IGUAL
QUE PERROS
Dylan
Thomas
A solas, de pie bajo
uno de los arcos del ferrocarril, más o menos al amparo del viento, a la caída
de la tarde contemplaba la gran extensión del arenal alargado y sucio, con unos
cuantos chicos a la orilla del mar y una o dos parejas que se apresuraban en su
paseo, con los impermeables hinchados como globos por el viento, cuando dos
hombres se me sumaron como si hubieran surgido de la nada y encendieron unos
fósforos para prender sus cigarrillos, iluminándose las caras bajo las gorras
de cuadros.
Uno
de ellos tenía una apariencia agradable, unas cejas que se le alargaban
cómicamente hacia las sienes, unos ojos cálidos, castaños, una mirada profunda,
sin asomo de astucia. El otro tenía la nariz de boxeador y una barba rojiza, de
varios días, que le sombreaba todo el mentón huidizo.
Observamos
a los chicos que volvían del mar grasiento. Gritaron bajo la bóveda que
formaban los arcos y luego se desvanecieron sus voces. Pronto no quedó ni una
sola pareja a la vista; los enamorados habían desaparecido entre las dunas,
estarían tumbados entre los cascos de botellas y las latas de conserva, los
restos del verano ya lejano, bajo los papeles viejos que volaban sobre sus
cuerpos. Por allí no quedaba nadie con dos dedos de frente. Los dos
desconocidos, apoyados contra la pared, con las manos hundidas en los bolsillos
y las brasas de los cigarrillos encendidas, con la mirada fija, miraban según
me pareció el modo en que espesaba la negrura sobre el arenal desierto, pero
igual que si tuvieran los ojos cerrados. Pasó por encima de nosotros un tren y
retembló la bóveda. Sobre la orilla, más allá del tren que ya desaparecía, las
nubes de humo volaban juntas, harapos de alas y cuerpos huecos de pájaros
grandes, negros como los túneles, que se dispersaron perezosas; caían las
ascuas por un cedazo en el aire y las chispas se apagaron en la húmeda
oscuridad antes de llegar a caer en la arena. La noche anterior, los pequeños y
diligentes espantapájaros se encorvaron y se agacharon a lo largo de las vías,
y un carroñero solitario y digno recorrió cinco kilómetros cerca de la orilla,
con un saco de carbón arrugado a la espalda y un bastón de guardián del parque
con la contera de metal. Yacían ahora tumbados en sus sacos, dormidos en una
vía muerta, las cabezas apoyadas en unos cajones de los que sobresalían sus
barbas pajizas o entumecidos en el hueco de los vagones carboneros, o bien
descansando tras la rapiña, vigilantes, en el cobertizo de Jack Stiff, cerca de
la taberna de Fishguard Alley, donde los asiduos a las bebidas espirituosas
bailaban sin cesar en brazos de los policías, y las mujeres como fardos de
ropas informes esperaban en una charca, en los portales, en las oquedades de la
pared que rezumaba humedad, a la caza de vampiros o bomberos. La noche había
caído del todo sobre nosotros. Cambió el viento. Comenzó a lloviznar. El propio
arenal desapareció. Aguantamos en el hueco ventoso y desapacible del arco,
escuchando los ruidos que llegaban de la ciudad medio apagados, un tren de
mercancías que chirriaba, una sirena en los muelles, los traqueteos de los
tranvías en las calles más alejadas, el ladrido de un perro, sonidos distantes,
difíciles de localizar, el golpeteo del hierro contra el hierro, el ronco
crujido del maderamen, los portazos allí donde no había casas, un motor que
tosía como las ovejas en la falda de la colina.
