La breve vida feliz de Francis Macomber
(Ernest
Hemingway)
Era hora de comer y estaban sentados bajo la doble
lona verde de la tienda comedor, fingiendo que no había pasado nada.
—¿Quieren jugo de lima o limonada? —preguntó
Macomber.
—Yo tomaré un gimlet —le dijo Robert Wilson.
—Yo también tomaré un gimlet. Necesito tomar algo
—dijo la mujer de Macomber.
—Supongo que es lo mejor —coincidió Macomber—.
Dígale que prepare tres gimlets.
El criado ya había comenzado a prepararlos, sacando
las botellas de las bolsas de lona isotérmicas, empapadas de humedad en el
viento que soplaba a través de los árboles que sombreaban las tiendas.
—¿Qué debería darles? —preguntó Macomber.
—Una libra sería más que suficiente —le dijo
Wilson—. No querrá malcriarlos.
—¿El capataz lo repartirá?
—Desde luego.
Media hora antes, Francis Macomber había sido
triunfalmente transportado hasta su tienda, desde los límites del campamento, a
hombros y brazos del cocinero, los criados, el despellejador y los porteadores.
Los porteadores de armas no habían tomado parte en el desfile. Cuando los
muchachos nativos lo depositaron en el suelo a la puerta de su tienda, Macomber
les estrechó a todos la mano, recibió sus felicitaciones y luego entró y se
sentó en la cama hasta que llegó su mujer. Cuando ella entró no le dijo nada,
él salió de la tienda enseguida para lavarse la cara y las manos en la jofaina
portátil que había fuera y dirigirse luego a la tienda comedor, donde se sentó
en una cómoda silla de lona a la brisa y a la sombra.
—Ya ha conseguido su león —le dijo Robert Wilson—,
y un león condenadamente bueno.
La señora Macomber se volvió rauda hacia Wilson.
Era una mujer extremadamente guapa y bien conservada, poseía la belleza y
posición social que cinco años atrás le habían permitido exigir cinco mil
dólares para promocionar, con fotografías, un producto de belleza que nunca
había utilizado. Llevaba once años casada con Francis Macomber.
—Era un buen león, ¿verdad? —dijo Francis Macomber.
Ahora su esposa lo miraba. Miraba a los dos hombres como si nunca los hubiera
visto.
A uno, Wilson, el cazador profesional, sabía que no
lo había visto antes de emprender el safari. Era de estatura mediana y pelo
pajizo, bigotillo de pelos cortos y tiesos, la cara muy roja y unos ojos
extremadamente azules con unas arruguillas blancas en las comisuras que se
hacían más profundas cuando sonreía. Ahora él le sonreía, y ella apartó la
mirada de su cara y la dirigió a la caída de sus hombros bajo la chaqueta
holgada que llevaba, con cuatro grandes cartuchos en las presillas donde
debería haber habido el bolsillo izquierdo, a sus manos grandes y morenas, a
sus pantalones viejos, sus botas muy sucias, y luego volvió a su cara roja. Se
fijó en que el rojo recocido de su cara quedaba delimitado por una línea blanca
que señalaba la frontera de su sombrero Stetson, que ahora colgaba de uno de
los colgadores del palo de la tienda.
—Bueno, por el león —dijo Robert Wilson. Volvió a
sonreír a la señora Macomber, y esta, sin sonreír, miró con curiosidad a su
marido.
Francis Macomber era muy alto, muy bien formado si
no te importaba que tuviera los huesos tan largos, atezado, con el pelo rapado
como un galeote, labios bastante finos, y se le consideraba un hombre apuesto.
Llevaba la misma clase de ropas de safari que Wilson, solo que las suyas eran
nuevas. Tenía treinta y cinco años, se mantenía muy en forma, era buen
deportista, poseía varios récords de pesca mayor, y acababa de demostrarse a sí
mismo, a la vista de todo el mundo, que era un cobarde.
—Por el león —dijo—. Nunca podré agradecerle lo que
hizo.
Margaret, su esposa, apartó la mirada de él y la
dirigió a Wilson.
—No hablemos del león —dijo ella.
Wilson le dirigió una mirada sin sonreír y ahora
fue ella quien le sonrió.
—Ha sido un día muy raro —dijo—. ¿No debería llevar
el sombrero puesto aunque estemos debajo de una lona? Me lo dijo usted, por si
no lo recuerda.
—Puede que me lo ponga —dijo Wilson.
—Sabe que tiene la cara muy roja, señor Wilson —le
dijo ella, y volvió a sonreír.
—La bebida —dijo Wilson.
—No lo creo —dijo ella—. Francis bebe mucho, pero
la cara nunca se le pone roja.
—Hoy está roja —dijo Macomber intentando hacer un
chiste.
—No —dijo Margaret—. La mía es la que está hoy
roja. Pero la del señor Wilson lo está siempre.
—Debe de ser una cuestión racial —dijo Wilson—. Y
digo yo, ¿qué les parece si dejamos de hablar de mi belleza?
—Pero si acabo de empezar.
—Pues vamos a dejarlo —dijo Wilson.
—La conversación va a ser difícil —dijo Margaret.
—No seas tonta, Margot —dijo su marido.
—De difícil nada —dijo Wilson—. Ha conseguido un
león magnífico.
Margot los miró a los dos, y ambos se dieron cuenta
de que estaba a punto de llorar. Wilson hacía ya rato que se lo veía venir, y
le aterraba. Pero Macomber ya había superado ese terror.
—Ojalá no hubiera ocurrido. Oh, ojalá no hubiera
ocurrido —dijo ella, y se dirigió a su tienda. No emitió ningún sonido, pero
los dos vieron que le temblaban los hombros bajo la camisa de color rosa,
resistente al sol.
—Las mujeres se disgustan —le dijo Wilson al hombre
alto—. En realidad no ha sido nada. Los nervios demasiado tensos, y una cosa y
otra…
—No —dijo Macomber—. Supongo que ahora llevaré esa
cruz el resto de mi vida.
—Tonterías. Tomemos una copa de este matagigantes
—dijo Wilson—. Olvídelo todo. No ha sido nada.
—Lo intentaremos —dijo Macomber—. De todos modos,
nunca olvidaré lo que hizo por mí.
—Nada —dijo Wilson—. Tonterías.
De modo que se quedaron sentados a la sombra.
Habían instalado el campamento bajo unas acacias de ancha copa, y detrás de
ellos había un precipicio salpicado de rocas, delante una extensión de hierba
que iba hasta la orilla de un arroyo lleno de rocas, y más allá un bosque.
Tomaron sus bebidas de lima, enfriadas al punto, y evitaron mirarse a los ojos
mientras los criados preparaban la mesa para comer. Wilson se dio cuenta de que
todos los criados ya estaban al corriente, y cuando vio al criado personal de
Macomber mirando a su amo lleno de curiosidad mientras ponía los platos en la
mesa le espetó unas palabras en swahili. El chico apartó la mirada. Estaba
pálido.
—¿Qué le estaba diciendo? —preguntó Macomber.
—Nada. Le he dicho que se espabilara o me
encargaría de que le dieran quince de los buenos.
—¿Quince qué? ¿Azotes?
—Es ilegal —dijo Wilson—. Se supone que debemos
multarlos.
—¿Y usted aún los azota?
—Oh, sí. Si decidieran quejarse armarían un follón
de mil demonios. Pero no se quejan. Lo prefieran a las multas.
—¡Qué raro! —dijo Macomber.
—No, la verdad es que no es raro —dijo Wilson—.
Usted, ¿preferiría perder el sueldo o que le dieran unos buenos azotes?
Pero enseguida se avergonzó de haberle hecho
aquella pregunta, y antes de que Macomber pudiera contestar añadió:
—A todos nos dan una paliza todos los días, sabe,
de uno u otro modo.
Eso tampoco lo arregló. Dios mío, se dijo. Qué
diplomático soy.
—Sí, a todos nos dan una paliza —dijo Macomber,
todavía sin mirarlo—. Siento muchísimo lo del león. No tiene por qué salir de
aquí, ¿verdad? Quiero decir que nadie tiene por qué enterarse, ¿no cree?
—¿Quiere decir si lo contaré en el Mathaiga Club?
—ahora Wilson lo miraba fríamente. No se esperaba eso. Así que además de un
maldito cobarde es un maldito pendejo, se dijo. Me caía bastante bien hasta
hoy. Pero con los norteamericanos nunca se sabe.
—No —dijo Wilson—. Soy un cazador profesional.
Nunca hablamos de nuestros clientes. Puede estar tranquilo por lo que a eso
respecta. Además, se supone que es de mal tono pedirnos que no hablemos.
Acababa de decidir que lo más fácil sería romper
cualquier asomo de amistad. Comería solo, y durante las comidas podría leer.
Todos comerían solos. Durante el safari mantendría con ellos esa relación más
formal —¿cómo lo llamaban los franceses?, distinguida consideración— y sería
muchísimo más fácil que tener que pasar por toda esa basura emocional. Lo
insultaría y romperían limpiamente la amistad. Luego podría leer algún libro a
la hora de comer y seguiría bebiéndose el whisky de los Macomber. Esa era la
frase adecuada para cuando un safari iba mal. Te topabas con otro cazador y le
preguntabas: «¿Cómo va todo?», y él te contestaba: «Oh, todavía sigo bebiéndome
su whisky», y sabías que todo se había ido al garete.
