LA MUJER PARECIDA A MÍ
Felisberto Hernández
Hace
algunos veranos empecé a tener la idea de que yo había sido caballo. Al llegar
la noche ese pensamiento venía a mí como a un galpón de mi casa. Apenas yo
acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo.
En
una de las noches yo andaba por un camino de tierra y pisaba las manchas que
hacían las sombras de los árboles. De un lado me seguía la luna; en el lado
opuesto se arrastraba mi sombra; ella, al mismo tiempo que subía y bajaba los
terrones, iba tapando las huellas. En dirección contraria venían llegando, con
gran esfuerzo, los árboles, y mi sombra se estrechaba con la de ellos.
Yo
iba arropado en mi carne cansada y me dolían las articulaciones próximas a los
cascos. A veces olvidaba la combinación de mis manos con mis patas traseras,
daba un traspiés y estaba a punto de caerme.
De
pronto sentía olor a agua; pero era un agua pútrida que había en una laguna
cercana. Mis ojos eran también como lagunas y en sus superficies lacrimosas e
inclinadas se reflejaban simultáneamente cosas grandes y chicas, próximas y
lejanas. Mi única ocupación era distinguir las sombras malas y las amenazas de
los animales y los hombres; y si bajaba la cabeza hasta el suelo para comer los
pastitos que se guarecían junto a los árboles, debía evitar también las malas
hierbas. Si se me clavaban espinas tenía que mover los belfos hasta que ellas
se desprendieran.
En
las primeras horas de la noche y a pesar del hambre, yo no me detenía nunca.
Había encontrado en el caballo algo muy parecido a lo que había dejado hacía
poco en el hombre: una gran pereza; en ella podían trabajar a gusto los recuerdos.
Además, yo había descubierto que para que los recuerdos anduvieran, tenía que
darles cuerda caminando. En esa ilusión de que todavía podía ser feliz. Me
tapaba los ojos con una bolsa; me prendía a un balancín enganchado a una vara
que movía un aparato como el de las norias, pero que él utilizaba para la
máquina de amasar. Yo daba vueltas horas enteras llevando la vara, que giraba
como un minutero. Y así, sin tropiezos, y con el ruido de mis pasos y de los
engranajes, iba pasando mis recuerdos.
Trabajábamos hasta tarde de la noche;
después él me daba de comer y con el ruido que hacía el maíz entre los dientes
seguían deslizándose mis pensamientos.
(En
este instante, siendo caballo, pienso en lo que me pasó hace poco tiempo,
cuando todavía era hombre. Una noche que no podía dormir porque sentía hambre,
recordé que en el ropero tenía un paquete de pastillas de menta. Me las comí;
pero al masticarlas hacían un ruido parecido al maíz.)
Ahora,
de pronto, la realidad me trae a mi actual sentido de caballo. Mis pasos tienen
un eco profundo; estoy haciendo sonar un gran puente de madera.
Por
caminos muy distintos he tenido siempre los mismos recuerdos. De día y de noche
ellos corren por mi memoria como los ríos de un país. Algunas veces yo los
contemplo; y otras veces ellos se desbordan.
En
mi adolescencia tuve un odio muy grande por el peón que me cuidaba. Él también
era adolescente. Ya se había entrado el sol cuando aquel desgraciado me pegó en
los hocicos; rápidamente corrió el incendio por mi sangre y me enloquecí de
furia. Me paré de manos y derribé al peón mientras le mordía la cabeza; después
le trituré un muslo y alguien vio cómo me volaba la crin cuando me di vuelta y
lo rematé con las patas de atrás.
Al
otro día mucha gente abandonó el velorio para venir a verme en el instante en
que varios hombres vengaron aquella muerte. Me mataron el potro y me dejaron
hecho un caballo.Al poco tiempo tuve una noche muy
larga; conservaba de mi vida anterior algunas “mañas” y esa noche utilicé la de
saltar un cerco que daba sobre un camino; apenas pude hacerlo y salí lastimado.
