Un
hombre enfundado
Anton Chejov
–
I –
En un extremo de la
aldea Mironositsky, en la porchada del alcalde Prokofy, se habían instalado
para pasar la noche dos cazadores llegados al pueblo mucho después de
anochecer: el veterinario Iván Ivanovich y el maestro de escuela Burkin.
Iván Ivanovich tenía
un donoso apellido: Chimcha-Guimalaysky, cuya pomposidad estaba en
contradicción con la modestia de su persona. En toda la comarca se le llamaba,
sencillamente, Iván Ivanovich. Vivía no lejos de la ciudad, en una hermosa
finca, donde se dedicaba a la cura de las enfermedades equinas. Aquel día había
salido de casa para airearse un poco.
Burkin vivía en la
ciudad; pero pasaba todas las vacaciones de verano en la finca del conde P…, y
era también muy conocido en la comarca.
Ni uno ni otro podían
dormirse.
Iván Ivanovich, alto,
enjuto, entrado en años, canoso, bigotudo, fumaba su pipa sentado junto a la
puerta abierta de la porchada. La luz de la Luna le daba de lleno en el rostro.
Burkin yacía sobre un montón de heno, en el fondo del aposento, sumergido en la
oscuridad.
Hablaban de la
alcaldesa, Mavra, una mujer fuerte y despejada, que no había salido en toda su
vida de la aldea y no había visto nunca la ciudad ni el ferrocarril. Hacía
algunos años que sólo salía a la calle por la noche.
– No tiene nada de
extraño -dijo Burkin-. Hay entre nosotros mucha gente que ama la soledad y que
se complace en permanecer siempre en su concha, como los caracoles. Acaso se
trate de un atavismo, de un retorno a la época en que nuestros ascendientes aún
no eran animales sociables y vivían aislados en sus cavernas. Quizás sea ésa
una de tantas variedades de la naturaleza humana. ¡Quién sabe! Yo no me dedico
al estudio de las Ciencias Naturales, y no tengo la pretensión de resolver
tales problemas. Quiero decir tan sólo que hay mucha gente como esa pobre
Mavra. Hará unos dos meses murió en la ciudad un tal Belikov, compañero mío de
profesorado en el Liceo, donde explicaba griego. Habrá usted oído hablar de él.
Llegó a adquirir, por sus costumbres, cierta celebridad. Siempre, aunque
hiciera un tiempo espléndido, llevaba chanclos, paraguas y un abrigo con forro
de algodón. Se diría que todas sus cosas estaban enfundadas: cubría su paraguas
una funda gris, llevaba el cortaplumas en un estuchito, hasta su rostro, que
ocultaba casi por entero el cuello de su abrigo, parecía enfundado también.
Llevaba siempre gafas ahumadas, chaleco de franela y unos tapones de algodón en
los oídos. Cuando tomaba un coche hacía al cochero levantar la capota. En fin,
procuraba siempre envolverse en algo que le ocultase, meterse, por decirlo así,
en una funda, para aislarse, separarse del mundo entero, defenderse de las
influencias exteriores. Era esto en él una tendencia apasionada, irresistible.
La vida real lo irritaba, lo asustaba, le inspiraba una angustia constante.
Quizás para justificar este odio, este miedo a cuanto lo rodeaba, siempre
estaba haciéndose lenguas de las excelencias del pasado, encomiando las cosas
que no existían en realidad. El griego que explicaba era para él también como
unos chanclos o un paraguas con que se defendía de la vida real. «¡Qué sonora,
qué melodiosa es la lengua griega!» -decía con voz suave.
Y en apoyo de su
afirmación guiñaba un ojo, levantaba el dedo y pronunciaba: «¡Antropos!»
Belikov procuraba
enfundar asimismo su pensamiento. Lo único comprensible y claro para él eran
las circulares gubernativas en que se prohibía algo y los artículos
periodísticos en que se aplaudían las prohibiciones. Cuando una circular
prohibía a los colegiales salir a la calle después de las nueve de la noche o
cuando un artículo periodístico tronaba contra la ligereza de las costumbres,
la cosa para él era clara, indiscutible: ¡Está prohibido, y se acabó! Pero
cuando leía que se autorizaba esto o lo otro, veía en ello algo sospecho y
extraño. Si las autoridades de la ciudad concedían autorización para abrir un
círculo de artistas-aficionados, una biblioteca, un «club», sacudía tristemente
la cabeza y decía:
– Claro, todo eso
está muy bien; pero… temo las consecuencias.
