En el
Sótano (Heading Home)
Ramsey
Campbell
Arriba, en algún
lugar, oyes a tu esposa y al joven conversando. Haces un esfuerzo para subir, tus
músculos temblándote como el agua, y consigues llegar en equilibrio inestable
al siguiente escalón.
Deben pensar que han
terminado contigo. Ni siquiera se han molestado en cerrar la puerta del sótano,
e intentas llegar a la línea de luz oscilante a través de la abertura.
Cualquier otro, excepto tú, estaría muerto. El joven debe de haberte
transportado desde el laboratorio y arrojado al sótano escaleras abajo. Allí,
sobre las losas polvorientas, has recobrado el conocimiento. Todavía tienes la
sensación de que en tu mejilla izquierda, la que golpeó contra el suelo, han
introducido una placa rígida en la carne. Descansas en el escalón al que has
llegado y escuchas.
Ahora guardan
silencio. Debe de ser de noche, ya que han encendido la lámpara del pasillo,
cuya luz penetra en el sótano. No pueden abandonar la casa hasta mañana, por lo
menos. Sólo puedes conjeturar lo que hacen ahora, solos en la casa, pensando.
Tus labios ateridos se abren de nuevo al sonreír. Que disfruten mientras
puedan.
El joven no te ha dejado muchos músculos utilizables. El suyo ha sido un
trabajo perfecto. No es de extrañar que se quedasen tan tranquilos. Ahora
tienes que concentrarte en los músculos que todavía te funcionan.
Balanceándote, consigues elevarte momentáneamente hasta una posición desde la
que puedas alcanzar el siguiente escalón más alto. Vuelves a concentrarte y,
empujando con músculos que casi habías olvidado que poseías, consigues subir
otro escalón.
Maniobras hasta que
quedas en posición vertical. Así hay menos riesgo de que pierdas un momento el
equilibrio y caigas rodando al suelo del sótano desde donde, hace ya horas,
empezaste a subir. Entonces descansas. Sólo quedan seis escalones más.
Nuevamente te preguntas cómo se han conocido. Naturalmente, deberías haber
sabido lo que ocurría, pero tu trabajo te importaba más que nada y no podías
dedicar ningún tiempo a vigilar a la mujer con la que te habías casado. Debiste
haberte dado cuenta de que cuando ella iba al pueblo conocería gente y no
estaría tan silenciosa como en casa. Pero su habitación podría hallarse tan
lejos de la tuya como el pueblo lo está de la casa; apenas pensabas en quienes
vivían en uno y otro lugar.
No es que te culpes a ti mismo. Cuando la conociste —en la ciudad donde
cursabas tus estudios universitarios— creíste que ella comprendía la
importancia de tu trabajo. No fue como si intentaras engañarla. Sólo cuando
ella trató de apartarte de tu trabajo, tanto para su propia gratificación como
porque le asustaba, tú te aislaste de su compañía tras una barrera de silencio.
Puedes oír sus voces
de nuevo. Están en el primer piso. No sabes si están celebrando lo que han
hecho o consolándose mutuamente porque empiezan a sentirse culpables. No
importa. Lo importante es que él no haya cerrado la puerta del laboratorio
cuando regresó del sótano. Si está cerrada, nunca podrás abrirla. Y si no
puedes entrar en el laboratorio, él te habrá matado, después de todo. Te
levantas, los músculos se estremecen con el esfuerzo, tu mejilla aprieta la
madera del escalón. No descansarás hasta que puedas ver la puerta del
laboratorio.
Estás llegando al
último escalón cuando resbalas. Tu mejilla cae sobre la madera y se desliza
hacia atrás. Agarras el escalón de madera con la boca y sientes que se te
alojan astillas entre los dientes. Tu cuello ha rozado el escalón inferior,
pero has perdido toda sensación, excepto un dolor que va desvaneciéndose
lentamente. Sólo tus mandíbulas te impiden caer allá donde empezaste a subir, y
te laten como si clavaran clavos a través de tus articulaciones con golpes bien
medidos. Las aprietas más, sintiendo un intenso dolor, y luego te das impulso
para ascender al último escalón. Allí te balanceas un poco, pero luego te
encuentras seguro.
