque falten cocheros, sino porque estos, perdidos en la multitud y solicitados por otros asuntos, no se preocupan por sus coches. En esta esfera de la apariencia y del gesto vacío, no se preocupa uno demasiado por precisar el lugar de destino y los pasajeros se confían a esos vehículos errantes con la indolencia que se observa aquí en general. En ciertos cruces peligrosos se los ve, a veces, asomados fuera de sus vehículos desencajados y efectuar, no sin esfuerzo, riendas en mano, una maniobra complicada.

En el barrio hay también tranvías, que constituyen el más brillante de los triunfos para los concejales municipales. Pero el aspecto de esos coches de papel maché es lastimoso, con sus tabiques deformados por el paso del tiempo. A veces hasta les falta la delantera, de manera que se ve a los pasajeros sentados en el interior, rígidos y en actitud muy digna. Estos tranvías son empujados por mandaderos municipales. Pero lo más sorprendente es el sistema ferroviario de la calle de los Cocodrilos.

A veces, durante el fin de semana, a horas variables, se puede observar a una multitud que espera el tren en una parada. Ni la hora de llegada del tren, ni el lugar exacto donde habrá de detenerse, son seguros y ocurre a veces que la gente forma dos filas de espera, pues no logran ponerse de acuerdo sobre el emplazamiento de la estación. Esperan mucho tiempo, formando un grupo sombrío y silencioso a lo largo de las vías trazadas vagamente. Vistos de perfil, sus rostros son como máscaras de papel que la expectativa recorta con líneas fantásticas.

Por fin el tren llega. Sale de una callecita, minúsculo, pegado a las vías, arrastrado por una locomotora jadeante. Ha entrado en ese corredor oscuro y la calle se ennegrece bajo el polvillo de carbón que esparcen los vagones. La respiración apagada de la locomotora, un soplo de extraña severidad y lleno de tristeza, el gentío y el enervamiento contenido transforman por un instante a la calle en un andén de estación, en medio del breve crepúsculo invernal.

El comercio de billetes de tren es, junto con la corrupción, la plaga de la ciudad.

A último momento, cuando el tren se halla ya en la estación, tienen lugar las negociaciones con los empleados de la línea. Antes de que ellas concluyan, el tren se pone en marcha, acompasado por una multitud lenta y desencantada que lo sigue largo rato y luego se dispersa.

La calle, reducida por un momento a ser esa estación crepuscular, llena del aliento de las vías lejanas, se ilumina y se ensancha de nuevo para dejar paso a la multitud indolente y monótona, que vaga con su impreciso murmullo a lo largo de las vidrieras que, detrás de los sucios cristales, exhiben toda clase de baratijas, grandes maniquíes de cera y muñecas de peluqueros.

Vestidas con largas ropas de encaje pasan, provocadoras, las prostitutas. Son quizás, por otra parte, las mujeres de los peluqueros o de los músicos de las tabernas. Andan con un paso elástico de animales feroces y llevan en sus rostros malvados y corrompidos una pequeña deformación destructiva: sus ojos negros son estrábicos, tienen la boca desgarrada o les falta la punta de la nariz.

Los vecinos están orgullosos de las emanaciones viciosas de la calle de los Cocodrilos. No nos privamos de nada, piensan satisfechos, podemos ofrecernos el lujo de un verdadero libertinaje. Dicen que todas las mujeres del barrio son cortesanas. En efecto, basta mirar a cualquiera de ellas para encontrar una mirada insistente, viscosa, que nos hiela con su certidumbre voluptuosa. Hasta las escolares tienen un modo de llevar los moños, un cierto defecto en los ojos, una manera de mover sus esbeltas piernas, en los que se esboza su futura depravación.

Y sin embargo… Sin embargo, ¿será necesario, aún, traicionar el último secreto de este barrio, el misterio cuidadosamente conservado de la calle de los Cocodrilos? Varias veces, en el curso de esta narración, hemos manifestado ciertos escrúpulos y expresado discretamente nuestras reservas. El lector atento no se sorprenderá, pues, al descubrir la incógnita del asunto. Hablamos del carácter mimético de este barrio, pero este término tiene también un significado bastante claro para expresar la esencia intermedia e indecisa del barrio.

