EL
HILO DE LA ARAÑA
Ryunosuke Akutagawa
Amanece en el paraíso. El sublime Buda camina
despacio por las márgenes del Lago de Loto. Las flores, de espléndida blancura,
tienen estambres dorados que exhalan, día y noche, un suave perfume.
El sublime Buda permanece un poco junto al lago,
para ver lo que ocurre bajo el manto de las flores de loto. Mirando a través
del agua cristalina, contempla durante algunos instantes, en el remoto fondo de
este lago celeste, las profundidades del infierno. Observa claramente, como
imágenes en un límpido espejo, el río Styx, y la siniestra Montaña de las
Agujas. Su mirada capta la forma de un hombre, de nombre Kandata, que se debate
entre los demás condenados.
Kandata fue en vida un notorio malhechor, culpado de
robos, incendios y muertes. Pero el sublime Buda se acuerda de la única buena
acción por tal hombre practicada. Cierto día, atravesando un denso bosque,
Kandata avistó una araña pequeñita que se arrastraba descuidada por el suelo.
Sin pensar, levantó el pie para aplastarla, pero se contuvo. «No, no», pensó.
«Aunque no pase de una cosa insignificante, esta araña es un ser vivo. No debo
quitarle la vida sin motivo». Y siguió su camino.
El sublime Buda considera lo que acaba de ver.
Teniendo en cuenta que Kandata había perdonado la vida a una araña, decide, por
esta única buena acción, encontrar un medio de sacarlo del infierno. Mirando
atentamente la superficie del lago, descubre, sobre una hoja de loto de color
jade, una araña del paraíso, que engendra su hilo plateado. Satisfecho con el
hallazgo, el sublime Buda toma el hilo cuidadosamente y lo hace descender por
un espacio entre las bellas flores de loto, hasta las profundidades cavernosas
del infierno.
En ese lugar está el Lago de Sangre, absolutamente
negro como la brea. Junto con los otros condenados, Kandata fluctúa y se
sumerge sin cesar. A veces, entrevé un bulto amenazador emergiendo de las
tinieblas, y reconoce, postrado en la desesperación, los aguijones
resplandecientes de la Montaña de las Agujas. Se hace el silencio como dentro
de una tumba. Sólo se escucha, alguna vez, el débil suspiro de uno u otro
condenado. Esto porque, cuando alguien cae tan bajo, y sufre la tortura de tantos
infiernos, este alguien perdió las fuerzas para llorar. Incluso un ladrón
sabido y vivido como era Kandata, nada pudo hacer sino debatirse como una rana
cogida en las garras de la muerte, al ahogarse en la sangre del lago.
Sin embargo, aquel día, Kandata consigue levantar la
cabeza y ver, en el cielo oscuro y mudo que se cierne encima del Lago de
Sangre, un plateado hilo de araña que se mueve a lo alto. Esta línea delgada y
centelleante, sólo visible, poco a poco, se aproxima de Kandata. Al verla, el
condenado aplaude de alegría. ¡Tal vez consiga colgarse del hilo y, subiendo
por él, huir del infierno! ¡Si todo sale bien llegará al paraíso! Entonces,
¡nunca más será forzado a recorrer la Montaña de las Agujas, ni ahogarse en el
Lago de Sangre!
Pensando en eso, Kandata agarra rápidamente con las
dos manos el hilo de la araña y empieza a subir, sujetándolo fuertemente.
Habiendo siendo en el pasado un ladrón experimentado y ágil, el ejercicio no
implicaba ninguna novedad para él.
Pero la distancia entre el infierno y el paraíso es
de diez mil leguas. Por mucho que se esfuerce, el camino hacia arriba no parece
nada fácil. Tras algún tiempo de escalada, Kandata no consigue seguir adelante,
ni incluso empleando todo su espantoso vigor. Sin otra opción sólo le resta
parar y descansar un poco. Mientras oscila, pendiente del hilo, contempla los
parajes que dejó hacia atrás.
Debido a la altura ya alcanzada, el Lago de Sangre,
que hasta poco lo mantenía prisionero, yace ahora en la completa oscuridad. El
brillo tenue de la Montaña de las Agujas difícilmente se ve. Si sigue subiendo
a ese ritmo, tendrá la oportunidad de escapar del infierno. Tal vez no sea tan
difícil como había imaginado. Kandatya aprieta firmemente, con las dos manos,
el hilo de la araña, y empieza a reir, como nunca lo había hecho antes:
—¡Sí, sí! ¡Lo conseguiré!
Sin embargo, en ese instante, siente que, debajo de
él, como una procesión de hormigas, numerosos condenados van subiendo,
determinados, por el hilo. Con los ojos fuera de sus órbitas de miedo, y la
boca abierta de par en par, como un tonto, Kandata los observa. ¡Este hilo, tan
delgado, corre el riesgo de romperse, no puede soportar el peso de tanta gente!
Si se revienta, todo el esfuerzo para subir será inútil. Kandata —y con él, otros
condenados— sería, de nuevo, lanzado hacia el infierno. ¡Eso no puede pasar!
¡Sería horrible!
Mientras Kandata se aterroriza, cada vez más
condenados, desde el Lago de Sangre, van subiendo por el hilo brillante. Ya no
se cuentan por centenares, ni por millares. Son enjambres enormes. Kandata
decide actuar con rapidez, antes que el hilo se rompa, haciéndolo despeñar sin
remedio otra vez hacia las profundidades del infierno.
Kandata grita con voz de trueno: «¡Alto, condenados!
¡Este hilo de araña es mío! ¡Sólo mío! ¿Quién os dio permiso para subir en él?
¡Para atrás! ¡Volved!»
En el mismo instante en que acabó de hablar, el hilo
de araña, que hasta entonces no había sufrido ningún daño, de repente cruje y
se parte, justamente por donde Kandata se agarraba. Kandata está perdido. No
tiene tiempo de decir nada más. Aturdido, empieza a caer haciendo giros, hasta
precipitarse en las profundidades del infierno.
El hilo acortado de araña permanece suspenso,
reflejando una brizna de luz en el centro de ese cielo sin luna ni estrellas.
En el paraíso, el sublime Buda estaba al lado del
Lago de Loto, acompañando, desde el inicio al desenlace, los episodios de este
drama. Cuando, al final, Kandata cae como una piedra, en lo más hondo del Lago
de Sangre, una expresión de tristeza atraviesa el rostro del sublime Buda. Se
aparta del lago, con la intención de terminar su paseo. Aunque el duro corazón
de Kandata, que intentó huir solo del infierno, haya recibido un castigo
absolutamente justo, un destino tan infeliz llena de compasión al sublime Buda.
Tales hechos no conmueven a las flores, las lindas
flores blancas del Lago de Loto, que inclinan sus cálices a los pies del
sublime Buda, y exhalan, día y noche, un suave perfume que proviene de los
estambres dorados. Dentro de poco, será mediodía en el paraíso.
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