Los
dos jóvenes eran dos estatuas humeantes, vigilantes, con camisas sin cuello y
con sendas gorras encasquetadas, esculpidos en la roca de la oquedad que barría
el viento, a mi lado, sin otro sitio al que ir, sin nada que hacer, con toda la
lluvia del invierno y toda la noche por delante. Encendí una cerilla
protegiéndola en el cuenco de las manos para que me vieran bien la cara en un
tenebroso contraluz, los ojos misteriosamente hundidos en las cuencas, tal vez,
y la asombrosa palidez de mis mejillas jóvenes y salvajes en el repentino
temblor de la llama, para que se preguntasen quién era yo mientras fumaba mi
última colilla y me preguntaba, por mi parte, quiénes eran ellos. ¿Por qué el
tipo del rostro blanco estaba tan rígido, como si fuera una estatua con una
luciérnaga en los labios y una expresión de diablo dócil? Debería andar por ahí
con una chica simpática, sin duda, que le permitiría soltar sus fanfarronadas
durante horas y más horas, y que atendería con paciencia su retahila de
lamentos, que lo llevaría a llorar al cine o a fardar con varios chicos en
cualquier tugurio de Rodney Street. No tenía el menor sentido estar allí parado
durante horas y más horas, aguantando una noche desapacible bajo los arcos de
una estación abandonada, cuando por ahí había infinidad de chicas con ganas de
satisfacer a cualquiera, dispuestas a mostrarse calientes y amistosas, tanto en
los tenderetes de los bocadillos como a la entrada de Rabbiotti, el café que
estaba abierto durante toda la noche, y cuando la taberna que llamaban Vista de
la Bahía, en la esquina misma, acogía a los clientes con un buen fuego en la
chimenea y con una morenaza sensual que tenía cada ojo de un color distinto, cuando
los salones de los billares estaban abiertos, salvo uno en la calle mayor, al
que solo se podía enrar con chaqueta y corbata, y cuando los parques cerrados
estaban ya desiertos, los quioscos a cubierto, las verjas bien fáciles de
saltar.
El
reloj de una iglesia en alguna parte repicó con insistencia, oyéndose débil en
la noche. No conté las campanadas.
El
otro joven, que estaba a medio metro de mí, debería estar gritando con los
chicos, chuleando por las callejuelas, sujetando las barras de los bares, de
broma, de baile o de pelea en el Mannesmann Hall, o bien hablando en susurros
con un balde a la vuelta de la esquina. ¿Por qué estaba allí encorvado junto a
un individuo taciturno y junto a mí, escuchando nuestra respiración, escuchando
el rumor del mar, el viento que esparcía la arena bajo el arco, un perro
encadenado y la bocina de un barco y el traqueteo de los tranvías a doce calles
de distancia, y observando cómo se prendía la cerilla, una cara blanda de
muchacho recién iluminada en las sombras, los rayos del faro, el movimiento de
una mano con un cigarro entre los dedos, cuando la ciudad que se extendía bajo
la llovizna, los bares, las tabernas y las cervecerías, las callejas de los
vagabundos y los arcos del paseo estaban repletos de amigos y enemigos? Podría
estar jugando a las cartas a la luz de una vela, en un cobertizo del
aserradero.
A
esas horas, las familias se sentaban a cenar en las hileras de casas bajas, con
la radio encendida y los pretendientes de las hijas sentados en la entrada de
las casas de enfrente. En las casas de los vecinos alguien leía las noticias
sobre los manteles de hule, se freían las patatas para la cena. Se jugaba a las
cartas en las habitaciones del frente, en la primera planta. Y en las casas de
las cimas de las colinas las familias agasajaban a sus amigos e invitados, sin
echar del todo las persianas de los salones y comedores. Oí el murmullo del mar
y noté el mordisco frío de la noche.
—¿Qué
hacemos aquí parados? —dijo uno de los dos extraños con voz clara y fuerte.
—Pues
aguantar bajo una mierda de arco —dijo el otro.
—Y
eso que hace frío —dije yo.
—Desde
luego, no es muy cómodo que digamos —dijo el joven de cara agradable en la
oscuridad. Hablaba como si nunca le hubiera cambiado la voz.
