lunes, 14 de septiembre de 2020

BAJO EL RADAR, Richard Ford

 

Bajo el radar

Richard Ford

 

Mientras iban en su coche a cenar a casa de los Nicholson —hacía tiempo que no los invitaban—, Marjorie Reeves le dijo a su marido, Steven Reeves, que había tenido una aventura con George Nicholson (su anfitrión) un año atrás, pero que todo había terminado entre ellos y esperaba que no se pusiera furioso y lo superara.

En ese momento iban por Quaker Bridge Road, en el punto donde deja la Perkins Great Woods Road y comienza a bordear el embalse de Shenipsit, un lugar sombrío, de aguas tranquilas y oscuras, en las que se reflejaba el crepúsculo de aquel día de fines de primavera. A la derecha, sobre la tierra húmeda y apelmazada, había un tupido bosque de arbolillos jóvenes, hayas y alisos de hojas pálidas. Llegaba un croar de ranas procedente del embalse. Aún faltaban casi dos kilómetros para el desvío a Apple Orchard Lane.

Steven, al oír la noticia, comenzó a desviar lenta y muy cuidadosamente el coche —un Mercedes familiar color tabaco con faros amarillos—, salió de Quaker Bridge Road y se metió en el arcén de hierba húmeda a fin de asimilar aquella información antes de continuar.

Eran bastante jóvenes. Steven Reeves tenía veintiocho años. Marjorie Reeves era un año más joven. No eran ricos, pero habían tenido suerte. El trabajo de Steven en Packard-Wells era permanecer en la cúspide de un pequeño segmento de un segmento más grande de un sector de prefabricados bastante pequeño que servía a la industria automovilística, y donde cualquier repentina alteración —o incluso el rumor de alguna alteración— de ciertas fórmulas de enlaces de polímeros podía trastocar totalmente las pautas de demanda, y de ese modo afectar las líneas de riesgo y las zonas de seguridad de muchos clientes importantes. Su trabajo implicaba estudiar minuciosamente densas y esotéricas publicaciones de petroquímica industrial, asistir a seminarios técnicos y a convenciones de vendedores, y redactar detallados informes de la situación financiera, y todo ello sin perder de vista el mercado por el bien de los de arriba. Había estudiado con beca en Bates, luego hecho la carrera de química, era hijo único de una familia de pescadores de langostas, pobre, pero honrada, que vivía en Pemaquid, Maine, y le había ido bien. Sus jefes en Packard-Wells le apreciaban, se veían reflejados en él, y también veían en él cualidades personales que ellos nunca habían tenido en igual medida: la inexperiencia de un joven rubio y delgado que rozaba el candor, aunque con el respaldo de una gran prudencia, una inventiva no menos grande y una dedicación absoluta e inflexible. Era inteligente. Llevaba siete años en la empresa; era su primer empleo. Él y Marjorie llevaban casados dos años. No tenían hijos. Compraron el coche con la prima de Navidad, dos años atrás.

Cuando el coche se detuvo, Steven permaneció sentado un minuto con el motor en marcha; las luces color salmón del salpicadero le iluminaban la cara. La radio sonaba a bajo volumen: acabaron las noticias y se oyó un interludio para trompa. Por inercia, Steven apagó la radio y, con el mismo movimiento, el motor, por lo que los faros iluminaron en silencio la carretera rural vacía. Llevaban bajado el cristal de las ventanillas para que entrara el fresco aire de la primavera, y cuando se apagó el ruido del motor se oyeron los sonidos de la tarde. Las ranas. Alas de tordo batiendo en la maleza que había a pocos metros de distancia. El chasquido de algo que caía a poca distancia y golpeaba la invisible superficie del agua. Más allá del bosquecillo quedaba el oeste, y a través de los jóvenes árboles en penumbra el cielo era aún de un amarillo pálido a causa de los últimos rayos de luz del día, aunque en Quaker Bridge Road casi había oscurecido.