Empecé a vivir una libertad triste. Mi cuerpo no sólo se había vuelto pesado
sino que todas sus partes querían vivir una vida independiente y no realizar
ningún esfuerzo; parecían sirvientes que estaban contra el dueño y hacían todo
de mala gana. Cuando yo estaba echado y quería levantarme, tenía que convencer
a cada una de las partes. Y a último momento siempre había protestas y quejas
imprevistas. El hambre tenía mucha astucia para reunirlas; pero lo que más
pronto las ponía de acuerdo era el miedo de la persecución. Cuando un mal dueño
apaleaba a una de las partes, todas se hacían solidarias y procuraban evitar
mayores males a las desdichadas; además, ninguna estaba segura. Yo trataba de
elegir dueños de cercos bajos; y después de la primera paliza me iba y empezaba
el hambre y la persecución.
Una
vez me tocó un dueño demasiado cruel. Al principio me pegaba nada más que
cuando yo lo llevaba encima y pasábamos frente a la casa de la novia. Después
empezó a colocar la carga del carro demasiado atrás; a mí me levantaba en vilo
y yo no podía apoyarme para hacer fuerza; él, furioso, me pegaba en la barriga,
en las patas y en la cabeza. Me fui una tardecita; pero tuve que correr mucho
antes de poder esconderme en la noche. Crucé por la orilla de un pueblo y me
detuve un instante cerca de una choza; había fuego encendido y a través del
humo y de una pequeña llama inconstante veía en el interior a un hombre con el
sombrero puesto. Ya era la noche; pero seguí.
Apenas
empecé a andar de nuevo me sentí más liviano. Tuve la idea de que algunas
partes de mi cuerpo se habrían quedado o andarían perdidas en la noche.
Entonces, traté de apurar el paso.
Había
unos árboles lejanos que tenían luces movedizas entre las copas. De pronto
comprendí que en la punta del camino se encendía un resplandor. Tenía hambre,
pero decidí no comer hasta llegar a la orilla de aquel resplandor. Sería un
pueblo. Yo iba recogiendo el camino cada vez más despacio y el resplandor que
estaba en la punta no llegaba nunca. Poco a poco me fui dando cuenta que
ninguna de mis partes había desertado. Me venían alcanzando una por una; la que
no tenía hambre tenía cansancio; pero habían llegado primero las que tenían
dolores. Yo ya no sabía cómo engañarlas; les mostraba el recuerdo del dueño en
el momento que las desensillaba; su sombra corta y chata se movía lentamente
alrededor de todo mi cuerpo. Era a ese hombre a quien yo debía haber matado
cuando era potro, cuando mis partes no estaban divididas, cuando yo, mi furia y
mi voluntad éramos una sola cosa.
Empecé
a comer algunos pastos alrededor de las primeras casas. Yo era una cosa fácil
de descubrir porque mi piel tenía grandes manchas blancas y negras; pero ahora
la noche estaba avanzada y no había nadie levantado. A cada momento yo
resoplaba y levantaba polvo; yo no lo veía, pero me llegaba a los ojos. Entré a
una calle dura donde había un portón grande. Apenas crucé el portón vi manchas
blancas que se movían en la oscuridad. Eran guardapolvos de niños. Me
espantaron y yo subí una escalerita de pocos escalones. Entonces me espantaron
otros que había arriba. Yo hice sonar mis cascos en un piso de madera y de
pronto aparecí en una salita iluminada que daba a un público. Hubo una
explosión de gritos y de risas. Los niños vestidos de largo que había en la
salita salieron corriendo; y del público ensordecedor, donde también había
muchos niños, sobresalían voces que decían: “Un caballo, un caballo…” Y un niño
que tenía las orejas como si se las hubiera doblado encajándose un sombrero
grande, gritaba: “Es el tubiano de los Méndez”. Por fin apareció, en el
escenario, la maestra. Ella también se reía; pero pidió silencio, dijo que
faltaba poco para el fin de la pieza y empezó a explicar cómo terminaba. Pero fue
interrumpida de nuevo. Yo estaba muy cansado, me eché en la alfombra y el
público volvió a aplaudirme y a desbordarse. Se dio por terminada la función y
algunos subieron al escenario. Una niña como de tres años se le escapó a la
madre, vino hacia mí y puso su mano, abierta como una estrellita, en mi lomo
húmedo de sudor. Cuando la madre se la llevó, ella levantaba la manita abierta
y decía: “Mamita, el caballo está mojado”.