Toda infracción de
las reglas establecidas; toda desviación del camino trazado por las circulares,
lo ponían triste y perplejo, aunque se tratase de asuntos en los que él no
tuviese para qué inmiscuirse. Si alguno de sus colegas llegaba con retraso a
misa o no se conducía en absoluta conformidad con las reglas establecidas; si
alguna profesora se paseaba de noche en compañía de un joven, Belikov parecía
presa de profunda angustia y le decía a todo el mundo, con trágico acento, que
aquello acabaría mal. En los consejos pedagógicos aburría a sus colegas con sus
interminables temores y aprensiones, con su prudencia exagerada, con sus
lamentaciones acerca de la juventad escolar, que, según él, se conducía muy mal,
hacía demasiado ruido.
– Eso puede tener
consecuencias enojosas -decía lleno de espanto-. Si las autoridades se enteran
de la mala conducta de los colegiales…, ¿comprenden ustedes?… Acaso conviniera
expulsar del colegio a Petrov y a Egorov, para que no contaminasen con su mal
ejemplo a los demás…
Parecerá inverosímil;
pero sus suspiros constantes, sus lamentaciones, sus gafas oscuras sobre el
rostro menudo y pálido de animalejo espantado ejercían una influencia
deprimente en sus colegas, que acababan por dejarse convencer: se castigaba a
Petrov y a Egorov, y, a la postre, se los expulsaba.
Belikov visitaba con
frecuencia a sus colegas. Llegaba, se sentaba y, sin decir palabra, miraba
alrededor como buscando algo sospechoso. Permanecía así una o dos horas, y se
iba. A aquello lo llamaba «mantener buenas relaciones con sus compañeros». Se
advertía que tales visitas le desagradaban; pero las consideraba un deber. Sus
colegas le tenían miedo. Hasta el director del colegio se lo tenía. La mayoría
de los profesores eran personas inteligentes, honorables, de ideas progresivas,
de espíritu cultivado por la lectura de los mejores escritores, y, sin embargo,
aunque parezca absurdo, aquel hombrecillo, que siempre llevaba chanclos y
paraguas, ejercía un gran influjo sobre ellos, y durante quince años fue el amo
absoluto del colegio. ¡Y no solo del colegio, de toda la ciudad! Las señoras no
se atrevían a celebrar en su casa funciones teatrales las vísperas de fiesta,
por temor a Belikov; los curas no se atrevían a jugar a la baraja delante de
él. Bajo su influjo, los habitantes de la ciudad no se atrevían a nada. Todo
les daba miedo. Les daba miedo hablar en voz alta, escribir cartas, trabar
nuevas relaciones, leer libros, socorrer a los pobres, enseñarles las primeras letras
a los analfabetos.
– II –
Burkin tosió, hizo
una corta pausa, encendió su pipa apagada, miró a la Luna y continuó:
– Sí, todos éramos
personas instruidas, inteligentes, que habíamos leído a Turguenef, a Tolstoi, a
Bucles, etc., y, sin embargo, nos inclinábamos ante Belikov. Hay cosas
extrañas…Vivía en la misma casa que yo y en el mismo piso. Nos veíamos con
frecuencia, y yo conocía su vida íntima. En su casa se mantenía igualmente fiel
a sus costumbres. Vestía siempre una bata y se tocaba con un gorro. No abría
nunca los postigos de las ventanas, y tenía las puertas cerradas con
innumerables cerrojos. Y él mismo sometíase a restricciones, a prohibiciones,
temeroso de consecuencias enojosas. Los días de ayuno no comía nada de lo
prohibido por la Iglesia y se contentaba con pescado; no tenía criada, por
temor a que le achacasen relaciones íntimas con ella; un viejo sesentón,
borracho y tímido, le guisaba y le hacía todos los servicios domésticos. Se
llamaba Afanasy. Solía permanecer horas y horas a la puerta de la habitación de
Belikov cruzadas las manos sobre el pecho y murmurando cosas como la siguiente:
– ¡Dios mío, cuánta
gente sospechosa hay!