Cuando Marjorie dijo lo que acababa de decir, miraba al frente, hacia el luminoso sendero que en la oscuridad abrían los faros. Quizá había mirado a Steven una vez, pero tras decir lo que había dicho mantuvo las manos en el regazo y siguió mirando hacia delante. Era una chica mona, rubia, sin convicciones, de rasgos pequeños y más bien vulgares: nariz pequeña, orejas pequeñas, barbilla pequeña, aunque con una sorprendente sonrisa que hacía resaltar sus labios carnosos y ofrecía liberalmente a todo el mundo. Le gustaba achisparse un poco en las fiestas y bajar la voz y sentarse en una otomana estampada o en una mesita de madera nudosa con un vaso en la mano y enseñar demasiado las piernas o sus pequeños pechos. Se había criado en Indiana y estudiado arte en Purdue. Steven la conoció en Nueva York, en una fiesta, en una época en la que ella trabajaba para una empresa que hacía anuncios dirigidos a los niños para una importante fábrica de juguetes. A Steven le gustaron su melenilla corta, sus rasgos frágiles y menudos, su piel traslúcida y su voz un tanto ronca que la hacía parecer más sofisticada de lo que era, pero que a ella la convencía de serlo, y mucho. En su barrio, al este de Hartford, las mujeres que conocían a Marjorie Reeves la consideraban la típica putilla, y no creían que su matrimonio con el encantador Steven Reeves fuera a durar mucho. Su segunda esposa sería la definitiva. Marjorie no era más que un aperitivo.

Ella, sin embargo, no pensaba lo mismo, sino que le gustaban los hombres, y se sentía feliz y segura de sí misma con ellos, y asumía que Steven considerara que eso estaba bien, y que a la larga sería bueno para su carrera tener a una esposa guapa, alegre y de ideas liberales. Para hacerse notar, y a fin de demostrar que le interesaban los problemas sociales, Marjorie había entrado a trabajar como voluntaria en un centro para niños maltratados —lo que, en la práctica, significaba que eran todos negros— de Hartford. Fue en Hartford donde tuvo la oportunidad de encontrarse con George Nicholson y follar con él en un Red Roof Inn hasta que los dos se cansaron. Nunca volvería a ocurrir, opinaba ella, pues en un año no había vuelto a ocurrir.

Durante los dos minutos, o quizá cinco, que llevaban sentados en el arcén de Quaker Bridge Road en la tarde todavía fresca, con los ruidos de la primavera entrando y saliendo de la ventanilla abierta, Marjorie no había dicho nada, y Steven tampoco, aunque se dio cuenta de que no decía nada porque se había quedado sin habla. Y se dio cuenta de que quedarse sin habla significaba que no te venía a la cabeza nada que pareciera interesante después de lo que acababas de oír. Sabía que era un hombre inmaduro —en algunos aspectos, todavía un muchacho—, pero no estúpido. En Bates había asistido al curso del doctor Sudofsky acerca de Ulises, que le había proporcionado un sentido de la ironía y del humor y la certeza de que el conocimiento verdadero era un proceso espiritual, una búsqueda, no un almacenamiento de áridos hechos, algo muy parecido a la libertad y que sólo se experimentaba plenamente con la práctica. También había jugado al hockey, y sabía que el conocimiento y la agresividad eran una combinación sutil, sorprendente y poco común. Había buscado practicar ambas cosas en Packard-Wells.

Durante un breve y aterrador instante, en aquella semipenumbra fresca y acolchada, justo cuando comenzaba a experimentar lo que era quedarse sin palabras, Steven entró en un estado etéreo como si flotara, en el que empezó a temer que a lo mejor sería incapaz de volver a hablar; que algo (la fatiga laboral, el desconcierto y la tristeza que le había causado la confesión de Marjorie) le hacía distanciarse en aquel momento de la realidad y alejarse del presente, y que, de hecho, estaba comenzando a perder la cabeza y a volverse loco, por lo que corría el peligro de ponerse a parlotear como un chimpancé o de desplomarse lentamente contra la portezuela tapizada y no volver a hablar durante mucho, mucho tiempo —meses—, y que sólo con la ayuda de medicamentos sería capaz de balbucir frases sencillas que parecerían crípticas, y al final acabaría cuidándolo la familia de su madre, que vivía en Damariscotta. Un pensamiento terrible.

Y, para evitarlo —para salvar su vida y su cordura—, de pronto, dijo una palabra, la primera que se le ocurrió, en el interior de aquel coche iluminado por el crepúsculo en el que su esposa, junto a él, esperaba con evidente ansiedad su respuesta a su desdichada confesión.

Y, sin saber por qué, la palabra —la frase, en realidad— que pronunció fue «turbulencias al nivel del suelo». Formaba parte de algo que, según el hombre del tiempo, detectaba el radar meteorológico, y lo había oído en la televisión mientras se vestían para ir a cenar.

