Extraordinaria
historia de dos tuertos
Roberto Arlt
Dudo que tuerto
alguno pueda contar otra maravillosa historia semejante a la que nos ocurrió a
mí y a Hortensio Lafre, tuerto también como yo. Y ahora tomáos el trabajo de
leerme.
Tenía yo pocos años
de edad cuando perdí mi ojo derecho en un accidente de caza que le aconteció a
mi padre, y la ruina sobrevenida a éste poco tiempo después, por ser más
aficionado a los deportes cinegéticos que al cuidado de su molino y campos, nos
arrastró a todos hasta ese refugio de fracasados que es el Barrio Latino de
París. Después de numerosas peripecias que no son del caso, a la edad de
dieciocho años conseguí un empleo de cobrador de una compañía de mutualidad, y
en este trabajo me ganaba penosamente la vida, durante los comienzos del año
1914, cuando a fines del mes de enero trabé conocimiento con un venerable
caballero que estaba asociado a la compañía. Este buen señor usaba barba en
punta como un artista, y su melena de cabello entrecano y ondulado, así como su
mirada bondadosa, le concedían la apariencia que podría tener el padre del
género humano si acertaba a hacerse invisible. Se llamaba monsieur Lambet.
Monsieur Lambet vivía
en una discreta casa con jardincillo en el arrabal de Mont Parnasse, y la
segunda vez que le fui a cobrar la cuota de su seguro, como no tuviera nada que
hacer, me acompañó por las calles y se interesó evidentemente en las
condiciones en que vivía yo y mi madre y mi hermana. Cuando le manifesté que
nuestra condición económica era sumamente precaria, no se asombró, y sí
recuerdo que me dijo con tono de voz sumamente patético:
—Mi querido joven: si
vos usarais un ojo de vidrio os sería mucho más fácil conseguir un puesto
honorable.
—¿De dónde sacar el
importe de un ojo de vidrio, monsieur Lambet? ¿De dónde?
Monsieur Lambet
guardó un prudente silencio y continuó caminando en silencio a mi lado. Luego
me dijo:
—Evidentemente, no se
trata de menospreciar vuestra persona, pero un joven tuerto no es, en manera
alguna, atrayente.
—Vaya si lo sé —repuse
yo, suspirando tristemente.
Monsieur Lambet
prosiguió:
—Ha progresado tanto
la industria de los ojos de vidrio, que hoy se hacen tan perfectos, que hay
personas que afirman que los ojos de vidrio son más tiernos y expresivos que
los ojos naturales. Yo no me atrevería a jurar eso, pero evidentemente un
hombre tuerto con su ojo de vidrio es mucho más atrayente que sin él.
—Monsieur Lambet:
creo que yo jamás reuniré el dinero que cuesta un ojo de vidrio.
Pero monsieur Lambet
era un hombre de sentimientos nobles. Me tomó de un brazo, me apretó y me dijo:
—Querido joven: vos
me recordáis, precisamente, el rostro de un hijo mío muerto hace muchos años.
Permitidme seros útil. Monsieur Tricot, honrado comerciante amigo mío, trafica
en anteojos, lentes, vidrios de aumento y ojos artificiales. Yo os recomendaré
a él, y estoy seguro que accederá a colocaros un ojo de vidrio en condiciones
que no os serán onerosas.
Deshaciéndome en
muestras de gratitud le di repetidas gracias a monsieur Lambet, quien me
estrechó contra su pecho y dijo que estaba encantado de poder serme útil en tal
insignificancia, y debió serlo, porque cuando al día siguiente me presenté en
la tienda de monsieur Tricot, monsieur Tricot, un caballero alto, grueso, de
atravesada mirada y espesa barba negra, me recibió aparatosamente, me hizo
entrar a su trastienda y dio principio al trabajo de probarme diferentes ojos
de vidrio, hasta que finalmente descubrió un hermoso ejemplar que parecía
hermano gemelo del mío, natural, a punto, que al observarme en un espejo no
pude menos de lanzar un grito de admiración. Me había transformado en otro
hombre gracias a la bondadosa generosidad de monsieur Lambet.
Cuando lo interrogué
a monsieur Tricot respecto al precio del ojo de vidrio, me respondió:
—Vete a darle las
gracias a tu benefactor, y no te preocupes. Lo que des aquí en la tierra, lo
recibirás centuplicado en el cielo. Lo que debes hacer, truene o llueva, es
quitarte este ojo todas las noches y ponerlo en remojo en un vaso de agua como
si fuera una dentadura. Mediante ese procedimiento, sus colores se mantendrán siempre
frescos y puros y no darás a la gente una mala impresión, porque los ojos de
vidrio se empañan mucho con la humedad.
