El hombrecito del azulejo
Manuel Mujica Láinez
Los dos médicos
cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y
que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor
Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de
las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:
—Esta noche será la
crisis.
—Sí —responde el
doctor Eduardo Wilde—; hemos hecho cuanto pudimos.
—Veremos mañana.
Tiene que pasar esta noche... Hay que esperar...
Y salen en silencio.
A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del
Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios
van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en
el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con
chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de
calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que
la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el
comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa.
También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del
azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso
de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los
Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de
uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje,
embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los
que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos
geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro
lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul,
barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha.
Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte,
porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un
azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela
que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo
transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno,
disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros,
los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios
pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del
menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que
atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que
pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el
rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre
sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel
a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le
apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene
por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí
por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó
Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando
estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece
vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y
hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
—¡Martinito!
¡Martinito!
El niño lo llama al
despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude.
Martinito es el
compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla
durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la
cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la
medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido
a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras
las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano
huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en
el brasero de la sala.
Pero ahora el niño
está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba
rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se
asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas
tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como
una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José
Guadalupe Posada, ese que tantas "calaveras, ejemplos y corridos"
ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos
macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra
parte lo es.
Martinito estudia su
traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada
que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible,
más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y
fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en
la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como
si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a
rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran
con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde
algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara
encendida.
Martinito piensa que
el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya
nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes
nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más,
mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte,
entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que
ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado
refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de
la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la
proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del
personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita
como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran
tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca
la cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía
entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se
descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito
que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira
la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo,
que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.
—Madame la Mort...
A la Muerte le gusta,
súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una
casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a
poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con
vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran
Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas
Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel
en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo
esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el
lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: «Madame la Mort.» Eso la
aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce
de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas
ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los
príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.
—Madame la Mort...
La Muerte se inclina,
estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un
pájaro, en el brocal.
—Al fin —reflexiona
la huesuda señora— pasa algo distinto.
Está acostumbrada a
que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos,
los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus
ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del
mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los
jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las
miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero
enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su
permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a
morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no.
Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está
sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que
nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a
hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin
enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el
reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que
comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la
divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa,
el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil
leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido
en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica.
"rue de Poitiers", y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o
carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este
azul de ultramar. ¿No es cierto? N'est-ce pas? Y le confía cómo vino por error
a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos,
le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del
carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario
que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir
demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba;
el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta
la puerta, galantemente, «comme un gentilhomme», y luego desaparece
corneteando...
La Muerte ríe con sus
huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la
barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a
Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de
Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda,
y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras
la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le
agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le
relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo,
hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, «bastante
diferentes, n'est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay», sitiando
castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los
borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de
malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de
la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a
las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien
que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el
episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a
la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese
general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame
la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se
desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a
despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe
era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como
un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como
una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
—Y además... —prosigue
el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza
un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un
ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha
comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro
minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca,
nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San
Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable
distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el
moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del
riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal,
descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del
zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende
disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en
el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
—Él se ha salvado —castañetean los dientes amarillos de la Muerte—, pero tú
morirás por él.
Se arranca el mitón
derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una
fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al
suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior,
donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga
ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aún tiene
mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos
jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se
percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño
abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El
doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al
rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor.
Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el
primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el
segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de
Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se
acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era
secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro,
y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las
linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de
los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y
Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida
de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y
se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y
su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que
hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera,
se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en
pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal
del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior.
Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga,
de modo que menos aún se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo
descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un
espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina,
remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres
con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como
en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las
pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que,
semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio,
baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la
tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un
anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y
Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le
será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso
cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura,
con voz de caverna:
—¡Ahí va algo,
abarájenlo!
Y el chico recibe en
las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto,
porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte,
es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.
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