Y al decir esto
lanzaba un gran suspiro.
La alcoba de Belikov
era pequeñísima, y el profesor parecía en ella guardado en una caja. Cuando se
acostaba tapábase hasta la cabeza con la sábana. Hacía calor; silbaba fuera el
viento; se oía en la cocina gruñir y suspirar a Afanasy. Y Belikov, bajo la
sábana, tenía miedo. Tenía miedo de Afanasy, a quien se le podía ocurrir la
idea de matarle; tenía miedo de los ladrones. Toda la noche lo atormentaban
pesadillas. Por la mañana llegaba al colegio, sombrío y pálido. El colegio, con
sus centenares de alumnos y sus numerosos profesores, le daba miedo: hubiera
preferido continuar solo, encerrado en su concha.
– ¡Dios mío, qué
ruido! -decía para justificar su mal humor-. ¡Esto es abominable!
Cosa asombrosa,
inverosímil: ¡aquel hombre enfundado estuvo una vez a punto de casarse!
Burkin hizo una nueva
pausa, se envolvió en una nube de humo y prosiguió:
– ¡Sí, como lo oye
usted, a punto de casarse!
– ¡No, usted bromea!
-contestó Iván Ivanovich.
– ¡Palabra de honor!
Mire usted cómo fue. Un día llegó a la ciudad un nuevo profesor de Geografía e
Historia, un tal Mijail Savich Kovalenko. Lo acompañaba su hermana, llamada
Vasia. Eran de origen ucranio; el hermano era un mocetón, joven aún, muy
moreno, con unas manos enormes; sólo con mirarle se adivinaba que tenía voz de
bajo, y, en efecto, cuando hablaba, su voz parecía salir de un tonel vacío:
«bu-bu-bu…» La hermana era mayor, de unos treinta años, también muy alta,
morena, de ojos negros, de mejillas sonrosadas; en fin, una muchacha muy
apetitosa. Hablaba por los codos, era muy risueña, cantaba canciones ucranias.
Daba gusto oír su risa franca y alegre: ¡ja, ja, ja!
Conocimos a los
Kovalenko en un baile que dio el director del colegio con motivo de su cumpleaños.
Entre los profesores de aspecto severo, que se conducían incluso en los bailes
como si cumpliesen un penoso deber, aquella señorita parecía una Afrodita,
surgida de las espumas del mar. Reía, bailaba, animaba el salón con la música
de su voz sonora. Nos cantó algunas canciones ucranias. En fin, nos encantó a
todos, sin exceptuar a Belikov. El profesor se sentó junto a ella y le dijo,
con una sonrisa suave:
– La lengua ucrania,
por su sonoridad y su melodía, se parece a la lengua griega.
Aquello halagó a
Varenka, que empezó a hablarle,con énfasis y entusiasmo, de su casa en Ucrania;
de su madre, que vivía allí; de las sandías, de los pepinos y de otras
exquisiteces que se criaban en su huerto. No se criaban por aquí cosas tan
exquisitas.
– ¡Y si viera usted
qué magnífica sopa de legumbres comemos en nuestra bella Ucrania!
Oyendo su
conversación se nos ocurrió a todos, de pronto, la misma idea:
– ¡Y si los
casáramos! -me dijo, por lo bajo, la mujer del director.
Diríase que hasta
aquella noche no habíamos parado mientes en el celibato de Belikov. Estábamos
asombrados de no haber pensado hasta entonces en aquel aspecto de su vida
íntima. ¿Qué opinión tendría de la mujer? ¿Cómo resolvería tan grave problema?
Hasta aquel momento no nos habíamos hecho tales preguntas, acaso creyendo
imposible que un hombre que llevaba en todo tiempo clanclas y se ocultaba
temeroso en su concha pudiera enamorarse.