—¿Y
qué me dices de la noche del Majestic? —dijo el otro.
Se
hizo un largo silencio.
—¿Vienes
a menudo a quedarte aquí parado? —dijo el de la voz agradable.
—No,
es la primera vez que vengo —contesté—. Otras veces voy al puente de Brynmill.
—¿No
has probado nunca en el embarcadero viejo?
—Cuando
llueve no sirve de nada.
—Quiero
decir abajo, en el muelle, entre los pilotes.
—Pues
no, nunca he ido allí.
—Tom
se pasa todos los domingos, apostado debajo del muelle —dijo con amargura el
que tenía cara de boxeador—. Tengo que llevarle la cena envuelta en un pedazo
de papel.
—Ahí
viene otro tren —dije. Rugió al pasar por encima de nosotros; el arco se
estremeció, las ruedas chirriaron sobre nuestras cabezas, nos quedamos sordos,
cegados por las chispas, aplastados bajo el feroz peso de la máquina; luego nos
levantamos de nuevo como negros apaleados en la bóveda sepulcral. Ningún ruido
llegaba desde la ciudad, engullida por el fragor del tren. Los tranvías habían
enmudecido, pese a que seguían traqueteando de un lado a otro. La presión del
mar oculto frotaba el tizne de los muelles. Solo quedaban tres jóvenes con
vida.
—Es
triste no tener un hogar donde vivir —dijo uno.
—Entonces,
¿es que no tienes dónde caerte muerto? —dije yo.
—Oh,
sí, claro que tengo un hogar.
—Yo
también.
—Yo
vivo cerca de Cwmdonkin Park —dije.
—Tom
también se deja caer por allá, sobre todo de noche. Dice que se oye muy bien a
las lechuzas.
—Una vez conocí a un tío que vivía en el campo, cerca de Bridgend —dijo Tom—.
Durante la guerra construyeron una fábrica de municiones que terminó con todos
los pájaros de la región. Ese tío que os digo es capaz de distinguir a los
cucos de la zona de Bridgend, porque ahora, en vez de cantar «cucú», cantan
«hijosdepú, hijosdepú».
«Hijosdepú»,
repitió el eco bajo el arco.
—Entonces,
¿qué haces ahí, bajo el puente del tren? —preguntó Tom—. En casa se está bien
caliente. Se pueden echar las cortinas y sentarse junto al fuego a disfrutar,
más contento que un piojo. Esta noche canta Gracie Fields por la radio. No es
cuestión de gambetear a la luz de la luna.
—Yo
no quiero irme a casa. No quiero sentarme junto al fuego. No quiero irme a la
cama. Me gusta quedarme aquí, de pie, sin nada que hacer, en medio de la
oscuridad, a solas —dije.
Y
era verdad que me gustaba. Yo era un noctámbulo empedernido y solitario, me
gustaba detenerme en las esquinas y dejar pasar el tiempo. Me gustaba caminar a
medianoche por la ciudad empapada, cuando estaban desiertas las calles y las
Ventanas apagadas, a solas, vivo sobre las relucientes vías de los tranvías de
la calle mayor, desierta, muerta bajo la luna, inmensamente triste en las
callejuelas húmedas, junto a la fantasmagórica capilla de Ebenezer. Y nunca me
había sentido tan desligado del mundo y tan integrado en lo remoto, en lo
sobrecogedor, ni tan lleno de amor y de arrogancia y de piedad y de humildad,
pero no solamente por mí, sino por todos los seres vivos de la tierra y por la
tierra misma sobre la cual sufría, y por los imperceptibles sistemas del más
allá, por Marte y Venus, por Brazell y Skully, por los hombres de China y por
santo Tomás, por las muchachas burlonas y las facilonas, por los soldados y los
abusones y los policías, por los ágiles y suspicaces compradores de libros de
segunda mano, por las más harapientas mujeres de la vida, las que pretendían
gozar contra las paredes del museo a cambio de un té bien caliente, y por las
mujeres perfectas e inabordables, salidas de las revistas de moda, con más de
dos metros de estatura, navegando lentamente con sus prendas bien planchadas, barnizadas
incluso, a través del acero, el terciopelo y el cristal. Me apoyaba contra los
muros de las casas abandonadas en la zona residencial de la ciudad, o bien me
metía por las estancias vacías y me detenía aterrado en la escalera, o miraba
por las ventanas hechas añicos hacia el mar, o hacia la nada, mientras se
apagaban las luces una a una en todas las avenidas. Si no, me acurrucaba en una
casa a medio construir, con el cielo por tejado y gatos en las escaleras y el
viento colándose entre los huesos mondos y lirondos de las habitaciones.
