lunes, 21 de agosto de 2023

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

 

LA CERILLA SUECA

Antón Chejov

 


I

      En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la oficina del comisario de policía del segundo sector del distrito de S. y declaró que su señor, el corneta de la guardia retirado Mark Ivánovich Kliauzov, había sido asesinado. El hombre que informaba de esa novedad estaba pálido y extremadamente agitado. Sus manos temblaban y sus ojos estaban llenos de terror.
       —¿Con quién tengo el honor de hablar? —le preguntó el comisario.
       —Soy Psekov, el administrador de Kliauzov, agrónomo y mecánico.
       El comisario y los agentes, conducidos por Psekov al lugar de los hechos, se encontraron con el siguiente cuadro: junto al pabellón en el que vivía Kliauzov se apiñaba una gran cantidad de personas. La nueva se había propagado por los alrededores a la velocidad del rayo y, como era día festivo, la gente afluía al pabellón desde todas las aldeas vecinas. En el lugar todo era ruido y discusiones. Aquí y allá se veían rostros pálidos y llorosos. La puerta que daba al dormitorio de Kliauzov estaba cerrada. La llave estaba puesta por dentro.
       —Es evidente que los criminales entraron por la ventana —señaló Psekov tras examinar la puerta.
       Se dirigieron al jardín, adonde daba la ventana del dormitorio. La ventana tenía un aire sombrío y siniestro, con su cortina de un verde desteñido, uno de cuyos bordes estaba ligeramente doblado, permitiendo ver el interior de la estancia.
       —¿Ha mirado alguno de ustedes por la ventana? —preguntó el comisario.
       —Nadie, excelencia —dijo el jardinero Yefrem, un viejecito achaparrado y canoso con cara de suboficial retirado—. ¡Quién va a atreverse a mirar cuando a todos nos tiemblan las piernas!
       —¡Ah, Mark Ivánich! ¡Mark Ivánich! —suspiró el comisario, mirando por la ventana— ¡Ya te decía yo que acabarías mal! ¡Te lo decía, mi pobre amigo, pero no me hacías caso! ¡El desenfreno no conduce a nada bueno!
       —Hay que dar las gracias a Yefrem —dijo Psekov—, sin él no nos habríamos dado cuenta de nada. Fue el primero que pensó que aquí pasaba algo raro. Esta mañana vino a verme y me dijo: «¿Cómo es que nuestro señor tarda tanto en despertarse? ¡No ha salido del dormitorio en toda la semana!». Al oír esas palabras, sentí como si alguien me hubiera dado un martillazo… La idea me vino de pronto a la cabeza… ¡No se había dejado ver desde el sábado pasado y hoy estamos a domingo! Siete días. ¡No es poca cosa!
       —Sí, el pobre… —suspiró una vez más el comisario—. Era un muchacho inteligente, instruido, de buen corazón. En las reuniones siempre era el primero de todos. ¡Pero era un libertino, que Dios lo tenga en su gloria! ¡Lo que ha pasado no me coge de sorpresa! Stepán —dijo, dirigiéndose a uno de los agentes—, vete enseguida a mi oficina y dile a Andriuska que informe sin falta al jefe de policía. Dile que han asesinado a Mark Ivánovich. Y corre también a buscar al cabo. ¿Por qué se entretiene tanto? ¡Que venga! ¡Y tú dirígete cuanto antes a casa del juez de instrucción Nikolái Yermoláievich y dile que se presente aquí! Espera, voy a escribirle una nota.
       El comisario dispuso un cordón policial alrededor del pabellón, escribió la nota y se dirigió a casa del administrador a tomar el té. Al cabo de unos diez minutos estaba sentado en un taburete, sorbiendo un té ardiente como la brasa, al tiempo que mordisqueaba con delicadeza un terrón de azúcar.
       —Así es… —comentaba con Psekov—. Así es… Un hombre noble y rico… amado por los dioses, como decía Pushkin. Y ¿a qué ha llegado? ¡A nada! Se emborrachaba, llevaba una vida licenciosa y… ¡ya ve!, lo han asesinado.
       Al cabo de dos horas llegó el juez de instrucción. Nikolái Yermoláievich Chúbikov (así se llamaba) era un anciano alto y corpulento de unos sesenta años, que ejercía sus funciones desde hacía ya un cuarto de siglo. Tenía fama en toda la región de ser un individuo honrado, inteligente, enérgico y amante de su profesión. Su secretario y ayudante Diukovski, joven de elevada estatura y unos veinte años de edad, su compañero inseparable, se desplazó con él al lugar de los hechos.
       —¿Es posible, señores? —dijo Ghúbikov, entrando en la habitación de Psekov y estrechando con prontitud la mano de todos los presentes—. ¿Es posible? ¿Mark Ivánich? ¿Asesinado? ¡No, es imposible! ¡Im-po-si-ble!
       —Véalo usted mismo… —suspiró el comisario.
       —¡Dios nuestro Señor! ¡Si lo vi el viernes pasado en la feria de Tarabankovo! ¡Hasta estuvimos bebiendo juntos, perdonen ustedes, una copa de vodka!
       —Vaya y véalo… —exclamó de nuevo el comisario.
       Después de suspirar un rato, expresar su espanto y beber un vaso de té, se dirigieron todos al pabellón.
       —¡Abran paso! —gritó el cabo a la gente.
       Al entrar en el pabellón, el juez de instrucción examinó ante todo la puerta del dormitorio. Era de madera de pino, estaba pintada de amarillo y aparecía intacta. No se encontró ninguna señal que pudiera servir de indicio. Se procedió a forzar la puerta.
       —¡Señores, ruego a las personas que no tengan nada que ver con el asunto que se alejen! —dijo el juez de instrucción una vez que, tras muchos golpes y crujidos, la puerta cedió al hacha y al cincel—. Se lo pido en interés de la investigación… ¡Cabo, que no entre nadie!
       Chúbikov, su ayudante y el comisario abrieron la puerta y, con paso vacilante, entraron uno tras otro en el dormitorio. A sus ojos se ofreció el siguiente espectáculo: junto a la única ventana había una gran cama de madera con un enorme edredón. Sobre el edredón, muy arrugado, se extendía una manta desordenada y revuelta. La almohada, con una funda de algodón también muy arrugada, estaba en el suelo. Sobre una mesilla situada delante de la cama descansaban un reloj de plata y una moneda de veinte kopeks de idéntico metal. Al lado había una caja de cerillas de azufre. La cama, la mesilla y una única silla constituían todo el mobiliario de la habitación. Tras echar un vistazo debajo de la cama, el comisario descubrió unas veinte botellas vacías, un viejo sombrero de paja y un cuarto de litro de vodka. Bajo la mesilla apareció una bota cubierta de polvo. Cuando su mirada recorrió la habitación, el juez de instrucción frunció el ceño y se ruborizó.
       —¡Canallas! —farfulló, apretando los puños.
       —Y ¿dónde está Mark Ivánich? —preguntó en voz queda Diukovski.
       ~¡Le mego que no se entrometa! —le respondió con rudeza Chúbikov— ¡Haga el favor de examinar el suelo! ¡Es el segundo caso de este género al que me enfrento en mi carrera, Yevgraf Kuzmich! —le comentó al comisario, bajando la voz—. En 1870 me encargué de un caso semejante. Sin duda lo recuerda usted… Me refiero al asesinato del comerciante Portrétov. Las circunstancias eran las mismas. Los criminales lo mataron y arrastraron el cadáver por la ventana…
       Chúbikov se acercó a la ventana, apartó la cortina y empujó el batiente con cuidado. La ventana se abrió.
       —Si se abre es que no estaba cerrada… ¡Hum…! Hay huellas en el alféizar. ¿Las ve usted? Aquí tenemos la huella de una rodilla… Alguien ha trepado por aquí… Hay que examinar a fondo la ventana.
       —En el suelo no hay nada digno de atención —dijo Diukovski—. Ni manchas, ni arañazos. Sólo he encontrado una cerilla sueca consumida. ¡Aquí la tiene! Si no recuerdo mal, Mark Ivánich no fumaba y en la casa utilizaba cerillas de azufre, en ningún caso suecas. Esta cerilla podría ser una prueba.
       —Ah… ¡Cállese, por favor! —exclamó el juez de instrucción, haciendo un gesto de disgusto con la mano—. ¡La que ha organizado con su cerilla! ¡No puedo soportar las mentes calenturientas! ¡En lugar de buscar cerillas, mejor haría en inspeccionar la cama!
       Tras el examen, Diukovski ofreció su informe:
       —No hay manchas de sangre ni de ningún otro tipo… Tampoco se advierten desgarrones recientes. En la almohada hay marcas de dientes. Sobre la manta se ha vertido un líquido que tiene el olor y el sabor de la cerveza… El aspecto general de la cama da pie a pensar que en ella se ha desarrollado algún forcejeo.
       —¡Que ha habido algún forcejeo lo sé sin necesidad de que usted me lo diga! No es eso lo que le he preguntado. En lugar de buscar rastros de lucha, haría mejor en…
       —Sólo hay una bota. La otra no aparece.
       —Bueno, ¿y qué?
       —Pues que lo estrangularon mientras se las quitaba. No había tenido tiempo de quitarse la otra bota cuando…
       —¡Ya está fantaseando…! Y ¿cómo sabe usted que lo han estrangulado?
       —En la almohada hay marcas de dientes. La propia almohada estaba muy arrugada y ha aparecido a más de dos metros de la cama.
       —¡Eso es hablar por hablar! Mejor será que vayamos al jardín. Más valdría que reconociera usted el jardín, en lugar de andar rebuscando por aquí… Para eso no lo necesito.
       Una vez en el jardín, la investigación se centró ante todo en el examen de la hierba, que estaba aplastada debajo de la ventana, como también un arbusto de bardana muy próximo a la pared. Diukovski tuvo la fortuna de descubrir algunas ramas quebradas y un trozo de guata. En las flores más altas aparecieron unas hebras de lana de color azul oscuro.
       —¿De qué color era el traje que llevaba la última vez que se lo vio? —preguntó Diukovski a Psekov.
       —Amarillo. Era un traje de lienzo.
       —Estupendo. En consecuencia, los asesinos vestían de azul.
       Cortó algunas flores de bardana y las envolvió con cuidado en un papel. En ese momento llegaron el jefe de policía Artsibaschev— Svistakovski y el doctor Tiutiúiev. El jefe de policía saludó a los presentes y, sin más preámbulos, trató de satisfacer su curiosidad; el doctor, hombre alto y de una delgadez extrema, con ojos hundidos, larga nariz y prominente barbilla, se sentó en un tocón y, sin saludar a nadie ni hacer ninguna pregunta, suspiró y dijo:
       —¡Ya están de nuevo en danza los serbios! ¡No entiendo qué es lo que quieren! ¡Ah, Austria, Austria! ¡Tú tienes la culpa!
       El examen de la cara externa de la ventana no aportó absolutamente nada, mientras que el reconocimiento de la hierba y los arbustos cercanos proporcionó a la investigación muchas indicaciones útiles. Por ejemplo, Diukovski consiguió seguir sobre la hierba un largo rastro oscuro compuesto de manchas, que partía de la ventana y se internaba varios metros en el jardín. El rastro terminaba bajo un arbusto de lila con una gran mancha de color marrón oscuro. Bajo ese mismo arbusto se encontró una bota que resultó ser la pareja de la hallada en el dormitorio.
       —¡Es sangre seca! —dijo Diukovski, examinado las manchas.
       Al oír la palabra «sangre», el doctor se levantó y, con cierta indolencia, echó un vistazo a las manchas.
       —Sí, es sangre —murmuró.
       —¡La presencia de la sangre demuestra que no fue estrangulado! —dijo Chúbikov, mirando a Diukovski con aire sarcástico.
       —En el dormitorio lo estrangularon; luego llegaron aquí y, temiendo que recobrara el sentido, le golpearon con un objeto punzante. La mancha que hay debajo del arbusto demuestra que pasó allí un tiempo relativamente largo, mientras los asesinos buscaban el modo de sacarlo del jardín.
       —Bueno, ¿y la bota?
       —Esa bota refuerza aún más mi convencimiento de que lo asesinaron mientras se descalzaba para meterse en la cama. Ya se había desembarazado de una bota; la otra, es decir, ésta, sólo tuvo tiempo de quitársela a medias. De modo que con las sacudidas y la caída del cuerpo se desprendió por sí misma…
       —¡Qué imaginación! —exclamó Chúbikov, con una sonrisa irónica en los labios—. ¡Se le ocurre una tras otra! ¿Cuándo perderá usted la costumbre de molestar a todo el mundo con sus razonamientos? ¡En lugar de eso, mejor sería que cogiera una muestra de hierba ensangrentada para analizarla!
       Una vez concluido el examen y trazado un plano del lugar, el equipo investigador se dirigió a casa del administrador para redactar el atestado y almorzar. Durante la comida las lenguas se soltaron.
       —El reloj, el dinero y lo demás… todo está intacto —dijo Chúbikov, iniciando la conversación—. El móvil del crimen no ha sido el dinero: tan cierto como que dos y dos son cuatro.
       —Debe de haberlo cometido un hombre cultivado —terció Diukovski.
       —¿Qué le ha llevado a esa conclusión?
       —La cerilla sueca, cuyo uso aún desconocen los campesinos del lugar. Sólo los hacendados, y no todos, emplean cerillas de ese tipo. Por otro lado, el asesino no estaba solo: al menos tres personas participaron en el crimen: dos lo sujetaron y el tercero lo estranguló. Kliauznov era fuerte y los asesinos probablemente lo sabían.