Un
señor, aproximando su dedo índice a la maestra como si fuera a tocar un timbre,
le decía con suspicacia: “Usted no nos negará que tenía preparada la sorpresa
del caballo y que él entró antes de lo que usted pensaba. Los caballos son muy
difíciles de enseñar. Yo tenía uno…”. El niño que tenía las orejas dobladas me
levantó el belfo superior y mirándome los dientes dijo: “Este caballo es
viejo”. La maestra dejaba que creyeran que ella había preparado la sorpresa del
caballo. Vino a saludarla una amiga de la infancia. La amiga recordó un enojo
que habían tenido cuando iban a la escuela; y la maestra recordó a su vez que
en aquella oportunidad la amiga le había dicho que tenía cara de caballo. Yo
miré sorprendido, pues la maestra se me parecía. Pero de cualquier manera
aquello era una falta de respeto para con los seres humildes. La maestra no
debía haber dicho eso estando yo presente.
Cuando
el éxito y las resonancias se iban apagando, apareció un joven en el pasillo de
la platea, interrumpió a la maestra —que estaba hablándoles a la amiga de la
infancia y al hombre que movía el índice como si fuera a apretar un timbre— y
él gritó:
–Tomasa,
dice don Santiago que sería más conveniente que fuéramos a conversar a la
confitería, que aquí se está gastando mucha luz.
–¿Y
el caballo?
–Pero,
querida, no te vas a quedar toda la noche ahí con él.
–Ahora
va a venir Alejandro con una cuerda y lo llevaremos a casa.
El
joven subió al escenario, siguió conversando para los tres y trabajando contra
mí.
–A
mí me parece que Tomasa se expone demasiado llevando ese caballo a casa de
ella.
Ya
las de Zubiría iban diciendo que una mujer sola en su casa, con un caballo que
no piensa utilizar para nada, no tiene sentido; y mamá también dice que ese
caballo le va a traer muchas dificultades.
Pero
Tomasa dijo:
–En
primer lugar yo no estoy sola en mi casa porque Candelaria algo me ayuda. Y en
segundo lugar, podría comprar una volanta, si es que esas solteronas me lo
consienten.Después entró Alejandro con la cuerda;
era el chiquilín de las orejas dobladas. Me ató la soga al pescuezo y cuando
quisieron hacerme levantar yo no podía moverme. El hombre del índice, dijo:
–Este
animal tiene las patas varadas; van a tener que hacerle una sangría.
Yo
me asusté mucho, hice un gran esfuerzo y logré pararme. Caminaba como si fuera
un caballo de madera; me hicieron salir por la escalerita trasera y cuando
estuvimos en el patio Alejandro me hizo un medio bozal, se me subió encima y
empezó a pegarme con los talones y con la punta de la cuerda. Di la vuelta al
teatro con increíble sufrimiento; pero apenas nos vio la maestra hizo bajar a
Alejandro.
Mientras
cruzábamos el pueblo y a pesar del cansancio y de la monotonía de mis pasos, yo
no me podía dormir. Estaba obligado, como un organito roto y desafinado, a ir
repitiendo siempre el mismo repertorio de mis achaques. El dolor me hacía poner
atención en cada una de las partes del cuerpo, a medida que ellas iban entrando
en el movimiento de los pasos. De vez en cuando, y fuera de este ritmo, me
venía un escalofrío en el lomo; pero otras veces sentía pasar, como una brisa
dichosa, la idea de lo que ocurriría después, cuando estuviera descansando; yo
tendría una nueva provisión de cosas para recordar.
La
confitería era más bien un café; tenía billares de un lado y salón para
familias del otro. Estas dos reparticiones estaban separadas por una baranda de
anchas columnas de madera. Encima de la baranda había dos macetas forradas de
papel crepé amarillo; una de ellas tenía una planta casi seca y la otra no
tenía planta; en medio de las dos había una gran pecera con un solo pez. El
novio de la maestra seguía discutiendo: casi seguro que era por mí. En el
momento en que habíamos llegado, la gente que había en el café y en el salón de
familias —muchos de ellos habían estado en el teatro— se rieron y se renovó un
poco mi éxito. Al rato vino el mozo del café con un balde de agua; el balde
tenía olor a jabón y a grasa, pero el agua estaba limpia. Yo bebía brutalmente
y el olor del balde me traía recuerdos de la intimidad de una casa donde había
sido feliz. Alejandro no había querido atarme ni ir para adentro con los demás;
mientras yo tomaba agua me tenía de la cuerda y golpeaba con la punta del pie
como si llevara el compás a una música. Después me trajeron pasto seco. El mozo
dijo:
–Yo
conozco este tubiano.