—Y
tú que tan bien hablas —dije—, ¿por qué no estás en casa?
—No
quiero estar en casa —dijo Tom.
—Yo
no soy muy exigente —dijo su amigo.
Se
encendió un fósforo; sus cabezas bailaron y se extendieron las sombras sobre la
pared, crecieron las formas como los toros alados y luego se empequeñecieron de
un golpe. Tom se puso a contar un cuento. Si pasara otro desconocido, pensé,
que caminase por el arenal, frente al arco del puente, y oyera el eco de
aquella voz salida de un agujero...
Me
perdí el comienzo del relato mientras pensaba en el pánico que sentiría el
hombre de la playa, pensando que echaría a correr de un lado a otro como un
jugador de fútbol cercado por las sombras amenazantes, camino de las luces del
otro lado de las vías, hasta que capté la voz de Tom en medio de una frase.
—...
acercamos a ellas y dijimos que era una noche muy linda. La noche de linda no
tenía ni un pelo. Les preguntamos cómo se llamaban y ellas nos preguntaron lo
propio. Para entonces ya íbamos caminando juntos. Walter les iba contando la
fiesta del Melba y lo que había pasado en los aseos de señoras. Hubo que
arrancar a los tenores a tirones, como si fueran hurones.
—¿Y
cómo se llamaban? —pregunté.
—Doris
y Norma —respondió Walter.
—Así
pues, nos fuimos caminando por la playa hacia las dunas —prosiguió Tom—. Walter
iba con Doris y yo iba con Norma. Norma trabajaba en la lavandería. Hacía pocos
minutos que íbamos caminando juntos y charlando, y de repente me di cuenta de
que estaba enamorado de ella, enamorado de los pies a la cabeza, y eso que no
era la más bonita, ni mucho menos.
La
describió. Me pareció verla con toda claridad. La cara regordeta, bondadosa,
los ojos alegres y castaños, la boca ancha y tibia, el cabello abundante y recogido
en un moño en lo alto de la cabeza, el cuerpo algo tosco, las piernas como dos
botellones, el trasero generoso: todo ello fue surgiendo a partir de unas
cuantas palabras desperdigadas en el relato de Tom. La vi caminar con cierta
pesadez por la playa, con su vestido de lunares, en una lluviosa tarde de
otoño; vi sus manos ásperas y tapadas por unos guantes de fantasía, un pañuelo
de gasa metido en la pulsera de oro que llevaba en la muñeca, un bolso azul
marino con un anagrama, el cierre vistoso, la barra de labios, un billete de
tranvía, un chelín.
—Doris
era la más guapa —dijo Tom—. Era fina, iba bien arreglada, era aguda como el
filo de una navaja. Yo tenía veintitrés años y jamás había estado enamorado.
Allí estaba, pasmado y boquiabierto delante de Norma, en medio del arenal del
Tawe, tan asustado que no habría podido tocar sus guantes siquiera con un solo
dedo. Y entonces vi que Walter había pasado la mano por el talle de Doris.
