martes, 8 de septiembre de 2020

EN EL SOTANO, Ramsey Campbell

 

En el Sótano (Heading Home)

Ramsey Campbell

 


Arriba, en algún lugar, oyes a tu esposa y al joven conversando. Haces un esfuerzo para subir, tus músculos temblándote como el agua, y consigues llegar en equilibrio inestable al siguiente escalón.

Deben pensar que han terminado contigo. Ni siquiera se han molestado en cerrar la puerta del sótano, e intentas llegar a la línea de luz oscilante a través de la abertura. Cualquier otro, excepto tú, estaría muerto. El joven debe de haberte transportado desde el laboratorio y arrojado al sótano escaleras abajo. Allí, sobre las losas polvorientas, has recobrado el conocimiento. Todavía tienes la sensación de que en tu mejilla izquierda, la que golpeó contra el suelo, han introducido una placa rígida en la carne. Descansas en el escalón al que has llegado y escuchas.

Ahora guardan silencio. Debe de ser de noche, ya que han encendido la lámpara del pasillo, cuya luz penetra en el sótano. No pueden abandonar la casa hasta mañana, por lo menos. Sólo puedes conjeturar lo que hacen ahora, solos en la casa, pensando. Tus labios ateridos se abren de nuevo al sonreír. Que disfruten mientras puedan.
El joven no te ha dejado muchos músculos utilizables. El suyo ha sido un trabajo perfecto. No es de extrañar que se quedasen tan tranquilos. Ahora tienes que concentrarte en los músculos que todavía te funcionan. Balanceándote, consigues elevarte momentáneamente hasta una posición desde la que puedas alcanzar el siguiente escalón más alto. Vuelves a concentrarte y, empujando con músculos que casi habías olvidado que poseías, consigues subir otro escalón.

Maniobras hasta que quedas en posición vertical. Así hay menos riesgo de que pierdas un momento el equilibrio y caigas rodando al suelo del sótano desde donde, hace ya horas, empezaste a subir. Entonces descansas. Sólo quedan seis escalones más.
Nuevamente te preguntas cómo se han conocido. Naturalmente, deberías haber sabido lo que ocurría, pero tu trabajo te importaba más que nada y no podías dedicar ningún tiempo a vigilar a la mujer con la que te habías casado. Debiste haberte dado cuenta de que cuando ella iba al pueblo conocería gente y no estaría tan silenciosa como en casa. Pero su habitación podría hallarse tan lejos de la tuya como el pueblo lo está de la casa; apenas pensabas en quienes vivían en uno y otro lugar.
No es que te culpes a ti mismo. Cuando la conociste —en la ciudad donde cursabas tus estudios universitarios— creíste que ella comprendía la importancia de tu trabajo. No fue como si intentaras engañarla. Sólo cuando ella trató de apartarte de tu trabajo, tanto para su propia gratificación como porque le asustaba, tú te aislaste de su compañía tras una barrera de silencio.

Puedes oír sus voces de nuevo. Están en el primer piso. No sabes si están celebrando lo que han hecho o consolándose mutuamente porque empiezan a sentirse culpables. No importa. Lo importante es que él no haya cerrado la puerta del laboratorio cuando regresó del sótano. Si está cerrada, nunca podrás abrirla. Y si no puedes entrar en el laboratorio, él te habrá matado, después de todo. Te levantas, los músculos se estremecen con el esfuerzo, tu mejilla aprieta la madera del escalón. No descansarás hasta que puedas ver la puerta del laboratorio.

Estás llegando al último escalón cuando resbalas. Tu mejilla cae sobre la madera y se desliza hacia atrás. Agarras el escalón de madera con la boca y sientes que se te alojan astillas entre los dientes. Tu cuello ha rozado el escalón inferior, pero has perdido toda sensación, excepto un dolor que va desvaneciéndose lentamente. Sólo tus mandíbulas te impiden caer allá donde empezaste a subir, y te laten como si clavaran clavos a través de tus articulaciones con golpes bien medidos. Las aprietas más, sintiendo un intenso dolor, y luego te das impulso para ascender al último escalón. Allí te balanceas un poco, pero luego te encuentras seguro.
Sin embargo, aún no descansas. Avanzas paulatinamente y te yergues a fin de atisbar fuera del sótano. El contorno de la puerta del laboratorio se ondula ligeramente con la oscilación de la lámpara. Se te ocurre pensar que han encendido la lámpara porque tú les aterras, ahí tendido, muerto, más allá de la escalera principal... como ella cree. Te ríes en silencio. Puedes permitírtelo. Cuando la llama deja de oscilar, puedes ver la puerta del laboratorio destacándose en la oscuridad.

Escuchas las voces en el piso de arriba y descansas. Sabe que él es carnicero, porque una vez ayudaste a uno de los criados a llevar la carne desde el pueblo. En cualquier caso, podrías haber adivinado su profesión por lo que te ha hecho. Todavía te asombra que ella haya podido juntarse con una persona así. Por lo poco que sabías de la gente del pueblo, estabas encantado de que siempre evitasen la casa.
Recuerdas el día en que el nuevo párroco visitó la casa. Te diste cuenta de que había oído los rumores más extravagantes sobre tus experimentos que corrían por el pueblo. Estabas sorprendido de que no intentaran mantenerte a raya con una cruz. Cuando el sacerdote descubrió que podías acorralarle discutiendo teología, se marchó, con una sonrisa sesgada en los labios. Intentó persuadirles a los dos de que asistieran a la iglesia, pero tu esposa permaneció sentada en silencio durante toda la visita. Fue entonces cuando decidiste confiar en ella para que fuera al pueblo. Despediste a los criados, pero te dijiste a tí mismo que sería menos probable que ella hablara. Ahora sonríes ferozmente. Si hubieras sido tan descuidado en tus experimentos, en este momento estarías muerto.