—¿Mmm? —dijo Marjorie—. ¿Qué has dicho? —Volvió su cara graciosa y de rasgos pequeños hacia él, de modo que sus pendientes de perla reflejaron una luz de procedencia desconocida. Llevaba un vestido de cóctel, verde y escaso, y zapatos de satén verdes que resaltaban sus tobillos increíblemente finos y sus pantorrillas bronceadas y sin medias. Llevaba en el pelo dos pequeños lazos verdes a juego. Emanaba de ella un olor dulce—. Sé que no esperabas esto, Steven —dijo—, pero pensé que tenía que decírtelo antes de llegar a casa de George. A casa de los Nicholson, quiero decir. Todo ha terminado. Nunca volverá a suceder. Te lo prometo. Nadie lo mencionará nunca. Es sólo que el año pasado, con la mudanza, no supe muy bien lo que me hacía. Lo siento.

Había formado una especie de aguja de campanario con las puntas de los dedos, como si se hubiera concentrado muchísimo para decir aquellas palabras. A continuación, serenamente, volvió a colocar las manos en su regazo color menta. Había comprado aquel vestido especialmente para aquella velada en casa de los Nicholson. Había pensado que a George le gustaría, y también a Steven. Apartó los ojos y exhaló un suspiro leve, pero perceptible. Fue entonces cuando los faros se apagaron automáticamente.

George Nicholson era un abogado que había estudiado en Yale, un tipo alto y fuerte, de pecho ancho y brazos peludos, que jugaba al squash y navegaba en su propio Hinckley 61, que tenía en un amarradero de Essex; a partir de los cincuenta años había empezado a desentenderse progresivamente de su bufete, uno de los más prestigiosos y caros de Hartford, para dedicar cada vez más tiempo a competir en deportes de raqueta y al esquí de alto nivel. En la universidad había sido compañero de habitación de uno de los socios de la empresa de Steven, y había «adoptado» a los Reeve cuando estos se mudaron a Hartford después de su boda. Los sábados, durante los seis primeros meses que los Reeve pasaron en Connecticut, Marjorie trabajaba como voluntaria con la esposa de George, Patsy, en el Mercadillo Espiscopaliano. George Nicholson le relató a Steven un memorable verano que pasó colocando trampas para langostas a gran profundidad con algunos viejos lobos de mar en Matinicus, Maine, lo cual le ayudó a madurar. Luego fue marine, y llevaba un desvaído tatuaje con el áncora, la bola del mundo y las cadenas en el antebrazo. Y luego se había follado a la esposa de Steven.

Decir algo, aunque fuera algo sin sentido, hizo que Steven experimentara un apesadumbrado y abatido alivio mientras permanecía silencioso en el coche junto a Marjorie, que aún tenía la vista al frente. Dos pensamientos habían comenzado a competir en su conciencia al reactivarse. Uno era claramente causado por la idea que tenía de George Nicholson. Lo consideraba un charlatán, pero también un hombre lleno de energía que había hecho fortuna a base de no permitir que nada se entrometiera en su camino. Cuando pensaba en George, siempre recordaba la historia de Matinicus, que le hizo acordarse de la época en que su padre y él colocaban trampas en algún lugar cercano a Monhegan. El hedor del cebo, las sacudidas del océano a finales de primavera, la consoladora monotonía de la costa, sólida y poblada de árboles, apenas visible a través de la neblina. Recorrer aquellos lugares con el pensamiento siempre le hacía admirar a George Nicholson de una manera vaga, y, por extraño que parezca, hacía que siguiera cayéndole bien, a pesar de todo.