Y
Alejandro, riéndose, lo desengañó:
–Yo
también creí que era el tubiano de los Méndez.
–No,
ése no –contestó en seguida el mozo–; yo digo
otro que no es de aquí.
La niña de tres años que me había tocado en el escenario apareció de la mano de
otra niña mayor; y en la manita libre traía un puñadito de pasto verde que
quiso agregar al montón donde yo hundía mis dientes; pero me lo tiró en la
cabeza y dentro de una oreja.
Esa
noche me llevaron a la casa de la maestra y me encerraron en un granero; ella
entró primero; iba cubriendo la luz de la vela con una mano.
Al
otro día yo no me podía levantar. Corrieron una ventana que daba al cielo y el
señor del índice me hizo una sangría. Después vino Alejandro, puso un banquito
cerca de mí, se sentó y empezó a tocar una armónica. Cuando me pude parar me
asomé a la ventana; ahora daba sobre una bajada que llegaba hasta unos árboles;
por entre sus troncos veía correr, continuamente, un río. De allí me trajeron
agua; y también me daban maíz y avena. Ese día no tuve deseos de recordar nada.
A la tarde vino el novio de la maestra; estaba mejor dispuesto hacia mí; me
acarició el cuello y yo me di cuenta, por la manera de darme los golpecitos,
que se trataba de un muchacho simpático. Ella también me acarició; pero me
hacía daño; no sabía acariciar a un caballo; me pasaba las manos con demasiada
suavidad y me producía cosquillas desagradables. En una de las veces que me
tocó la parte de adelante de la cabeza, yo dije para mí: “¿Se habrá dado cuenta
que ahí es donde nos parecemos?”. Después el novio fue del lado de afuera y nos
sacó una fotografía a ella y a mí asomados a la ventana. Ella me había pasado
un brazo por el pescuezo y había recostado su cabeza en la mía.
–Esa
noche tuve un susto muy grande. Yo estaba asomado a la ventana, mirando el
cielo y oyendo el río, cuando sentí arrastrar pasos lentos y vi una figura
agachada. Era una mujer de pelo blanco. Al rato volvió a pasar en dirección
contraria. Y así todas las noches que viví en aquella casa. Al verla de atrás
con sus caderas cuadradas, las piernas torcidas y tan agachada, parecía una
mesa que se hubiera puesto a caminar. El primer día que salí la vi sentada en
el patio pelando papas con un cuchillo de mango de plata. Era negra. Al
principio me pareció que su pelo blanco, mientras inclinaba la cabeza sobre las
papas, se movía de una manera rara; pero después me di cuenta que, además del
pelo, tenía humo; era de un cachimbo pequeño que apretaba a un costado de la
boca.
Esa
mañana Alejandro le preguntó:
–Candelaria,
¿le gusta el tubiano?
Y
ella contestó:
—Ya
vendrá el dueño a buscarlo.
Yo
seguía sin ganas de recordar.
Un
día Alejandro me llevó a la escuela. Los niños armaron un gran alboroto. Pero
hubo uno que me miraba fijo y no decía nada. Tenía orejas grandes y tan
separadas de la cabeza que parecían alas en el momento de echarse a volar; los
lentes también eran muy grandes; pero los ojos, bizcos, estaban junto a la
nariz. En un momento en que Alejandro se descuidó, el bizco me dio tremenda
patada en la barriga. Alejandro fue corriendo a contarle a la maestra; cuando volvió,
una niña que tenía un tintero de tinta colorada me pintaba la barriga con el
tapón en un lugar donde yo tenía una mancha blanca; en seguida Alejandro volvió
a la maestra diciéndole: “Y esta niña le pintó un corazón en la barriga”.
A la
hora del recreo otra niña trajo una gran muñeca y dijo que a la salida de la
escuela la iban a bautizar. Cuando terminaron las clases, Alejandro y yo nos
fuimos en seguida; pero Alejandro me llevó por otra calle y al dar vuelta la
iglesia me hizo parar en la sacristía. Llamó al cura y le preguntó:
–Diga,
padre, ¿cuánto me cobraría por bautizarme el caballo?
–¡Pero
mi hijo! Los caballos no se bautizan.
Y se
puso a reír con toda la barriga.
Alejandro
insistió:
–¿Usted
se acuerda de aquella estampita donde está la virgen montada en el burro?