Nuestro lenguaje no tiene vocablos que permitan fijar los grados de la realidad o definir su densidad. Digámoslo sin disimulo: la fatalidad de este barrio reside en que nada cobra realidad en él. Todos los gestos insinuados quedan en suspenso, se agotan prematuramente y no pueden trasponer ciertos límites. Hemos tenido la oportunidad de observar la exuberancia y prodigalidad de las intenciones, de los proyectos y de las anticipaciones: no se trataba de otra cosa que, de una fermentación de deseos, precoz y, por lo tanto, estéril.

En una atmósfera de facilidad excesiva todos los caprichos germinan y la tensión más pasajera crece y se cubre de estériles excrecencias, hierbas silvestres de la pesadilla, adormideras febriles y descoloridas. Sobre todo el barrio se cierne un olor de pecado disoluto y perezoso: gentes, casas y tiendas solo padecen, a veces, un estremecimiento de su cuerpo febril, un espasmo entre sus ensoñaciones. En parte alguna como aquí se siente uno a tal punto amenazado por la proximidad de realización, debilitado y paralizado por la aprehensión voluptuosa del hecho a cumplirse. Pero todo termina allí.

Una vez superado cierto nivel, el flujo se detiene y retrocede, la atmósfera pierde color, las posibilidades recaen en la nada, las amapolas grises y enloquecidas de la excitación se disipan en cenizas.

Nunca nos abandonará el arrepentimiento de habernos alejado de aquella sastrería. Sabemos que jamás volveremos a encontrarla. Iremos de una insignia a otra y siempre nos equivocaremos. Visitaremos decenas de negocios parecidos, caminaremos entre murallas de libros, hojearemos centenares de publicaciones, mantendremos confusas negociaciones con vendedoras de piel pigmentada y belleza defectuosa que no comprenderán nuestros deseos.

Caeremos en confusiones sin fin, hasta que nuestra fiebre y nuestro desasosiego se agotarán, después de tantos esfuerzos inútiles, tantas búsquedas infructuosas.

Nuestras esperanzas reposaban sobre un equívoco; la ambigüedad del local era solo una apariencia; la tienda era una verdadera sastrería y el empleado no tenía ninguna intención oculta. En cuanto a las mujeres de la calle de los Cocodrilos, su depravación es más bien moderada y se ahoga bajo espesas capas de prejuicios. En esta ciudad de la mediocridad no hay lugar para los instintos exuberantes ni para las pasiones oscuras e insólitas.

La calle de los Cocodrilos era una concesión de nuestra ciudad al progreso y a la corrupción modernas. Pero, como es natural, solo podíamos pretender edificar una imitación en papel maché, un fotomontaje hecho con recortes de viejos periódicos amarillentos.

Sklepy cynamonowe, 1934

 

Igual que perros, Dylan Thomas

 

IGUAL QUE PERROS

Dylan Thomas



A solas, de pie bajo uno de los arcos del ferrocarril, más o menos al amparo del viento, a la caída de la tarde contemplaba la gran extensión del arenal alargado y sucio, con unos cuantos chicos a la orilla del mar y una o dos parejas que se apresuraban en su paseo, con los impermeables hinchados como globos por el viento, cuando dos hombres se me sumaron como si hubieran surgido de la nada y encendieron unos fósforos para prender sus cigarrillos, iluminándose las caras bajo las gorras de cuadros.

Uno de ellos tenía una apariencia agradable, unas cejas que se le alargaban cómicamente hacia las sienes, unos ojos cálidos, castaños, una mirada profunda, sin asomo de astucia. El otro tenía la nariz de boxeador y una barba rojiza, de varios días, que le sombreaba todo el mentón huidizo.