El pensamiento que competía con el anterior era que formaba parte del carácter de Marjorie confesar cosas tremendas que, creía Steven, no podían ser ciertas: que un verano se había prostituido en Saugatuck; que había trabajado como bailarina de striptease cuando estaba en la universidad; que había tomado heroína; que había intervenido en robos a mano armada con su novio del instituto en Goshen, Indiana, de donde era natural. Cuando relataba estas rocambolescas historias, parecía confusa y asentía con la cabeza, como para corroborar que eran ciertas. Y ahora, aunque no creía que ninguna de esas historias fuese ni remotamente cierta, se daba cuenta de que no conocía en lo más mínimo a su mujer; y que, de hecho, el concepto de conocer a otra persona —la idea de la confianza, de la intimidad, del propio matrimonio—, aunque no era del todo una mentira, pues existía en alguna parte, aunque fuera sólo como una idea (en la vida de sus padres, al menos, aunque de manera marginal), era algo completamente obsoleto, pasado, algo que caracterizaba otra época, una época, por desgracia, desaparecida. Conocer a una chica, enamorarse, casarse, mudarse a Connecticut, comprar una puta casa, comenzar una vida con ella y pensar que realmente sabías algo de ella: la última parte era una absoluta ficción, y hacía que todo lo demás fuera un chiste. Por lo que sabía de ella, Marjorie podría haber sido una prostituta, y atracar supermercados, y disparar a la gente. Y, lo que era más, si le hubiera comentado algo de esto a ella, sentada junto a él y pensando que él nunca sabría la verdad, ella no habría entendido una palabra de lo que le decía, o, sencillamente, habría contestado: «Bueno, vale, está bien.» Steven Reeves pensaba que cuando la gente hablaba de hacer balance, no hablaba de dinero, hablaba de lo que eso significaba, de ese tipo de fatal ignorancia. El dinero —perderlo, ganarlo, gastarlo, acapararlo— no era más que un emblema, aunque un emblema bueno, de lo que estaba pasando allí y ahora.

En aquel momento, unos faros de coche doblaron una curva más allá de donde ellos estaban sentados. Las luces iluminaron sus caras blancas, con la vista al frente y en silencio. Las luces también iluminaron a un mapache que cruzaba la carretera procedente de la orilla del embalse, rumbo al bosque que estaba junto a ellos. El coche iba más deprisa de lo que se podría haber pensado. El mapache se detuvo para observar aquellas luces que se acercaban, y a continuación prosiguió hacia el carril opuesto y seguro. Pero entonces levantó los ojos y distinguió el coche de Steven y Marjorie detenido al borde de la carretera, silencioso en el oscuro atardecer. Y, al verlo, debió de decidir que estaría mucho mejor donde estaba antes, de modo que dio media vuelta para volver a cruzar Quaker Bridge Road hacia las frías aguas del embalse, y eso fue lo que provocó que el coche —que resultó ser una destartalada furgoneta Ford— lo atropellara y le hiciera girar como una peonza hasta que quedó inmóvil cerca del arcén contrario. «¡Yaaaa—jaaa—yupiiii!», gritó una estridente voz de hombre desde la cabina a oscuras de la furgoneta, y luego se oyó una carcajada procedente de otra voz de hombre.

Y a continuación reinó de nuevo el silencio. El mapache quedó tendido en la carretera, a veinte metros del coche de los Reeves. No se movía. Simplemente estaba allí.

—¡Qué barbaridad! —dijo Marjorie.

Steven no dijo nada, aunque ya no estaba sin habla. Sus ojos, de hecho, experimentaron alivio al fijarse en el cuerpo inmóvil del mapache.

—¿Hacemos algo? —dijo Marjorie. Se había inclinado unos centímetros hacia delante para estudiar al mapache a través del parabrisas. La luz menguaba tras las jóvenes y finas hayas que quedaban al oeste de donde se hallaban.

—No —dijo Steven. Ésta fue su primera palabra (exceptuando la frase que pronunció involuntariamente) desde que Marjorie le hizo aquella importante confesión cuando el coche aún corría.

Entonces Steven le pegó. Cuando lo hizo, no sabía que iba a pegarle, pero sí que quería hacerlo. Le pegó con el dorso de la mano, sin siquiera mirarla; le dio en plena cara, justo en la nariz. Y fuerte. En cierto modo, fue más un gesto que un golpe, aunque Steven entendió que era un golpe. Sintió la blanda punta de la nariz, y luego el cartílago, contra los duros huesos del dorso de los dedos. Nunca había pegado a una mujer, y jamás se le había ocurrido pegar a Marjorie; siempre que leía en los periódicos esos hechos, que sucedían en las tristes vidas de los demás, se decía que él sería incapaz de pegar a su mujer. Había pegado a otras personas, y otras personas le habían pegado, muchas veces: duros chavales de Maine en las pistas de hielo. Pero a las chicas no se les pegaba. Su padre siempre se lo dejó claro. Y también su madre.