—Lo siento —dijo Macomber, y lo miró con esa cara
de estadounidense que seguiría siendo adolescente hasta que alcanzara la
mediana edad, y Wilson observó su pelo cortado a cepillo, su mirada apenas
furtiva, la buena nariz, sus finos labios y la apuesta barbilla—. Siento mucho
no haberme dado cuenta. Hay muchas cosas que ignoro.
Qué podía hacer, pues, se dijo Wilson. Estaba a
punto de acabar con aquella relación de una manera rápida y limpia, pero el
miserable se ponía a disculparse después de haberlo insultado.
—No se preocupe por lo que yo pueda decir —replicó
Wilson—. Tengo que ganarme la vida. Ya sabe que en África ninguna mujer falla
cuando dispara a su león y ningún hombre blanco sale huyendo.
—Pues yo salí corriendo como un conejo —dijo
Macomber. Bueno, qué demonios había que hacer con un hombre que hablaba así, se
preguntó Wilson.
Wilson miró a Macomber con sus ojos azules y
apagados de quien sabe manejar una ametralladora y el otro le devolvió una
sonrisa. Tenía una agradable sonrisa si no te fijabas en cómo lo delataban los
ojos cuando estaba ofendido.
—A lo mejor puedo arreglarlo cuando cacemos búfalos
—dijo Macomber—. Cazaremos búfalos, ¿verdad?
—Por la mañana, si quiere —le dijo Wilson. Tal vez
se había equivocado. Desde luego, así era como había que tomárselo. No se sabía
nunca con estos norteamericanos. Ahora ya volvía a estar del lado de Macomber.
Si conseguía olvidarse de esa mañana. Pero, claro, no podía. Aquella había sido
una mala mañana con ganas.
—Aquí viene la memsahib —dijo. Volvía de su tienda,
parecía haberse refrescado y se veía alegre y encantadora. Su cara era un óvalo
perfecto, tan perfecto que esperabas que fuera estúpida. Pero no lo era, se
dijo Wilson, no, no era estúpida.
—¿Cómo está el guapo señor Wilson de cara roja? ¿Te
encuentras mejor, Francis, tesoro?
—Oh, mucho mejor —dijo Francis.
—Ya no quiero pensar más en eso —dijo Margaret,
sentándose a la mesa—. ¿Qué más da que Francis sea bueno o no matando leones?
No es su oficio. Es el oficio del señor Wilson. El señor Wilson impresiona
bastante matando cualquier cosa. Usted mata cualquier cosa, ¿verdad?
—Oh, lo que sea —dijo Wilson—. Sencillamente, lo
que sea.
Son las más duras del mundo; las más duras, las más
crueles, las más depredadoras y las más atractivas, y sus hombres se han
ablandado o se han quedado con los nervios destrozados mientras ellas se
endurecían. ¿O es que solo escogen a los hombres que pueden manejar? Aunque a
la edad en que se casan eso no pueden saberlo, se dijo Wilson. Dio gracias por
haber aprobado ya la asignatura de las mujeres norteamericanas, porque aquella
era muy atractiva.
—Iremos a cazar búfalos por la mañana —le dijo a
Margaret.
—Yo iré —dijo ella.
—No, no irá.
—Oh, sí, iré. ¿Puedo, Francis?
—¿Por qué no te quedas en el campamento?
—Por nada del mundo —dijo ella—. No me perdería
algo como lo de hoy por nada del mundo.
Cuando Margaret se fue a llorar, estaba pensando
Wilson, parecía una mujer estupenda de verdad. Parecía comprender, darse cuenta
de las cosas, que se apenaba por él y por ella y que sabía cuál era realmente
la situación. Está fuera veinte minutos y ahora vuelve recubierta de esa
crueldad femenina norteamericana. No hay quién pueda con ellas. Desde luego, no
hay quién pueda con ellas
—Mañana montaremos otro numerito para ti —dijo
Francis Macomber.
—Usted no viene —dijo Wilson.
—Está usted muy equivocado —le contestó ella—. Y
tengo muchísimas ganas de verlo actuar de nuevo. Esta mañana ha estado
fabuloso, si es que es fabuloso volarle la cabeza a un animal.
—Aquí está la comida —dijo Wilson—. Estás alegre,
¿verdad?
—¿Por qué no? No he venido aquí a bostezar.
—Bueno, no ha sido aburrido —dijo Wilson. Desde
donde estaba podía ver las rocas del río y la orilla elevada del otro lado, con
los árboles, y se acordó de lo ocurrido por la mañana.
—Oh, no —dijo ella—. Ha sido encantador. Y mañana.
No sabe lo impaciente que estoy por salir mañana.
—Lo que le ofrece es alce africano —dijo Wilson.
—Son aquellos animales que parecen vacas y saltan
como liebres, ¿verdad?
—Supongo que es una manera de describirlos —dijo
Wilson. —La carne es muy buena —dijo Macomber.
—¿Lo has matado tú? —preguntó Margaret.
—Sí.
—No son peligrosos, ¿verdad?
—Solo si te caen encima —dijo Wilson.
—Me alegra saberlo.
—¿Por qué no dejas de joder un poco, Margot? —dijo
Macomber, cortando el filete de alce africano y colocando un poco de puré de
papa, salsa y zanahoria en el tenedor vuelto del revés que atravesaba el trozo
de carne.
—Supongo que podré —dijo ella—, ya que lo has
expresado tan finamente.
—Esta noche brindaremos con champán por el león
—dijo Wilson—. A mediodía hace demasiado calor.
—Oh, el león —dijo Margot—. ¡Se me había olvidado
el león!
Así que, se dijo Robert Wilson, lo que pasa es que
ella le está tomando el pelo, ¿no? ¿O quizá es la manera que tiene de montar el
numerito? ¿Cómo ha de comportarse una mujer cuando descubre que su marido es un
maldito cobarde? Es condenadamente cruel, pero todas son crueles. Son las que
mandan, desde luego, y para mandar a veces hay que ser cruel. Sin embargo, ya
estoy hasta las narices de su maldito terrorismo.
—Tome un poco más de alce —le dijo a Margaret
cortésmente.
Al caer la tarde Wilson y Macomber salieron en el
vehículo con el conductor nativo y dos porteadores de armas. La señora Macomber
se quedó en el campamento. Hacía demasiado calor para salir, dijo, ya los
acompañaría por la mañana temprano. Cuando se alejaban, Wilson la vio de pie
debajo del gran árbol, y le pareció más atractiva que hermosa, con su ropa de
un caqui levemente rosado, el pelo negro echado para atrás y recogido en una
trenza en la nuca, su cutis tan lozano, se dijo, como si estuviera en
Inglaterra. Los saludó con la mano cuando el coche se alejó a través de la
llanura pantanosa de altas hierbas y giró para cruzar entre los árboles y
adentrarse en las pequeñas colinas cubiertas de sabana.
En la sabana encontraron un rebaño de impalas, y
salieron del coche y acecharon a un viejo macho de cuernos largos y de gran
envergadura, y Macomber lo mató con un meritorio disparo que derribó al animal
a unos doscientos metros de distancia y puso al rebaño en desenfrenada huida,
los animales saltando y encaramándose en las grupas de los que iban delante,
con unos saltos en los que estiraban las largas piernas de una manera tan
increíble que parecía que flotaran, como en los saltos que a veces se dan en
sueños.
—Ha sido un buen disparo —dijo Wilson—. Son un
objetivo pequeño.
—¿La cabeza vale la pena? —preguntó Macomber.
—Es excelente —le dijo Wilson—. Si dispara así no
tendrá ningún problema.
—¿Cree que mañana encontraremos algún búfalo?
—Es muy posible. Salen a pacer a primera hora de la
mañana, y con suerte podemos pillarlos en campo abierto.
—Me gustaría poder borrar lo del león —dijo
Macomber—. No es muy agradable que tu esposa te vea hacer algo así.
Wilson pensó que aún más desagradable era hacerlo,
con esposa o sin esposa, o hablar de ello tras haberlo hecho. Pero lo que dijo
fue:
—Yo no pensaría más en eso. Cualquiera puede
asustarse al ver un león por primera vez. Asunto concluido.
Pero aquella noche, después de la cena y un whisky
con soda junto al fuego antes de irse a la cama, mientras Francis Macomber
estaba echado en la cama y escuchaba los ruidos de la noche, no todo había
concluido. Ni había concluido ni estaba empezando. Estaba ahí exactamente como
había ocurrido, con algunas partes indeleblemente subrayadas, y él se sentía
triste y avergonzado. Pero más que vergüenza sentía un miedo frío y hueco en su
interior. El miedo seguía allí como un hueco frío y viscoso, y en el lugar que
antes ocupaba su seguridad en sí mismo se abría un vacío, y eso le provocaba
náuseas. Y ahora seguía con él.
Había comenzado la noche antes, cuando se despertó
y oyó al león rugiendo en algún lugar inconcreto, río arriba. Era un sonido
grave, rematado por una especie de gruñido mezclado con tos que parecía
proceder de delante de su tienda, y cuando Francis Macomber se despertó en
plena noche para oírlo tuvo miedo. Oía a su esposa respirando plácidamente,
dormida. No había nadie a quien poder decirle que tenía miedo, con quien
compartir el miedo, y echado, solo, ignoraba ese proverbio somalí que dice que
un hombre valiente siempre le tiene miedo a un león tres veces; la primera vez
que ve su rastro, la primera vez que lo oye rugir y la primera vez que se
enfrenta a él. Por la mañana, mientras desayunaba a la luz de un farol en la
tienda comedor, antes de que el sol saliera, el león volvió a rugir y Francis
pensó que estaba en los limites del campamento.