Buscaron
refugio detrás de unas dunas. La noche cayó rápidamente sobre ellos. Walter
abrazó a Doris, riéndose, y Tom se sentó junto a Norma. Tuvo el valor de tomar
su guante frío entre sus manos y de contarle todos sus secretos. Le habló de su
vida y de su trabajo. Le dijo que le gustaba quedarse en casa por las noches, a
leer un buen libro. A Norma le gustaban los bailes, a él también. Norma y Doris
eran hermanas. «Jamás lo hubiera dicho —dijo Tom—. Eres muy hermosa, ¿sabes? Te
quiero.»
El
cuento relatado bajo el arco del tren dejó paso a la noche de amor en las
dunas. El arco era tan alto como el cielo mismo. Se apagaron del todo los
débiles ruidos de la ciudad. Me recosté junto a Tom como un rufián, entre unas
matas, y agucé la vista para ver cómo redondeaban sus manos los pechos de
Norma. «¡Ni se te ocurra...!» Walter y Doris yacían muy cerca en completo
silencio. Se habría oído incluso el ruido de un alfiler al caer.
—Y
lo más curioso de todo —dijo Tom— fue que al cabo de un rato todos nos quedamos
sentados en la arena, muy sonrientes los cuatro. Luego, en la oscuridad, sin
decir palabra, cambiamos de sitio. Doris estaba acostada conmigo y Norma estaba
con Walter.
—¿Y
por qué cambiaste, si querías a Norma? —le pregunté.
—Nunca
llegué a entender por qué —dijo Tom—. Sigo pensando en ello todas las noches.
—Aquello
pasó en octubre —dijo Walter.
Y
Tom prosiguió con el cuento.
—Apenas
vimos a las chicas hasta el mes de julio. Yo no era capaz de mirar a Norma de
frente. Después, un buen día nos llegaron las reclamaciones por paternidad. El
señor Lewis, el magistrado, tenía ochenta años de edad y estaba más sordo que
una tapia. Se puso una trompetilla en el oído y Norma y Doris prestaron
declaración. Luego nos tocó a nosotros. El magistrado no supo decidirse, no
supo cuál era de cuál de nosotros. Al final meneó la cabeza y, señalándonos con
la trompetilla, dijo: «¡Exactamente igual que los perros!».
De
pronto recordé que hacía frío. Me froté las manos entumecidas. Toda la noche en
pie con el frío que hacía, qué cosas. Supongamos, pensé, que alguien escucha
una historia tan larga y tan poco satisfactoria, tan desagradable como esta, en
una noche escarchada, bajo un arco donde hacía un frío polar.
—¿Y
qué pasó después? —pregunté.
—Yo
me casé con Norma —contestó Walter— y Tom se casó con Doris. Tuvimos que hacer
lo que tuvimos que hacer con ellas, no nos quedó más remedio. ¿No es así? Por
eso no quiere irse Tom a su casa. No vuelve hasta que amanece. Y yo tengo que
hacerle compañía. Por algo es mi hermano.
Me
costaría menos de diez minutos llegar a casa. Me cerré el cuello del abrigo y
me encasqueté la gorra.
—Y
lo más curioso —dijo Tom— es que yo amo a Norma y que Walter no ama a Norma ni
a Doris. Tenemos dos simpáticos hijos, muy lindos los dos. Al mío lo llamé
Norman.
Nos
dimos la mano.
—Hasta
la vista —dijo Walter.
—Yo
siempre ando por aquí—dijo Tom.
—¡Nos
vemos!
Salí
de debajo del arco, crucé Trafalgar Terrace y pisé con fuerza las calles
empinadas.
Dylan Thomas "el
último maldito" (no confundir con Dylan J. Thomas, su padre, poeta). Autor
de cuentos, dramaturgo, guionista de cine (documentales) y radio y, sobre todo,
poeta. Oscuro para algunos (a veces utiliza elementos del surrealismo), fresco
y vital para otros.
Este cuento pertenece a "Retrato del artista cachorro" una colección
de escritos con tintes autobiográficos.
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