Observamos a los chicos que volvían del mar grasiento. Gritaron bajo la bóveda que formaban los arcos y luego se desvanecieron sus voces. Pronto no quedó ni una sola pareja a la vista; los enamorados habían desaparecido entre las dunas, estarían tumbados entre los cascos de botellas y las latas de conserva, los restos del verano ya lejano, bajo los papeles viejos que volaban sobre sus cuerpos. Por allí no quedaba nadie con dos dedos de frente. Los dos desconocidos, apoyados contra la pared, con las manos hundidas en los bolsillos y las brasas de los cigarrillos encendidas, con la mirada fija, miraban según me pareció el modo en que espesaba la negrura sobre el arenal desierto, pero igual que si tuvieran los ojos cerrados. Pasó por encima de nosotros un tren y retembló la bóveda. Sobre la orilla, más allá del tren que ya desaparecía, las nubes de humo volaban juntas, harapos de alas y cuerpos huecos de pájaros grandes, negros como los túneles, que se dispersaron perezosas; caían las ascuas por un cedazo en el aire y las chispas se apagaron en la húmeda oscuridad antes de llegar a caer en la arena. La noche anterior, los pequeños y diligentes espantapájaros se encorvaron y se agacharon a lo largo de las vías, y un carroñero solitario y digno recorrió cinco kilómetros cerca de la orilla, con un saco de carbón arrugado a la espalda y un bastón de guardián del parque con la contera de metal. Yacían ahora tumbados en sus sacos, dormidos en una vía muerta, las cabezas apoyadas en unos cajones de los que sobresalían sus barbas pajizas o entumecidos en el hueco de los vagones carboneros, o bien descansando tras la rapiña, vigilantes, en el cobertizo de Jack Stiff, cerca de la taberna de Fishguard Alley, donde los asiduos a las bebidas espirituosas bailaban sin cesar en brazos de los policías, y las mujeres como fardos de ropas informes esperaban en una charca, en los portales, en las oquedades de la pared que rezumaba humedad, a la caza de vampiros o bomberos. La noche había caído del todo sobre nosotros. Cambió el viento. Comenzó a lloviznar. El propio arenal desapareció. Aguantamos en el hueco ventoso y desapacible del arco, escuchando los ruidos que llegaban de la ciudad medio apagados, un tren de mercancías que chirriaba, una sirena en los muelles, los traqueteos de los tranvías en las calles más alejadas, el ladrido de un perro, sonidos distantes, difíciles de localizar, el golpeteo del hierro contra el hierro, el ronco crujido del maderamen, los portazos allí donde no había casas, un motor que tosía como las ovejas en la falda de la colina.

Los dos jóvenes eran dos estatuas humeantes, vigilantes, con camisas sin cuello y con sendas gorras encasquetadas, esculpidos en la roca de la oquedad que barría el viento, a mi lado, sin otro sitio al que ir, sin nada que hacer, con toda la lluvia del invierno y toda la noche por delante. Encendí una cerilla protegiéndola en el cuenco de las manos para que me vieran bien la cara en un tenebroso contraluz, los ojos misteriosamente hundidos en las cuencas, tal vez, y la asombrosa palidez de mis mejillas jóvenes y salvajes en el repentino temblor de la llama, para que se preguntasen quién era yo mientras fumaba mi última colilla y me preguntaba, por mi parte, quiénes eran ellos. ¿Por qué el tipo del rostro blanco estaba tan rígido, como si fuera una estatua con una luciérnaga en los labios y una expresión de diablo dócil? Debería andar por ahí con una chica simpática, sin duda, que le permitiría soltar sus fanfarronadas durante horas y más horas, y que atendería con paciencia su retahila de lamentos, que lo llevaría a llorar al cine o a fardar con varios chicos en cualquier tugurio de Rodney Street. No tenía el menor sentido estar allí parado durante horas y más horas, aguantando una noche desapacible bajo los arcos de una estación abandonada, cuando por ahí había infinidad de chicas con ganas de satisfacer a cualquiera, dispuestas a mostrarse calientes y amistosas, tanto en los tenderetes de los bocadillos como a la entrada de Rabbiotti, el café que estaba abierto durante toda la noche, y cuando la taberna que llamaban Vista de la Bahía, en la esquina misma, acogía a los clientes con un buen fuego en la chimenea y con una morenaza sensual que tenía cada ojo de un color distinto, cuando los salones de los billares estaban abiertos, salvo uno en la calle mayor, al que solo se podía enrar con chaqueta y corbata, y cuando los parques cerrados estaban ya desiertos, los quioscos a cubierto, las verjas bien fáciles de saltar.

El reloj de una iglesia en alguna parte repicó con insistencia, oyéndose débil en la noche. No conté las campanadas.