—Parece un viejo —dijo Robert Wilson, levantando la
mirada de sus arenques ahumados y su café—. Escuche cómo tose.
—¿Está muy cerca?
—Más o menos a un kilómetro y medio río arriba.
—¿Lo veremos?
—Echaremos un vistazo.
—¿Llega tan lejos su rugido? Se oye como si
estuviera en el campamento.
—Se le puede oír desde muy lejos —dijo Robert
Wilson—. Es curioso lo lejos que puede llegar. Esperemos que sea un gato que
valga la pena cazar. Los criados dijeron que había uno muy grande por aquí.
—Si le disparo, ¿dónde debo apuntar para detenerlo?
—preguntó Macomber.
—Entre los hombros —dijo Wilson—. En el cuello si
cree que podrá darle. Busque el hueso. Derríbelo.
—Espero darle en el lugar adecuado —dijo Macomber.
—Usted dispara muy bien —le dijo Wilson—. Tómese su
tiempo. Asegure el tiro. El primero es el que cuenta.
—¿A qué distancia estará?
—No se sabe. En eso el león también dice la suya.
No dispare hasta que esté lo bastante cerca para asegurar el tiro.
—¿A menos de cien metros? —preguntó Macomber.
Wilson lo miró rápidamente.
—Cien metros está bien. Puede que tenga que ser un
poco menos. No se arriesgue a disparar a más distancia. Cien metros es una
distancia razonable. A esa distancia le dará siempre que quiera. Ahí viene la
memsahib.
—Buenos días —dijo Margaret—. ¿Vamos a buscar al
león?
—En cuanto acabe de desayunar —dijo Wilson—. ¿Cómo
se siente?
—De maravilla —dijo ella—. Estoy muy emocionada.
—Iré a supervisar que todo esté a punto.
Wilson se marchó. Cuando se iba, el león volvió a
rugir.
—Viejo gruñón —dijo Wilson—. Te haremos callar.
—¿Qué pasa, Francis? —le preguntó su mujer.
—Nada —dijo Macomber.
—Sí, algo te pasa —dijo ella—. ¿Por qué estás tan
alterado?
—No me pasa nada —dijo él.
—Dímelo —dijo ella mirándolo—. ¿No te encuentras
bien?
—Son esos condenados rugidos —dijo—. Lleva así toda
la noche, ¿sabes?
—¿Por qué no me has despertado? —dijo ella—. Me
habría encantado oírlo.
—Tengo que matar a ese maldito animal —dijo
Macomber, abatido.
—Bueno, para eso estás aquí, ¿no?
—Sí. Pero estoy nervioso. Oír esos rugidos me pone
los nervios de punta.
—Bueno, pues como dijo Wilson, mátalo y acaba con
esos rugidos.
—Sí, cariño —dijo Francis Macomber—. Es fácil de
decir, ¿verdad?
—No tendrás miedo, ¿verdad?
—Claro que no. Pero estoy nervioso después de oírlo
rugir toda la noche.
—Dispararás de maravilla y lo matarás —dijo ella—.
Sé que lo harás. Estoy terriblemente ansiosa por verlo.
—Acaba tu desayuno y nos pondremos en marcha.
—Aún no es de día —dijo ella—. Es una hora
ridícula.
Justo en ese momento el león rugió con un gemido
cavernoso, repentinamente gutural, una vibración ascendente que pareció sacudir
el aire y acabó en un suspiro y en un gruñido intenso y cavernoso.
—Suena casi como si estuviera aquí —dijo la mujer
de Macomber.
—Dios mío —dijo Macomber—. Odio ese condenado
ruido.
—Es de lo más impresionante.
—Impresionante. Es aterrador.
Robert Wilson apareció sonriente con su Gibbs de
calibre 505, feo, chato y de boca sorprendentemente grande.
—Vamos —dijo—. Su porteador de armas ya tiene el
Springfield y el rifle de gran calibre. Todo está en el coche. ¿Lleva la
munición?
—Sí.
—Estoy lista —dijo la mujer de Macomber.
—Hay que hacer que deje de armar tanto jaleo —dijo
Wilson—. Siéntese delante. La memsahib puede ir detrás conmigo.
Subieron al coche, y en el gris de la primera luz
del día remontaron el río entre los árboles. Macomber abrió la recámara de su
rifle y vio las balas con sus casquillos metálicos, echó el cerrojo y puso el
seguro. Vio que le temblaba la mano. Se metió la mano en el bolsillo y tocó los
cartuchos, y pasó los dedos por los cartuchos que llevaba en las presillas de
la pechera de la chaqueta. Se volvió hacia Wilson, sentado en la parte de atrás
del vehículo, sin puerta y cuadrado, junto a su mujer, los dos sonriendo de la
emoción, y Wilson se inclinó hacia delante y le susurró:
—Fíjese en cómo bajan los pajarracos. Eso significa
que el muchachón ha abandonado a su presa.
En la otra ribera del río Macomber vio, por encima
de los árboles, buitres dando vueltas y bajando en picado.
—Es probable que se acerque a beber por aquí —le
susurró Wilson— antes de echarse un rato. Mantenga los ojos abiertos.
Conducían lentamente por la elevada ribera del río,
que en aquel lugar caía en picado hasta el lecho lleno de rocas, y avanzaron
serpenteando entre los árboles. Macomber estaba atento a la otra orilla cuando
notó que Wilson lo agarraba del brazo. El coche se detuvo.
—Ahí está —oyó decir en un susurro—. Vaya hacia
delante y a la derecha. Baje y mátelo. Es un león maravilloso.
Entonces Macomber vio al león. Estaba de pie, casi
de lado, con la gran cabeza levantada y vuelta hacia ellos. La brisa de primera
hora de la mañana que soplaba hacia ellos le revolvía la oscura melena, y el
león parecía enorme, perfilado sobre la orilla del río a la luz gris de la
mañana, los hombros pesados, su cuerpo, en forma de tonel, formando una curva
suave.
—¿A qué distancia está? —preguntó Macomber,
levantando el rifle.
—A unos setenta y cinco metros. Baje y mátelo.
—¿Por qué no le disparo desde donde estoy?
—No se dispara desde el coche —oyó que Wilson le
decía al oído—. Baje. No va a quedarse ahí todo el día.
Macomber salió por la abertura curva que había al
lado del asiento delantero, primero puso el pie en el estribo y luego en el
suelo. El león permanecía allí, mirando majestuosa y fríamente hacia ese objeto
que sus ojos solo le mostraban en silueta, y que abultaba como un superrinoceronte.
No le llegaba olor de hombre, y contemplaba el objeto moviendo su gran cabeza
de un lado a otro. A continuación, mientras seguía contemplando el objeto, sin
temor, pero vacilando antes de bajar a beber a la orilla con un cosa así
delante de él, vio la figura de un hombre separarse del objeto; volvió su
pesada cabeza para alejarse hacia el resguardo de los árboles cuando oyó un
estampido, casi un chasquido, y sintió el impacto de una sólida bala del 30-06
que le perforó el flanco y le desgarró el estómago, causándole una náusea
repentina y caliente. Echó a trotar, pesado, con sus grandes patas, balanceando
el vientre herido a través de los árboles en dirección a las hierbas altas,
donde podría protegerse, y el estampido se repitió y lo oyó pasar desgarrando
el aire. Hubo otro estampido y sintió el golpe en las costillas inferiores y
cómo la bala lo penetraba, la sangre caliente y espumosa en la boca, y galopó
hacia las hierbas altas, donde podría acurrucarse y no ser visto y atraer a esa
cosa que provocaba esos estampidos lo bastante cerca para dar un salto y coger
al hombre que la esgrimía.
Cuando Macomber salió del coche no pensaba en lo
que el león sentiría. Solo sabía que las manos le temblaban, y mientras se
alejaba del coche le parecía casi imposible conseguir mover las piernas. Tenía
los muslos agarrotados, pero sentía el pálpito de los músculos. Levantó el
rifle, apuntó a la inserción de la cabeza del león entre los hombros y apretó
el gatillo. No pasó nada, y eso que apretó hasta que pensó que se le iba a
romper el dedo. Entonces se dio cuenta de que no había quitado el seguro, y
cuando bajó el rifle para quitarlo avanzó otro paso helado, y el león, al ver
cómo su silueta se separaba de la silueta del coche, se volvió e inició un
trotecillo, y, cuando Macomber disparó, oyó un golpe sordo que significaba que
la bala había dado en el blanco; pero el león seguía moviéndose. Macomber
volvió a disparar y todos vieron que la bala levantó una salpicadura de tierra,
y el león siguió trotando. Volvió a disparar, acordándose de que debía apuntar
más abajo, y todos oyeron el impacto de la bala en el blanco, y el león pasó a
galopar y ya estaba en medio de las hierbas altas antes de que Macomber hubiera
tenido tiempo de cargar el rifle.