Nuevamente le di las
gracias a monsieur Tricot, prometiéndole seguir escrupulosamente sus consejos,
y poco menos que bailando por las calles llegué a Mont Parnasse, donde al ver a
monsieur Lambet me precipité hacia él. Monsieur Lambet, como si yo fuera su
mismo hijo resucitado, me tomó por los brazos, me miró y me dijo:
—Vive Dios que eres
mi hijo, mi propio hijo resucitado, y no te dejo marchar. De aquí en adelante
vivirás en mi casa.
No hubo forma de
persuadirle para que dejara de cumplir su deseo, y tuve que complacerle y
marcharme de mi casa a vivir en la suya. No dejé de ser lo suficiente ingrato
para desconfiar de las atenciones de mi protector; pero a los pocos días de
vivir bajo su techo, comprendí que me había equivocado groseramente. Monsieur
Lambet era el más simpático y bueno de los hombres. Lo único que exigía de mí
era que durmiera en su casa y almorzara y cenara con él. Luego me dejaba salir
a vagabundear, no sin dejar de decir siempre que se despedía de mí:
—Gracias, muchacho.
Me has dado el placer de pasar una hora con mi hijo.
Mi excelente familia
se alteró con este cambio, en razón de mi juventud e inexperiencia, pero terminaron
convenciéndose de que monsieur Lambet era un viejo maniático cuyo trato nos
beneficiaba. Y así era. Un mes después de este cambio, monsieur Lambet,
alegremente, me informó que por favor de monsieur Tricot había obtenido para mí
una plaza de vendedor de anteojos y ojos de vidrio en la zona alemana de
Hamburgo. Recibiría sueldo y un tanto por ciento sobre los beneficios de las
ventas. Yo me manifesté algo reacio a abandonar mi puesto de cobrador, pero
tanto insistió monsieur Lambet en que mi posición económica cambiaría
fundamentalmente, que resolví contra mi agrado hacer la prueba. No creía en el
éxito de los ojos de vidrio. Para que mis gastos fueran menores, monsieur Lambet
me recomendó al Hotel de «Las Tres Grullas», cuyo propietario, un sonriente y
gordo hamburgués, me recibió como si fuera su hijo. ¡Evidentemente, el mundo
estaba repleto de buena gente!
Mi primera salida por
Hamburgo fue un éxito. Vendí lentes y ojos artificiales como para reparar a un
ejército de tuertos.
Desde entonces
Hamburgo fue mi base de operaciones…, pero una noche que dormía en «Las Tres
Grullas» me ocurrió un suceso tan extraño, que aún hoy es motivo de maravilla
entre los que tienen la paciencia de escuchar mi relato.
Había llegado tarde
al hotel porque me entretuve en el puerto, conversando con algunos comerciantes
que querían estudiar en París las posibilidades de colocar ciertos artículos de
fantasía.
Serían las dos de la
madrugada, y trataba inútilmente de conciliar el sueño, cuando la puerta de mi
habitación se abrió tan cautelosamente, que, sobreponiéndome al instintivo
temor que causa la presencia de un extraño en nuestra alcoba, resolví espiarlo.
En caso que pasara algo, sabría defenderme.
Como es natural,
esperaba que el desconocido se dirigiera al ropero, en cuyo interior estaba
colgado mi traje; pero con mi único ojo entreabierto, a la grisácea claridad
que se filtraba por un postigo entreabierto, reconocí al dueño de «Las Tres
Grullas», que se dirigía a la mesa.
¿Sabéis lo que hizo
allí? Tomó la copa de agua donde se encontraba sumergido mi ojo de vidrio, y
con ella se retiró tan cautelosamente como había venido.
Yo quedé atónito.
¿Qué quería hacer el hombre con mi ojo de vidrio? ¿Pretendería robármelo?
El suceso me
resultaba tan extraordinario, que una hora después no había conseguido
dormirme, y en el mismo momento que en el reloj daban las tres de la madrugada,
la puerta de la habitación volvió a chirriar, y el infiel hospedero, de
puntillas, tan cauteloso como había entrado, con el vaso de agua en la mano, se
aproximó a la mesa y dejó allí la copa.
En el interior del
vaso de agua se encontraba mi ojo de vidrio.
¿Qué misterio
encerraba ese ritual?