Sin embargo, aún no descansas. Avanzas paulatinamente y te yergues a fin de
atisbar fuera del sótano. El contorno de la puerta del laboratorio se ondula
ligeramente con la oscilación de la lámpara. Se te ocurre pensar que han encendido
la lámpara porque tú les aterras, ahí tendido, muerto, más allá de la escalera
principal... como ella cree. Te ríes en silencio. Puedes permitírtelo. Cuando
la llama deja de oscilar, puedes ver la puerta del laboratorio destacándose en
la oscuridad.
Escuchas las voces en
el piso de arriba y descansas. Sabe que él es carnicero, porque una vez
ayudaste a uno de los criados a llevar la carne desde el pueblo. En cualquier
caso, podrías haber adivinado su profesión por lo que te ha hecho. Todavía te
asombra que ella haya podido juntarse con una persona así. Por lo poco que
sabías de la gente del pueblo, estabas encantado de que siempre evitasen la
casa.
Recuerdas el día en que el nuevo párroco visitó la casa. Te diste cuenta de que
había oído los rumores más extravagantes sobre tus experimentos que corrían por
el pueblo. Estabas sorprendido de que no intentaran mantenerte a raya con una
cruz. Cuando el sacerdote descubrió que podías acorralarle discutiendo
teología, se marchó, con una sonrisa sesgada en los labios. Intentó
persuadirles a los dos de que asistieran a la iglesia, pero tu esposa
permaneció sentada en silencio durante toda la visita. Fue entonces cuando
decidiste confiar en ella para que fuera al pueblo. Despediste a los criados,
pero te dijiste a tí mismo que sería menos probable que ella hablara. Ahora
sonríes ferozmente. Si hubieras sido tan descuidado en tus experimentos, en
este momento estarías muerto.
En el piso superior
siguen hablando. Te balanceas e intentas servir tú mismo como cuña entre la
puerta del sótano y el marco. Dado lo limitado de tu control resulta difícil, y
te apoyas en la abertura sin ningún apoyo en la madera. Tu peso no ha movido la
puerta, la cual es más pesada de lo que nunca habías tenido antes ocasión de
comprobar. Finalmente consigues hacer de cuña en la abertura, empujando el
marco con toda su fuerza. La puerta descansa en tí, y apoyas desmañadamente tu
peso en ella.
Se abre un poco, pero
retrocedes y la empujas. Nunca ha estado nivelada, persistiendo en permanecer entreabierta,
lo cual nunca te había molestado hasta ahora. Pero en este momento, la fuerza
que él te ha dejado, incluso centrada como luz a través de una lente, no parece
suficiente para mover la puerta. Atrapado en la ranura, te relajas un momento.
Luego, como si quisieras cogerla desprevenida, te apoyas en el marco y empujas,
avanzando con ella. Retrocedes, respondiendo a la fuerza de tu empujón, y no
has salido, pero de todos modos caes hacia el pasillo, y cuando la puerta
encaja en el marco, oscilas hacia atrás y quedas fuera del alcance de la
puerta.
Te has liberado del
sótano, pero en esa posición invertida eres impotente. La lenta puerta es más
móvil que tú. Todos los músculos que has estado utilizando sólo pueden moverse
inútilmente, agitarse en el aire. Estás tendido en el pasillo como un
animalillo de laboratorio, bajo la llama que ya no oscila.
Entonces oyes que el
carnicero le dice a su esposa: «Iré a ver», y empieza a bajar las escaleras.
Empiezas a crispar espasmódicamente todos los músculos de tu lado derecho.