Macomber comenzó a sentir náuseas, le temblaban las
manos que sostenían el Springfield, aún en posición de disparo, y su esposa y
Robert Wilson estaban a su lado. Y también los dos porteadores de armas,
hablando entre ellos en wakamba.
—Le he dado —dijo Macomber—. Le he dado dos veces.
—Le dio en las tripas y luego un poco más adelante
—dijo Wilson sin entusiasmo.
Los porteadores de armas parecían muy serios. Ahora
callaban.
—Puede que lo haya matado —prosiguió Wilson—.
Tendremos que esperar un poco antes de ir a averiguarlo.
—¿A qué se refiere?
—Esperaremos a que se desangre un poco antes de ir
a buscarlo.
—Oh —dijo Macomber.
—Es un león de primera —dijo Wilson con alegría—.
Aunque se ha metido en un mal sitio.
—¿Por qué es un mal sitio?
—Porque no podrá verlo hasta que lo tenga encima.
—Ah —dijo Macomber.
—Vamos —dijo Wilson—. La memsahib puede quedarse en
el coche. Le echaremos un vistazo al rastro de sangre.
—Quédate aquí, Margot —le dijo Macomber a su mujer.
Tenía la boca muy seca y le costaba mucho hablar.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque lo dice Wilson.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Wilson—. Quédese
aquí. Incluso lo verá mejor desde aquí.
—Muy bien.
Wilson le habló en swahili al conductor. Este
asintió y dijo:
—Sí, bwana.
A continuación bajaron la empinada orilla y
cruzaron el río, trepando por encima de las rocas y sorteándolas, y subieron a
la otra ribera, ayudándose de algunas raíces que sobresalían, y siguieron la
ribera hasta llegar al lugar por donde había trotado el león cuando Macomber le
disparó por primera vez. Había sangre oscura en la hierba corta que los
porteadores de armas señalaron con unos tallos, y el reguero se escurría hasta
los árboles de la ribera.
—¿Qué hacemos? —preguntó Macomber.
—No tenemos muchas opciones —dijo Wilson—. No
podemos traer el coche. La orilla es demasiado empinada. Dejaremos que se canse
un poco y luego usted y yo iremos a buscarlo.
—¿No podríamos prender fuego a la hierba? —preguntó
Macomber.
—Demasiado verde.
—¿No podemos enviar batidores?
Wilson lo miró de arriba abajo.
—Claro que podemos —dijo—. Pero es casi un
asesinato. Verá, sabemos que el león está herido. A un león que no está herido
se le puede empujar. Irá avanzando, huyendo del ruido. Pero un león herido está
dispuesto a atacar. No se le ve hasta tenerlo encima. Él se quedará totalmente
pegado al suelo en un escondrijo en el que se diría que no cabe ni una liebre.
No parece muy acertado enviar a los criados a este tipo de espectáculo. Alguien
podría resultar malherido.
—¿Y los porteadores de armas?
—Oh, ellos vendrán con nosotros. Es su shauri. Han
firmado un contrato para eso, ¿sabe? Aunque tampoco se les ve muy contentos,
¿no cree?
—No quiero meterme ahí —dijo Macomber. Le salió
antes de saber lo que decía.
—Ni yo —dijo Wilson alegremente—. Aunque la verdad
es que no tengo elección.
Entonces, como si no se le hubiera ocurrido hasta
ese momento, miró a Macomber y de repente se dio cuenta de que temblaba y de
que su expresión era lastimosa.
—Naturalmente, no tiene por qué hacerlo —dijo—.
Para eso me ha contratado, sabe. Por eso soy tan caro.
—¿Quiere decir que irá solo? ¿Por qué no lo dejamos
allí?
Robert Wilson, que hasta ese momento solo se había
preocupado del león y del problema que presentaba, y que no había pensado en
Macomber excepto para darse cuenta de que estaba hablando demasiado,
súbitamente se sintió como el que abre la puerta equivocada de una habitación
de hotel y ve algo vergonzoso.
—¿A qué se refiere?
—¿Por qué no lo dejamos allí?
—¿Quiere decir que finjamos que no le hemos dado?
—No. Simplemente dejarlo ahí.
—Eso no se hace.
—¿Por qué?
—Para empezar, seguro que está sufriendo. Además,
otros podrían tropezarse con él.
—Entiendo.
—Pero usted se puede quedar al margen.
—Me gustaría ir —dijo Macomber—. Es solo que estoy
asustado.
—Yo iré delante —dijo Wilson— y Kongoni irá el
último. Manténgase detrás de mí y ligeramente a un lado. Muy probablemente lo
oiremos gruñir. Si lo vemos, dispararemos los dos. No se preocupe por nada. Lo
cubriré. De hecho, sería mejor que no viniera. Sería mucho mejor. ¿Por qué no
se va con la memsahib mientras yo me encargo de todo?
—No, quiero ir.
—Muy bien —dijo Wilson—. Pero no venga si no
quiere. Ahora este es mi shauri, ¿sabe?
—Quiero ir —dijo Macomber.
Se sentaron bajo un árbol y fumaron.
—¿Quiere volver y hablar con la memsahib mientras esperamos?
—preguntó Wilson.
—No.
—Iré yo y le diré que tenga paciencia.
—Bueno —dijo Macomber. Se quedó allí sentado, con
las axilas sudadas, la boca seca, sintiendo un vacío en el estómago, queriendo
reunir el valor para decirle a Wilson que liquidara el león sin él. No podía
saber que Wilson estaba furioso por no haberse dado cuenta antes del estado en
que se encontraba y no haberle mandado con su mujer. Mientras estaba allí
sentado apareció Wilson.
—He traído el rifle de gran calibre —dijo—. Cójalo.
Creo que ya le hemos dado tiempo. Vamos.
Macomber cogió el rifle de gran calibre y Wilson
dijo:
—Manténgase unos cinco metros detrás de mí y a la
derecha y haga exactamente lo que le diga.
A continuación habló en swahili con los dos
porteadores de armas, que ponían cara de funeral.
—Vamos —dijo.
—¿Podría beber un sorbo de agua? —preguntó
Macomber.
Wilson le dijo algo al porteador de más edad, que
llevaba una cantimplora en el cinturón, y el hombre se la quitó, desenroscó el
tapón y se la entregó a Macomber, que la cogió pensando que parecía muy pesada
y notando la envoltura de fieltro peluda y barata. La levantó para beber y miró
delante de él, las hierbas altas y los árboles de copas aplanadas que había
detrás. Soplaba brisa en dirección a ellos, y la hierba se ondulaba suavemente
al viento. Miró al porteador y se dio cuenta de que también él sentía miedo.
A unos treinta metros de donde comenzaban las
hierbas altas yacía el león, aplastado contra el suelo. Tenía las orejas gachas
y el único movimiento que se permitía era sacudir arriba y abajo su larga cola
de pelo negro. Se había puesto en guardia nada más llegar a ese escondite;
sentía náuseas a causa de la herida en el vientre, y la herida de los pulmones
lo había debilitado, haciendo aflorar una fina espuma roja en la boca cada vez
que respiraba. Tenía los flancos mojados y calientes, y las moscas se
arremolinaban en torno a los pequeños orificios que las balas habían abierto en
su pellejo pardo; sus grandes ojos amarillos, entrecerrados con odio, miraban
en línea recta, y solo parpadeaban cuando le llegaba el dolor, al respirar, y
sus garras se clavaban en la tierra blanda y recocida. Todo él, dolor, náusea,
odio y todas las fuerzas que le restaban, se tensaban en una concentración
absoluta para cuando hubiera que atacar. Oía hablar a los hombres y esperaba,
haciendo acopio de todas sus fuerzas para acometer en cuanto los hombres se
adentraran en la hierba. Cuando oía las voces la cola se le tensaba y la
sacudía arriba y abajo, y, cuando se acercaron al límite de las hierbas emitió
su medio gruñido mezclado con tos y atacó.
Kongoni, el porteador de más edad, en cabeza
siguiendo el rastro de sangre; Wilson, que vigilaba las hierbas atento a
cualquier movimiento, el rifle de gran calibre a punto; el segundo porteador,
mirando delante y escuchando; Macomber, cerca de Wilson con el rifle montado;
acababan de adentrarse en la hierba cuando Macomber oyó el medio gruñido
mezclado con tos ahogado de sangre y vio el movimiento que silbaba entre las
hierbas. Cuando se dio cuenta estaba corriendo; corriendo desaforadamente,
presa del pánico en campo abierto, corriendo hacia el río.
Oyó el ¡patapum! del rifle de gran calibre de
Wilson, seguido de un segundo ¡patapum!, y al volverse vio al león, que ahora
tenía un aspecto horrible y al que parecía faltarle la mitad de la cabeza,
arrastrándose hacia Wilson en el límite de las altas hierbas, mientras el
hombre de cara roja manipulaba el cerrojo de su rifle feo y chato y apuntaba
cuidadosamente. Otro ¡patapum! salía de la boca, y la mole reptante, pesada y
amarilla del león se quedaba rígida, la enorme cabeza mutilada se deslizaba
hacia delante, y Macomber, solo en el claro al que había llegado corriendo,
empuñando un rifle cargado mientras dos negros y un blanco lo miraban con
desprecio, supo que el león estaba muerto. Se acercó a Wilson, cuya estatura
parecía toda ella un puro reproche, y Wilson lo miró y le dijo:
—¿Quiere sacar fotos?