       —¿De qué podía valerle su fuerza si, por ejemplo, estaba durmiendo?
       —Los asesinos lo sorprendieron cuando se quitaba las botas. Se estaba descalzando, de modo que no dormía.
       —¡Lo que no inventará! ¡Más valdría que comiera!
       —En mi opinión, excelencia —dijo el jardinero Yefrem, mientras ponía el samovar en la mesa—, la única persona que ha podido cometer esta vileza es Nikolashka.
       —Es muy posible —dijo Psekov.
       —Y ¿quién es ese Nikolashka?
       —El ayuda de cámara del señor, excelencia —respondió Yefrem—. ¿Quién pudo haber sido sino él? ¡Es un bandido, excelencia! Un borracho, un depravado. ¡Que la Reina de los Cielos nos proteja de la gente como él! Era quien le llevaba el vodka al señor y quien le ayudaba a acostarse… No puede haber sido otro. Además, me atrevo a informar a su excelencia de que un día, en la taberna, el muy granuja se jactó de que mataría al señor. Y todo por culpa de Akulka, una mujer… La esposa de un soldado… Al señor le gustaba y consiguió ganársela, entonces el otro… como es normal, se enfadó… Ahora está en la cocina, borracho como una cuba, y llora… Finge que le da pena del señor…
       —Realmente, por una mujer como Akulka cualquiera se enfadaría —dijo Psekov—. Es la esposa de un soldado, una campesina, pero… No en vano Mark Ivánich la llamaba Naná. Hay en ella algo que recuerda a Naná[1]… Algo que atrae…
       —La he visto… Lo sé —comentó el juez de instrucción, sonándose con un pañuelo rojo.
       Diukovski se ruborizó y bajó los ojos. El comisario tamborileaba con el dedo sobre su platillo. El jefe de policía tuvo un ataque de tos y se puso a buscar algo en su cartera. Por lo visto, el médico era el único a quien dejaba indiferente el recuerdo de Akulka y de Naná. El juez ordenó que trajeran a Nikolashka. Era un muchacho desgarbado, con larga nariz picada de viruelas y el pecho hundido, vestido con una chaqueta que había sido del señor; al entrar en la habitación de Psekov, hizo una profunda reverencia. Tenía una expresión soñolienta y llorosa. Estaba borracho y apenas se tenía en pie.
       —¿Dónde está el señor? —le preguntó Chúbikov.
       —Lo han matado, excelencia.
       Al decir esas palabras, Nikolashka parpadeó y se echó a llorar.
       —Ya lo sabemos. ¿Dónde está ahora? ¿Dónde se encuentra su cadáver?
       —Dicen que lo sacaron por la ventana y lo enterraron en el jardín.
       —¡Hum…! Los resultados de la investigación ya son conocidos en la cocina… Lamentable. Dime, amigo, ¿dónde estabas la noche que mataron a tu señor? Fue el sábado, ¿no es así?
       Nikolashka levantó la cabeza, extendió el cuello y se quedó pensativo.
       —No puedo saberlo, excelencia —dijo—. Estaba borracho y no me acuerdo.
       —¡Un alibi! —susurró Diukovski, sonriendo con aire burlón y frotándose las manos.
       —Bueno. Y ¿por qué hay sangre debajo de la ventana?
       Nikolashka levantó de nuevo la cabeza y se quedó pensativo.
       —¡Piensa más deprisa! —exclamó el jefe de policía.
       —Enseguida. Esa sangre no tiene importancia, excelencia. Es de una gallina que maté. Le había cortado el cuello como de costumbre, pero se me escapó de las manos y echó a correr… Por eso hay sangre.
       Yefrem declaró que, en realidad, Nikolashka mataba todas las tardes una gallina en lugares diferentes, pero nadie había visto que una gallina medio degollada corriera por el jardín; no obstante, no se podía negar ese hecho de manera tajante.
       —Un alibi —dijo Diukovski con una sonrisa—. ¡Y qué alibi tan estúpido!
       —¿Te veías con Akulka?
       —Sí, pecador de mí.
       —¿Y el señor te la quitó?
       —¡Nada de eso! Fue el señor Psekov quien me la birló y a él se la arrebató el señor. Así es como sucedieron las cosas.
       Psekov se turbó y empezó a rascarse el párpado izquierdo. Diukovski, que tenía los ojos fijos en él, advirtió su embarazo y se estremeció. Acababa de reparar en que el administrador llevaba unos pantalones azules, detalle que antes había escapado a su atención. Esos pantalones le recordaron las hebras azules encontradas en la mata de bardana. Chúbikov, a su vez, miró a Psekov con aire de sospecha.
       —¡Vete! —le dijo a Nikolashka—. Y ahora, señor Psekov, permítame que le haga una pregunta. Seguramente, pasó usted aquí la noche del sábado al domingo, ¿no es cierto?
       —Sí, a las diez cené con Mark Ivánich —Psekov, confundido, se levantó de la mesa—. Luego… Luego… La verdad es que no me acuerdo —farfulló—. Esa noche bebí mucho… No recuerdo dónde y cuándo me quedé dormido… ¿Por qué me miran todos así? ¡Ni que lo hubiera matado yo!
       —¿Dónde se despertó usted?
       —En la cocina de los criados, sobre la estufa… Todos pueden confirmarlo. Cómo fui a parar allí, no lo sé…
       —No se ponga nervioso… ¿Conocía a Akulka?
       —Eso no tiene nada de particular…
       —¿Pasó de usted a Kliauzov?
       —Sí… Yefrem, ¡sirve más setas! ¿Quiere té, Yevgraf Kuzmich?
       Se produjo un silencio embarazoso, agobiante, que se prolongó durante cinco minutos. Diukovski seguía callando y no apartaba su penetrante mirada del pálido rostro de Psekov. El juez de instrucción fue el primero en hablar.
       —Será necesario que vayamos al edificio principal —dijo— para hablar con María Ivánovna, la hermana del difunto. Tal vez ella pueda proporcionamos alguna pista.
       Chúbikov y su ayudante dieron las gracias por el almuerzo y se pusieron en marcha. Encontraron a María Ivánovna, la hermana de Kliauzov, una solterona de cuarenta y cinco años, rezando ante la alta urna con los iconos de la familia. Al ver en las manos de los recién llegados carteras y gorras con escarapelas, palideció.
       —Ante todo le pido disculpas por haber interrumpido, por decirlo así, sus piadosas actividades —dijo con galantería Chúbikov, haciendo chocar los talones—. Venimos a hacerle una petición. Como sin duda ha oído usted… existen indicios de que su hermano ha sido asesinado. La voluntad de Dios, ya sabe… La muerte no respeta a nadie, ni a reyes ni a campesinos. ¿No podría proporcionarnos algún indicio o aclaración?
       —¡Ah, no me pregunte nada! —dijo María Ivánovna, palideciendo aún más y ocultando el rostro en las manos—, ¡No puedo decirle nada! ¡Nada! ¡Se lo suplico! No sé nada… ¿Qué puedo decirle? Ah, no, no… ¡No diré una palabra sobre mi hermano! ¡Antes de hablar, prefiero morir!
       María Ivánovna se echó a llorar y se retiró a otra habitación. Los investigadores intercambiaron miradas, se encogieron de hombros y se marcharon.
       —¡Qué diablo de mujer! —exclamó Diukovski en tono insultante al salir de la espaciosa casa—. Por lo visto, sabe algo y lo oculta. Y la doncella también tiene aspecto de guardar algún secreto… ¡Esperad un poco, diablesas! ¡Ya lo aclararemos todo!
       Era ya de noche cuando Chúbikov y su ayudante, alumbrados por la pálida luz de la luna, regresaban a sus casas; sentados en la calesa, hacían balance de los acontecimientos del día. Ambos estaban agotados y guardaban silencio. A Chúbikov, en general, no le gustaba hablar cuando estaba de camino, mientras Diukovski, charlatán por naturaleza, callaba por consideración al anciano. Sin embargo, al final del viaje el ayudante no pudo contenerse y comentó:
       —Que Nikolashka ha tomado parte en este asunto non dubitamdum est. Basta verle la jeta para darse cuenta de la clase de pájaro que es… Su alibi nos lo entrega atado de pies y manos. También está fuera de toda duda que él no es el instigador. Sólo ha sido un instrumento ciego del que alguien se ha servido. ¿Está usted de acuerdo? También el modesto Psekov desempeña un papel de cierta importancia en este caso. Los pantalones azules, su turbación, el miedo que le llevó a buscar la estufa después del asesinato, su alibi y Akulka.
       ¡Siga, dándole a la lengua! En su opinión, basta con conocer a Akulka para ser sospechoso de asesinato. ¡Ah, tiene usted una mente calenturienta! ¡Debería usted volver al biberón en lugar de instruir procesos! También usted ha cortejado a Akulka. ¿Significa eso que ha tomado parte en el asunto?
       —También usted la empleó durante un mes como cocinera… pero no digo nada. La noche del sábado al domingo estuvimos usted y yo jugando a las cartas y por tanto le vi, de otro modo me habría ocupado de usted. No se trata de esa mujer, señor, sino de un sentimiento vil, repugnante y vergonzoso… A ese joven modesto le ha disgustado no haber quedado por encima, ¿ve usted? Es una cuestión de amor propio. Quería vengarse… Luego… Sus gruesos labios delatan una naturaleza sensual. ¿Recuerda cómo chasqueaba la lengua cuando se comparó a Akulka con Naná? ¡Es indudable que a ese canalla le devora la pasión! En definitiva: amor propio herido y pasión insatisfecha. Suficiente para cometer un asesinato. Tenemos a dos en nuestras manos; pero ¿quién es el tercero? Nikolashka y Psekov sujetaron a Kliauzov. ¿Quién lo ahogó? Psekov es tímido, miedoso y, en general, cobarde. Los tipos como Nikolashka no saben ahogar con una almohada; prefieren servirse de un hacha o una maza… Lo hizo una tercera persona, pero ¿quién?
       Diukovski se caló el sombrero hasta las cejas y se quedó pensativo. Guardó silencio hasta que el carricoche se detuvo delante de la casa del juez de instrucción.
       —¡Eureka! —dijo, mientras entraba y se quitaba el abrigo—. ¡Eureka, Nikolái Yermolaich! ¡No sé cómo no se me ha ocurrido antes! ¿Sabe quién es el tercero?
       —¡Basta, por favor! ¡La cena está lista! ¡Siéntese a cenar!
       El juez y su ayudante se sentaron a la mesa. Este último se sirvió una copa de vodka, se puso en pie, se estiró cuán largo era y, con los ojos centelleantes, exclamó:
       —Sepa que esa tercera persona, la que actuó en consonancia con ese canalla de Psekov y ahogó a Kliauzov, es una mujer. ¡Sí, señor! ¡Me refiero a la hermana del difunto, María Ivánovna!
       Chúbikov se atragantó con el vodka y clavó los ojos en Diukovski.
       —¿Esta usted… en sus cabales? ¿No le dolerá la cabeza?
       —Me encuentro perfectamente. Pero piense que estoy loco, si lo desea. En cualquier caso, ¿cómo explica usted su turbación cuando fuimos a verla? ¿Cómo explica su negativa a prestar declaración? Supongamos que nada de eso tiene importancia. ¡Está bien! ¡De acuerdo! ¡Pero recuerde usted las relaciones que existían entre ambos! ¡Ella odiaba a su hermano! Es una antigua creyente[2] y él un libertino, un descreído… ¡Ésa es la razón de su odio! Dicen que había logrado convencerla de que era un ángel de Satán. ¡En su presencia se entregaba a prácticas de espiritismo!
       —Bueno, ¿y qué?
       —¿No lo comprende usted? ¡Ella, antigua creyente, lo mató por fanatismo! No sólo ha arrancado la cizaña y ha acabado con un libertino, sino que también ha librado al mundo del Anticristo. En eso, piensa, reside su mérito, su hazaña religiosa. ¡Ah, no conoce usted a esas solteronas partidarias de la antigua fe! ¡Lea usted a Dostoievski! ¡Y qué cosas escriben Leskov y Pecherski…! ¡Es ella, ella, por mucho que le disguste a usted! ¡Ella lo ahogó! ¡Ah, pérfida mujer! ¿Acaso no se situó delante de los iconos, cuando entramos, con la única intención de engañamos? Voy a ponerme a rezar para que piensen que estoy tranquila y no los esperaba, se habrá dicho. Es el método de los delincuentes novatos. ¡Querido Nikolái Yermolaich! ¡Amigo mío! ¡Asígneme este caso! ¡Déjeme que lo lleve hasta el final! ¡Hágame el favor! ¡Yo lo he empezado y yo lo terminaré!
       Chúbikov sacudió la cabeza y frunció el ceño.
       —También nosotros sabemos desentrañar casos difíciles —dijo—. Su función no consiste en meterse donde no le llaman. Escribir cuando le dictan: ésa es su función.
       Diukovski se ruborizó y salió dando un portazo.
       —¡Es inteligente el granuja! —murmuró Chúbikov, siguiéndolo con la mirada—. ¡Muy inteligente! Pero se acalora sin motivo. Tendré que comprarle una pitillera en la feria y regalársela…
       Al día siguiente por la mañana fue conducido ante el juez un joven de la aldea de Kliauzova, de enorme cabeza y labio leporino; era un pastor llamado Danilo, que hizo una deposición muy interesante.
       —Estaba un poco bebido —dijo—. Hasta medianoche no me moví de casa de mi compadre. Al volver a casa, borracho como una cuba, se me ocurrió bañarme en el río. Me metí en el agua… y ¿qué cree que vi? Dos hombres pasaban por la presa llevando un bulto negro. «¡Eh!», les grité. Ellos se asustaron y se dirigieron a todo comer a los huertos de Makáriev. ¡Que Dios me castigue si no llevaban al señor!
       Ese mismo día, al caer la tarde, Psekov y Nikolashka fueron detenidos y enviados bajo escolta a la capital del distrito. Una vez allí, los metieron en la cárcel.