– Hace mucho tiempo
que él ha pasado de los cuarenta; ella tiene treinta años -añadió la
directora-. Creo que se casaría con él muy gustosa.
¡Dios mío, cuántas
tonterías, cuántas estupideces se hacen en provincias sólo para pasar el rato;
cuántas cosas inútiles, y a veces absurdas, se inventan sin otra razón que no
tener qué hacer! ¿Cómo demonios se nos ocurrió la idea de casar a Belikov, a
quien ni siquiera se podía uno imaginar en el papel de marido, de padre de
familia? Y no obstante, todo el mundo se aplicó con ardor a la realización del
proyecto. La directora, la inspectora y las mujeres de los profesores se animaron
de pronto, y hasta se embellecieron, como si hubieran encontrado súbitamente un
ideal que llenase su vida.
Algunos días después
la directora tomó un palco en el teatro e invitó a Belikov y a Varenka.
Varenka, haciéndose aire con el abanico, parecía feliz, alegre; él estaba tan
abatido y asustado, que diríase que acababa de ser sacado de su casa a tirones.
Transcurridas algunos
días más las señoras se empeñaron en que yo diese un baile en mi casa e
invitase a Belikov y a Varia.
Habíamos adquirido la
certidumbre de que Varenka se casaría gustosísima con Belikov, con tanto más
motivo cuanto que no era muy feliz en casa de su hermano, que era un buen
muchacho, pero tenía la manía de discutir acerca de todo. Hermano y hermana se
pasaban la vida entregados a acaloradas discusiones, que ni en la calle
interrumpían. He aquí, por ejemplo, una escena: Kovalenko, el mocetón robusto,
engalanado con una camisa ucrania bordada, desbordante bajo el sombrero la
espesa cabellera, marchaba junto a su hermana, en una mano un paquete de
libros, en la otra un grueso bastón, espanto de los perros. Ella también
llevaba en la mano unos libros.
– Pero, Miguelito,
estoy segura de que no has leído ese libro. ¡Te juro que no lo has leído!
-decía ella en voz tan alta, que se le oía desde la otra acera.
– ¡Y yo te digo que
lo he leído! -gritaba el hermano, golpeando el suelo con el bastón.
– ¡Dios mío, no
comprendo por qué te enfadas, Miguel! No es una discusión de principios, y
debías oírme con calma.
– ¡Pero si estoy
diciéndote que no he leído ese libro y tú te emperras en lo contrario!…
En casa ocurría lo
mismo: disputaban, gritaban, se enfadaban, sin que la presencia de personas
extrañas los contuviese.
Era muy natural que a
Varia la aburriese una vida así. Soñaba con fundar un hogar propio. Además,
como ya no era joven, casi había perdido la esperanza de casarse, y aceptaría
el matrimonio con cualquiera, aunque fuera con Belikov.
Lo cierto es que se
mostraba propicia a nuestro proyecto, y dejaba hacer…
Belikov no cambiaba.
Visitaba de cuando en cuando a Kovalenko, como a todos sus demás colegas. Se
pasaba horas enteras sin decir esta boca es mía. Varenka le cantaba canciones
ucranias, lo miraba soñadoramente con sus grandes ojos negros, y a veces prorrumpía
en alegres carcajadas:
– ¡Ja, ja, ja!
En empeños de amor,
sobre todo cuando hay en ellos miras matrimoniales, la sugestión juega un gran
papel. Todos los profesores y las señoras dieron en la flor de asegurarle a
Belikov que debía casarse, que no le quedaba otro refugio que el matrimonio; lo
felicitábamos, le hablábamos de la necesidad de crear un hogar. Además, Varenka
era bastante guapa, inteligente, de buena familia; poseía en Ucrania una
finquita. Luego, era la primera mujer que le había manifestado algún cariño, lo
que lo conmovió, le hizo perder la cabeza y lo decidió a casarse.
– Aquél era el
momento indicado para despojarle de los chanclos y el paraguas -dijo Iván
Ivanovich.