El otro joven, que estaba a medio metro de mí, debería estar gritando con los chicos, chuleando por las callejuelas, sujetando las barras de los bares, de broma, de baile o de pelea en el Mannesmann Hall, o bien hablando en susurros con un balde a la vuelta de la esquina. ¿Por qué estaba allí encorvado junto a un individuo taciturno y junto a mí, escuchando nuestra respiración, escuchando el rumor del mar, el viento que esparcía la arena bajo el arco, un perro encadenado y la bocina de un barco y el traqueteo de los tranvías a doce calles de distancia, y observando cómo se prendía la cerilla, una cara blanda de muchacho recién iluminada en las sombras, los rayos del faro, el movimiento de una mano con un cigarro entre los dedos, cuando la ciudad que se extendía bajo la llovizna, los bares, las tabernas y las cervecerías, las callejas de los vagabundos y los arcos del paseo estaban repletos de amigos y enemigos? Podría estar jugando a las cartas a la luz de una vela, en un cobertizo del aserradero.

A esas horas, las familias se sentaban a cenar en las hileras de casas bajas, con la radio encendida y los pretendientes de las hijas sentados en la entrada de las casas de enfrente. En las casas de los vecinos alguien leía las noticias sobre los manteles de hule, se freían las patatas para la cena. Se jugaba a las cartas en las habitaciones del frente, en la primera planta. Y en las casas de las cimas de las colinas las familias agasajaban a sus amigos e invitados, sin echar del todo las persianas de los salones y comedores. Oí el murmullo del mar y noté el mordisco frío de la noche.

—¿Qué hacemos aquí parados? —dijo uno de los dos extraños con voz clara y fuerte.

—Pues aguantar bajo una mierda de arco —dijo el otro.

—Y eso que hace frío —dije yo.

—Desde luego, no es muy cómodo que digamos —dijo el joven de cara agradable en la oscuridad. Hablaba como si nunca le hubiera cambiado la voz.

—¿Y qué me dices de la noche del Majestic? —dijo el otro.

Se hizo un largo silencio.

—¿Vienes a menudo a quedarte aquí parado? —dijo el de la voz agradable.

—No, es la primera vez que vengo —contesté—. Otras veces voy al puente de Brynmill.

—¿No has probado nunca en el embarcadero viejo?

—Cuando llueve no sirve de nada.

—Quiero decir abajo, en el muelle, entre los pilotes.

—Pues no, nunca he ido allí.

—Tom se pasa todos los domingos, apostado debajo del muelle —dijo con amargura el que tenía cara de boxeador—. Tengo que llevarle la cena envuelta en un pedazo de papel.

—Ahí viene otro tren —dije. Rugió al pasar por encima de nosotros; el arco se estremeció, las ruedas chirriaron sobre nuestras cabezas, nos quedamos sordos, cegados por las chispas, aplastados bajo el feroz peso de la máquina; luego nos levantamos de nuevo como negros apaleados en la bóveda sepulcral. Ningún ruido llegaba desde la ciudad, engullida por el fragor del tren. Los tranvías habían enmudecido, pese a que seguían traqueteando de un lado a otro. La presión del mar oculto frotaba el tizne de los muelles. Solo quedaban tres jóvenes con vida.

—Es triste no tener un hogar donde vivir —dijo uno.

—Entonces, ¿es que no tienes dónde caerte muerto? —dije yo.

—Oh, sí, claro que tengo un hogar.

—Yo también.

—Yo vivo cerca de Cwmdonkin Park —dije.

—Tom también se deja caer por allá, sobre todo de noche. Dice que se oye muy bien a las lechuzas.
—Una vez conocí a un tío que vivía en el campo, cerca de Bridgend —dijo Tom—. Durante la guerra construyeron una fábrica de municiones que terminó con todos los pájaros de la región. Ese tío que os digo es capaz de distinguir a los cucos de la zona de Bridgend, porque ahora, en vez de cantar «cucú», cantan «hijosdepú, hijosdepú».

«Hijosdepú», repitió el eco bajo el arco.

—Entonces, ¿qué haces ahí, bajo el puente del tren? —preguntó Tom—. En casa se está bien caliente. Se pueden echar las cortinas y sentarse junto al fuego a disfrutar, más contento que un piojo. Esta noche canta Gracie Fields por la radio. No es cuestión de gambetear a la luz de la luna.

—Yo no quiero irme a casa. No quiero sentarme junto al fuego. No quiero irme a la cama. Me gusta quedarme aquí, de pie, sin nada que hacer, en medio de la oscuridad, a solas —dije.