II

      Pasaron doce días.
       Una mañana el juez de instrucción Nikolái Yermolaich, sentado tras su mesa de tapete verde, hojeaba el expediente de Kliauzov. Diukovski, inquieto como un lobo en la jaula, iba y venía de un lado a otro de la habitación.
       —Está usted convencido de la culpabilidad de Nikolashka y Psekov —dijo, mesándose con nervioso ademán su incipiente barbita—. ¿Por qué no quiere convencerse de la de María Ivánovna? ¿Es que no tiene suficientes pruebas?
       —No digo que no esté convencido. Lo estoy, pero no acabo de creer… Carecemos de pruebas concretas, todo se reduce a cierta filosofía… Que si el fanatismo, que si esto, que si lo otro…
       —¡Necesita usted a toda costa el hacha y las sábanas ensangrentadas! ¡Ah, los juristas! ¡Pues se lo voy a demostrar! ¡Dejará de descuidar el lado psicológico del caso! ¡Su María Ivánovna acabará en Siberia! ¡Yo aportaré las pruebas! Si la filosofía no le satisface, le aportaré algo más tangible… ¡Eso le demostrará lo acertado de mi filosofía! Sólo le pido que me deje hacer un recorrido por el distrito.
       —¿De qué se trata?
       —De la cerilla sueca… ¿La había olvidado usted? ¡Pues yo no! ¡Me enteraré de quién la encendió en la habitación del difunto! No fue Nikolashka, ni Psekov, a quienes no se les encontraron cerillas durante el registro, sino una tercera persona, es decir, María Ivánovna. ¡Se lo demostraré…! Lo único que le pido es que me permita recorrer el distrito e indagar…
       —Bueno, de acuerdo, siéntese… Procedamos al interrogatorio.
       Diukovski se sentó ante su mesita y hundió su larga nariz en los papeles.
       —¡Que traigan a Nikolái Tétejov! —gritó el juez de instrucción.
       Nikolashka, pálido y delgado como un clavo, entró en la habitación. Estaba temblando.
       —¡Tétejov! —empezó Chúbikov—. En 1879 fue usted procesado por robo y condenado a prisión por el juez de primera instancia. En 1882 fue juzgado otra vez por idéntico delito y enviado de nuevo a la cárcel… Lo sabemos todo.
       El rostro de Nikolashka expresaba sorpresa. La omnisciencia del juez de instrucción le llenaba de espanto. Pero pronto la sorpresa se trocó en una aflicción extrema. Estalló en sollozos y pidió permiso para ir a refrescarse la cara y serenarse un poco. Se lo llevaron.
       —¡Que traigan a Psekov! —ordenó el juez.
       Entró Psekov. Sus facciones habían cambiado mucho en los últimos días. Había adelgazado, estaba pálido y tenía las mejillas hundidas. Sus ojos sólo expresaban apatía.
       —Siéntese, Psekov —dijo Chúbikov— Espero que hoy se muestre usted razonable y no trate de mentirnos como las otras veces. Durante todos estos días ha negado su participación en el asesinato de Kliauzov, a pesar de las numerosas pruebas que lo incriminan. Esa actitud no es razonable. La confesión atenúa la culpa. Hoy es la última vez que le hablo. Si no confiesa usted, mañana será demasiado tarde. Bueno, cuéntenos…
       —Yo no sé nada… Y no conozco sus pruebas —susurró Psekov.
       —¡Hace usted mal! Bueno, en tal caso, permítame que le cuente yo cómo sucedió todo. El sábado por la noche se encontraba usted en el dormitorio de Kliauzov, bebiendo con él vodka y cerveza —Diukovski clavó su mirada en el rostro de Psekov y no la apartó de él en el transcurso de todo el monólogo—. Les servía Nikolái. Algo después de medianoche Mark Ivánich le anunció su deseo de acostarse. Siempre se iba a la cama a esa hora. Mientras se quitaba las botas y le daba algunas disposiciones relativas a la hacienda, Nikolái y usted, a una señal convenida, agarraron a su señor, que estaba borracho, y lo arrojaron sobre la cama. Uno de ustedes se sentó sobre sus piernas; el otro le sujetó la cabeza. En ese momento, procedente del vestíbulo, una mujer vestida de negro a la que ambos conocen muy bien, entró en la habitación; su participación en el crimen había sido pactada de antemano con ustedes. Cogió la almohada y se sirvió de ella para ahogar a Mark Ivánich. Durante el forcejeo la vela se apagó. La mujer sacó del bolsillo una caja de cerillas suecas y volvió a encenderla. ¿No es así? Por la expresión de su rostro veo que digo la verdad. Sigamos… Tras ahogar a Kliauzov, convencidos de que ya no respiraba, Nikolái y usted lo sacaron por la ventana y lo depositaron junto a la mata de bardana. Temiendo que recobrara el conocimiento, le golpearon con un objeto punzante. A continuación lo arrastraron hasta el arbusto de lilas, donde lo dejaron durante un tiempo. Tras una breve pausa para recobrar el aliento y reflexionar, se lo llevaron… Atravesaron la cerca… Luego salieron al camino… Más allá se encuentra la presa. Cerca de allí un campesino les asustó. Pero ¿qué le pasa?
       Psekov, pálido como una sábana, se puso en pie y se tambaleó.
       —¡Me ahogo! —exclamó—. Bueno… Sea… Pero déjeme salir… Por favor…
       Se lo llevaron.
       —¡Por fin ha confesado! —dijo Chúbikov, estirándose con aire satisfecho—. ¡Se ha delatado! No obstante, ¡con qué habilidad lo he cazado! Le he abrumado con mi exposición…
       —¡Ni siquiera ha negado lo de la mujer vestida de negro! —comentó Diukovski, echándose a reír—. En cualquier caso, sigue obsesionándome la cerilla sueca. ¡No puedo aguantar más! ¡Adiós! Me marcho.
       Diukovski se puso la gorra y salió. Chúbikov empezó el interrogatorio de Akulka, quien declaró que no sabía nada de nada…
       —¡He vivido sólo con usted, con nadie más! —dijo.
       Pasadas las cinco, regresó Diukovski. Estaba más alterado que nunca. Las manos le temblaban de tal manera que no era capaz de desabotonarse el abrigo. Sus mejillas ardían. Era evidente que traía noticias frescas.
       —¡Veni, vidi, vinci! —exclamó, irrumpiendo en el despacho de Chúbikov y desplomándose en un sillón—. Le doy mi palabra de honor de que empiezo a creer en mi genio. ¡Escuche, por todos los diablos! ¡Escúcheme y sorpréndase, venerable señor! ¡Es triste y cómico a la vez! Ya tiene en sus manos a tres, ¿no es así? Pues yo he encontrado al cuarto, o, mejor dicho, a la cuarta, ya que se trata de una mujer. ¡Y qué mujer! ¡Sólo por rozar sus hombros, daría diez años de mi vida! Pero… escuche… Me dirigí a Kliauzova y me puse a husmear por los alrededores. De camino entré en todas las tiendas, tabernas y ventas, pidiendo en cada una de ellas cerillas suecas. Pero siempre me enfrentaba con la misma respuesta: «No tenemos». No he parado hasta ahora. Veinte veces perdí la esperanza y otras tantas la recobré. Me he pasado el día entero deambulando de un lado para otro y hasta hace una hora no he encontrado lo que andaba buscando. A unas tres verstas de aquí pedí cerillas y me sacaron un paquete de diez cajas. Faltaba una… Sin pérdida de tiempo pregunté: «¿Quién la ha comprado?». «Fulana… Le gustó cómo crepitan». ¡Amigo mío! ¡Nikolái Yermolaich! ¡Plasta dónde puede llegar a veces un hombre expulsado del seminario que ha leído en profundidad a Gaboriau[3]! ¡Es inconcebible! ¡Hoy me he ganado mi propia estima…! ¡Uf…! Bueno, ¡vámonos!
       —¿Adónde?
       —A casa de la otra, de la cuarta… Hay que darse prisa, de otro modo… ¡De otro modo voy a consumirme de impaciencia! ¿Sabe quién es? ¡Jamás lo adivinaría! Es la joven mujer de nuestro viejo comisario Yevgraf Kuzmich: Olga Petrovna. ¡Ésa es! ¡Fue ella quien compró la caja de cerillas!
       —Usted… Tú… Usted… ¿Ha perdido la razón?
       —¡Está todo muy claro! En primer lugar, ella fuma; en segundo, está locamente enamorada de Kliauzov. Él rechazó su amor por una Akulka cualquiera. Se trata de una venganza. Ahora recuerdo que en una ocasión los sorprendí en la cocina, detrás de un biombo. Ella le juraba amor eterno, mientras él fumaba un cigarrillo y le echaba el humo en la cara. Pero vamos… Hay que darse prisa, pues ya está oscureciendo… ¡En marcha!
       —¡Aún no estoy lo bastante loco para ir a molestar en plena noche a una mujer noble y honrada por culpa de un chiquillo como usted!
       —Noble y honrada… ¡Más que un juez de instrucción, parece usted un guiñapo! ¡Nunca me he atrevido a insultarle, pero ahora me veo obligado a ello! ¡Guiñapo! ¡Inútil! ¡Vamos, mi querido Nikolái Yermolaich! ¡Se lo pido por favor!
       El juez de instrucción hizo un gesto destemplado con la mano y escupió.
       —¡Se lo ruego! ¡No por mí, sino en interés de la justicia! ¡Se lo suplico! Por una vez, atienda a mi petición —Diukovski se puso de rodillas—. ¡Nikolái Yermolaich! ¡Sea bondadoso! ¡Si me equivoco con esa mujer le permito que me tilde de canalla y miserable! ¡Qué caso! ¡Menudo caso! ¡Más que un proceso es una novela! ¡Su fama se extenderá por toda Rusia! ¡Le pedirán que instruya las causas más importantes! ¡Trate de comprender, viejo insensato!
       El juez de instrucción frunció el ceño y con indecisión extendió la mano hacia su sombrero.
       —¡Bueno, que el diablo te lleve! —exclamó—. ¡Vamos!
       Ya era de noche cuando el carricoche del juez se detuvo ante la casa del comisario.
       —¡Somos unos cerdos! —dijo Chúbikov, tirando de la campanilla—. ¡Qué manera de molestar a la gente!
