El argentino que se hizo
querer por todos: palabras de Gabo a Julio Cortázar
Discurso pronunciado por
Gabriel García Márquez en Ciudad de México, México, el 12 de febrero de 1994 en
el Palacio de Bellas Artes durante la conmemoración de los diez años de la
muerte de Julio Cortázar.
Redacción Centro Gabo
24 de
Febrero de 2018
Fui a Praga por última vez en el
histórico año de 1968, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren
desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión y
habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las
Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus
estragos de guerras atroces y amores desaforados.
A la hora de dormir, a Carlos Fuentes
se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de
quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era
casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la
respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolongó hasta el amanecer, entre
enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que
sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y
estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las
primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk. No sólo hablaba con
una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de
huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo
olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible.
Doce años después vi a Julio Cortázar
enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz
hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: “La noche de Mantequilla”. Es la
historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto
de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vedada por
completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de
tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar
escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín
iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles
cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra
experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del
relato, aún para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le
dolían los golpes que recibía el pobre boxeador en la soledad del cuadrilátero,
y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado
una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie
lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada
en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que
no parecía de este mundo.
Estos dos recuerdos de Cortázar que
tanto me afectaron me parecen también las que mejor lo definían. Eran los dos
extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba
seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica,
por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los
grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su
reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una
presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierno y
extraño. En ambos casos fue el ser humano más impresionante que he tenido la
suerte de conocer.
Desde
el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con
nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del
rincón, como Jean Paul Sartre lo hacía a trescientos metros de allí, en un
cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los
dedos. Yo había leído Bestiario, su primer libro de cuentos, en un
hotel de lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta, entre
peloteros más mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di
cuenta de que aquel era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando
fuera grande. Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del
boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi
entrar como una aparición. Era el hombre más alto que se podía imaginar, con
una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien
parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un
novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no
hubieran estado sometidos al dominio del corazón.
Años después, cuando ya éramos viejos
amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día, pues me parece que se recreó
a sí mismo en uno de los cuentos mejor acabados, “El otro cielo”, en el
personaje de un latinoamericano en París que asistía de puro curioso a las
ejecuciones en la guillotina. Como si lo hubiera hecho frente a un espejo,
Cortázar lo describió así: “Tenía una expresión distante y a la vez
curiosamente fija, la cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de
su sueño y rehúsa a dar el paso que lo devolverá a la vigilia.”. Su personaje
andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio
Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador del cuento no se
atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera
con que él mismo hubiera recibido una interpelación semejante. Lo raro es que
yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old Navy,
y por el mismo temor. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa
para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que
empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el
cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo. En
las muchas veces que nos vimos años después, lo único que había cambiado en él
era la barba densa y oscura, pues hasta dos semanas antes de su muerte parecía
cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se
mantuvo siempre en la misma edad con que había nacido. Nunca me atreví a
preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que en el otoño triste de 1956
lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé
que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez.
Los
ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias.
Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero
inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez sin
proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. Sin embargo, me
atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estar muriéndose
otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte.
Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores
póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma
le parecía indecente. En alguna parte de La vuelta al día en ochenta
mundos un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia
de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque
lo conocí y lo quise tanto, me resistí a participar en los lamentos y elegías
por Julio Cortázar.
Preferí seguir pensando en él como
sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la
alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado
para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como
su recuerdo.
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