La pelota
Felisberto Hernández
Cuando yo tenía ocho
años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le
pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el
almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que no la
cargoseara; después amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la
casita —pronto para correr— yo le volví a pedir que me comprara la pelota.
Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina de donde cocía,
yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl
y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me
vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella
la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la otra y que no
había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo era que ella me decía que
la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba
terminando, vi cómo ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin
querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla
contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y
la pelota perdía la forma: me daba angustia de verla tan fea; aquello no era
una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después
de haberle dado las más furiosas patadas me encontré con que la pelota hacía
movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los
que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le
venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo
jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de
pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas
más. En una de las veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección
ninguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se
repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era un
juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota
era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento.
Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a pensar en la del
almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella volvió a negármela
pero me mandó a comprar dulce de membrillo (cuando era día de fiesta o
estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo). En el momento de cruzar el
patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó y quise
pegarle una patada bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve que
ensayarlo varias veces. Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo
que me la daría cuando volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque
sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos
el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado;
pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí
ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle tirarle un pelotazo.
Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me paré para seguir
jugando y al mirarla la encontré más ridícula que nunca: había quedado chata
como una torta. Al principio me hizo gracia y me la ponía en la cabeza, la
tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer contra el piso de
tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda.
Cuando me volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que
aquello no era una pelota, que era una torta y que si ella no me compraba la
del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar
su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí
me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran
pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui
quedando dormido.
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