       —No importa, no importa… No sea pusilánime… Le diremos que la ballesta del coche se ha roto.
       Chubnikov y Diukovski fueron recibidos en el umbral por una mujer alta y regordeta, de unos veintitrés años, con cejas negras como el azabache y labios rojos y carnosos. Era Olga Petrovna.
       —¡Ah… encantada! —exclamó con una amplia sonrisa—. Llegan a tiempo para cenar. Yevgraf Kuzmich no está… Ha debido de entretenerse en casa del pope… Pero nos las arreglaremos sin él… ¡Siéntense! ¿Vienen de instruir alguna causa?
       —Sí… Figúrese, se nos ha roto una ballesta —dijo Chúbikov, entrando en el salón y tomando asiento en un sillón.
       —¡A qué espera…! ¡Desconciértela! —le susurró Diukovski—. ¡Desconciértela!
       —Una ballesta… Mmm… Sí… Así que decidimos entrar.
       —¡Le estoy diciendo que la desconcierte! Si empieza a dar rodeos, acabará adivinándolo todo.
       —¡Haz lo que te parezca, pero libérame de esa obligación! —murmuró Chúbikov, poniéndose en pie y acercándose a la ventana—. ¡No puedo! ¡Tú te lo has guisado, así que cómetelo tú!
       —Sí, la ballesta… —empezó Diukovski, acercándose a la mujer del comisario y frunciendo su larga nariz—. No hemos venido para… eh… cenar ni para ver a Yevgraf Kuzmich. Hemos venido para preguntarle dónde se encuentra Mark Ivánich, a quien asesinó usted.
       —¿Cómo? ¿Qué Mark Ivánich? —balbució la mujer del comisario y al punto su grueso rostro se puso como la grana—. No… no comprendo.
       —¡Se lo pregunto en nombre de la ley! ¿Dónde está Kliauzov? ¡Lo sabemos todo!
       —¿Quién se lo ha dicho? —preguntó la mujer con voz queda, incapaz de soportar la mirada de Diukovski.
       —¿Le importaría indicamos dónde está?
       —Pero ¿cómo lo han sabido? ¿Quién se lo ha contado?
       —¡Lo sabemos todo! ¡Le exijo una respuesta en nombre de la ley!
       El juez de instrucción, animado por la turbación de la mujer, se acercó a ella y dijo:
       —Díganoslo y nos marcharemos. De otra manera…
       —Y ¿para qué lo quieren?
       —¿A qué vienen todas esas preguntas, señora? ¡Le pedimos que nos diga dónde está! Tiembla usted, está confundida… Sí, ha sido asesinado; y eso no es todo: ha sido asesinado por usted. ¡Sus cómplices la han delatado!
       La mujer del comisario palideció.
       —Vengan —dijo en voz baja, retorciéndose las manos—. Lo tengo escondido en el baño. ¡Pero, por Dios, no se lo digan a mi marido! ¡Se lo suplico! ¡No lo soportaría!
       La mujer descolgó de la pared una gran llave y condujo a sus huéspedes a través de la cocina y el zaguán hasta el patio. Allí reinaba la oscuridad. Caía una lluvia menuda. Olga Petrovna abría la marcha. Chúbikov y Diukovski caminaban tras ella por la alta hierba, aspirando un olor a cañas salvajes y aguas sucias, en las que sus pies chapoteaban. El patio era grande. Pronto dejaron atrás ese terreno encharcado y pisaron tierra labrada. En la oscuridad surgieron las siluetas de los árboles y entre ellas apareció una casita con la chimenea torcida.
       —Ahí está el baño —dijo la mujer—. ¡Pero les ruego que no se lo digan a nadie!
       Al acercarse, los dos hombres vieron un grueso candado sobre la puerta.
       —¡Prepare un cabo de vela y una cerilla! —le susurró el juez de instrucción a su ayudante.
       La mujer del comisario abrió el candado y les dejó entrar. Diukovski encendió una cerilla e iluminó el antebaño. En medio de la pieza había una mesita. Sobre ella, junto a un samovar pequeño y panzudo, se veía una sopera con schi[4] frío y un plato con restos de salsa.
       —¡Sigamos!
       Entraron en la habitación siguiente, el baño propiamente dicho. Allí también había una mesa, en la que descansaban una gran fuente con jamón, una garrafa de vodka, platos, cuchillos y tenedores.
       —Pero ¿dónde está… el muerto? —preguntó el juez de instrucción.
       —¡En la tabla superior! —susurró ella, toda pálida y temblorosa.
       Diukovski cogió la vela y subió. Vio un largo cuerpo humano, que yacía inmóvil sobre un gran colchón de plumas. El cuerpo emitía un ligero ronquido…
       —¡Nos está tomando el pelo, demonios! —gritó Diukovski—. ¡No es él! ¡El imbécil que está aquí tumbado está bien vivo! ¡Eh! ¿Quién eres? ¡Que el diablo te lleve!
       El cuerpo aspiró el aire con un silbido y se movió. Diukovski lo empujó con el codo. El cuerpo levantó los brazos, se estiró e incorporó la cabeza.
       —¿Quién está ahí? —preguntó con profunda y ronca voz de bajo—: ¿Qué quieres?
       Diukovski acercó la vela al rostro del desconocido y pegó un gritó. Había reconocido la nariz purpúrea, los cabellos erizados y despeinados, el bigote negro como la pez, una de cuyas guías estaba gallardamente retorcida y parecía mirar el techo con arrogancia, del alférez Kliauzov.
       —¿Es… usted… Mark… Ivánich? ¡No puede ser!
       El juez de instrucción levantó la vista y se quedó petrificado…
       —Sí, soy yo… ¡Y usted es Diukovski! ¿Qué diablos hace aquí? ¿Y de quién es esa jeta que asoma por ahí debajo? ¡Dios santo, pero si es el juez de instrucción! ¿Qué viento les ha traído a este lugar?
       Kliauzov bajó y abrazó a Chúbikov. Olga Petrovna se escabulló por la puerta.
       —¿Cómo han venido a parar aquí? ¡Bebamos una copa, diablos! Tra-ta-ti-to-tom… ¡Bebamos! Pero ¿quién les ha traído? ¿Cómo sabían que estaba aquí? ¡En cualquier caso, da lo mismo! ¡Bebamos!
       Kliauzov encendió una lámpara y llenó tres vasos de vodka.
       —No entiendo nada —dijo el juez de instrucción, separando los brazos—. ¿Eres tú o no?
       —Basta… ¿Vas a venirme ahora con lecciones de moral? ¡No te esfuerces! ¡Vacía tu copa, joven Diukovski! Celebremos, amigos míos, ésta… Pero ¿por qué me miráis así? ¡Bebed!
       —De todos modos, no entiendo nada —comentó el juez, vaciando maquinalmente su copa—, ¿Qué haces aquí?
       —¿Y por qué no voy a estar aquí si me encuentro a gusto?
       Kliauzov bebió y tomó un trozo de jamón.
       —Vivo con la mujer del comisario, como ves. En un lugar recóndito y apartado, como un duende. ¡Bebe de una vez! ¡Me daba pena de ella, amigo! Así que me compadecí y me instalé en este baño abandonado como un eremita… Como, bebo… Pienso marcharme la semana que viene… Ya estoy cansado…
       —¡Es inconcebible! —exclamó Diukovski.
       —¿Por qué?
       —¡Es inconcebible! Por el amor de Dios, dígame cómo fue a parar su bota al jardín.
       —¿Qué bota?
       —Encontramos una bota en el dormitorio y otra en el jardín.
       —Y ¿para qué queréis saberlo? No es asunto vuestro… ¡Pero bebed, por todos los diablos! ¡Me habéis despertado, así que bebed! Lo de la bota es una historia curiosa, amigo. Yo no quería venir aquí. Estaba de mal humor y un poco achispado… Ella se llegó hasta mi ventana y me montó una escena… Ya sabes cómo son las mujeres… en general… Como estaba borracho, cogí una bota y se la tiré… Ja, ja… Para que se callara. Ella entró por la ventana, encendió la lámpara y me dio una tunda. Me zurró, me trajo aquí y me encerró… Ahora vivo a cuerpo de rey… ¡Amor, vodka y aperitivos! Pero ¿adónde vais? ¿Adónde vas, Chúbikov?
       El juez de instrucción escupió y salió del baño. Tras él, con la cabeza gacha, iba Diukovski. Ambos se montaron en silencio en el carricoche y se pusieron en camino. Nunca el viaje se les antojó tan largo y tedioso. Los dos callaban. Durante todo el trayecto Chúbikov temblaba de ira, mientras Diukovski ocultaba la cara en el cuello del abrigo, como si temiera que la oscuridad y la llovizna pudieran leer en ella su vergüenza.
       Al llegar a su casa, el juez de instrucción se encontró con el doctor Tiutiúiev. Sentado a la mesa, lanzaba profundos suspiros y hojeaba un número de la revista Niva.
       —¡Qué cosas pasan en este mundo! —exclamó, recibiendo al juez con una triste sonrisa—. ¡Otra vez está Austria haciendo de las suyas! Y también Gladstone[5], en cierta manera…
       Chúbikov arrojó el sombrero debajo de la mesa y empezó a temblar.
       —¡Esqueleto de los demonios! ¡Déjame en paz! ¡Te he dicho mil veces que no me des la lata con tu política! ¡No tengo la cabeza para esas cosas! Y en cuanto a ti —añadió, dirigiéndose a Diukovski, al tiempo que blandía el puño—, en cuanto a ti, ¡no te lo perdonaré jamás!
       —¡Pero… la cerilla sueca! ¡Cómo podía yo saber!
       —¡Vete al diablo con tu cerilla! ¡Márchate y no me irrites! De lo contrario, ¡no sé lo que podría hacer contigo! ¡Que no vuelva a verte por aquí!
       Diukovski suspiró, cogió su sombrero y salió.
       —¡Voy a emborracharme! —decidió, al atravesar la cancela, y se encaminó con aire abatido a la taberna.
       La mujer del comisario, al regresar del baño, se encontró con su marido en el salón.
       —¿A qué ha venido el juez de instrucción? —preguntó.
       —A decirte que ya ha aparecido Kliauzov. ¡Imagínate, lo han encontrado en casa de una mujer casada!
       —¡Ah, Mark Ivánich, Mark Ivánich! —suspiró el comisario, levantando los ojos al cielo—. ¡Ya te decía yo que el vicio no conduce a nada bueno! ¡Te lo decía, pero no querías escucharme!