Y era verdad que me gustaba. Yo era un noctámbulo empedernido y solitario, me gustaba detenerme en las esquinas y dejar pasar el tiempo. Me gustaba caminar a medianoche por la ciudad empapada, cuando estaban desiertas las calles y las Ventanas apagadas, a solas, vivo sobre las relucientes vías de los tranvías de la calle mayor, desierta, muerta bajo la luna, inmensamente triste en las callejuelas húmedas, junto a la fantasmagórica capilla de Ebenezer. Y nunca me había sentido tan desligado del mundo y tan integrado en lo remoto, en lo sobrecogedor, ni tan lleno de amor y de arrogancia y de piedad y de humildad, pero no solamente por mí, sino por todos los seres vivos de la tierra y por la tierra misma sobre la cual sufría, y por los imperceptibles sistemas del más allá, por Marte y Venus, por Brazell y Skully, por los hombres de China y por santo Tomás, por las muchachas burlonas y las facilonas, por los soldados y los abusones y los policías, por los ágiles y suspicaces compradores de libros de segunda mano, por las más harapientas mujeres de la vida, las que pretendían gozar contra las paredes del museo a cambio de un té bien caliente, y por las mujeres perfectas e inabordables, salidas de las revistas de moda, con más de dos metros de estatura, navegando lentamente con sus prendas bien planchadas, barnizadas incluso, a través del acero, el terciopelo y el cristal. Me apoyaba contra los muros de las casas abandonadas en la zona residencial de la ciudad, o bien me metía por las estancias vacías y me detenía aterrado en la escalera, o miraba por las ventanas hechas añicos hacia el mar, o hacia la nada, mientras se apagaban las luces una a una en todas las avenidas. Si no, me acurrucaba en una casa a medio construir, con el cielo por tejado y gatos en las escaleras y el viento colándose entre los huesos mondos y lirondos de las habitaciones.

—Y tú que tan bien hablas —dije—, ¿por qué no estás en casa?

—No quiero estar en casa —dijo Tom.

—Yo no soy muy exigente —dijo su amigo.

Se encendió un fósforo; sus cabezas bailaron y se extendieron las sombras sobre la pared, crecieron las formas como los toros alados y luego se empequeñecieron de un golpe. Tom se puso a contar un cuento. Si pasara otro desconocido, pensé, que caminase por el arenal, frente al arco del puente, y oyera el eco de aquella voz salida de un agujero...

Me perdí el comienzo del relato mientras pensaba en el pánico que sentiría el hombre de la playa, pensando que echaría a correr de un lado a otro como un jugador de fútbol cercado por las sombras amenazantes, camino de las luces del otro lado de las vías, hasta que capté la voz de Tom en medio de una frase.

—... acercamos a ellas y dijimos que era una noche muy linda. La noche de linda no tenía ni un pelo. Les preguntamos cómo se llamaban y ellas nos preguntaron lo propio. Para entonces ya íbamos caminando juntos. Walter les iba contando la fiesta del Melba y lo que había pasado en los aseos de señoras. Hubo que arrancar a los tenores a tirones, como si fueran hurones.

—¿Y cómo se llamaban? —pregunté.

—Doris y Norma —respondió Walter.

—Así pues, nos fuimos caminando por la playa hacia las dunas —prosiguió Tom—. Walter iba con Doris y yo iba con Norma. Norma trabajaba en la lavandería. Hacía pocos minutos que íbamos caminando juntos y charlando, y de repente me di cuenta de que estaba enamorado de ella, enamorado de los pies a la cabeza, y eso que no era la más bonita, ni mucho menos.

La describió. Me pareció verla con toda claridad. La cara regordeta, bondadosa, los ojos alegres y castaños, la boca ancha y tibia, el cabello abundante y recogido en un moño en lo alto de la cabeza, el cuerpo algo tosco, las piernas como dos botellones, el trasero generoso: todo ello fue surgiendo a partir de unas cuantas palabras desperdigadas en el relato de Tom. La vi caminar con cierta pesadez por la playa, con su vestido de lunares, en una lluviosa tarde de otoño; vi sus manos ásperas y tapadas por unos guantes de fantasía, un pañuelo de gasa metido en la pulsera de oro que llevaba en la muñeca, un bolso azul marino con un anagrama, el cierre vistoso, la barra de labios, un billete de tranvía, un chelín.