– Eso era imposible,
como va usted a ver. Pero déjeme contárselo todo… Pues bien: Belikov colocó
sobre su mesa el retrato de Varenka. Solía visitarme para hablar de ella, de la
vida de familia, de la extrema importancia del matrimonio. Casi diariamente iba
a casa de los hermanos Kovalenko; pero no cambió en nada sus costumbres. Por el
contrario, su decisión de casarse ejerció sobre él una influencia funesta. Se
puso más delgado y más pálido y parecía aún más metido en su funda.
– Bárbara Savichna me
gusta -me decía con su leve sonrisa enfermiza-. Harto se me alcanza que todo
hombre debe casarse; pero…, mire usted, todo esto es para mí una gran sorpresa;
todo ha sucedido de un modo tan inesperado… Hay que pensarlo mucho antes de dar
ese paso decisivo…
– ¿Para qué pensarlo?
-le respondía yo- ¡Cásese usted, y asunto concluido!
– No; el matrimonio
es un acto demasiado grave. Ante todo, hay que pesar bien todos los deberes que
lleva consigo, todas las responsabilidades… De lo contrario, son de temer
consecuencias enojosas… Esto me inquieta de tal modo, que casi no duermo…
Además, se lo confieso a usted, tengo un poco de miedo. Ella y su hermano son
de una manera de pensar especial… Basta oír sus discusiones… Son demasiado
vivas, demasiado violentas… Si me caso con ella, tal vez tenga disgustos.
¡Quién sabe!
Y no se declaraba a
Varenka, demorando la declaración todos los días, lo que enojaba mucho a la
directora y a nuestras señoras. Seguía siempre reflexionando, sobre los deberes
y las responsabilidades que lleva consigo el matrimonio. Sin embargo, se
paseaba todos los días con Varenka, acaso considerándolo un deber en su
situación. Y todos los días venía a mi casa para hablar más y más de la
iniportancia del paso que se disponía a dar. Probablemente hubiese acabado por
decidirse y se hubiera declarado a Varenka, contrayendo uno de esos matrimonios
estúpidos, insensatos, ¡que son tan frecuentes!, si no hubiera sobrevenido un
escándalo colosal, como dicen los alemanes.
Conviene advertir que
el hermano, Kovalenko, aborrecía a Belikov desde que le fue presentado. «No
concibo -decíanos, encogiéndose de hombros- cómo pueden ustedes soportar a este
espía, a este tipo repugnante. Es más: no comprendo cómo pueden ustedes vivir
en esta madriguera, respirando esta atmósfera densa, maloliente. Este colegio
no es una institución de instrucción pública; más bien parece un puesto de
policía… No; yo no puedo continuar aquí. Tendré paciencia una temporada y luego
me marcharé a mi Ucrania, donde pescaré con caña y les enseñaré a leer y a
escribir a los hijos de los campesinos, dejándolos a ustedes aquí en compañía
de Judas Belikov. ¡Dios mío, qué tipo!
Algunas veces me
preguntaba con tono de enojo: «¿Quiere usted decirme a qué viene a mi casa?¿Qué
se le ha perdido allí? Llega, se sienta y permanece horas enteras mirando en
torno suyo y sin decir palabra. ¡Es una cosa insoportable!»
Naturalmente,
evitábamos hablarle del matrinionio que su hermana se disponía a contraer con
Belikov. Y cuando la directora le insinuó que convendría casar a su hermana con
un hombre tan serio y respetable como Belikov, frunció las cejas y gruñó: «Eso
no me incumbe. Que se case, si quiere, con una serpiente. No me gusta meterme
en lo que no me importa.»
Y mire usted lo que
pasó. Un caricaturista misterioso hizo la siguiente caricatura: Belikov, con
chanclos, los pantalones remangados y el paraguas en la mano, se pasaba del
brazo de la señorita Kovalenko; debajo había una leyenda que decía: «Antropos,
enamorado.» Era un dibujo muy bien hecho, y el retrato de Belikov había salido
admirablemente. El caricaturista envió a todos los profesores del colegio y del
Liceo de señoritas y a no pocos empleados del Estado sendos ejemplares de su
obra, para la que debió de trabajar muchas noches.