N. del T.:

[1] Se refiere al personaje de la novela homónima de Zola.

[2] Los Antiguos creyentes eran una secta rusa formada en la segunda mitad del siglo XVII por aquellos que se negaban a aceptar las reformas del patriarca Nikon.

[3] Emilie Gaboriau (1835-1873), escritor francés, creador de novelas policiacas y detectivescas.

[4] Sopa de col típica de Rusia.

[5] William Ewart Gladstone (1809-1898), político inglés. Fue primer ministro en cuatro ocasiones.

EL UMBRAL, Cristina Peri Rosi

 

EL UMBRAL

Cristina Peri Rosi


 

Aquella mujer no soñaba nunca y eso la hacía intensamente desgraciada. Pensaba que por no soñar ignoraba cosas acerca de sí misma que seguramente los sueños le hubieran proporcionado. Le faltaba la puerta de los sueños que se abre cada noche para poner en duda las certidumbres del día. Y la puerta de los sueños por la cual entramos al pasado de la especie, allí donde alguna vez fuimos dinosaurios entre el follaje o piedra en el torrente. Ella se quedaba en el umbral y la puerta estaba siempre cerrada, negándole el acceso. Le dije que eso mismo constituía un sueño, una pesadilla: estar ante la puerta que no se abre, aunque empujemos el picaporte o hagamos sonar la aldaba. Pero en realidad la puerta de esa pesadilla no tiene ni picaporte ni aldaba: es una superficie entera, marrón, alta y lisa como un muro. Nuestros golpes se estrellan en un cuerpo sin eco.

—No hay puerta sin llave —me dice ella, con la tenaz resistencia de la gente que no sueña.

—En los sueños sí —le digo— En los sueños las puertas no se abren, los ríos están secos, las montañas giran, los teléfonos son de piedra y nunca llegamos a tiempo para la cita. En los sueños nos falta la prenda íntima que cubre nuestra desnudez, los ascensores se interrumpen entre dos pisos, o se estrellan contra el techo y, al entrar al cine, los asientos de la sala están de espaldas a la pantalla. En los sueños, los objetos han perdido su funcionalidad para convertirse en impedimento; o tienen leyes propias que no conocemos.

Ella cree que la mujer que no sueña es la enemiga de la mujer despierta, porque le roba partes de sí misma, le sustrae la emoción palpitante de las revelaciones, cuando creemos descubrir algo que no sabíamos o habíamos olvidado.

—El sueño es una escritura —dice ella, con pesar— una escritura que no sé escribir y que me diferencia de los demás, de los hombres y los animales que sueñan.

Ella es como una viajera que, cansada, se detiene en el umbral y queda fija allí, como una planta.

Yo, para consolarla, le digo que quizás tiene demasiado sueño para cruzar la puerta, a lo mejor estuvo tanto tiempo buscando el sueño, antes de dormirse, que cuando las imágenes llegan a ella no las ve, porque el cansancio le hizo cerrar los ojos que están adentro de los ojos. Cuando dormimos, tenemos dos pares de ojos; los ojos más superficiales, aquellos que están acostumbrados a ver sólo la apariencia de las cosas y a tratar con la luz, v los ojos del sueño: cuando los primeros se cierran, éstos se abren. Ella es la viajera de un largo viaje que cuando llega al umbral se detiene, muerta de cansancio y ya no puede seguir hacia adentro, ni atravesar el río, ni cruzar la frontera, porque ha cerrado los dos pares de ojos.

—Quisiera poder abrirlos —dice, con sencillez.