—Doris era la más guapa —dijo Tom—. Era fina, iba bien arreglada, era aguda como el filo de una navaja. Yo tenía veintitrés años y jamás había estado enamorado. Allí estaba, pasmado y boquiabierto delante de Norma, en medio del arenal del Tawe, tan asustado que no habría podido tocar sus guantes siquiera con un solo dedo. Y entonces vi que Walter había pasado la mano por el talle de Doris.

Buscaron refugio detrás de unas dunas. La noche cayó rápidamente sobre ellos. Walter abrazó a Doris, riéndose, y Tom se sentó junto a Norma. Tuvo el valor de tomar su guante frío entre sus manos y de contarle todos sus secretos. Le habló de su vida y de su trabajo. Le dijo que le gustaba quedarse en casa por las noches, a leer un buen libro. A Norma le gustaban los bailes, a él también. Norma y Doris eran hermanas. «Jamás lo hubiera dicho —dijo Tom—. Eres muy hermosa, ¿sabes? Te quiero.»

El cuento relatado bajo el arco del tren dejó paso a la noche de amor en las dunas. El arco era tan alto como el cielo mismo. Se apagaron del todo los débiles ruidos de la ciudad. Me recosté junto a Tom como un rufián, entre unas matas, y agucé la vista para ver cómo redondeaban sus manos los pechos de Norma. «¡Ni se te ocurra...!» Walter y Doris yacían muy cerca en completo silencio. Se habría oído incluso el ruido de un alfiler al caer.

—Y lo más curioso de todo —dijo Tom— fue que al cabo de un rato todos nos quedamos sentados en la arena, muy sonrientes los cuatro. Luego, en la oscuridad, sin decir palabra, cambiamos de sitio. Doris estaba acostada conmigo y Norma estaba con Walter.

—¿Y por qué cambiaste, si querías a Norma? —le pregunté.

—Nunca llegué a entender por qué —dijo Tom—. Sigo pensando en ello todas las noches.

—Aquello pasó en octubre —dijo Walter.

Y Tom prosiguió con el cuento.

—Apenas vimos a las chicas hasta el mes de julio. Yo no era capaz de mirar a Norma de frente. Después, un buen día nos llegaron las reclamaciones por paternidad. El señor Lewis, el magistrado, tenía ochenta años de edad y estaba más sordo que una tapia. Se puso una trompetilla en el oído y Norma y Doris prestaron declaración. Luego nos tocó a nosotros. El magistrado no supo decidirse, no supo cuál era de cuál de nosotros. Al final meneó la cabeza y, señalándonos con la trompetilla, dijo: «¡Exactamente igual que los perros!».

De pronto recordé que hacía frío. Me froté las manos entumecidas. Toda la noche en pie con el frío que hacía, qué cosas. Supongamos, pensé, que alguien escucha una historia tan larga y tan poco satisfactoria, tan desagradable como esta, en una noche escarchada, bajo un arco donde hacía un frío polar.

—¿Y qué pasó después? —pregunté.

—Yo me casé con Norma —contestó Walter— y Tom se casó con Doris. Tuvimos que hacer lo que tuvimos que hacer con ellas, no nos quedó más remedio. ¿No es así? Por eso no quiere irse Tom a su casa. No vuelve hasta que amanece. Y yo tengo que hacerle compañía. Por algo es mi hermano.

Me costaría menos de diez minutos llegar a casa. Me cerré el cuello del abrigo y me encasqueté la gorra.

—Y lo más curioso —dijo Tom— es que yo amo a Norma y que Walter no ama a Norma ni a Doris. Tenemos dos simpáticos hijos, muy lindos los dos. Al mío lo llamé Norman.

Nos dimos la mano.

—Hasta la vista —dijo Walter.

—Yo siempre ando por aquí—dijo Tom.

—¡Nos vemos!

Salí de debajo del arco, crucé Trafalgar Terrace y pisé con fuerza las calles empinadas.

 

Dylan Thomas "el último maldito" (no confundir con Dylan J. Thomas, su padre, poeta). Autor de cuentos, dramaturgo, guionista de cine (documentales) y radio y, sobre todo, poeta. Oscuro para algunos (a veces utiliza elementos del surrealismo), fresco y vital para otros.
Este cuento pertenece a "Retrato del artista cachorro" una colección de escritos con tintes autobiográficos.

 

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