Pero no tuve tiempo
de meditar mayormente sobre el misterio de mi ojo de vidrio, porque a las cinco
de la mañana salía el rápido de París, y a pesar de que mi noche había sido
extraordinaria, aquel amanecer no lo iba a ser menos, por efecto de una de
aquellas casualidades de apariencia sobrenatural y que en la realidad de la
vida son tan frecuentes e inagotablemente asombrosas.
Me despedí del dueño
de «Las Tres Grullas» como si no me hubiera ocurrido nada, pero «in mente»
estaba resuelto a aclarar aquel suceso, cuando otro hecho vino a complicar mi
desorden mental.
No había terminado de
ocupar mi asiento en mi coche de segunda, cuando frente a mí se detuvo
Hortensio Lafre, un camarada de mi infancia.
Desde que mi familia
había abandonado el pueblo no nos habíamos visto. En cuanto cambiamos una
mirada, nos reconocimos, y después de abrazarnos efusivamente nos quedamos contemplándonos
con ese gusto asombrado con que volvemos a encontrarnos con los testigos de
nuestros primeros juegos; y de pronto, ambos nos lanzamos a quemarropa:
—Tú tienes un ojo de
vidrio.
—Sí. Y tú también.
—Sí.
—¿Y qué haces por
aquí?
—Vendo cristales,
anteojos, ojos de vidrio.
Yo me quedé
examinándolo, turulato.
—¡Cómo! ¿Tienes la
misma profesión?
—¡Tú también vendes
ojos de vidrio!
—Sí.
—¡Cristo! Esto sí que
es raro.
Ahora le tocaba a
Hortensio asombrarse. Súbitamente inspirado, le dije:
—¿Cómo te metiste en
esto?
Hortensio comenzó a
narrarme su historia:
Acosado por la
necesidad se había dedicado a vender novelas por entregas, cuando un día, al
llegar al barrio de Saint-Denis, se encontró con un honorable anciano que le
cobró simpatía porque Hortensio se parecía prodigiosamente a su hijo muerto.
—¡Satanás! ¡Esa es mi
historia! Continúa.
El viejo bondadoso,
lamentándose de que Hortensio fuera tuerto, lo recomendó a lo de monsieur
Tricot, quien no sólo le regaló un ojo de vidrio, sino que le proporcionó una
ventajosa colocación para venderlos en el extranjero.
—Lo mismo me ha
ocurrido a mí, Hortensio. Exactamente lo mismo.
—No.
—Así como lo oyes.
Dime: tu protector ¿no es un anciano con facha de pintor, pelo entrecano, barba
en punta?
—Sí.
—Pues es él, monsieur
Lambet.
—Yo lo conozco bajo
el nombre de Gervasio Turlot.
—Pues el viejo, se
llame Turlot o Lambet, debe ser un peligrosísimo bribón: en nuestra aventura
hay demasiado misterio.
—¿Qué te parece si
vemos al comisario de Saint-Denis? Yo lo conozco porque le he vendido a su
mujer varias novelas por entregas.
—Perfectamente.
En cuanto llegamos a
París nos dirigimos a la comisaría de Saint Denis, y Hortensio se hizo anunciar
al comisario. Una vez en su presencia, yo me senté en el escritorio y comencé a
narrarle las etapas de mi aventura. El comisario nos escuchaba asombradísimo.
Finalmente requirió la presencia de un perito en ojos de vidrio, y cuando el
hombre llegó, le entregamos nuestros ojos artificiales. Éste comenzó a
manipular en los globos de vidrio hasta que éstos se abrieron en sus manos. En
el interior de un ojo de vidrio (el mío), en un espacio hueco y circular,
encontró un rollo de papel de seda, escrito con letra casi microscópica. Era un
pedido a monsieur Lambet de la dirección de un oficial que había sido exonerado
del ejército por deudas. En el ojo de vidrio correspondiente a mi amigo
Hortensio había, en cambio, una orden a monsieur Turlot, para que asesinara al «agente
23», culpable de proporcionar datos falsos.
No quedaba duda.
Monsieur Lambet, alias Turlot, era el eslabón terminal de una activa cadena de
espías y nosotros, dos inocentes tuertos, sus mensajeros insospechables. Como
aún no había estallado la guerra, monsieur Lambet, mi benefactor, fue detenido
y condenado a treinta años de presidio. En cuanto al dueño de «Las Tres Grullas»,
continúa en Hamburgo, y posiblemente sirva ahora a otra pandilla de espías.
Pero yo ya no creo en la bondad de los protectores desconocidos.
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