–Sí.
–Bueno,
si bautizan el burro, también pueden bautizar el caballo.
–Pero
el burro no estaba bautizado.
–¿Y
la virgen iba a ir montada en un burro sin bautizar?
El
cura quería hablar; pero se reía.
Alejandro
siguió:
–Usted
bendijo la estampita; y en la estampita estaba el burro.
Nos
fuimos muy tristes.
A
los pocos días nos encontramos con un negrito y Alejandro le preguntó:
–¿Qué
nombre le pondremos al caballo?
El
negrito hacía esfuerzo por recordar algo. Al fin dijo:
–¿Cómo
nos enseñó la maestra que había que decir cuando una cosa era linda?
–Ah,
ya sé —dijo Alejandro—, “ajetivo”.
A la
noche Alejandro estaba sentado en el banquito, cerca de mí, tocando la
armónica, y vino la maestra.
–Alejandro,
vete para tu casa que te estarán esperando.
–Señorita:
¿Sabe qué nombre le pusimos al tubiano? “Ajetivo”.
–En
primer lugar, se dice “adjetivo”; y en segundo lugar, adjetivo no es nombre;
es… adjetivo —dijo la maestra después de un momento de vacilación.
Una
tarde que llegamos a casa yo estaba complacido porque había oído decir detrás
de una persiana: “Ahí va la maestra y el caballo”.
Al
poco rato de hallarme en el granero —era uno de los días que no estaba
Alejandro— vino la maestra, me sacó de allí y con un asombro que yo nunca había
tenido, vi que me llevaba a su dormitorio. Después me hizo las cosquillas
desagradables y me dijo: “Por favor, no vayas a relinchar”. No sé por qué salió
en seguida. Yo, solo en aquel dormitorio, no hacía más que preguntarme: “¿Pero
qué quiere esta mujer de mí?”. Había ropas revueltas en las sillas y en la
cama. De pronto levanté la cabeza y me encontré conmigo mismo, con mi olvidada
cabeza de caballo desdichado. El espejo también mostraba partes de mi cuerpo;
mis manchas blancas y negras parecían también ropas revueltas. Pero lo que más
me llamaba la atención era mi propia cabeza; cada vez yo la levantaba más.
Estaba tan deslumbrado que tuve que bajar los párpados y buscarme por un
instante a mí mismo, a mi propia idea de caballo cuando yo era ignorado por mis
ojos.
Recibí
otras sorpresas. Al pie del espejo estábamos los dos, Tomasa y yo, asomados a
la ventana en la foto que nos sacó el novio. Y de pronto las patas se me
aflojaron; parecía que ellas hubieran comprendido, antes que yo, de quién era
la voz que hablaba afuera. No pude entender lo que “él” decía, pero comprendí
la voz de Tomasa cuando le contestó: “conforme se fue de su casa, también se
fue de la mía. Esta mañana le fueron a traer el pienso y el granero estaba tan
vacío como ahora”.
Después
las voces se alejaron. En cuanto me quedé solo se me vinieron encima los
pensamientos que había tenido hacía unos instantes y no me atrevía a mirarme al
espejo. ¡Parecía mentira! ¡Uno podía ser un caballo y hacerse esas ilusiones!
Al mucho rato volvió la maestra. Me hizo las cosquillas desagradables; pero más
daño me hacía su inocencia.
Pocas
tardes después Alejandro estaba tocando la armónica cerca de mí. De pronto se
acordó de algo; guardó la armónica, se levantó del banquito y sacó de un
bolsillo la foto donde estábamos asomados Tomasa y yo. Primero me la puso cerca
de un ojo; viendo que a mí no me ocurría nada, me la puso un poco más lejos;
después hizo lo mismo con el otro ojo y por último me la puso de frente y a
distancia de un metro. A mí me amargaban mis pensamientos culpables. Una noche
que estaba absorto escuchando al río, desconocí los pasos de Candelaria, me
asusté y pegué una patada al balde de agua. Cuando la negra pasó dijo: “No te
asustes, que ya volverá tu dueño”. Al otro día Alejandro me llevó a nadar al
río; él iba encima mío y muy feliz en su bote caliente. A mí se me empezó a
oprimir el corazón y casi en seguida sentí un silbido que me heló la sangre; yo
daba vuelta mis orejas como si fueran periscopios. Y al fin llegó la voz de
“él” gritando: “Ese caballo es mío”. Alejandro me sacó a la orilla y sin decir
nada me hizo galopar hasta la casa de la maestra. El dueño venía corriendo
detrás y no hubo tiempo de esconderme. Yo estaba inmóvil en mi cuerpo como si
tuviera puesto un ropero. La maestra le ofreció comprarme. Él le contestó:
“Cuando tenga sesenta pesos, que es lo que me costó a mí, vaya a buscarlo”.