—No —dijo Macomber.
No dijeron nada más hasta llegar al coche. Entonces
Wilson dijo:
—Un león de primera. Los criados lo despellejarán.
Nosotros nos podemos quedar a la sombra.
La esposa de Macomber no le había dirigido la
mirada, ni él a ella, y Macomber se había sentado junto a ella en el asiento de
atrás, mientras Wilson iba delante. En una ocasión le cogió la mano sin
dirigirle la vista, y ella la apartó. Al mirar hacia el otro lado del río,
donde los porteadores de armas desollaban al león, se dio cuenta de que ella lo
había visto todo. Mientras estaban allí sentados, su mujer extendió el brazo y
puso la mano en el hombro de Wilson. Este se volvió y ella se inclinó hacia
delante por encima del asiento y lo besó en la boca.
—Oh, vaya —dijo Wilson, poniéndose más rojo aún de
lo que era su color natural.
—El señor Robert Wilson —dijo ella—. El guapo señor
Wilson de cara roja.
A continuación volvió a sentarse al lado de
Macomber y miró hacia el otro lado del río, donde yacía el león con las patas
delanteras desnudas y levantadas, a la vista los blancos músculos y los
tendones, y la barriga blanca e hinchada, mientras los negros le iban
arrancando la piel. Al final los porteadores cargaron la piel, húmeda y pesada,
y se subieron a la parte de atrás del coche, enrollándola antes de subir, y
partieron. Nadie dijo nada más hasta que estuvieron de regreso en el
campamento.
Esa era la historia del león. Macomber no sabía lo
que el león había sentido antes de echar a correr, ni cuando atacó, ni cuando
la increíble descarga de un 505 con una velocidad de salida de dos toneladas le
dio en el morro, ni lo que lo impulsó a seguir avanzando cuando el segundo
estampido le destrozó las patas traseras y continuó arrastrándose hacia ese
objeto que retumbaba y explotaba y lo había destruido. Wilson sí sabía algo de
lo que sentía el león, y lo había expresado diciendo: «Un león de primera»,
pero Macomber tampoco sabía cuáles eran los sentimientos de Wilson acerca de
todo eso. Tampoco sabía lo que sentía su esposa, más allá de que no quería
saber nada de él.
Su mujer ya se había enfadado con él otras veces,
pero nunca duraba. Él era muy rico, y sería mucho más rico, y sabía que ella no
le abandonaría nunca. Era una de las pocas cosas que sabía de verdad. Sabía
eso, de motos —eso fue antes—, de coches, de cazar patos, de pesca, salmón,
trucha y alta mar, de sexo en los libros, muchos libros, demasiados libros, de
todos los deportes de pista, de perros, no mucho de caballos, de no perder el
dinero que tenía, de casi todas las demás cosas que tenían que ver con su
mundo, y que su mujer no lo dejaría. Su mujer había sido una gran belleza, y
seguía siendo una gran belleza en África, pero en su país ya no era una belleza
tan llamativa como para dejarlo y encontrar algo mejor, y ella lo sabía y él lo
sabía. A ella se le había pasado la oportunidad de dejarlo y él lo sabía. Si él
hubiese sido mejor con las mujeres probablemente a ella habría comenzado a
preocuparle que él pudiera encontrar una nueva y bella esposa; pero ella lo
conocía demasiado bien y sabía que no tenía que preocuparse. Además, él siempre
había sido muy tolerante, cosa que parecería la mejor de sus virtudes de no ser
la más siniestra.
Con todo, se les consideraba una pareja
relativamente feliz, una de esas parejas de las que siempre se rumorea que se
van a separar pero nunca ocurre, y, tal como lo expresó un columnista de
sociedad, añadían más que una pizca de aventura a su tan envidiado e
imperecedero romance mediante un safari en lo que se conocía como el «África
más oscura». Hasta que Martin Johnson la iluminó en tantas pantallas
cinematográficas, donde perseguían al viejo Simba el león, al búfalo, a Tembo
el elefante y coleccionaban especímenes para el Museo de Historia Natural. El
mismo columnista había informado que habían estado a punto tres veces en el
pasado, y era cierto. Pero siempre se reconciliaban. Su unión poseía una base
sólida. Margot era demasiado hermosa para que Macomber se divorciara, y él
tenía demasiado dinero para que ella lo dejara.
Eran ya las tres de la mañana, y Francis Macomber,
que había dormido un rato después de dejar de pensar en el león, se despertó y
volvió a dormirse, y de repente volvió a despertarse, asustado por un sueño en
el que tenía encima la cabeza ensangrentada del león, y mientras escuchaba el
fuerte latido de su corazón se dio cuenta de que su mujer no estaba en el otro
catre de la tienda. Con esa idea se quedó despierto dos horas.
Transcurrido ese tiempo su mujer entró en la
tienda, levantó la mosquitera y se instaló confortablemente en su catre.
—¿Dónde has estado? —preguntó Macomber en la
oscuridad.
—Hola —dijo ella—. ¿Estás despierto?
—¿Dónde has estado?
—Salí a tomar un poco el aire.
—Y un cuerno.
—¿Qué quieres que diga, cariño?
—¿Dónde has estado?
—Salí a tomar un poco el aire.
—No sabía que ahora tenía ese nombre. Eres una
zorra.
—Bueno, y tú un cobarde.
—Muy bien —dijo él—. ¿Y qué?
—Por mí, nada. Pero, por favor, no hablemos,
cariño, porque tengo mucho sueño.
—Crees que voy a tragármelo todo.
—Sé que lo harás, cariño.
—Bueno, pues no.
—Por favor, cariño, no hablemos. Tengo mucho sueño.
—Esto no se iba a repetir. Me prometiste que se
había acabado.
—Bueno, pues resulta que no se ha acabado —dijo
ella dulcemente.
—Me dijiste que si hacíamos este viaje eso no se
repetiría. Me lo prometiste.
—Sí, cariño. Esa era mi intención. Pero ayer el
viaje se fue al garete. No tenemos por qué hablar de eso, ¿verdad?
—En cuanto has tenido la oportunidad la has
aprovechado, ¿verdad?
—Por favor, no hablemos. Tengo tanto sueño, cariño.
—Pues pienso hablar.
—Pues no te preocupes por mí, porque yo tengo
intención de dormir —y eso hizo.
Antes de que amaneciera estaban los tres a la mesa,
desayunando, y Francis Macomber descubrió que, de todos los hombres a los que
había odiado, Robert Wilson era el que más odiaba.
—¿Ha dormido bien? —preguntó Wilson con su voz
ronca, llenando una pipa.
—¿Y usted?
—De primera —le dijo el cazador profesional.
Pendejo, pensó Macomber, pendejo insolente.
Así que ella lo despertó al entrar, se dijo Wilson,
mirándolos a los dos con sus ojos azules e inexpresivos. Bueno, ¿por qué no la
pone en su sitio? ¿Qué cree que soy, un maldito santo de yeso? Que la ponga en
su sitio. Es culpa de él.
—¿Cree que encontraremos algún búfalo? —preguntó
Margot, apartando un plato de albaricoques.
—Es posible —dijo Wilson, y le sonrió—. ¿Por qué no
se queda en el campamento?
—Por nada del mundo —le dijo ella.
—¿Por qué no le ordena que se quede en el
campamento? —le dijo Wilson a Macomber.
—Ordéneselo usted —le dijo fríamente Macomber.
—Dejémonos de dar órdenes —dijo Margot, y
volviéndose hacia Macomber— y de tonterías, Francis —lo dijo en una voz
bastante amable.
—¿Está preparado? —preguntó Macomber.
—Cuando quiera —le dijo Wilson—. ¿Quiere que la
memsahib venga?
—¿Importa algo lo que yo quiera?
Al diablo, se dijo Robert Wilson. Al diablo una y
mil veces. Así que esas tenemos. Bueno, pues como quieran.
—Tanto da —dijo.
—¿Está seguro de que no le gustaría quedarse solo
en el campamento con ella y dejar que vaya yo solo a cazar el búfalo? —preguntó
Macomber.
—Eso no lo puede hacer —dijo Wilson—. Si yo fuera
usted no diría tonterías.
—No digo tonterías. Estoy disgustado.
—Una mala palabra, disgustado.
—Francis, ¿quieres hacer el favor de hablar con
sensatez? —dijo su esposa.
—Hablo con toda la maldita sensatez del mundo —dijo
Macomber—. ¿Ha probado alguna vez una comida tan inmunda como esta?
—¿Estaba mala la comida? —preguntó Wilson sin
inmutarse.
—No tan mal como todo lo demás.
—Me gustaría que se calmara un poco, hombre —dijo
Wilson sin alterarse—. Uno de los criados que sirve la mesa entiende un poco de
inglés.
—Que se vaya al infierno.
Wilson se puso en pie y se alejó dando bocanadas a
su pipa. Le dijo unas palabras en swahili a uno de los porteadores de armas que
estaba esperándolo. Macomber y su mujer se quedaron sentados a la mesa. Él
miraba fijamente la taza de café.
—Si armas una escena te dejo, cariño —dijo Margot
sin alterarse.
—No lo harás.
—Ponme a prueba.
—No me dejarás.
—No —dijo ella—. No te dejaré si te comportas.
