UN MANUAL PARA SER NIÑO por Gabriel García Márquez
Tomado del Tomo 2 de la colección "Documentos
de la Misión, Ciencia, Educación y Desarrollo: Educación para el
Desarrollo". Presidencia de la República - Consejería para el Desarrollo
Institucional - Colciencias. Bogotá, 1995.
Redacción Centro Gabo
21 de Agosto de 2017
Santafé de Bogotá D.C., 1995
Aspiro a
que estas reflexiones sean un manual para que los niños se atrevan a defenderse
de los adultos en el aprendizaje de las artes y las letras. No tienen una base
científica sino emocional o sentimental, si se quiere, y se fundan en una
premisa improbable: si a un niño se le pone frente a una serie de juguetes
diversos, terminará por quedarse con uno que le guste más. Creo que esa
preferencia no es casual, sino que revela en el niño una vocación y una aptitud
que tal vez pasarían inadvertidas para sus padres despistados y sus fatigados
maestros. Creo que ambas le vienen de nacimiento, y sería importante
identificarlas a tiempo y tomarlas en cuenta para ayudarlo a elegir su profesión.
Más aún: creo que algunos niños a una cierta edad, y en ciertas condiciones,
tienen facultades congénitas que les permiten ver más allá de la realidad
admitida por los adultos. Podrían ser residuos de algún poder adivinatorio que
el género humano agotó en etapas anteriores, o manifestaciones extraordinarias
de la intuición casi clarividente de los artistas durante la soledad del
crecimiento, y que desaparecen, como la glándula del timo, cuando ya no son
necesarias.
Creo que
se nace escritor, pintor o músico. Se nace con la vocación y en muchos casos
con las condiciones físicas para la danza y el teatro, y con un talento
propicio para el periodismo escrito, entendido como un género literario, y para
el cine, entendido como una síntesis de la ficción y la plástica. En ese
sentido soy un platónico: aprender es recordar. Esto quiere decir que cuando un
niño llega a la escuela primaria puede ir ya predispuesto por la naturaleza
para alguno de esos oficios, aunque todavía no lo sepa. Y tal vez no lo sepa
nunca, pero su destino puede ser mejor si alguien lo ayuda a descubrirlo. No
para forzarlo en ningún sentido, sino para crearle condiciones favorables y
alentarlo a gozar sin temores de su juguete preferido. Creo, con una seriedad
absoluta, que hacer siempre lo que a uno le gusta, y sólo eso, es la fórmula
magistral para una vida larga y feliz.
Para
sustentar esa alegre suposición no tengo más fundamento que la experiencia
difícil y empecinada de haber aprendido el oficio de escritor contra un medio
adverso, y no sólo al margen de la educación formal sino contra ella, pero a
partir de dos condiciones sin alternativas: una aptitud bien definida y una
vocación arrasadora. Nada me complacería más si esa aventura solitaria pudiera
tener alguna utilidad no sólo para el aprendizaje de este oficio de las letras,
sino para el de todos los oficios de las artes.
La vocación sin don y el don sin
vocación
Georges
Bernanos, escritor católico francés, dijo: "Toda vocación es un
llamado". El Diccionario de Autoridades, que fue el primero de la Real
Academia en 1726, la definió como "la inspiración con que Dios llama a
algún estado de perfección". Era, desde luego, una generalización a partir
de las vocaciones religiosas. La aptitud, según el mismo diccionario, es
"la habilidad y facilidad y modo para hacer alguna cosa". Dos siglos
y medio después, el Diccionario de la Real Academia conserva estas definiciones
con retoques mínimos. Lo que no dice es que una vocación inequívoca y asumida a
fondo llega a ser insaciable y eterna, y resistente a toda fuerza contraria: la
única disposición del espíritu capaz de derrotar al amor.
Las
aptitudes vienen a menudo acompañadas de sus atributos físicos. Si se les canta
la misma nota musical a varios niños, unos la repetirán exacta, otros no. Los
maestros de música dicen que los primeros tienen lo que se llama el oído
primario, importante para ser músicos. Antonio Sarasate, a los cuatro años, dio
con su violín de juguete una nota que su padre, gran virtuoso, no lograba dar
con el suyo. Siempre existirá el riesgo, sin embargo, de que los adultos
destruyan tales virtudes porque no les parecen primordiales, y terminen por
encasillar a sus hijos en la realidad amurallada en que los padres los
encasillaron a ellos. El rigor de muchos padres con los hijos artistas suele
ser el mismo con que tratan a los hijos homosexuales.
Las
aptitudes y las vocaciones no siempre vienen juntas. De ahí el desastre de
cantantes de voces sublimes que no llegan a ninguna parte por falta de juicio,
o de pintores que sacrifican toda una vida a una profesión errada, o de
escritores prolíficos que no tienen nada que decir. Sólo cuando las dos se
juntan hay posibilidades de que algo suceda, pero no por arte de magia: todavía
falta la disciplina, el estudio, la técnica, y un poder de superación para toda
la vida.