Alejandro me sacó el freno, añadido con cuerdas pero que era de él. El dueño me
puso el que traía. La maestra entró en su dormitorio y yo alcancé a ver la boca
cuadrada que puso Alejandro antes de echarse a llorar. A mí me temblaban las
patas; pero él me dio un fuerte rebencazo y eché a andar. Apenas tuve tiempo de
acordarme que yo no le había costado sesenta pesos: él me había cambiado por
una pobre bicicleta celeste sin gomas ni inflador. Ahora empezó a desahogar su
rabia pegándome seguido y con todas sus fuerzas. Yo me ahogaba porque estaba
muy gordo. ¡Bastante que me había cuidado Alejandro! Además, yo había entrado a
aquella casa por un éxito que ahora quería recordar y había conocido la
felicidad hasta el momento en que ella me trajo pensamientos culpables. Ahora
me empezaba a subir de las entrañas un mal humor inaguantable. Tenía mucha sed
y recordaba que pronto cruzaría un arroyito donde un árbol estiraba un brazo
seco casi hasta el centro del camino. La noche era de luna y de lejos vi
brillar las piedras del arroyo como si fueran escamas. Casi sobre el arroyito
empecé a detenerme; él comprendió y me empezó a pegar de nuevo. Por unos
instantes me sentí invadido por sensaciones que se trababan en lucha como
enemigos que se encuentran en la oscuridad y que primero se tantean
olfateándose apresuradamente. Y en seguida me tiré para el lado del arroyito
donde estaba el brazo seco del árbol. Él no tuvo tiempo más que para colgarse
de la rama dejándome libre a mí; pero el brazo seco se partió y los dos cayeron
al agua luchando entre las piedras. Yo me di vuelta y corrí hacia él en el
momento en que él también se daba vuelta y salía de abajo de la rama. Alcancé a
pisarlo cuando su cuerpo estaba de costado; mi pata resbaló sobre su espalda;
pero con los dientes le mordí un pedazo de la garganta y otro pedazo de la
nuca. Apreté con toda mi locura y me decidí a esperar, sin moverme. Al poco
rato, y después de agitar un brazo, él también dejó de moverse. Yo sentía en mi
boca su carne ácida y su barba me pinchaba la lengua. Ya había empezado a
sentir el gusto a la sangre cuando vi que se manchaban el agua y las piedras.
Crucé
varias veces el arroyito de un lado para otro sin saber qué hacer con mi
libertad. Al fin decidí ir a lo de la maestra; pero a los pocos pasos me volví
y tomé agua cerca del muerto.
Iba
despacio porque estaba muy cansado; pero me sentía libre y sin miedo. ¡Qué
contento se quedaría Alejandro! ¿Y ella? Cuando Alejandro me mostraba aquel
retrato yo tenía remordimientos. Pero ahora, ¡cuánto deseaba tenerlo!
Llegué
a la casa a pasos lentos; pensaba entrar al granero; pero sentí una discusión
en el dormitorio de Tomasa. Oí la voz del novio hablando de los sesenta pesos;
sin duda los que hubiera necesitado para comprarme. Yo ya iba a alegrarme de
pensar que no les costaría nada, cuando sentí que él hablaba de casamiento; y
al final, ya fuera de sí y en actitud de marcharse, dijo: “O el caballo o yo”.
Al principio
la cabeza se me iba cayendo sobre la ventana colorada que daba al dormitorio de
ella. Pero después, y en pocos instantes, decidí mi vida. Me iría. Había
empezado a ser noble y no quería vivir en un aire que cada día se iría
ensuciando más. Si me quedaba llegaría a ser un caballo indeseable. Ella misma
tendría para mí, después, momentos de vacilación.
No
sé bien cómo es que me fui. Pero por lo que más lamentaba no ser hombre era por
no tener un bolsillo donde llevarme aquel retrato.
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