Naturalmente, Belikov
recibió también un ejemplar. La caricatura le produjo malísima impresión.
Era el día 1º de
mayo, y domingo. Habíamos organizado una excursión de todo el colegio al bosque
vecino. Estábamos todos citados a la puerta del centro docente. Salí de casa en
compañía de Belikov, que estaba lívido, abatido, sombrío, como una nube de
otoño.
– ¡Qué gente más mala
hay! -me dijo.
Sus labios temblaban
de cólera. Lo miré y me dio lástima.
Seguimos nuestro
camino y vimos de pronto aparecer, montados en bicicleta, a Kovalenko y a su
hermana. Varenka avanzaba risueña, la faz enrojecida.
– ¡Nos dirigimos
directamente al bosque! -nos gritó. ¡Qué hermoso día!, ¿eh? ¡Qué delicia!
Momentos después se
habían perdido de vista.
Belikov se había
puesto como un tomate y parecía petrificado de asombro. Se había detenido y me
miraba fijamente.
– ¿Qué significa
esto? -me preguntó-. ¿Acaso los ojos me han engañado? ¿Es propio de un profesor
y de una mujer pasearse en bicicleta?
– ¿Por qué no? -le
dije-. Si les gusta…
– ¡Cómo! -gritó
asombrado de mi tranquilidad-. ¿Qué dice usted?
Estaba tan dolorosamente
sorprendido, que no quiso tomar parte en la excursión y se volvió a su casa.
Al día siguiente no
hacía más que frotarse las manos nerviosamente y temblar. Se advertía que no
estaba bueno. Se fue del colegio sin acabar de dar sus lecciones, cosa que no
había hecho en su vida.
Ni siquiera comió
aquel día. Al atardecer se vistió muy de invierno, aunque hacía buen tiempo, y
se fue a casa de Kovalenko.
Varenka no estaba en
casa, y lo recibió el hermano.
– Siéntese usted -lo
invitó Kovalenko, frunciendo las cejas.
Acababa de levantarse
de dormir la siesta, y estaba de mal humor.
Belikov se sentó.
Durante diez minutos uno y otro guardaron silencio. Al cabo, Belikov se decidió
a hablar:
– Vengo a verlos a
ustedes -dijo, -para desahogar un poco mi corazón. Sufro mucho. Un señor sin
decoro acaba de hacer una caricatura contra mí y contra una persona que nos
interesa a ambos. Le aseguro a usted que yo no he hecho nada que justifique esa
abominable caricatura. Me he conducido siempre, por el contrario, como debe conducirse
un hombre bien educado…
Kovalenko no
respondía. Seguía malhumorado, y no manifestaba el menor deseo de sostener la
conversación.
Tras una corta pausa
continuó Belikov, con voz débil y triste:
– Quiero, además,
decirle a usted otra cosa… Yo hace tiempo que estoy al servicio del Estado como
pedagogo, mientras que usted acaba de empezar su servicio. Y creo de mi deber,
en calidad de colega más viejo, hacerle a usted una advertencia: usted se pasea
en bicicleta, y eso no es nada propio de un educador de la juventud…
– ¿Por qué razón?
– ¿Acaso hacen falta
razones? Me parece que es una cosa harto comprensible. Si un profesor se pasea
en bicicleta, ¿qué no podrán hacer los discípulos? ¡Podrán andar cabeza abajo!
Además, puesto que no está permitido por las circulares, no se debe hacer… Ayer
me horroricé al verle a usted en bicicleta…, y, sobre todo, al ver a su hermana
de usted. Una mujer o una muchacha, en bicicleta, es un horror, un verdadero
horror…
– Bueno, ¿y qué
quiere usted?
– Sólo quiero
advertirle. Es usted joven todavía y debe pensar en su porvenir. Debe usted
conducirse con suma prudencia, y, sin embargo, hace usted cosas… Lleva usted
camisa bordada en vez de plastrón, se le ve siempre por la calle cargado de
libros… Ahora esa bicicleta… El señor director se enterará de que usted y su
señora hermana se pasean en bicicleta, y después se sabrá, de seguro, en el
ministerio… Son de temer consecuencias muy enojosas…
– ¡El que yo y mi
hermana nos paseemos en bicicleta no le importa a nadie más que a nosotros!