—¡Oh, Dios mío! —fue todo lo que dijo Marjorie al recibir el golpe. Inmediatamente se llevó una mano a la nariz, pero, por lo demás, siguió sentada en silencio, al igual que Steven. A éste no se le había acelerado el corazón. Sólo le dolía un poco el dorso de la mano. Todo aquello era completamente nuevo. Steven tenía una marca de nacimiento color rosa justo donde acababa su patilla izquierda y comenzaba el trozo de cara que se afeitaba. Tenía una forma semejante a la del estado de Virginia Occidental. En aquel momento le pareció que la notaba. Que sentía un cosquilleo justo allí.

Lo cierto era que se sentía cada vez más aliviado, y que Marjorie, sentada estoicamente formando con la mano una pequeña tienda de campaña con la que cubrirse la nariz y mirando al frente, como si nada hubiera ocurrido, no le inspiraba la más mínima lástima. Steven pensaba que lloraría, desde luego. A veces lloraba: cuando se sentía desdichada, cuando él le hablaba en tono desabrido, cuando le iba a venir la regla. Llorar era algo normal. Aunque estaba claro que, para su mujer, el que le pegaran era una experiencia nueva. Y por ello provocó en ella una reacción nueva; o tal vez no fuera nueva, pero, que, de todos modos, exigía que echara mano de las reservas de energía, fuerza moral y dominio de sí misma normalmente reservadas para otras experiencias.

—Ahora no puedo ir a casa de los Nicholson —dijo Marjorie en tono casi paciente. Apartó la mano y se miró la palma, como si allí estuviera su nariz. Por supuesto, tal como pensaba, había sangre. Steven la oía respirar como si tuviera la nariz congestionada, y tenía que completar cada inspiración por la boca. Pero no lloraba. Entonces Steven se preguntó si realmente le había pegado, si no habría sido un mero pensamiento, un acto imaginado, pero no realizado.

Al punto desechó este pensamiento. Tenía que ir al grano, a las cuestiones esenciales. No debía perder el tiempo en cosas accesorias, superfluas. Le importaban un comino George Nicholson y los detalles de lo que habían hecho él y su mujer en algún motel de mala muerte. Marjorie nunca le dejaría por George Nicholson ni por nadie como él, y George Nicholson y los hombres como él —ricachones que se compraban un Hinckley— no lo echaban todo por la borda por una mujercilla sin importancia como Marjorie. Pensó en la nariz de su mujer, roja, hinchada, de la que manaba una sangre pegajosa que le manchaba la cara y goteaba sobre el vestido verde. No creía que estuviera rota. Las narices son resistentes. Y, naturalmente, había teléfono en el coche. No tenía más que llamar a sus anfitriones. Se imaginó la inmensa casa de los Nicholson, con tejado de tejamaniles blancos, una plazoleta brillantemente iluminada ante la fachada principal, donde acababa el curvo paseo para coches, los olmos originales, conservados con un gasto exorbitante, los focos a ras de suelo, la pista de tierra batida —donde todos habían jugado— tenuemente iluminada, la piscina climatizada, el Henry Moore en medio del jardín, a oscuras, en un lugar donde todos tropezaban con él. Se imaginó diciéndole a alguien —no a George Nicholson— que Marjorie estaba enferma, que había vomitado en el arcén.

Las cuestiones esenciales. Las cuestiones importantes que quería que ella dejara claras eran: ¿Lo sentía? (no recordaba que Marjorie había dicho que sí) y ¿Qué consecuencias tendrá esto en el futuro? Ésas eran las cuestiones que importaban.

De manera sorprendente, el mapache que había volado por el aire a causa del impacto de la furgoneta para a continuación quedar inmóvil, un bulto en la semipenumbra, había vuelto a la vida, y ahora intentaba arrastrarse con las patas delanteras, pues las traseras estaban inútiles, lejos de Quaker Bridge Road, y llegar al arcén cubierto de hierba, y desde ahí meterse en el sotobosque que bordeaba el embalse.

—¡Oh, por el amor de Dios! —dijo Marjorie, y volvió a llevarse la mano a la nariz ensangrentada. Veía los esfuerzos del mapache, y apartó los ojos.

—¿Es que no lo sientes? —dijo Steven.

—Sí —dijo Marjorie, aún tapándose la nariz, como si no pensara en el hecho de que se la estaba tapando. Steven se dijo que, probablemente, ya no le dolía tanto. No había sido un golpe demasiado fuerte—. Bueno, no —dijo.

Steven estuvo tentado de volver a pegarle —esta vez en la oreja—, pero no lo hizo. No supo muy bien por qué. Nadie lo sabría.

