Asombro
por Juan Rulfo
Gabriel García Márquez
El descubrimiento de
Juan Rulfo -como el de Franz Kafka- será sin duda un capítulo esencial de mis
memorias. Yo había llegado a México el mismo día en que Ernest Hemingway se dio
el tiro de la muerte, el 2 de julio de 1961, y no sólo no había leído los
libros de Juan Rulfo, sino que ni siquiera había oído hablar de él. Yo vivía en
un apartamento sin ascensor de la calle Renán, en la colonia Anzures. Teníamos
un colchón doble en el suelo del dormitorio grande, una cuna en el otro cuarto
y una mesa de comer y escribir en el salón, con dos sillas únicas que servían
para todo.
Habíamos decidido
quedarnos en esta ciudad que todavía conservaba un tamaño humano, con un aire
diáfano y flores de colores delirantes en las avenidas, pero las autoridades de
inmigración no parecían compartir nuestra dicha. La mitad de la vida se nos iba
haciendo colas inmóviles, a veces bajo la lluvia, en los patios de penitencia
de la Secretaría de Gobernación.
Yo tenía 32 años,
había hecho en Colombia una carrera periodística efímera; acababa de pasar tres
años muy útiles y duros en París y ocho meses en Nueva York, y quería hacer
guiones de cine en México. El mundo de los escritores mexicanos de aquella
época era similar al de Colombia y me encontraba muy bien entre ellos. Seis
años antes había publicado mi primera novela, La hojarasca, y tenía
tres libros inéditos: El coronel no tiene quien le escriba, que
apareció por esa época en Colombia; La mala hora, que fue publicada
por la editorial Era, poco tiempo después a instancias de Vicente Rojo, y la
colección de cuentos de Los funerales de la mamá grande. De modo
que era yo un escritor con cinco libros clandestinos, pero mi problema no era
ése, pues ni entonces ni nunca había escrito para ser famoso, sino para que mis
amigos me quisieran más y eso creía haberlo conseguido.
Mi problema grande de
novelista era que después de aquellos libros me sentía metido en un callejón
sin salida y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Conocí
bien a los autores buenos y malos que hubieran podido enseñarme el camino y,
sin embargo, me sentía girando en círculos concéntricos, no me consideraba
agotado; al contrario, sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes pero
no concebía un modo convincente y poético de escribirlos. En ésas estaba,
cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un
paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto
de risa: ”Lea esa vaina, carajo, para que aprenda”; era Pedro Páramo.
Aquella noche no pude
dormir mientras no terminé la segunda lectura; nunca, desde la noche tremenda
en que leí “La metamorfosis” de Kafka, en una lúgubre pensión de estudiantes de
Bogotá, casi 10 años atrás, había sufrido una conmoción semejante. Al día
siguiente leí El llano en llamas y el asombro permaneció
intacto; mucho después, en la antesala de un consultorio, encontré una revista
médica con otra obra maestra desbalagada: La herencia de Matilde
Arcángel; el resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque
todos me parecían menores.
No había acabado de
escapar al deslumbramiento, cuando alguien le dijo a Carlos Velo que yo era
capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. La
verdad iba más lejos, podía recitar el libro completo al derecho y al revés sin
una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba
cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no
conociera a fondo.
Más tarde, Carlos
Velo y Carlos Fuentes me invitaron a hacer con ellos una revisión crítica de la
primera adaptación del Pedro Páramo para el cine. Había dos
problemas esenciales: el primero, era el de los nombres. Por subjetivo que se
crea, todo un nombre se parece en algún modo a quien lo lleva y eso es mucho
más notable en la ficción que en la vida real. Juan Rulfo ha dicho, o se lo han
hecho decir, que compone los nombres de sus personajes leyendo lápidas de
tumbas en los cementerios de Jalisco; lo único que se puede decir a ciencia
cierta es que no hay nombres propios más propios que los de la gente de sus
libros; aún me parecía imposible y me sigue pareciendo, encontrar jamás un
actor que se identificara sin ninguna duda con el nombre de su personaje.
Lo malo de esos
preciosos escrutinios es que las cerrazones de la poesía no son siempre las
mismas de la razón. Los meses en que ocurren ciertos hechos son esenciales para
el análisis de la obra de Juan Rulfo, y yo dudo de que él fuera consciente de
eso. En el trabajo poético -y Pedro Páramo lo es, en su más
alto grado- los autores suelen invocar los meses por compromisos distintos del
rigor cronológico; más aún, en muchos casos se cambia el nombre del mes, del
día y hasta del año, sólo por eludir una rima incómoda, oír una cacofonía, sin
pensar que esos cambios pueden inducir a un crítico a una confusión terminante.
Esto ocurre no sólo con los días y los meses, sino también con las flores; hay
escritores que no se sirven de ellas por el prestigio puro de sus nombres, sin
fijarse muy bien si se corresponden al lugar o a la estación, de modo que no es
raro encontrar buenos libros donde florecen geranios en las playas y tulipanes
en la nieve. En el Pedro Páramo donde es imposible establecer
de un modo definitivo dónde está la línea de demarcación entre los muertos y
los vivos, las precisiones son todavía más quiméricas, nadie puede saber en
realidad cuánto duran los años de la muerte.
He querido decir todo
esto para terminar diciendo que el escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo
me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros, y que por eso
me era imposible escribir sobre él, sin que todo esto pareciera sobre mí mismo;
ahora quiero decir, también, que he vuelto a releerlo completo para escribir
estas breves nostalgias y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo
asombro de la primera vez; no son más de 300 páginas, pero son casi tantas y
creo que tan perdurables como las que conocemos de Sófocles.
Texto
leído por Gabriel García Márquez el jueves 18 de septiembre de 2003, fecha en
que se cumplió el cincuentenario de la primera edición de El llano en llamas, en el programa
radiofónico De 1 a 3.
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