Para los
narradores hay una prueba que no falla. Si se le pide a un grupo de personas de
cualquier edad que cuenten una película, los resultados serán reveladores. Unos
darán sus impresiones emocionales, políticas, o filosóficas, pero no sabrán
contar la historia completa y en orden. Otros contarán el argumento, tan
detallado como recuerden, con la seguridad de que será suficiente para
transmitir la emoción del original. Los primeros podrán tener un porvenir
brillante en cualquier materia, divina o humana, pero no serán narradores. A
los segundos les falta todavía mucho para serlo –base cultural, técnica, estilo
propio, rigor mental– pero pueden llegar a serlo. Es decir: hay quienes saben
contar un cuento desde que empiezan a hablar, y hay quienes no sabrán nunca. En
los niños es una prueba que merece tomarse en serio.
Las ventajas de no obedecer a los
padres
La
encuesta adelantada para estas reflexiones ha demostrado que en Colombia no
existen sistemas establecidos de captación precoz de aptitudes y vocaciones
tempranas, como punto de partida para una carrera artística desde la cuna hasta
la tumba. Los padres no están preparados para la grave responsabilidad de
identificarlas a tiempo, y en cambio sí lo están para contrariarlas. Los menos
drásticos les proponen a los hijos estudiar una carrera segura, y conservar el
arte para entretenerse en las horas libres. Por fortuna para la humanidad, los
niños les hacen poco caso a los padres en materia grave, y menos en lo que
tiene que ver con el futuro.
Por eso
los que tienen vocaciones escondidas asumen actitudes engañosas para salirse
con la suya. Hay los que no rinden en la escuela porque no les gusta lo que
estudian, y sin embargo podrían descollar en lo que les gusta si alguien los
ayudara. Pero también puede darse que obtengan buenas calificaciones, no porque
les guste la escuela, sino para que sus padres y sus maestros no los obliguen a
abandonar el juguete favorito que llevan escondido en el corazón. También es
cierto el drama de los que tienen que sentarse en el piano durante los recreos,
sin aptitudes ni vocación, sólo por imposición de sus padres. Un buen maestro
de música, escandalizado con la impiedad del método, dijo que el piano hay que
tenerlo en la casa, pero no para que los niños lo estudien a la fuerza, sino
para que jueguen con él.
Los
padres quisiéramos siempre que nuestros hijos fueran mejores que nosotros,
aunque no siempre sabemos cómo. Ni los hijos de familias de artistas están a
salvo de esa incertidumbre. En unos casos, porque los padres quieren que sean
artistas como ellos, y los niños tienen una vocación distinta. En otros, porque
a los padres les fue mal en las artes, y quieren preservar de una suerte igual
aun a los hijos cuya vocación indudable son las artes. No es menor el riesgo de
los niños de familias ajenas a las artes, cuyos padres quisieran empezar una
estirpe que sea lo que ellos no pudieron. En el extremo opuesto no faltan los
niños contrariados que aprenden el instrumento a escondidas, y cuando los
padres los descubren ya son estrellas de una orquesta de autodidactas.
Maestros
y alumnos concuerdan contra los métodos académicos, pero no tienen un criterio
común sobre cuál puede ser mejor. La mayoría rechazaron los métodos vigentes,
por su carácter rígido y su escasa atención a la creatividad, y prefieren ser
empíricos e independientes. Otros consideran que su destino no dependió tanto
de lo que aprendieron en la escuela como de la astucia y la tozudez con que
burlaron los obstáculos de padres y maestros. En general, la lucha por la
supervivencia y la falta de estímulos han forzado a la mayoría a hacerse solos
y a la brava.
Los
criterios sobre la disciplina son divergentes. Unos no admiten sino la completa
libertad y otros tratan incluso de sacralizar el empirismo absoluto. Quienes
hablan de la no disciplina reconocen su utilidad, pero piensan que nace
espontánea como fruto de una necesidad interna, y por tanto no hay que
forzarla. Otros echan de menos la formación humanística y los fundamentos
teóricos de su arte. Otros dicen que sobra la teoría. La mayoría, al cabo de
años de esfuerzos, se sublevan contra el desprestigio y las penurias de los
artistas en una sociedad que niega el carácter profesional de las artes.
No
obstante, las voces más duras de la encuesta fueron contra la escuela, como un
espacio donde la pobreza de espíritu corta las alas, y es un escollo para
aprender cualquier cosa. Y en especial para las artes. Piensan que ha habido un
despilfarro de talentos por la repetición infinita y sin alteraciones de los
dogmas académicos, mientras que los mejor dotados sólo pudieron ser grandes y
creadores cuando no tuvieron que volver a las aulas. "Se educa de espaldas
al arte", han dicho al unísono maestros y alumnos. A estos les complace
sentir que se hicieron solos. Los maestros lo resienten, pero admiten que
también ellos lo dirían. Tal vez lo más justo sea decir que todos tienen razón.
Pues tanto los maestros como los alumnos, y en última instancia la sociedad
entera, son víctimas de un sistema de enseñanza que está muy lejos de la
realidad del país.