A veces, ella me pide que yo le cuente mis sueños, y sé que luego, en la soledad de su cuarto, con la luz apagada, escondida, como una niña que está a punto de hacer una travesura, intenta soñar mi sueño. Pero soñar un sueño de otro es más difícil que escribir un cuento ajeno, y sus fracasos la llenan de irritación. Cree que yo tengo un poder que ella no tiene; eso le produce envidia y malhumor. Le gustaría que mi frente fuera como una pantalla de cine y mientras duermo, poder ver reflejada en ella las imágenes de mi sueño. Si sonrío o hago un gesto de contrariedad, durante la noche, me despierta Y Me pregunta – insatisfecha- qué ha ocurrido de alegre o de triste. Yo no siempre puedo contestarle con certeza; los sueños son de un material tan frágil que muchas veces desaparecen en cuanto despertamos, huyen en las telas de los ojos, en las arañas de los dedos. Ella piensa que el mundo de los sueños es una vida suplementaria que algunos poseemos y su curiosidad se satisface sólo a medias cuando termino de contarle el último. (Contar sueños es uno de los artes más difíciles; acaso sólo Kafka lo logró sin estropear su misterio, banalizar sus símbolos o volverlos racionales.)

Como los niños, que no toleran las modificaciones y se deleitan con la repetición, insiste en que le cuente dos o tres veces el mismo sueño, lleno de personajes que no conozco, de formas raras, de accidentes irreales en el camino, y se fastidia si en la segunda versión hay elementos que no aparecían en la primera.

El que prefiere es mi sueño amniótico, el sueño del agua. Camino bajo una línea recta, sobre mi cabeza, y todo lo que está por debajo de ella es agua transparente, que no moja ni tiene peso, que no se ve ni se palpa, pero se conoce. Voy sobre el suelo de arena húmeda, vestido de camisa blanca y pantalón oscuro y los peces pasan a mi alrededor. Como y bebo bajo el agua, pero nunca nado ni floto, porque el agua es igual que el aire y respiro en ella con total naturalidad. La línea, encima de mi cabeza, es el límite que jamás atravieso ni me interesa trasponer.

—Probablemente es un sueño antiguo —le digo— Un sueño del pasado, de nuestros orígenes, cuando estábamos indecisos entre ser peces u hombres.

A ella, en cambio, le gustaría soñar con volar, con deslizarse de árbol en árbol, por encima de los tejados.

Mientras duerme, a veces yo ejerzo una pequeña presión sobre su frente, con la yema de mis dedos, para inducirle el sueño. No se despierta, pero tampoco sueña. Le cuento el último sueño que tuve: un prisionero en una breve celda de castigo, aislado de la luz, del tiempo, del espacio, de las voces humanas, en una infinitud de silencio y oscuridad. Hay un guardián, al lado de la puerta, y el hombre consigue inyectar – a través de las paredes del túnel, como la membrana del útero- sus sueños al guardián, que no logra descansar, acosado por las pesadillas del prisionero. El guardián le promete liberarlo, si el hombre consigue ahuyentar al león que lo acosa, cada vez que se duerme.

—Tú eres el prisionero —dice ella, vengativa.

Los sueños son como cajas, y en ellos hay otros sueños. A veces conseguimos despertar en el segundo, pero no en el primero, y eso nos inquieta. En el segundo, trato de llamarla, pero ella no responde, no me oye; entonces despierto y vuelvo a llamarla, extiendo mis brazos hacia ella, sin saber que estoy en el primero de los sueños y que esta vez tampoco responderá.

Le propuse que, antes de dormirnos, hiciéramos la experiencia de inventar una historia complementaria, los dos juntos. Seguramente algunos restos, desechos, residuos de esa historia elaborada por los dos pasarían imperceptiblemente al interior de nuestros ojos (a los que se abren cuando los superficiales se cierran) y así, ella conseguiría por fin soñar.

—Nos conduciremos mutuamente hasta el umbral —le dije— y una vez allí, dándonos un beso en la frente, nos separaremos, y cada uno atravesará la puerta —su puerta— y nos reencontraremos a la otra mañana, luego de un camino diferente. Me hablarás de los árboles que viste, y yo de la nave que me conduce a la ciudad adonde no quiero regresar.

Esa noche nos acostamos a la hora de costumbre, y yo fui el encargado de empezar la historia que nos conduciría imperceptiblemente – pero en común- hasta el venturoso umbral.

—Hay un hombre en una habitación desnuda —comencé.

—La cortina es muy suave —dijo ella— , de terciopelo rojo, pero está anudada en un extremo. – El hombre está echado en la cama —continué yo— aunque todavía conserva la camisa blanca y el pantalón oscuro.

—Creo que ese hombre tiene miedo de algo siguió ella— por eso conserva las ropas.

—A su lado hay una mujer —dije— de cabellos cortos y rubios. Los ojos son azules.

—No —corrigió ella— son verdes, con reflejos azules.

—Sí —acepté— Es hermosa, pero tiene la piel fría de aquellos que no sueñan.

—La mujer tiene un vestido rosa. ¿No te parece algo anacrónico un vestido de ese color, en medio de la cama?

—No, querida —dije yo— te queda muy bien. —Él está a punto de dormirse —observó ella. —Sí —confesé yo— Tengo mucho sueño. Camino lentamente hacia una puerta, que se dibuja más adelante.

—Caminas despacio, con las mangas de la camisa subidas y los ojos entrecerrados.

—Es que tengo mucho sueño.

—Ella te sigue, pero cada vez queda más atrás. Sus pasos son más cortos que los tuyos, y además, tiene miedo de perderse. ¿Por qué él no vuelve los ojos hacia atrás, para ayudarla?

—Está muy cansado y el sendero lo guía, lo empuja, como un imán.

—Es el imán de los sueños —dice ella.

—La mujer ha quedado muy atrás. Ya no se ve. Yo, en cambio, estoy en el umbral.

—Ha vuelto a perderse. El corredor es oscuro y las paredes estrechas. Ella tiene miedo. Le aterra la soledad.

—He visto otras veces ese umbral.

—En cambio, yo no lo veo.

—Si regresas, si das marcha atrás, no lo hallarás nunca.

—Tengo miedo.

—¡Ah! ¡Qué umbral tan venturoso Una luz se adivina al trasponerlo.

—No me dejes sola.

—No hay mucho lugar.

—No me abandones.

—Debo seguir. Estoy al fin del camino, mis ojos se cierran, ya no puedo hablar…

—Entonces —continúa— ella se precipita hacia adelante, hacia el aura vaga y oscura que dejaron los pasos de él, por el corredor sombrío, y antes de que trasponga el umbral, le hunde un puñal en la espalda.

Vacilo, en el umbral, caigo como herido lentamente en el sueño, es curioso, resbalo, me hundo, tengo ya un pie más allá del umbral, pero el otro se ha quedado atrás, no avanza, seguramente estoy en el segundo sueño, aunque el dolor en la espalda es quizás del primero, me gustaría llamarla pero sé por experiencia que no responderá, se habrá ido, mientras yo intento vanamente despertar y resbalo en un charco de sangre.

 

martes, 15 de agosto de 2023

LA MUJER PARECIDA A MÍ, Felisberto Hernández

 

LA MUJER PARECIDA A MÍ

Felisberto Hernández

 


Hace algunos veranos empecé a tener la idea de que yo había sido caballo. Al llegar la noche ese pensamiento venía a mí como a un galpón de mi casa. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo.

En una de las noches yo andaba por un camino de tierra y pisaba las manchas que hacían las sombras de los árboles. De un lado me seguía la luna; en el lado opuesto se arrastraba mi sombra; ella, al mismo tiempo que subía y bajaba los terrones, iba tapando las huellas. En dirección contraria venían llegando, con gran esfuerzo, los árboles, y mi sombra se estrechaba con la de ellos.

Yo iba arropado en mi carne cansada y me dolían las articulaciones próximas a los cascos. A veces olvidaba la combinación de mis manos con mis patas traseras, daba un traspiés y estaba a punto de caerme.

De pronto sentía olor a agua; pero era un agua pútrida que había en una laguna cercana. Mis ojos eran también como lagunas y en sus superficies lacrimosas e inclinadas se reflejaban simultáneamente cosas grandes y chicas, próximas y lejanas. Mi única ocupación era distinguir las sombras malas y las amenazas de los animales y los hombres; y si bajaba la cabeza hasta el suelo para comer los pastitos que se guarecían junto a los árboles, debía evitar también las malas hierbas. Si se me clavaban espinas tenía que mover los belfos hasta que ellas se desprendieran.

En las primeras horas de la noche y a pesar del hambre, yo no me detenía nunca. Había encontrado en el caballo algo muy parecido a lo que había dejado hacía poco en el hombre: una gran pereza; en ella podían trabajar a gusto los recuerdos. Además, yo había descubierto que para que los recuerdos anduvieran, tenía que darles cuerda caminando. En esa ilusión de que todavía podía ser feliz. Me tapaba los ojos con una bolsa; me prendía a un balancín enganchado a una vara que movía un aparato como el de las norias, pero que él utilizaba para la máquina de amasar. Yo daba vueltas horas enteras llevando la vara, que giraba como un minutero. Y así, sin tropiezos, y con el ruido de mis pasos y de los engranajes, iba pasando mis recuerdos.

Trabajábamos hasta tarde de la noche; después él me daba de comer y con el ruido que hacía el maíz entre los dientes seguían deslizándose mis pensamientos.

(En este instante, siendo caballo, pienso en lo que me pasó hace poco tiempo, cuando todavía era hombre. Una noche que no podía dormir porque sentía hambre, recordé que en el ropero tenía un paquete de pastillas de menta. Me las comí; pero al masticarlas hacían un ruido parecido al maíz.)

Ahora, de pronto, la realidad me trae a mi actual sentido de caballo. Mis pasos tienen un eco profundo; estoy haciendo sonar un gran puente de madera.

Por caminos muy distintos he tenido siempre los mismos recuerdos. De día y de noche ellos corren por mi memoria como los ríos de un país. Algunas veces yo los contemplo; y otras veces ellos se desbordan.

En mi adolescencia tuve un odio muy grande por el peón que me cuidaba. Él también era adolescente. Ya se había entrado el sol cuando aquel desgraciado me pegó en los hocicos; rápidamente corrió el incendio por mi sangre y me enloquecí de furia. Me paré de manos y derribé al peón mientras le mordía la cabeza; después le trituré un muslo y alguien vio cómo me volaba la crin cuando me di vuelta y lo rematé con las patas de atrás.