—¿Comportarme? Hay que ver. Comportarme.
—Sí. Compórtate.
—¿Por qué no pruebas a comportarte tú?
—Llevo mucho tiempo intentándolo. Muchísimo.
—Odio a ese cerdo de cara roja —dijo Macomber—.
Odio su sola presencia.
—Pues es muy simpático.
—Oh, cállate —casi gritó Macomber.
Justo en ese momento apareció el coche. Se paró
delante de la tienda comedor y salieron el conductor y los dos porteadores de
armas. Wilson se acercó y se quedó mirando al marido y su mujer sentados a la
mesa.
—¿Vamos a cazar? —preguntó.
—Sí —dijo Macomber poniéndose en pie—. Sí.
—Más vale que cojan un suéter. Hará frío en el
coche —dijo Wilson.
—Cogeré mi chaqueta de piel —dijo Margot.
—La tiene el criado —dijo Wilson.
Se subió delante con el conductor, y Francis
Macomber y su mujer se sentaron detrás sin hablar.
Espero que a este idiota no se le ocurra pegarme un
tiro en la nuca, pensó Wilson. En un safari las mujeres son un fastidio.
El coche rechinaba al cruzar el río por un vado
lleno de rocas a la luz gris de la mañana, y subió la otra empinada orilla en
ángulo. Allí Wilson había ordenado abrir un paso a golpe de pala el día antes
para que pudieran alcanzar aquella zona ondulada y boscosa que parecía un
parque.
Era una buena mañana, pensó Wilson. Había un denso
rocío, y cuando las ruedas aplastaban las hierbas y las matas a él le llegaba
el olor de las frondas aplastadas. Era un aroma como a verbena, y le gustaba el
olor tempranero del rocío, los helechos aplastados y el aspecto de los troncos
de los árboles, negros entre la neblina matinal, a medida que el coche se abría
paso por esa vegetación sin caminos, parecida a la de un parque. Había apartado
de su mente a los dos que iban detrás y estaba pensando en los búfalos. Los
búfalos que él perseguía se pasaban las horas de sol en un pantano de densa
vegetación donde era imposible disparar, pero por la noche pacían en una zona
de campo abierto, y si podían interponerse entre ellos y el pantano con el
coche, Macomber tendría muchas posibilidades de disparar en un terreno abierto.
No quería cazar búfalos ni ninguna otra cosa con Macomber en una zona de
vegetación densa. La verdad es que no quería cazar ni búfalos ni ninguna otra
cosa con Macomber en ninguna parte, pero era un cazador profesional, y en su
vida había cazado con gente rara de verdad. Si hoy conseguían un búfalo ya solo
les quedaría el rinoceronte, y el pobre hombre ya habría pasado por esa
peligrosa prueba y todo volvería a estar en orden. Podría romper con la mujer y
Macomber también lo superaría. Al parecer había pasado por aquello muchas
veces. Pobre desgraciado. Debía de tener algún método para superarlo. Bueno, al
fin y al cabo la culpa era de ese pobre idiota.
Él, Robert Wilson, llevaba un catre de dos plazas
para acomodar cualquier fruta madura que le cayera del cielo. Había cazado para
cierta clientela internacional, libertina, deportista, en la que las mujeres
parecían no quedar del todo satisfechas con el safari hasta que compartían ese
catre con el cazador profesional. Él las despreciaba cuando las tenía lejos,
aunque algunas le habían gustado bastante en el momento y se ganaba la vida con
ellas; sus normas eran también las de él desde el momento en que lo
contrataban.
Obedecía las normas de quienes lo contrataban
excepto en lo que se refería a la caza. En la caza él tenía sus propias normas,
y los demás o se atenían a ellas o se buscaban a otro. También sabía que todos
lo respetaban por eso. Aunque ese Macomber era un tipo raro. Ciertamente lo
era. Y la mujer. Bueno, la mujer. Sí, la mujer. Mmm, la mujer. Bueno, eso lo
dejaría en el aire. Se volvió. Macomber estaba apesadumbrado y furioso. Margot
le sonrió. Hoy parecía más joven, más inocente y lozana, con una belleza no tan
profesional. Dios sabe qué hay en su corazón, pensó Wilson. La noche anterior
no había hablado mucho. Además, era un placer contemplarla.
El coche ascendió una ligera pendiente y prosiguió
entre los árboles. A continuación se adentró en un claro que era como una
pradera cubierta de hierba, manteniéndose al abrigo de los árboles de la linde.
El conductor iba despacio y Wilson observaba atentamente la extensión de la
pradera hasta donde se perdía en el horizonte. Hizo parar el coche y estudió la
planicie con sus binoculares. Luego le hizo señas al conductor para que
siguiera y el coche avanzó con lentitud, evitando los socavones dejados por los
jabalíes y esquivando montículos de barro construidos por las hormigas. A
continuación, observando el campo abierto, Wilson se volvió de repente y dijo:
—¡Dios mío, ahí están!
Y Macomber, mirando hacia donde le señalaban
mientras el coche avanzaba a saltos y Wilson le hablaba rápidamente en swahili
al conductor, vio tres enormes animales negros que parecían casi cilíndricos de
tan largos y gruesos, como grandes tanques negros, que galopaban por el otro
extremo de la pradera abierta. Galopaban con el cuello y el cuerpo rígidos, y
pudo ver los cuernos negros, abiertos y curvados hacia arriba mientras
avanzaban con la cabeza adelantada; no movían la cabeza.
—Son tres búfalos viejos —dijo Wilson—. Les
cortaremos el paso antes de que lleguen al pantano.
El coche iba a más de setenta kilómetros por hora a
campo abierto, y mientras Macomber miraba los búfalos estos se hacían más y más
grandes, hasta que llegó a distinguir el aspecto gris, costroso y sin vello de
un toro enorme, el cuello que formaba parte de sus hombros, y el negro
brillante de sus cuernos. Galopaba un poco rezagado del resto, que iban en
hilera con su paso firme y veloz; y luego el coche dio un bandazo como si se
hubiera subido a una carretera, los animales se aproximaron y vio la veloz
enormidad del toro, y el polvo sobre su piel de escaso pelo, la amplia protuberancia
del cuerno y el hocico de fosas nasales anchas y dilatadas, y ya levantaba el
rifle cuando Wilson le gritó: «¡Desde el coche no, idiota!», y no tuvo miedo,
solo odió a Wilson. Hubo un frenazo y el coche derrapó, clavándose de lado en
el suelo hasta quedar casi parado, y Wilson salió por un lado y él por el otro,
trastabillando al tocar con los pies el suelo porque el coche aún estaba en
marcha. Enseguida disparó al toro mientras este seguía galopando, oyó cómo las
balas lo impactaban, vació el rifle mientras el animal se alejaba a paso firme,
y al final recordó que debía dirigir sus disparos entre los hombros, y cuando
intentaba recargar torpemente vio que el toro estaba en el suelo. Había caído
de rodillas y sacudía la cabeza. Al ver que los otros dos seguían galopando le
disparó al líder y le dio. Volvió a disparar y falló, y oyó el alto carauang del
rifle de Wilson y vio cómo el líder se desplomaba de narices.
—Dele al otro —dijo Wilson—. ¡Ahora dispare usted!
Pero el otro toro seguía galopando al mismo ritmo y
Macomber falló, levantó una salpicadura de polvo, y Wilson falló y el polvo
formó una nube y Wilson gritó: «¡Vamos, está demasiado lejos!», y lo cogió del
brazo y ya volvían a entrar al coche, Macomber y Wilson agarrados a los
laterales y avanzando a toda velocidad, dando bandazos por encima del terreno
irregular, acercándose al toro que seguía con su galope constante, veloz, de
cuello grueso y línea recta.
Estaban detrás de él y Macomber cargaba el rifle,
tiraba los casquillos al suelo, se le encasquilló el arma, la desencasquilló, y
ya estaban casi encima del toro cuando Wilson gritó: «¡Para!» y el coche patinó
y casi vuelcan y Macomber cayó hacia delante sobre sus pies, cargó el rifle y
disparó lo más adelante que pudo apuntar a la espalda negra, redondeada y al
galope, apuntó y volvió a disparar, y otra vez, y otra, y no falló ni una vez,
pero las balas no parecían afectar al animal. Entonces disparó Wilson, el
estampido lo dejó sordo, y vio que el toro se tambaleaba. Macomber volvió a
disparar, apuntando cuidadosamente, y el animal cayó de rodillas.
—Muy bien —dijo Wilson—. Buen trabajo. Este es el
tercero.
Macomber se sintió ebrio de euforia.
—¿Cuántas veces ha disparado? —preguntó.
—Solo tres —dijo Wilson—. Usted mató al primer
toro. El más grande. Yo lo he ayudado a acabar con los otros dos. Temía que se
metieran en la espesura. Usted los mató. Yo solo le he echado una mano. Ha
disparado condenadamente bien.
—Subamos al coche —dijo Macomber—. Tengo sed.
—Primero vamos a rematar a ese búfalo —le dijo
Wilson. El búfalo estaba de rodillas y sacudía furiosamente la cabeza, bramando
con rabia desde sus ojos hundidos a medida que se le acercaban.
—Ojo que no se levante —dijo Wilson. Y añadió—:
Póngase un poco de lado y dele en el cuello, justo detrás de la oreja.