—¿En qué quedamos, pues? —dijo Steven, y por primera vez se sintió furioso. Lo que más le enfurecía, lo que más le había irritado toda la vida, era encontrarse en una situación en la que todo lo que hiciera estuviera mal, donde no existiera la opción de hacer algo acertado. Y aquella le parecía una de esas situaciones—. ¿En qué quedamos? —dijo de nuevo furioso—. ¡Venga! —Debería llevarla a casa de los Nicholson, pensó, con la nariz hinchada, los labios ensangrentados, el rostro congestionado, y dejar que se enfrentara a la situación. O dejarla fuera de la casa, sentada en el coche, o hacerla caminar los casi veinte kilómetros que había hasta casa. A lo mejor George saldría y la llevaría en su Rover. Pero eso no eran más que pensamientos—. ¿En qué quedamos? —dijo por tercera vez. Se aferraba a esas palabras, a ese fragmento de estéril curiosidad.

—Lo sentía cuando te lo conté —dijo Marjorie, muy serena. Bajó la mano que tenía en la nariz y la puso en el regazo. Uno de los lacitos verdes que llevaba en el pelo estaba ahora sobre su hombro desnudo—. Aunque no mucho —dijo—. Sólo lo sentía porque tenía que decírtelo. Y ahora que te lo he dicho, y me has pegado en la cara, y, probablemente, me has roto la nariz, no lamento nada… excepto eso. Aunque sí siento haberme casado contigo, cosa que remediaré en cuanto pueda. —Todavía no lloraba—. Y ahora, como gesto de que queda algo bueno en ti, ¿quieres salir y hacer lo que puedas para ayudar a esa pobre criatura herida que esos patanes cabronazos han mutilado con su mierda de furgoneta, y de la que luego, porque son un montón de mierda y viles formas de humanidad degradada, se han reído? ¿Puedes hacer eso, Steven? ¿Es algo que está a tu alcance?

Sorbió con fuerza por la nariz, y a continuación emitió un breve y profundo gemido de derrota. Con la nariz congestionada, su voz pareció más nasal, incluso más del Medio Oeste.

—Siento haberte pegado —dijo Steven Reeves, y abrió la portezuela del coche.

—Lo sé —dijo Marjorie con voz carente de emoción—. Y lo sentirás aún más.

Cuando Steven cruzó la carretera vacía, vestido con su traje color tabaco, y llegó hasta donde el golpe había lanzado al mapache, éste había desaparecido. En la rugosa superficie de la carretera sólo distinguió un pequeño charco de sangre oscura que hubiera podido pasar por una mancha de aceite. El mapache no estaba. Haciendo acopio de sus últimas reservas de voluntad salvaje e irreflexiva, había encontrado fuerzas para arrastrarse hacia la maleza para morir. Steven escrutó la oscura franja de matorrales y zarzas que separaba la carretera del embalse. Reinaba un gran silencio. Creyó haber oído un susurro en la maleza, y pensó que podría tratarse de un animal, un animal que se acomodaba sobre la suave hierba que crecía en la húmeda tierra para adentrarse en el sueño eterno. En algún lugar del lago oyó la voz de una mujer joven, una risa muy clara. A lo lejos se cerró la portezuela de un coche. Y luego otro tipo de puerta, una puerta mosquitera, se cerró de un golpe. Y luego un hombre dijo: «¡Oh, no, oh-jo-jo-jo-jo, no!» Se encendió una lucecilla blanca a lo lejos, al otro lado del embalse, en un lugar donde pensaba que no había ninguna casa. Se preguntó cuánto tardarían en dejar de importarle sus sentimientos de cólera. Pensó por un momento en por qué Marjorie le había hecho aquella confesión precisamente entonces. Parecía tan raro…

Entonces oyó que su coche se ponía en marcha. El ruido metálico apagado del Mercedes diesel. De repente, se encendieron los faros y le alumbraron. Al instante sonó la música a gran volumen. Se volvió justo a tiempo para ver la agraciada cara de Marjorie, iluminada, al igual que lo había estado la suya, por la luz salmón del salpicadero. Vio las puntas de los dedos de su mujer sobre el arco del volante, oyó el acelerón del motor. En el bosque observó un extraño resplandor que avanzaba a través de los árboles, algo amarillo, algo procedente de la tierra húmeda, una neblina, un vapor, algo que podía ser mágico. Un olor dulce impregnó el aire. Las ranas dejaron de croar. Y entonces todo acabó.

 

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