-dijo Kovalenko, rojo de cólera- ¡Y si alguien se permite intervenir en
nuestros asuntos, lo enviaré a todos los diablos! ¿Ha comprenclido usted?
Belikov palideció y
se levantó.
– Si me habla usted
en ese tono, no puedo continuar la conversación -dijo-. Además, le suplico que
no hable así nunca, en mi presencia, de las autoridades. ¡Debe usted respetar a
las autoridades!
– ¡Pero si no he
dicho una palabra de ellas! -exclamó Kovalenko-. ¡Déjeme usted en paz! ¡Soy un
hombre honrado y me molesta hablar con un señor como usted. Detesto a los
espías.
Belikov empezó, con
mano nerviosa, a abotonarse. En su faz se pintaba el horror. Era la primera vez
que se le decían cosas semejantes.
– Puede usted decir
lo que le dé la gana -contestó, saliendo-. Pero debo prevenirle: alguien puede
haber oído nuestra conversación, y para que no la interprete mal y no haya
consecuencias enojosas que lamentar, creo mi deber contárselo todo al señor
director.
– ¿Quieres
denunciarme, canalla? ¡Muy bien, largo!
Hablando así, Kovalenko
asió a Belikov por la nuca, y lo empujó con tanta fuerza, que lo hizo caer y
rodar por las escaleras. Como eran altas y muy pinas, el pobre profesor de
Griego llegó abajo molido. Lo primero que hizo al levantarse fue echarse mano a
las narices para convencerse de que no se le habían roto las gafas. Luego, de
pronto, vio al pie de la escalera a Varenka con otras dos damas; lo habían
visto rodar, lo cual era para él lo más terrible: hubiera preferido
descalabrarse o romperse ambas piernas a la perspectiva de ser objeto de las
zumbas de toda la ciudad. ¡Todo el mundo se enteraría de que Kovalenko lo había
tirado por las escaleras! Todos lo sabrían: el director, las autoridades. Se le
haría otra caricatura, la gente se burlaría de él. Aquello acabaría muy mal: se
vería obligado a dimitir. ¡Qué desgracia, Señor!
Varenka, viéndolo
mohino, la ropa en desorden, lo miraba sin comprender lo que había sucedido.
Creyendo que su caída había obedecido a un traspiés, prorrumpió en carcajadas
alegres y sonoras:
– ¡Ja, ja, ja!
Aquella hilaridad
ruidosa fue el remate de todo: de los proyectos matrimoniales de Belikov y de
la propia existencia del profesor.
Belikov ya no oyó ni
vio nada.
Llegó a su casa,
quitó de encima de la mesa el retrato de Varenka, se acostó y no volvió a
levantarse.
Tres días después
vino a mi casa su criado Afanasy y me dijo que era necesario ir a buscar un
médico pues su amo parecía gravemente enfermo.
Fui a ver a Belikov.
Estaba acostado bajo el baldaquino, tapado con la colcha, y guardaba silencio.
Todos mis intentos de hacerle hablar fueron vanos: sólo contestaba con síes o
noes. Afanasy, junto a la cama, suspiraba sin cesar y exhalaba un fuerte olor a
vodka.
Un mes después
Belikov falleció.
Le hicimos un
entierro solemne. Formaban el cortejo fúnebre escolares de todas las escuelas
de la ciudad. En el ataúd, la expresión de su faz era suave, casi alegre:
diríase que le complacía verse, al cabo, metido en un estuche del que ya no
saldría nunca. ¡Había realizado su ideal!
Como para halagarle, el
tiempo, el día del entierro, fue sombrío, lluvioso, y llevábamos todos chanclos
y paraguas.
Varenka asistió al
entierro; cuando se colocó el ataúd en la tumba vertió algunas lágrimas.
Mirándola, me percaté de que las mujeres ucranias, o ríen como locas, o lloran:
su humor nunca es tranquilo, sereno.