De modo
que antes de pensar en la enseñanza artística, hay que definir lo más pronto
posible una política cultural que no hemos tenido nunca. Que obedezca a una
concepción moderna de lo que es la cultura, para qué sirve, cuánto cuesta, para
quién es, y que se tome en cuenta que la educación artística no es un fin en sí
misma, sino un medio para la preservación y fomento de las culturas regionales,
cuya circulación natural es de la periferia hacia el centro y de abajo hacia
arriba.
No es lo
mismo la enseñanza artística que la educación artística. Esta es una función
social, y así como se enseñan las matemáticas o las ciencias, debe enseñarse
desde la escuela primaria el aprecio y el goce de las artes y las letras. La
enseñanza artística, en cambio, es una carrera especializada para estudiantes
con aptitudes y vocaciones específicas, cuyo objetivo es formar artistas y
maestros como profesionales del arte.
No hay
que esperar a que las vocaciones lleguen: hay que salir a buscarlas. Están en
todas partes, más puras cuanto más olvidadas. Son ellas las que sustentan la
vida eterna de la música callejera, la pintura primitiva de brocha y sapolín en
los palacios municipales, la poesía en carne viva de las cantinas, el torrente
incontenible de la cultura popular que es el padre y la madre de todas las
artes.
¿Con qué se comen las letras?
Los
colombianos, desde siempre, nos hemos visto como un país de letrados. Tal vez a
eso se deba que los programas del bachillerato hagan más énfasis en la
literatura que en las otras artes. Pero aparte de la memorización cronológica
de autores y de obras, a los alumnos no les cultivan el hábito de la lectura,
sino que los obligan a leer y a hacer sinopsis escritas de los libros
programados. Por todas partes me encuentro con profesionales escaldados por los
libros que les obligaron a leer en el colegio con el mismo placer con que se
tomaban el aceite de ricino. Para las sinopsis, por desgracia, no tuvieron
problemas, porque en los periódicos encontraron anuncios como este:
"Cambio sinopsis de El Quijote por sinopsis de La Odisea". Así es: en
Colombia hay un mercado tan próspero y un tráfico tan intenso de resúmenes
fotostáticos, que los escritores armamos mejor negocio no escribiendo los
libros originales sino escribiendo de una vez las sinopsis para bachilleres. Es
este método de enseñanza –y no tanto la televisión y los malos libros–, lo que
está acabando con el hábito de lectura. Estoy de acuerdo en que un buen curso
de literatura sólo puede ser una gema para lectores. Pero es imposible que los
niños lean una novela, escriban la sinopsis y preparen una exposición reflexiva
para el martes siguiente. Sería ideal que un niño dedicara parte de su fin de
semana a leer un libro hasta donde pueda y hasta donde le guste –que es la
única condición para leer un libro– pero es criminal, para él mismo y para el
libro, que lo lea a la fuerza en sus horas de juego y con la angustia de las
otras tareas.
Haría
falta –como falta todavía para todas las artes– una franja especial en el
bachillerato con clases de literatura que sólo pretendan ser guías inteligentes
de lectura y reflexión para formar buenos lectores. Porque formar escritores es
otro cantar. Nadie enseña a escribir, salvo los buenos libros, leídos con la
aptitud y la vocación alertas. La experiencia de trabajo es lo poco que un
escritor consagrado puede transmitir a los aprendices si éstos tienen todavía
un mínimo de humildad para creer que alguien puede saber más que ellos. Para
eso no haría falta una universidad, sino talleres prácticos y participativos,
donde escritores artesanos discutan con los alumnos la carpintería del oficio:
cómo se les ocurrieron sus argumentos, cómo imaginaron sus personajes, cómo
resolvieron sus problemas técnicos de estructura, de estilo, de tono, que es lo
único concreto que a veces puede sacarse en limpio del gran misterio de la creación.
El mismo sistema de talleres está ya probado para algunos géneros del
periodismo, el cine y la televisión, y en particular para reportajes y guiones.
Y sin exámenes ni diplomas ni nada. Que la vida decida quién sirve y quién no
sirve, como de todos modos ocurre.
Lo
que debe plantearse para Colombia, sin embargo, no es sólo un cambio de forma y
de fondo en las escuelas de arte, sino que la educación artística se imparta
dentro de un sistema autónomo, que dependa de un organismo propio de la cultura
y no del ministerio de la educación. Que no esté centralizado, sino al
contrario, que sea el coordinador del desarrollo cultural desde las distintas
regiones del país, pues cada una de ellas tiene su personalidad cultural, su
historia, sus tradiciones, su lenguaje, sus expresiones artísticas propias. Que
empiece por educarnos a padres y maestros en la apreciación precoz de las
inclinaciones de los niños, y los prepare para una escuela que preserve su
curiosidad y su creatividad naturales. Todo esto, desde luego, sin muchas
ilusiones. De todos modos, por arte de las artes, los que han de ser ya lo son.
Aun si no lo sabrán nunca.
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