Ruedas un poco hacia ese lado y luego tu intensa crispación te balancea hacia
atrás. La luz se agita a tu alrededor, haciendo que tu sombra realice el truco
cruel de conseguir el giro por el que te esfuerzas. Él está ahora a mitad de las
escaleras. Mueves de nuevo tu lado derecho y mantienes los músculos inmóviles
mientras empiezas a girar en ese lado. De repente rebasas tu punto de
equilibrio y quedas tendido sobre el lado derecho. Fuerzas tus doloridos
músculos para avanzar centímetro a centímetro, pero el laboratorio está aún a
considerable distancia, y no puedes moverte de ninguna manera en línea recta.
Resuenan las pisadas del joven. Oyes la voz aterrada de tu esposa, implorándole
que vuelva a su lado. Se produce un largo silencio; sin duda él vacila sobre lo
que debe hacer. Luego vuelve a subir apresuradamente las escaleras.
No te permites
descanso alguno hasta hallarte en el interior del laboratorio, aunque por
entonces el dolor es como una fría y rígida superficie dentro de tu carne, y tu
boca parece un polvoriento agujero en una piedra. Rebasada la puerta, te quedas
quieto y miras a tu alrededor. La luz de la luna que se filtra por la ventana
incide en la puerta. Tu mirada busca el banco donde estabas trabajando cuando
él te encontró.
No ha recogido el
material derribado al suelo debido a tu convulsión. Localizas en el suelo una
aguja reluciente, y cerca de ella un hilo quirúrgico que nunca tuviste ocasión
de usar. Te relajas a fin de prepararte para el siguiente esfuerzo concertado, y
recuerdas.
Recuerdas el día en
que perfeccionaste la solución. En cuanto la bebiste, sentiste que tu cerebro
adquiría una intensa agudeza, se hacía precisa y constantemente consciente de
los mensajes de cada nervio y los dominabas, realizando minuciosas correcciones
a la menor señal de peligro. Sabías que éste era el resultado que deseabas
obtener, pero no pudiste demostrártelo a tí mismo hasta el día que sentiste los
aguijonazos del cáncer. Entonces tu cerebro pareció condensarse en un sutil
filamento de energía que se extendió y acabó con el tumor. Aquella fue la
prueba. Tú eras inmortal.
Es cierto que la
investigación tuvo sus aspectos desagradables. Te costó considerables
desembolsos en los depósitos de cadáveres el descubrimiento de que algunos de
los extractos que necesitabas para la solución debían extraerse del cerebro
vivo. Los habitantes del pueblo creyeron que los niños se habían ahogado, pues
encontraron sus ropas en la orilla del rio. Te dijiste que los progresos de la
medicina siempre habían requerido sufrimientos.
Tal vez tu esposa
sospechó algo en esta etapa de tu trabajo, o quizá ambos decidieron simplemente
deshacerse de ti. Estabas trabajando en tu banco, tratando de sintetizar tu
descubrimiento, cuando le oíste entrar. Debió de precipitarse contra tí, pues
antes de que pudieras volverte sentiste un violento corte en la nuca. Luego te
despertaste en el suelo del sótano.
Avanzas poco a poco a
través del laboratorio. Los mayores esfuerzos ya han quedado atrás, pero ésta
es la parte más difícil. Cuando casi llegas a tocar tu cuerpo tendido boca
abajo, tienes que volverte. Te mueves con las mandíbulas, orientándote con la
lengua. Es difícil, pero no tanto como usar la lengua para enderezarse sobre el
cuello en las escaleras. Entonces te encajas en los hombros, tanteando con tu
mente perfeccionada, hasta que sientes de nuevo la unión de los nervios.
Ahora tienes que
mantenerte impávido para no separar de nuevo la cabeza. Puedes hacerlo gracias
a tu mente. Con suma cautela, estiras un brazo y tocas la aguja quirúrgica y el
hilo.
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