Macomber apuntó cuidadosamente al centro de ese
cuello enorme y zarandeado por la rabia y disparó. La cabeza se desplomó hacia
delante.
—Ya está —dijo Wilson—. Le ha dado en el espinazo.
Son unos animales impresionantes, ¿verdad?
—Vamos a echar un trago —dijo Macomber. En su vida
se había sentido tan bien.
En el coche, la mujer de Macomber estaba pálida.
—Eres maravilloso, cariño —le dijo a Macomber—.
Menuda persecución.
—¿Ha sido duro? —preguntó Wilson.
—Ha sido espantoso. Nunca había estado tan asustada
en mi vida.
—Echemos un trago —dijo Macomber.
—Desde luego —dijo Wilson—. Déselo a la memsahib.
Margot bebió del whisky que había en la petaca y se
estremeció un poco al tragar. Le entregó la petaca a Macomber, que se la pasó a
Wilson.
—Ha sido de lo más emocionante —dijo Margot—. Me ha
dado un terrible dolor de cabeza. No sabía que se permitía disparar desde el
coche.
—Nadie ha disparado desde el coche —dijo Wilson
fríamente.
—Me refería a perseguirlos con un coche.
—Normalmente no se hace —dijo Wilson—. Aunque tal
como lo hemos hecho me ha parecido bastante deportivo. Nos hemos arriesgado más
conduciendo por esta planicie llena de baches que si hubiéramos cazado a pie.
Los búfalos podrían habernos atacado cada vez que disparábamos de haber querido.
Les hemos dado todas las oportunidades. De todos modos no se lo mencione a
nadie. Es ilegal, si a eso se refería.
—A mí me ha parecido muy injusto —dijo Margot—
perseguir a esos grandes animales indefensos en coche.
—¿Ah, sí? —dijo Wilson.
—¿Qué pasaría si se enteraran en Nairobi?
—Que para empezar perdería mi licencia. Y otras
cosas desagradables —dijo Wilson, echando un trago de la petaca—. Me quedaría
sin trabajo.
—¿En serio?
—Sí, en serio.
—Bueno —dijo Macomber, y sonrió por primera vez en
todo el día—. Ahora ella lo puede chantajear a usted.
—Siempre sabes decir las cosas con tanta
delicadeza, Francis —dijo Margot Macomber.
Wilson los miró a los dos. Si un cabrón se casa con
una zorra, pensaba, ¿qué clase de animales serán los hijos? Lo que dijo fue:
—Hemos perdido a uno de los porteadores. ¿Se han
dado cuenta?
—Dios mío, no —dijo Macomber.
—Ahí viene —dijo Wilson-. Se encuentra bien. Debe
de haberse caído cuando dejamos atrás el primer búfalo.
Vieron acercarse al porteador de mediana edad, tocado
con su gorro de punto, su túnica caqui, sus pantalones cortos y sus sandalias
de goma. Cojeaba, y se le veía sombrío y disgustado. Cuando llegó se dirigió a
Wilson, y todos vieron el cambio que sufrió la cara del cazador.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Margot.
—Dice que el primer toro se ha levantado y se ha
metido en la espesura —Wilson habló con voz totalmente inexpresiva.
—Oh —dijo Macomber, pálido.
—Entonces va a ser como lo del león —dijo Margot,
llena de expectación.
—Ni de casualidad va a ser como lo del león —le
dijo Wilson—. ¿Quiere otro trago, Macomber?
—Sí, gracias —dijo Macomber. Pensó que volvería a
experimentar la misma sensación que con el león, pero no fue así. Por primera
vez en su vida sintió que no tenía miedo. En lugar de miedo lo invadía una
auténtica euforia.
—Vamos a echarle un vistazo a ese segundo búfalo
—dijo Wilson—. Le diré al conductor que ponga el coche en la sombra.
—¿Qué van a hacer? —preguntó Margaret Macomber.
—Echarle un vistazo al búfalo —dijo Wilson.
—Yo también voy.
—Vamos.
Los tres se acercaron a la negra mole del segundo
búfalo, la cabeza echada hacia delante, sobre la hierba, los cuernos enormes y
separados.
—Es una cabeza magnífica —dijo Wilson—. Debe de
tener más de un metro de envergadura.
Macomber lo miraba encantado.
—A mí me parece algo repugnante —dijo Margot—.
¿Podemos ir a la sombra?
—Claro —dijo Wilson—. Mire —le dijo a Macomber, y
señaló—: ¿Ve aquella espesura?
—Sí.
—Ahí es donde se ha metido el primer toro. El
porteador dice que cuando él se cayó del coche el toro estaba en el suelo. Se
quedó mirando cómo perseguíamos a toda velocidad a los otros dos búfalos.
Cuando se volvió se encontró con el búfalo en pie y mirándolo. El porteador
corrió como un demonio y el toro se fue lentamente hacia esos matorrales.
—¿Podemos ir a por él ahora? —dijo Macomber,
impaciente. Wilson lo estudió lentamente.
Este sí es raro, se dijo. Ayer estaba hecho un flan
y hoy se comería el mundo.
—No, démosle un rato.
—Por favor, vamos a la sombra —dijo Margot. Tenía
la cara blanca y parecía enferma.
Se dirigieron al coche, que estaba bajo un
solitario árbol de copa ancha, y se metieron en él.
—Lo más probable es que esté muerto ahí dentro
—observó Wilson—. Dentro de un rato iremos a echar un vistazo.
Macomber sintió una felicidad desmedida e
irracional que nunca había experimentado.
—Dios mío, menuda persecución —dijo—. Nunca había
sentido nada igual. ¿No ha sido maravilloso, Margot?
—A mí me ha parecido horroroso.
—¿Por qué?
—Me ha parecido horroroso —dijo con amargura—.
Detestable.
—¿Sabe?, no creo que nunca vuelva a tener miedo de
nada —le dijo Macomber a Wilson—. Algo me pasó después de ver el búfalo y
comenzar a perseguirlo. Como cuando revienta un dique. Ha sido pura emoción.
—Te depura el hígado —dijo Wilson—. A la gente le
pasan cosas muy raras.
La cara de Macomber resplandecía.
—Algo me ha pasado —dijo—. Me siento completamente
distinto.
Su esposa no dijo nada y lo miró con extrañeza.
Estaba sentada en el extremo del asiento y Macomber se inclinaba hacia delante
mientras hablaba con Wilson, que estaba de lado, hablando por encima del
respaldo del asiento delantero.
—¿Sabe?, me gustaría probar con otro león —dijo
Macomber—. Ahora ya no me dan miedo. Después de todo, ¿qué pueden hacerte?
—Exactamente —dijo Wilson—. Lo peor que pueden
hacer es matarte. ¿Cómo es ese fragmento? Shakespeare. Es buenísimo. A ver si
me acuerdo. Oh, es buenísimo. Durante una época solía repetírmelo. Vamos a ver.
«A fe mía que no me importa; un hombre solo puede morir una vez; le debemos a
Dios una muerte y tanto da cómo se la paguemos; el que muere este año, el que
viene ya se ha librado.» Buenísimo, ¿eh?
Se avergonzó de haber revelado aquellas palabras
que habían guiado su vida, pero había visto alcanzar la mayoría de edad a
algunos hombres, y era algo que siempre lo conmovía. Era totalmente distinto a
cumplir los veintiún años.
Había hecho falta un momento singular en la
cacería, una acción precipitada que no había dado opción a pensárselo de
antemano, para provocar aquello en Macomber, pero tanto daba cómo había
sucedido, lo cierto era que había sucedido. Míralo ahora, se dijo Wilson. Lo
que pasa es que algunos siguen siendo unos críos durante mucho tiempo, pensó
Wilson. Algunos toda la vida. Siguen pareciendo unos muchachos cuando cumplen
los cincuenta. El gran niño-hombre norteamericano. Qué gente tan extraña. Pero
ahora ese Macomber le caía bien. Un tipo bien raro. Probablemente eso también
significaba que dejaría de ser cornudo. Bueno, eso sí que estaría bien. Eso
estaría de primera. El tipo probablemente ha estado toda la vida asustado. No
sabe cómo empezó. Pero ya lo ha superado. Con el búfalo no ha tenido tiempo de
estar asustado. Eso… y también estaba furioso. Y el coche. Los coches te hacen
sentir más como en casa. Ahora está que se come el mundo. En la guerra había
visto a gente a la que le pasaba algo parecido. Te cambiaba más eso que perder
la virginidad. Se te iba el miedo como si te lo hubieran extirpado. Y en su
lugar surgía otra cosa. Lo más importante de un hombre. Lo que lo hacía hombre.
Las mujeres también lo sabían. Adiós al maldito miedo.
Desde la otra punta del asiento Margaret Macomber
los miró a los dos. En Wilson no había ningún cambio. Vio a Wilson tal como lo
había visto el día antes, cuando comprendió por primera vez cuál era su gran
talento. Pero ahora veía el cambio ocurrido en Francis Macomber.
—¿Siente también usted toda esta felicidad por lo
que va a ocurrir? —preguntó Macomber, explorando aún su nueva abundancia.
—No debe mencionarlo —le dijo Wilson, observando la
cara del otro—. La moda es siempre decir que se está asustado. Y mire lo que le
digo: de todos modos, algunas veces volverá a tener miedo.