Al otro día mucha gente abandonó el velorio para venir a verme en el instante en que varios hombres vengaron aquella muerte. Me mataron el potro y me dejaron hecho un caballo.Al poco tiempo tuve una noche muy larga; conservaba de mi vida anterior algunas “mañas” y esa noche utilicé la de saltar un cerco que daba sobre un camino; apenas pude hacerlo y salí lastimado. Empecé a vivir una libertad triste. Mi cuerpo no sólo se había vuelto pesado sino que todas sus partes querían vivir una vida independiente y no realizar ningún esfuerzo; parecían sirvientes que estaban contra el dueño y hacían todo de mala gana. Cuando yo estaba echado y quería levantarme, tenía que convencer a cada una de las partes. Y a último momento siempre había protestas y quejas imprevistas. El hambre tenía mucha astucia para reunirlas; pero lo que más pronto las ponía de acuerdo era el miedo de la persecución. Cuando un mal dueño apaleaba a una de las partes, todas se hacían solidarias y procuraban evitar mayores males a las desdichadas; además, ninguna estaba segura. Yo trataba de elegir dueños de cercos bajos; y después de la primera paliza me iba y empezaba el hambre y la persecución.

Una vez me tocó un dueño demasiado cruel. Al principio me pegaba nada más que cuando yo lo llevaba encima y pasábamos frente a la casa de la novia. Después empezó a colocar la carga del carro demasiado atrás; a mí me levantaba en vilo y yo no podía apoyarme para hacer fuerza; él, furioso, me pegaba en la barriga, en las patas y en la cabeza. Me fui una tardecita; pero tuve que correr mucho antes de poder esconderme en la noche. Crucé por la orilla de un pueblo y me detuve un instante cerca de una choza; había fuego encendido y a través del humo y de una pequeña llama inconstante veía en el interior a un hombre con el sombrero puesto. Ya era la noche; pero seguí.

Apenas empecé a andar de nuevo me sentí más liviano. Tuve la idea de que algunas partes de mi cuerpo se habrían quedado o andarían perdidas en la noche. Entonces, traté de apurar el paso.

Había unos árboles lejanos que tenían luces movedizas entre las copas. De pronto comprendí que en la punta del camino se encendía un resplandor. Tenía hambre, pero decidí no comer hasta llegar a la orilla de aquel resplandor. Sería un pueblo. Yo iba recogiendo el camino cada vez más despacio y el resplandor que estaba en la punta no llegaba nunca. Poco a poco me fui dando cuenta que ninguna de mis partes había desertado. Me venían alcanzando una por una; la que no tenía hambre tenía cansancio; pero habían llegado primero las que tenían dolores. Yo ya no sabía cómo engañarlas; les mostraba el recuerdo del dueño en el momento que las desensillaba; su sombra corta y chata se movía lentamente alrededor de todo mi cuerpo. Era a ese hombre a quien yo debía haber matado cuando era potro, cuando mis partes no estaban divididas, cuando yo, mi furia y mi voluntad éramos una sola cosa.

Empecé a comer algunos pastos alrededor de las primeras casas. Yo era una cosa fácil de descubrir porque mi piel tenía grandes manchas blancas y negras; pero ahora la noche estaba avanzada y no había nadie levantado. A cada momento yo resoplaba y levantaba polvo; yo no lo veía, pero me llegaba a los ojos. Entré a una calle dura donde había un portón grande. Apenas crucé el portón vi manchas blancas que se movían en la oscuridad. Eran guardapolvos de niños. Me espantaron y yo subí una escalerita de pocos escalones. Entonces me espantaron otros que había arriba. Yo hice sonar mis cascos en un piso de madera y de pronto aparecí en una salita iluminada que daba a un público. Hubo una explosión de gritos y de risas. Los niños vestidos de largo que había en la salita salieron corriendo; y del público ensordecedor, donde también había muchos niños, sobresalían voces que decían: “Un caballo, un caballo…” Y un niño que tenía las orejas como si se las hubiera doblado encajándose un sombrero grande, gritaba: “Es el tubiano de los Méndez”. Por fin apareció, en el escenario, la maestra. Ella también se reía; pero pidió silencio, dijo que faltaba poco para el fin de la pieza y empezó a explicar cómo terminaba. Pero fue interrumpida de nuevo. Yo estaba muy cansado, me eché en la alfombra y el público volvió a aplaudirme y a desbordarse. Se dio por terminada la función y algunos subieron al escenario. Una niña como de tres años se le escapó a la madre, vino hacia mí y puso su mano, abierta como una estrellita, en mi lomo húmedo de sudor. Cuando la madre se la llevó, ella levantaba la manita abierta y decía: “Mamita, el caballo está mojado”.

Un señor, aproximando su dedo índice a la maestra como si fuera a tocar un timbre, le decía con suspicacia: “Usted no nos negará que tenía preparada la sorpresa del caballo y que él entró antes de lo que usted pensaba. Los caballos son muy difíciles de enseñar. Yo tenía uno…”. El niño que tenía las orejas dobladas me levantó el belfo superior y mirándome los dientes dijo: “Este caballo es viejo”. La maestra dejaba que creyeran que ella había preparado la sorpresa del caballo. Vino a saludarla una amiga de la infancia. La amiga recordó un enojo que habían tenido cuando iban a la escuela; y la maestra recordó a su vez que en aquella oportunidad la amiga le había dicho que tenía cara de caballo. Yo miré sorprendido, pues la maestra se me parecía. Pero de cualquier manera aquello era una falta de respeto para con los seres humildes. La maestra no debía haber dicho eso estando yo presente.

Cuando el éxito y las resonancias se iban apagando, apareció un joven en el pasillo de la platea, interrumpió a la maestra —que estaba hablándoles a la amiga de la infancia y al hombre que movía el índice como si fuera a apretar un timbre— y él gritó:

–Tomasa, dice don Santiago que sería más conveniente que fuéramos a conversar a la confitería, que aquí se está gastando mucha luz.

–¿Y el caballo?

–Pero, querida, no te vas a quedar toda la noche ahí con él.

–Ahora va a venir Alejandro con una cuerda y lo llevaremos a casa.

El joven subió al escenario, siguió conversando para los tres y trabajando contra mí.

–A mí me parece que Tomasa se expone demasiado llevando ese caballo a casa de ella.

Ya las de Zubiría iban diciendo que una mujer sola en su casa, con un caballo que no piensa utilizar para nada, no tiene sentido; y mamá también dice que ese caballo le va a traer muchas dificultades.

Pero Tomasa dijo:

–En primer lugar yo no estoy sola en mi casa porque Candelaria algo me ayuda. Y en segundo lugar, podría comprar una volanta, si es que esas solteronas me lo consienten.Después entró Alejandro con la cuerda; era el chiquilín de las orejas dobladas. Me ató la soga al pescuezo y cuando quisieron hacerme levantar yo no podía moverme. El hombre del índice, dijo:

–Este animal tiene las patas varadas; van a tener que hacerle una sangría.

Yo me asusté mucho, hice un gran esfuerzo y logré pararme. Caminaba como si fuera un caballo de madera; me hicieron salir por la escalerita trasera y cuando estuvimos en el patio Alejandro me hizo un medio bozal, se me subió encima y empezó a pegarme con los talones y con la punta de la cuerda. Di la vuelta al teatro con increíble sufrimiento; pero apenas nos vio la maestra hizo bajar a Alejandro.

Mientras cruzábamos el pueblo y a pesar del cansancio y de la monotonía de mis pasos, yo no me podía dormir. Estaba obligado, como un organito roto y desafinado, a ir repitiendo siempre el mismo repertorio de mis achaques. El dolor me hacía poner atención en cada una de las partes del cuerpo, a medida que ellas iban entrando en el movimiento de los pasos. De vez en cuando, y fuera de este ritmo, me venía un escalofrío en el lomo; pero otras veces sentía pasar, como una brisa dichosa, la idea de lo que ocurriría después, cuando estuviera descansando; yo tendría una nueva provisión de cosas para recordar.

La confitería era más bien un café; tenía billares de un lado y salón para familias del otro. Estas dos reparticiones estaban separadas por una baranda de anchas columnas de madera. Encima de la baranda había dos macetas forradas de papel crepé amarillo; una de ellas tenía una planta casi seca y la otra no tenía planta; en medio de las dos había una gran pecera con un solo pez. El novio de la maestra seguía discutiendo: casi seguro que era por mí. En el momento en que habíamos llegado, la gente que había en el café y en el salón de familias —muchos de ellos habían estado en el teatro— se rieron y se renovó un poco mi éxito. Al rato vino el mozo del café con un balde de agua; el balde tenía olor a jabón y a grasa, pero el agua estaba limpia. Yo bebía brutalmente y el olor del balde me traía recuerdos de la intimidad de una casa donde había sido feliz. Alejandro no había querido atarme ni ir para adentro con los demás; mientras yo tomaba agua me tenía de la cuerda y golpeaba con la punta del pie como si llevara el compás a una música. Después me trajeron pasto seco. El mozo dijo:

–Yo conozco este tubiano.

Y Alejandro, riéndose, lo desengañó:

–Yo también creí que era el tubiano de los Méndez.

–No, ése no –contestó en seguida el mozo–; yo digo otro que no es de aquí.
La niña de tres años que me había tocado en el escenario apareció de la mano de otra niña mayor; y en la manita libre traía un puñadito de pasto verde que quiso agregar al montón donde yo hundía mis dientes; pero me lo tiró en la cabeza y dentro de una oreja.

Esa noche me llevaron a la casa de la maestra y me encerraron en un granero; ella entró primero; iba cubriendo la luz de la vela con una mano.

Al otro día yo no me podía levantar. Corrieron una ventana que daba al cielo y el señor del índice me hizo una sangría. Después vino Alejandro, puso un banquito cerca de mí, se sentó y empezó a tocar una armónica. Cuando me pude parar me asomé a la ventana; ahora daba sobre una bajada que llegaba hasta unos árboles; por entre sus troncos veía correr, continuamente, un río. De allí me trajeron agua; y también me daban maíz y avena. Ese día no tuve deseos de recordar nada. A la tarde vino el novio de la maestra; estaba mejor dispuesto hacia mí; me acarició el cuello y yo me di cuenta, por la manera de darme los golpecitos, que se trataba de un muchacho simpático. Ella también me acarició; pero me hacía daño; no sabía acariciar a un caballo; me pasaba las manos con demasiada suavidad y me producía cosquillas desagradables. En una de las veces que me tocó la parte de adelante de la cabeza, yo dije para mí: “¿Se habrá dado cuenta que ahí es donde nos parecemos?”. Después el novio fue del lado de afuera y nos sacó una fotografía a ella y a mí asomados a la ventana. Ella me había pasado un brazo por el pescuezo y había recostado su cabeza en la mía.