En el piso superior siguen hablando. Te balanceas e intentas servir tú mismo como cuña entre la puerta del sótano y el marco. Dado lo limitado de tu control resulta difícil, y te apoyas en la abertura sin ningún apoyo en la madera. Tu peso no ha movido la puerta, la cual es más pesada de lo que nunca habías tenido antes ocasión de comprobar. Finalmente consigues hacer de cuña en la abertura, empujando el marco con toda su fuerza. La puerta descansa en tí, y apoyas desmañadamente tu peso en ella.

Se abre un poco, pero retrocedes y la empujas. Nunca ha estado nivelada, persistiendo en permanecer entreabierta, lo cual nunca te había molestado hasta ahora. Pero en este momento, la fuerza que él te ha dejado, incluso centrada como luz a través de una lente, no parece suficiente para mover la puerta. Atrapado en la ranura, te relajas un momento. Luego, como si quisieras cogerla desprevenida, te apoyas en el marco y empujas, avanzando con ella. Retrocedes, respondiendo a la fuerza de tu empujón, y no has salido, pero de todos modos caes hacia el pasillo, y cuando la puerta encaja en el marco, oscilas hacia atrás y quedas fuera del alcance de la puerta.

Te has liberado del sótano, pero en esa posición invertida eres impotente. La lenta puerta es más móvil que tú. Todos los músculos que has estado utilizando sólo pueden moverse inútilmente, agitarse en el aire. Estás tendido en el pasillo como un animalillo de laboratorio, bajo la llama que ya no oscila.

Entonces oyes que el carnicero le dice a su esposa: «Iré a ver», y empieza a bajar las escaleras.
Empiezas a crispar espasmódicamente todos los músculos de tu lado derecho. Ruedas un poco hacia ese lado y luego tu intensa crispación te balancea hacia atrás. La luz se agita a tu alrededor, haciendo que tu sombra realice el truco cruel de conseguir el giro por el que te esfuerzas. Él está ahora a mitad de las escaleras. Mueves de nuevo tu lado derecho y mantienes los músculos inmóviles mientras empiezas a girar en ese lado. De repente rebasas tu punto de equilibrio y quedas tendido sobre el lado derecho. Fuerzas tus doloridos músculos para avanzar centímetro a centímetro, pero el laboratorio está aún a considerable distancia, y no puedes moverte de ninguna manera en línea recta. Resuenan las pisadas del joven. Oyes la voz aterrada de tu esposa, implorándole que vuelva a su lado. Se produce un largo silencio; sin duda él vacila sobre lo que debe hacer. Luego vuelve a subir apresuradamente las escaleras.

No te permites descanso alguno hasta hallarte en el interior del laboratorio, aunque por entonces el dolor es como una fría y rígida superficie dentro de tu carne, y tu boca parece un polvoriento agujero en una piedra. Rebasada la puerta, te quedas quieto y miras a tu alrededor. La luz de la luna que se filtra por la ventana incide en la puerta. Tu mirada busca el banco donde estabas trabajando cuando él te encontró.

No ha recogido el material derribado al suelo debido a tu convulsión. Localizas en el suelo una aguja reluciente, y cerca de ella un hilo quirúrgico que nunca tuviste ocasión de usar. Te relajas a fin de prepararte para el siguiente esfuerzo concertado, y recuerdas.

Recuerdas el día en que perfeccionaste la solución. En cuanto la bebiste, sentiste que tu cerebro adquiría una intensa agudeza, se hacía precisa y constantemente consciente de los mensajes de cada nervio y los dominabas, realizando minuciosas correcciones a la menor señal de peligro. Sabías que éste era el resultado que deseabas obtener, pero no pudiste demostrártelo a tí mismo hasta el día que sentiste los aguijonazos del cáncer. Entonces tu cerebro pareció condensarse en un sutil filamento de energía que se extendió y acabó con el tumor. Aquella fue la prueba. Tú eras inmortal.

Es cierto que la investigación tuvo sus aspectos desagradables. Te costó considerables desembolsos en los depósitos de cadáveres el descubrimiento de que algunos de los extractos que necesitabas para la solución debían extraerse del cerebro vivo. Los habitantes del pueblo creyeron que los niños se habían ahogado, pues encontraron sus ropas en la orilla del rio. Te dijiste que los progresos de la medicina siempre habían requerido sufrimientos.

Tal vez tu esposa sospechó algo en esta etapa de tu trabajo, o quizá ambos decidieron simplemente deshacerse de ti. Estabas trabajando en tu banco, tratando de sintetizar tu descubrimiento, cuando le oíste entrar. Debió de precipitarse contra tí, pues antes de que pudieras volverte sentiste un violento corte en la nuca. Luego te despertaste en el suelo del sótano.

Avanzas poco a poco a través del laboratorio. Los mayores esfuerzos ya han quedado atrás, pero ésta es la parte más difícil. Cuando casi llegas a tocar tu cuerpo tendido boca abajo, tienes que volverte. Te mueves con las mandíbulas, orientándote con la lengua. Es difícil, pero no tanto como usar la lengua para enderezarse sobre el cuello en las escaleras. Entonces te encajas en los hombros, tanteando con tu mente perfeccionada, hasta que sientes de nuevo la unión de los nervios.

Ahora tienes que mantenerte impávido para no separar de nuevo la cabeza. Puedes hacerlo gracias a tu mente. Con suma cautela, estiras un brazo y tocas la aguja quirúrgica y el hilo.





 

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