—Pero ¿no siente felicidad por lo que vamos a
hacer?
—Sí —dijo Wilson—. Eso ocurre. Pero no hay que
hablar demasiado de esto. Déjelo. Si habla demasiado de una cosa pierde la
gracia.
—No dicen más que tonterías, los dos —dijo Margot—.
Solo porque han cazado unos animales inocentes desde un coche hablan como si
fueran héroes.
—Lo siento —dijo Wilson.
Empieza a estar preocupada por lo ocurrido, pensó.
—Si no sabes de qué hablas, ¿por qué te metes? —le
preguntó Macomber a su mujer.
—De repente te has vuelto muy valiente, así, sin
más —dijo su mujer, huraña. Pero su desprecio era vacilante. Tenía miedo de
algo.
Macomber se rió, una carcajada muy natural y
campechana.
—Sabes que es así —dijo—. Es verdad.
—¿Y no es un poco tarde? —dijo Margot con amargura.
Porque durante muchos años había hecho todo lo que había podido, y nadie tenía
la culpa de que su matrimonio hubiera llegado a esa situación.
—No para mí —dijo Macomber.
Margot no dijo nada, pero se reclinó en la esquina
del asiento.
—¿Cree que le hemos dado tiempo suficiente? —le
preguntó alegremente Macomber a Wilson.
—Podemos ir a echar un vistazo —dijo Wilson—. ¿Le
queda munición?
—Al porteador le queda.
Wilson dijo unas palabras en swahili, y el
porteador, que estaba desollando una de las cabezas, se enderezó, sacó una caja
de balas del bolsillo y se las llevó a Macomber, que llenó el cargador y se
metió el resto en el bolsillo.
—También podría utilizar el Springfield —dijo
Wilson—. Está acostumbrado a él. Dejaremos el Mannlicher en el coche con la
memsahib. Su porteador puede llevar el arma pesada. Yo tengo este maldito
cañón. Y ahora deje que le explique una cosa —se había guardado esto para el
final porque no quería preocupar a Macomber—. Cuando un búfalo ataca lo hace
con la cabeza alta y echada hacia delante. No se le puede disparar al cerebro
porque la protuberancia de los cuernos lo protege. Solo se le puede disparar a
la nariz. Solo hay otro disparo bueno, y es al pecho, o, si está de lado, al
cuello o a los hombros. Una vez han recibido un disparo se ponen hechos una
furia. No intente nada elaborado. Elija el disparo más sencillo. Ya han acabado
de desollar la cabeza. ¿Nos ponemos en marcha?
Llamó a los porteadores, que llegaron sacudiéndose
las manos, y el de más edad se subió atrás.
—Solo me llevaré a Kongoni —dijo Wilson—. El otro
puede quedarse a vigilar que no vengan los pajarracos.
Mientras el coche avanzaba lentamente por el claro,
hacia la isla de árboles tupidos que formaban una lengua de follaje siguiendo
un cauce seco que cortaba el terreno pantanoso abierto, Macomber sintió que de
nuevo el corazón le latía con fuerza y volvía a tener la boca seca, pero era
excitación, no miedo.
—Por aquí ha entrado —dijo Wilson. A continuación
le dijo al porteador en swahili—: Sigue el rastro de sangre.
El coche estaba en paralelo a los matorrales.
Macomber, Wilson y el porteador se bajaron. Macomber volvió la mirada y vio a
su mujer con el rifle a su lado, mirándolo. La saludó con la mano, pero ella no
le devolvió el saludo.
La vegetación era muy espesa, y el terreno estaba
seco. El porteador de mediana edad sudaba profusamente, y Wilson se inclinó el
sombrero delante de los ojos y su nuca roja apareció justo delante de Macomber.
De repente el porteador le dijo algo en swahili a Wilson y echó a correr hacia
delante.
—Está muerto ahí delante —dijo Wilson—. Buen
trabajo.
Se volvió para coger la mano de Macomber, y
mientras se la estrechaban, sonriéndose mutuamente, el porteador se puso a
gritar como un loco y lo vieron salir de la espesura corriendo de lado, veloz
como un cangrejo, y el toro también salió, el morro levantado, la boca
apretada, goteando sangre, el gran cabezón hacia delante, a la carga, los
ojillos hundidos inyectados en sangre mientras los miraba. Wilson, que estaba
delante, se había arrodillado y disparaba, y Macomber, mientras disparaba, no
oyendo sus disparos a causa del estruendo del arma de Wilson, vio fragmentos como
de pizarra que saltaban de la enorme protuberancia de los cuernos, y la cabeza
sufrió una sacudida, y volvió a disparar a las anchas fosas nasales y vio cómo
los cuernos sufrían otra sacudida y salían volando algunos fragmentos. Ahora no
veía a Wilson, y, apuntando con cuidado, volvió a disparar, y tenía la enorme
mole del búfalo casi encima, y el rifle estaba casi alineado con la cabeza que
acometía, el morro levantado, y podía ver aquellos ojillos malignos, y la
cabeza empezó a descender y sintió un repentino destello cegador, candente, que
estallaba dentro de su cabeza, y ya nunca volvió a sentir nada más.
Wilson se había echado a un lado para disparar a
los hombros. Macomber había permanecido impertérrito apuntando a la nariz,
disparando cada vez un poco más alto y dándole en la pesada cornamenta,
sacándole esquirlas y astillas como si le disparara a un tejado de pizarra. La
señora Macomber, en el coche, le había disparado al búfalo con el Mannlicher
6.5 porque pensó que iba a cornear a Macomber, pero le había dado a su marido
unos cinco centímetros encima y un poco a un lado de la base del cráneo.
Ahora Francis Macomber estaba tendido en el suelo,
a dos metros de donde yacía el búfalo, y su mujer se arrodillaba a su lado,
Wilson junto a ella.
—Yo no le daría la vuelta —dijo Wilson.
La mujer lloraba histérica.
—Yo volvería al vehículo —dijo Wilson—. ¿Dónde está
el rifle?
Ella sacudió la cabeza, con la cara deformada. El
porteador recogió el rifle.
—Déjalo como está —dijo Wilson. Y luego—: Ve a
buscar a Abdulá para que dé fe de cómo se ha producido el accidente.
Wilson se arrodilló, sacó un pañuelo del bolsillo y
lo extendió sobre la cabeza a cepillo de Francis Macomber. La sangre empapaba
la tierra seca y suelta.
Wilson se incorporó y vio el búfalo tendido de
lado, las patas extendidas, su vientre de pelo ralo poblado de garrapatas.
Menudo toro, registró automáticamente su cerebro. Aquí hay un metro de
cornamenta. O más. Mucho más. Llamó al conductor y le dijo que extendiera una
manta sobre el búfalo y se quedara junto a él. A continuación se acercó al
coche, donde la mujer lloraba en un rincón.
—Bonita cosa has hecho —dijo en una voz sin
inflexiones—. Pero si de todos modos él te habría dejado.
—Cállate —dijo ella.
—Por supuesto, ha sido un accidente —dijo—. Lo sé.
—Cállate —dijo ella.
—No te preocupes —dijo él—. Habrá que pasar por
algunos momentos desagradables, pero haré que saquen algunas fotos muy útiles
para la investigación. También está el testimonio de los porteadores y del
conductor. Estás completamente a salvo.
—Cállate —dijo ella.
—Hay muchísimas cosas que hacer —dijo él—. Y tendré
que mandar un camión al lago para que telegrafíen pidiendo un avión que nos
lleve a los tres a Nairobi. ¿Por qué no lo envenenaste? Es lo que hacen en
Inglaterra.
—Cállate. Cállate. Cállate —gritó la mujer.
Wilson la miró con sus ojos azules e inexpresivos.
—Ya he terminado —dijo él—. Me enfadé un poco. Tu
marido había empezado a caerme bien.
—Oh, por favor, cállate —dijo ella—. Por favor,
cállate.
—Eso está mejor —dijo Wilson—. Pedirlo por favor es
mucho mejor. Ahora me callo.
“The Short Happy Life of Francis Macomber”,
Cosmopolitan, 1936
Cosmopolitan, 1936
García Márquez solía decir que con Ernest Hemingway había aprendido la «carpintería literaria», es decir, la técnica para sobrellevar con éxito el oficio narrativo. Lo leyó por primera vez a los veintiséis años en un hotel de Valledupar, cuando trabajaba como vendedor de enciclopedias por todo el Caribe colombiano. Desde entonces estuvo seguro de que Hemingway viviría eternamente en lo más alto de la historia de la literatura universal por haber creado un par de cuentos magistrales. Entre esos, Gabo siempre destacaba «La breve vida feliz de Francis Macomber». Según contó en una entrevista para la revista Pluma en abril de 1985, es “uno de los cuentos más perfectos que se han escrito”.
ResponderEliminarEn este relato Hemingway habla del miedo y la mayoría de edad que los hombres alcanzan cuando logran enfrentar a la muerte. Es la historia de Francis Macomber, un norteamericano que viaja a África junto a su esposa para cazar a un león. La experiencia, junto al cazador profesional Robert Wilson, cambiará el destino de los esposos Macomber y acabará en un desenlace fatal. La lectura de este cuento ofrece algunas pistas para entender «El verano feliz de la señora Forbes», un relato que García Márquez escribió muchos años después y que incluyó en su libro Doce cuentos peregrinos.