Confieso que enterrar
a gente como Belikov constituye un gran placer. Aunque al volver del cementerio
se pintaba en nuestros semblantes la tristeza, como es de rigor en ocasiones
semejantes, aquello era una máscara que ocultaba nuestro contento; todos nos
sentíamos muy felices, como en nuestra infancia, cuando las personas mayores se
ausentaban y nos dejaban por algunas horas o por algunos días en plena
libertad. ¡Ah, la libertad! ¡Qué tesoro! Sólo una ligera alusión a la libertad,
la vaga esperanza de ser libres, da alas a nuestra alma.
Sí; volvimos del
cementerio de muy buen humor, esforzándonos en ocultarlo.
Los días se
deslizaron. La vida siguió su curso habitual: aquella vida severa, fatigosa,
estúpida, entorpecida por toda suerte de prohibiciones, privada de libertad. La
muerte de Belikov no la hizo más fácil; Belikov había muerto; pero ¡cuántos
hombres enfundados existían aún sobre la Tierra y habían de existir durante
mucho tiempo!
– Es verdad -dijo
Iván Ivanovich-. Sobre todo, entre nosotros no faltan.
– ¡Y no será fácil
desembarazarse de ellos!
Burkin salió de la
porchada. Era un hombrecillo grueso, completamente calvo, con una gran barba
negra que le llegaba hasta cerca de la cintura. Dos perros de caza salieron
tras él.
– ¡Qué Luna! -dijo
mirando al cielo.
Era ya media noche. A
la derecha, bajo la blancura lunar, se extendía la aldea; la calle, de cerca de
cinco kilómetros, se perdía en la distancia. Todo estaba sumido en un sueño
dulce y profundo. Nada se movía, no se oía el menor ruido. Parecía increíble
que un silencio tal pudiera existir en la Naturaleza.
Cuando en una noche
de luna se contempla la ancha calle aldeana con sus casas y sus montones de
trigo, una gran serenidad envuelve el alma. En su reposo, hundida en la noche,
la aldea, olvidadas sus penas, cuidados y dolores, se reviste de un suave
encanto melancólico; las estrellas la miran con cariño; diríase, en tales
momentos, que no existe el mal sobre la tierra, que todo es en ella bienandanza.
A la izquierda, al
extremo de la aldea, comenzaba el campo, cuya amplitud se dilataba hasta el
horizonte. Y todo aquel enorme espacio, inundado de luna, yacía también en
silencio, tranquilo, sumido en un sueño profundo.
– Sí, el pobre
Belikov -dijo Iván Ivanovich- era un hombre enfundado… Pero nosotros, que
vivimos en esa abominable ciudad, en sucias y estrechas casas, entre papeles
inútiles y, con frecuencia, estúpidos, que jugamos a las cartas, ¿no estamos
también enfundados? Nosotros, que pasamos la vida entre gandules y parásitos,
entre gentes ruines y mujeres ociosas y necias, ¿estamos más al aire libre?… Si
quiere usted, le contaré una historia muy interesante a este respecto…
– No, es hora de
dormir -contestó Burkin- ¡Hasta mañana!
Entraron en el porche
y se acostaron sobre el heno.
– ¡No es nada feliz
nuestra vida! -suspiró Iván Ivanovich, volviéndole la espalda a Burkin-. Sólo
vemos en torno nuestro embusteros e hipócritas, y hay que soportar todo eso; no
hay bastante valor para decirle a un idiota que lo es ni para decirle que
miente a un embustero; no nos atrevemos a declarar abiertamente que toda
nuestra simpatía la merecen los hombres honrados y libres, que, a pesar de
todo, en alguna parte han de existir. Mentimos, nos humillamos, sonreímos, cuando
de buena gana maldeciríamos, y todo por tener un pedazo de pan, una vivienda,
lo que se llama, en fin, una posición. ¡Verdaderamente esta vida es una
porquería!
– Eso es ya alta
filosofía -repuso, Burkin-. Más vale dormir…
Momentos después
roncaba.
Iván Ivanovich no
podía dormir. Habiendo intentado en vano conciliar el sueño, se levantó, salió
de la porchada y, sentándose en el umbral de la puerta, encendió la pipa.
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