–Esa noche tuve un susto muy grande. Yo estaba asomado a la ventana, mirando el cielo y oyendo el río, cuando sentí arrastrar pasos lentos y vi una figura agachada. Era una mujer de pelo blanco. Al rato volvió a pasar en dirección contraria. Y así todas las noches que viví en aquella casa. Al verla de atrás con sus caderas cuadradas, las piernas torcidas y tan agachada, parecía una mesa que se hubiera puesto a caminar. El primer día que salí la vi sentada en el patio pelando papas con un cuchillo de mango de plata. Era negra. Al principio me pareció que su pelo blanco, mientras inclinaba la cabeza sobre las papas, se movía de una manera rara; pero después me di cuenta que, además del pelo, tenía humo; era de un cachimbo pequeño que apretaba a un costado de la boca.

Esa mañana Alejandro le preguntó:

–Candelaria, ¿le gusta el tubiano?

Y ella contestó:

—Ya vendrá el dueño a buscarlo.

Yo seguía sin ganas de recordar.

Un día Alejandro me llevó a la escuela. Los niños armaron un gran alboroto. Pero hubo uno que me miraba fijo y no decía nada. Tenía orejas grandes y tan separadas de la cabeza que parecían alas en el momento de echarse a volar; los lentes también eran muy grandes; pero los ojos, bizcos, estaban junto a la nariz. En un momento en que Alejandro se descuidó, el bizco me dio tremenda patada en la barriga. Alejandro fue corriendo a contarle a la maestra; cuando volvió, una niña que tenía un tintero de tinta colorada me pintaba la barriga con el tapón en un lugar donde yo tenía una mancha blanca; en seguida Alejandro volvió a la maestra diciéndole: “Y esta niña le pintó un corazón en la barriga”.

A la hora del recreo otra niña trajo una gran muñeca y dijo que a la salida de la escuela la iban a bautizar. Cuando terminaron las clases, Alejandro y yo nos fuimos en seguida; pero Alejandro me llevó por otra calle y al dar vuelta la iglesia me hizo parar en la sacristía. Llamó al cura y le preguntó:

–Diga, padre, ¿cuánto me cobraría por bautizarme el caballo?

–¡Pero mi hijo! Los caballos no se bautizan.

Y se puso a reír con toda la barriga.

Alejandro insistió:

–¿Usted se acuerda de aquella estampita donde está la virgen montada en el burro?

–Sí.

–Bueno, si bautizan el burro, también pueden bautizar el caballo.

–Pero el burro no estaba bautizado.

–¿Y la virgen iba a ir montada en un burro sin bautizar?

El cura quería hablar; pero se reía.

Alejandro siguió:

–Usted bendijo la estampita; y en la estampita estaba el burro.

Nos fuimos muy tristes.

A los pocos días nos encontramos con un negrito y Alejandro le preguntó:

–¿Qué nombre le pondremos al caballo?

El negrito hacía esfuerzo por recordar algo. Al fin dijo:

–¿Cómo nos enseñó la maestra que había que decir cuando una cosa era linda?

–Ah, ya sé —dijo Alejandro—, “ajetivo”.

A la noche Alejandro estaba sentado en el banquito, cerca de mí, tocando la armónica, y vino la maestra.

–Alejandro, vete para tu casa que te estarán esperando.

–Señorita: ¿Sabe qué nombre le pusimos al tubiano? “Ajetivo”.

–En primer lugar, se dice “adjetivo”; y en segundo lugar, adjetivo no es nombre; es… adjetivo —dijo la maestra después de un momento de vacilación.

Una tarde que llegamos a casa yo estaba complacido porque había oído decir detrás de una persiana: “Ahí va la maestra y el caballo”.

Al poco rato de hallarme en el granero —era uno de los días que no estaba Alejandro— vino la maestra, me sacó de allí y con un asombro que yo nunca había tenido, vi que me llevaba a su dormitorio. Después me hizo las cosquillas desagradables y me dijo: “Por favor, no vayas a relinchar”. No sé por qué salió en seguida. Yo, solo en aquel dormitorio, no hacía más que preguntarme: “¿Pero qué quiere esta mujer de mí?”. Había ropas revueltas en las sillas y en la cama. De pronto levanté la cabeza y me encontré conmigo mismo, con mi olvidada cabeza de caballo desdichado. El espejo también mostraba partes de mi cuerpo; mis manchas blancas y negras parecían también ropas revueltas. Pero lo que más me llamaba la atención era mi propia cabeza; cada vez yo la levantaba más. Estaba tan deslumbrado que tuve que bajar los párpados y buscarme por un instante a mí mismo, a mi propia idea de caballo cuando yo era ignorado por mis ojos.

Recibí otras sorpresas. Al pie del espejo estábamos los dos, Tomasa y yo, asomados a la ventana en la foto que nos sacó el novio. Y de pronto las patas se me aflojaron; parecía que ellas hubieran comprendido, antes que yo, de quién era la voz que hablaba afuera. No pude entender lo que “él” decía, pero comprendí la voz de Tomasa cuando le contestó: “conforme se fue de su casa, también se fue de la mía. Esta mañana le fueron a traer el pienso y el granero estaba tan vacío como ahora”.

Después las voces se alejaron. En cuanto me quedé solo se me vinieron encima los pensamientos que había tenido hacía unos instantes y no me atrevía a mirarme al espejo. ¡Parecía mentira! ¡Uno podía ser un caballo y hacerse esas ilusiones! Al mucho rato volvió la maestra. Me hizo las cosquillas desagradables; pero más daño me hacía su inocencia.

Pocas tardes después Alejandro estaba tocando la armónica cerca de mí. De pronto se acordó de algo; guardó la armónica, se levantó del banquito y sacó de un bolsillo la foto donde estábamos asomados Tomasa y yo. Primero me la puso cerca de un ojo; viendo que a mí no me ocurría nada, me la puso un poco más lejos; después hizo lo mismo con el otro ojo y por último me la puso de frente y a distancia de un metro. A mí me amargaban mis pensamientos culpables. Una noche que estaba absorto escuchando al río, desconocí los pasos de Candelaria, me asusté y pegué una patada al balde de agua. Cuando la negra pasó dijo: “No te asustes, que ya volverá tu dueño”. Al otro día Alejandro me llevó a nadar al río; él iba encima mío y muy feliz en su bote caliente. A mí se me empezó a oprimir el corazón y casi en seguida sentí un silbido que me heló la sangre; yo daba vuelta mis orejas como si fueran periscopios. Y al fin llegó la voz de “él” gritando: “Ese caballo es mío”. Alejandro me sacó a la orilla y sin decir nada me hizo galopar hasta la casa de la maestra. El dueño venía corriendo detrás y no hubo tiempo de esconderme. Yo estaba inmóvil en mi cuerpo como si tuviera puesto un ropero. La maestra le ofreció comprarme. Él le contestó: “Cuando tenga sesenta pesos, que es lo que me costó a mí, vaya a buscarlo”. Alejandro me sacó el freno, añadido con cuerdas pero que era de él. El dueño me puso el que traía. La maestra entró en su dormitorio y yo alcancé a ver la boca cuadrada que puso Alejandro antes de echarse a llorar. A mí me temblaban las patas; pero él me dio un fuerte rebencazo y eché a andar. Apenas tuve tiempo de acordarme que yo no le había costado sesenta pesos: él me había cambiado por una pobre bicicleta celeste sin gomas ni inflador. Ahora empezó a desahogar su rabia pegándome seguido y con todas sus fuerzas. Yo me ahogaba porque estaba muy gordo. ¡Bastante que me había cuidado Alejandro! Además, yo había entrado a aquella casa por un éxito que ahora quería recordar y había conocido la felicidad hasta el momento en que ella me trajo pensamientos culpables. Ahora me empezaba a subir de las entrañas un mal humor inaguantable. Tenía mucha sed y recordaba que pronto cruzaría un arroyito donde un árbol estiraba un brazo seco casi hasta el centro del camino. La noche era de luna y de lejos vi brillar las piedras del arroyo como si fueran escamas. Casi sobre el arroyito empecé a detenerme; él comprendió y me empezó a pegar de nuevo. Por unos instantes me sentí invadido por sensaciones que se trababan en lucha como enemigos que se encuentran en la oscuridad y que primero se tantean olfateándose apresuradamente. Y en seguida me tiré para el lado del arroyito donde estaba el brazo seco del árbol. Él no tuvo tiempo más que para colgarse de la rama dejándome libre a mí; pero el brazo seco se partió y los dos cayeron al agua luchando entre las piedras. Yo me di vuelta y corrí hacia él en el momento en que él también se daba vuelta y salía de abajo de la rama. Alcancé a pisarlo cuando su cuerpo estaba de costado; mi pata resbaló sobre su espalda; pero con los dientes le mordí un pedazo de la garganta y otro pedazo de la nuca. Apreté con toda mi locura y me decidí a esperar, sin moverme. Al poco rato, y después de agitar un brazo, él también dejó de moverse. Yo sentía en mi boca su carne ácida y su barba me pinchaba la lengua. Ya había empezado a sentir el gusto a la sangre cuando vi que se manchaban el agua y las piedras.

Crucé varias veces el arroyito de un lado para otro sin saber qué hacer con mi libertad. Al fin decidí ir a lo de la maestra; pero a los pocos pasos me volví y tomé agua cerca del muerto.

Iba despacio porque estaba muy cansado; pero me sentía libre y sin miedo. ¡Qué contento se quedaría Alejandro! ¿Y ella? Cuando Alejandro me mostraba aquel retrato yo tenía remordimientos. Pero ahora, ¡cuánto deseaba tenerlo!

Llegué a la casa a pasos lentos; pensaba entrar al granero; pero sentí una discusión en el dormitorio de Tomasa. Oí la voz del novio hablando de los sesenta pesos; sin duda los que hubiera necesitado para comprarme. Yo ya iba a alegrarme de pensar que no les costaría nada, cuando sentí que él hablaba de casamiento; y al final, ya fuera de sí y en actitud de marcharse, dijo: “O el caballo o yo”.

Al principio la cabeza se me iba cayendo sobre la ventana colorada que daba al dormitorio de ella. Pero después, y en pocos instantes, decidí mi vida. Me iría. Había empezado a ser noble y no quería vivir en un aire que cada día se iría ensuciando más. Si me quedaba llegaría a ser un caballo indeseable. Ella misma tendría para mí, después, momentos de vacilación.

No sé bien cómo es que me fui. Pero por lo que más lamentaba no ser hombre era por no tener un bolsillo donde llevarme aquel retrato.

 

LA CERILLA SUECA, Antón Chejov

  LA CERILLA SUECA Antón Chejov   I       En la mañana del 6 de octubre de 1885, un joven correctamente vestido se presentó en la of...